24
EN LIZA
Antiguos Bosques, año 248 D. N. C.
La noche siguiente, Galoran y Ravnya decidieron trasladar a Dyreah.
La levantaron de la mesa y la depositaron en el piso, sobre la alfombra. A lo largo de aquel día el sueño de la semielfa se había vuelto más inquieto. Se agitaba y revolvía contra monstruos que sólo existían en su delirio. De ahí la idea del elfo de bajarla de la mesa, pues en su trastorno bien podía caerse en cualquier momento.
No obstante a pesar de las circunstancias, el ambiente invitaba al optimismo. Ravnya, con gran paciencia y perseverancia, había logrado que Dyreah bebiese unos pocos tragos de agua. La herida del hombro presentaba un aspecto excelente, cicatrizando a un ritmo insólito, al igual que la del muslo. Ésta última, pese a resultar de mayor gravedad, parecía progresar por buen camino y no daba muestras de infección ni lucía una temida coloración extraña.
El flechazo del vientre era otro cantar.
La sutura practicada por Galoran, tras la cruenta intervención de la chica loba, había sido minuciosa y precisa, y sin duda la destreza del elfo con la aguja había salvado la vida de la mestiza. Aún así, precisaría de muchos cuidados y gran atención, pues el peligro estaba lejos de haber desaparecido. Las vendas que la joven cambiaba cada día continuaban teñidas de sangre, aunque en menor cuantía y sin alcanzar límites alarmantes. Incluso la palidez extrema que presentara antes el rostro de Dyreah empezaba a dar paso a un tímido rubor que devolvía a sus labios y mejillas algo de color.
Los días iban transcurriendo y el régimen de vigilancia se mantenía invariable.
Mientras el sol estaba en lo alto, era Ravnya quien se hacía cargo de todo, desde el saneamiento de los vendajes hasta procurarle agua. Cuando salía la luna, era Galoran quien tomaba el relevo, pero sólo parcialmente. A excepción de breves salidas para cubrir su sustento, la muchacha permanecía fielmente al lado de su compañera en todo momento, alternando su forma de loba con la humana, según fuera necesario. El wampyr, por su parte, turnaba su tiempo entre su afición favorita tallando madera, con sus desconocidas actividades en el privado piso superior, pero sin que nada de cuanto acontecía entre los sobrios muros de su torre le pasara por alto.
Fue al tercer día, durante la tarde, cuando Dyreah comenzó a agitarse de nuevo, inquieta, pero pacífica.
Ravnya se acercó de inmediato, dispuesta a auxiliarla en lo que fuera preciso; inclusive sujetarla, si se alteraba de manera peligrosa para sí misma. La joven buscó el sencillo recipiente donde recogía el agua y trató de darle de beber. Antes puso la mano sobre su frente y advirtió para su tranquilidad que no había subido la temperatura. Fue en aquel momento cuando se percató de que los ojos de la mestiza no paraban de moverse bajo los párpados. También fruncía los labios, con torpeza, pues estaban secos. Ravnya no tardó en verter agua en su boca y se inclinó para observarla con atención. Sus esperanzas se mantenían en alto.
Tras denodados esfuerzos que parecían abocados al fracaso, la semielfa logró entreabrir los párpados, lentamente y con dificultad, resistiéndose al deseo de volver a cerrarlos. Por fortuna, la luz dentro del torreón era bastante tenue y facilitaba la transición a la consciencia. Dyreah trató de enfocar la mirada y distinguir el medio que la rodeaba, en busca de los monstruos que habían estado perturbando su sueño. En cambio, fue al cabo de unos segundos cuando pudo reconocer los singulares rasgos de Ravnya, contemplándola desde arriba con evidente preocupación.
Trató de decir algo, pero todavía tenía la garganta seca y acartonada. Apenas brotó un hilillo de voz de entre sus labios.
—Ho-hola, Nya —consiguió decir con una trémula y dolorosa sonrisa, agotando sus restantes fuerzas en ese gesto.
—Hola…
Nada más pudo añadir la muchacha. Gruesas lágrimas resbalaban por sus mejillas, con un nudo en la garganta que le impedía hablar. Impelida por sus sentimientos, se abrazó a Dyreah, con el rostro apretado en el hueco entre el hombro y el cuello de ella, exhalando profundos sollozos de alivio y tristeza a un tiempo. Nada en el mundo podría haberla apartado de su compañera en aquel momento.
Cálidamente reconfortada y sabiéndose a salvo bajo la férrea protección de Ravnya, la mestiza se sumergió con suavidad en el sueño. Mas ahora una suave calma y el atisbo de una sonrisa pincelaban su rostro.
Así acomodadas fue como las encontró Galoran al anochecer.
Ambas dormían en paz. La menuda figura de la chica loba yacía acurrucada junto al cuerpo de la esbelta semielfa con la cabeza reposando sobre su pecho, compartiendo tan íntimo calor. Por primera vez en varios días las dos mujeres hallaban cada una en brazos de la otra el reposo que tanto precisaban.
Si bien hacía poco que las conociera y las invitara a compartir su hogar, era evidente para él el afecto que se profesaban. Ignoraba los lazos que las unían, pero sin lugar a dudas eran sinceros y ajenos a cualquier otro oscuro y encubierto propósito.
Que la mestiza pudiese guardar una actitud malintencionada estaba fuera de toda discusión. La propia armadura que portaba resultaba prueba más que suficiente en sí misma como para confiar plenamente en su integridad, cívica y moral. Hablar de la curiosa joven era bien distinto. Su singular naturaleza medio lupina parecía ejercer un importante influjo en su personalidad y en su manera de obrar. Para advertirlo bastaba con observarla mientras cuidaba a su compañera, siempre próxima a ella, atenta a afrontar cualquier peligro que estuviera acechándola y defenderla con uñas y dientes. El espíritu de manada estaba muy presente en ella y, al parecer, había adoptado a Dyreah como su familia.
Galoran se sintió complacido. La vida de la semielfa no iba a resultar fácil ni carente de riesgos, sin embargo, no la padecería en soledad.
Dedicó una última mirada de aquiescencia a las dos durmientes y se deslizó silencioso a ocuparse de sus quehaceres, no dispuesto a incomodar su reposo. Merecían un descanso.
—¡Ay!
—Shh, calla.
Dyreah había despertado al mediodía y en esta ocasión había retenido la consciencia. Su primera intención había sido levantarse, pero Ravnya rápidamente la había sujetado y exigido permanecer acostada sobre la alfombra, en contra de su voluntad. Ahora estaba cambiándole los vendajes, pese a las reiteradas protestas de la otra.
La semielfa apretaba los dientes con fuerza, tratando de hacer caso omiso de un dolor que vencía en su reto por reclamar su atención. La muchacha era sumamente cuidadosa en su labor, mas a veces la tela manchada de sangre se adhería a la piel y se veía obligada a tirar para desprenderla. Esto provocaba accidentales quejidos por parte de la mestiza, superado su aguante por el intenso dolor.
—Duele… —argumentó Dyreah en su defensa, respirando agitada.
—Shh —la chistó de nuevo. Ravnya estaba terminando de limpiar con una gasa húmeda los puntos de la herida—. Ya acabo. Antes te quejabas menos.
La mestiza hubiera soltado una respuesta airada si no hubiera sido por la clara alegría que brillaba en los ojos de la joven. Ravnya había continuado su actividad diaria sin dedicar una especial celebración por la recuperación de su amiga. En cambio, se notaba su excelente estado de ánimo y era patente la energía que derrochaba en cada uno de sus movimientos.
Dyreah la envidiaba. Se sentía inútil allí tirada en el suelo, incapaz de valerse por sí misma y a merced de las atenciones de la muchacha. No era que se quejase de los cuidados de su compañera, en absoluto. En ese sentido era consciente de que no podía estar en mejores y más delicadas manos. El problema se debía a su rebeldía natural. No soportaba la sensación de depender de otros. No obstante y dadas las actuales circunstancias, no le quedaba otra opción. El hombro le molestaba, aunque los vendajes que lo sujetaban impedían que hiciera dolorosos movimientos bruscos. Había tratado de flexionar la pierna en una ocasión para modificar su postura, pero la viva respuesta que la extremidad le remitió le hizo cambiar de inmediato de idea. Desde entonces, había estado haciendo suaves ejercicios tratando de calibrar sus límites, con resultados bastante desalentadores.
Sin embargo, nada había resultado tan angustioso como cuando, en un descuido, cometió el error de intentar incorporarse. De pronto sintió como si una lanza le atravesara el vientre y saliera por su espalda, desgarrando todo a su paso. Exhaló un chillido y se derrumbó sobre la alfombra, hecha un ovillo. Algunas manchas rojizas aparecieron en las vendas que cubrían su vientre.
Era a causa de este accidente que Ravnya estuviera atendiéndola en estos instantes. La sutura había resistido el tirón, pero algunos puntos habían vuelto a sangrar. Una vez saneada la herida, la joven aplicó un vendaje limpio ante la frustrada mirada de la semielfa.
—Ya está —sentenció Ravnya, dando su trabajo por concluido mas sin apartarse aún—. ¿Mejor?
—Pues si he de serte sincera, no —replicó Dyreah con fastidio—. Odio tener que permanecer aquí, inmovilizada. Quiero salir al bosque.
—No saldrás, no estás bien. Cuando estés bien, saldrás.
Dyreah sabía por el tono de sus palabras que sería inútil discutir, Ravnya no permitiría que hiciese nada que la pusiese en peligro. Además, era de sobra consciente de que no se encontraba en condiciones siquiera para levantarse, menos aún para caminar por la floresta. Sin embargo, continuar por más tiempo allí encerrada entre aquellos muros…
Exhaló un bufido de resignación y dejó caer los hombros, rendida a la evidencia. No obstante, no estaba sola. Su fiel amiga siempre la acompañaba, fue la última persona a la que vio antes de caer desvanecida por la acción de las flechas y la primera cuando abandonó la negrura. Sentirla cerca, su mera presencia, la complacía de un modo que no alcanzaba a comprender. Al tiempo que la relajaba y favorecía que bajase sus muros defensivos, le brindaba renovadas energías y una buena presencia de ánimo. A pesar de las graves heridas que se repartían por su cuerpo, todavía tenía tiempo de esbozar una trémula sonrisa cuando su mirada se cruzaba con la de la joven de ojos claros.
Así ocurrió en aquel instante. Tumbada como se encontraba, Dyreah dedicó unos segundos a observar a la otra fémina, su menuda figura, el fino cabello, su dulce rostro… No tardó en desviar la mirada y dirigirla al techo de la estancia.
—Dyreah, espera.
La semielfa se giró, extrañada por la demanda de Ravnya.
—Dime, Nya. ¿Ocurre algo?
—Siento curiosidad —contestó la otra—. ¿Por qué lo haces?
—¿Qué es lo que hago? —inquirió confusa. No entendía a qué se refería.
—Mirarme. Me miras cada vez que crees que no te veo.
«¿Hago yo eso? ¿La estaba mirando ahora?», pensó Dyreah para sí, alarmada. No tuvo que meditar mucho para hallar respuesta a su pregunta. Sí, al menos ahora lo había estado haciendo. Y si Ravnya había llegado a advertido y tenerlo en cuenta, era porque sin duda también había ocurrido con anterioridad.
—Te miro y tú miras a otro lado, pero me miras otra vez cuando yo no miro —explicó la muchacha con su peculiar estilo a la hora de expresarse—. Y no sé por qué haces eso. ¿Algo de mí te molesta? ¿Por eso me vigilas?
No era habitual que Ravnya pronunciara tantas frases seguidas. Aquella manifestación de sus temores demostraba que en verdad la inquietaba aquel tema.
—Lo siento, Nya, no era consciente de estar comportándome así. Perdóname si te he preocupado de algún modo y créeme si te digo que no tengo motivos para vigilarte.
—No me preocupabas —aclaró la joven con una sonrisa antes de tumbarse sobre la alfombra boca abajo y apoyada sobre los codos, muy cerca de ella mientras peinaba con ternura algunos mechones del rebelde y oscuro cabello de la mestiza—. Es que… no sé. A veces, me miras raro. Antes lo hacías, y no sé por qué. ¿Me lo dices?
—Que te lo diga —pronunció, buscando algún significado escondido en aquellas cuatro palabras que de manera tan instantánea parecían haberse convertido en términos de una jerga desconocida a su más inmediato entendimiento—. Que te lo diga. Nya, yo…
Dyreah se encontró de forma inesperada en una situación incómoda, a la par que un tanto embarazosa, de la que no tenía forma de escapar. ¿Cómo explicar algo que ni ella misma lograba entender? De inmediato recordó todo cuanto aconteció aquel día en el bosque, cerca del río. Y de igual modo, evocó las emociones que la asaltaron por sorpresa cuando tenía a Ravnya recostada sobre su regazo, sumisamente entregada a sus caricias. Ahora la situación se repetía, pero en esta ocasión era ella quien estaba a merced de las atenciones de la otra. Nya seguía acariciándola en tanto la observaba con suma atención, su rostro tan próximo al suyo, a la espera de una respuesta que no llegaba, lejos de imaginar el efecto que su contacto estaba suscitando en la semielfa. Ésta se había perdido en el trasfondo de la mirada de aquellos ojos grises, en los plácidos y suaves rasgos que enmarcaban su cara de niña, la delicada curva que se dibujaba en sus tiernos labios… Era tan dulce, tan encantadora. Le parecía tan… preciosa.
Ajena a sus propios actos e intenciones, alzó la mano derecha y recorrió con la yema de los dedos la tersa y nívea piel de la mejilla de la muchacha hasta la barbilla. Dos latidos más tarde y con los ojos cerrados, tiró con suavidad del mentón y la atrajo hacia sí, permitiendo que inicialmente sus labios rozasen los de Ravnya, para después posarse con mayor firmeza y depositar en ellos un cálido beso.
La joven no rechazó el íntimo gesto. Aceptó el beso, aunque no se unió a él ni respondió al mismo.
Dyreah abandonó su abstracción al punto y rompió el contacto, retirándose despacio. Giró la cabeza a un lado y clavó la mirada en los austeros muros del interior del torreón. Su corazón latía agitado y se sentía arder por dentro. No quería reflexionar en lo que acababa de ocurrir, en lo que había hecho. Prefería bloquear todo pensamiento al respecto y confiar en que las emociones que crepitaban en su interior se extinguiesen de una forma tan rápida como habían prendido. Y por supuesto, no tenía intención de mirarla, ante el certero temor de que su atípico ardor se reavivara.
Ravnya no se había desplazado un ápice desde que la otra obrara de aquella extraña manera. Estaba desconcertada. Las fuertes reacciones de su compañera resultaban indescifrables para ella, tanto que la sumían en un mar de dudas y confusiones que alteraban su habitual calma. Y eso no le gustaba.
—¿Era esto —inquirió la chica loba con seriedad, deseosa de solventar este asunto cuanto antes— lo que querías?
La mestiza no contestó. Ravnya tuvo que moverse para buscar su escondida mirada y reclamar una respuesta. Trató de evadirse, pero la muchacha no se lo permitió. Esta vez no estaba dispuesta a dejar el problema sin resolver.
—¿Dy?
—Cr-creo que… sí —logró afirmar la semielfa, no sin gran esfuerzo por su parte. Se hallaba tremendamente azorada y le asustaba pensar en las implicaciones que pudiera traer consigo su imprudente acción.
Ahora fue el turno de Ravnya de guardar silencio mientras recapacitaba en todo aquello. A su entender, sólo tenía sentido hacer otra pregunta.
—Y… —comenzó, concentrada en el tema—. Si esto es tan importante, ¿por qué no lo hiciste antes?
Dyreah se quedó gratamente sorprendida ante el inesperado razonamiento de la joven, sin saber qué decir. En su rostro sólo leía confusión, incomprensión, ningún reproche ni amonestación por su atrevida conducta. Una tentativa de esperanza se abrió paso por su mente.
—Entonces, ¿eso significa que no te ha molestado? ¿Que no te he ofendido cuando te… besé? —cuestionó la mestiza algo tímida y avergonzada. No obstante, el esbozo de una sonrisa se dibujó en la comisura de sus labios.
—No, ¿por qué? —replicó la muchacha con sencilla sinceridad—. No entiendo tu miedo. Sabes bien.
Aquella última declaración terminó de desmoronar las desgastadas reservas de la semielfa. Haciendo uso de unas fuerzas que no creía poseer, alzó los brazos y rodeó el cuello de una Ravnya todavía perpleja. La apretó contra sí con fuerza y hundió el rostro en el fresco aroma de su pelo plateado. Dyreah sonrió risueña e ilusionada durante el largo rato que permanecieron así.
—Me satisface hallaros de regreso, Dyreah.
El anochecer había sorprendido a las dos féminas distraídas charlando y jugando. Ravnya había aprovechado la inmovilidad de su compañera para poner orden en su cabello. Dyreah no tuvo otra opción que aguardar mientras la muchacha trenzaba y liberaba sus negros mechones una y otra vez, sin que el aburrimiento medrara en ella.
Galoran, cumplido el día, se presentó en la estancia silencioso y arropado como de costumbre en sus amplios y largos ropajes oscuros.
—En verdad que os añorábamos —manifestó el elfo—. Aunque sin temor a errar me atrevo a afirmar que ya han disfrutado de la oportunidad de celebrar vuestra prodigiosa recuperación.
Ravnya no se dio por aludida, se limitó a mirar al wampyr desde donde permanecía sentada en el suelo sobre la alfombra. Dyreah, muy al contrario, evadió la mirada mientras el rubor ascendía a sus mejillas. Galoran disimuló una sonrisa privada, satisfecho de sus dotes de observación.
—Os doy las gracias —contestó la mestiza al cabo de unos instantes—. Ravnya me ha contado lo mucho que os debo, mi propia vida. No sé cómo podría agradecéroslo.
—Es lo menos que estaba en mi mano hacer —respondió con humildad—. Mi recompensa es veros sana y salva. Aunque a decir verdad aún me encuentro francamente fascinado por vuestro portentoso restablecimiento. Os aseguro que entre mis limitadas facultades no figura la de obrar milagros, a fe mía que no os engaño. Temía por vos.
—Supongo que he tenido suerte. Aún así, os debo mucho.
—Ni que decir tiene que sin la inestimable asistencia de Ravnya mi labor hubiera resultado del todo inútil —añadió el elfo, aparentemente incómodo por la atención recibida.
La semielfa apretó entre sus dedos la mano de su compañera, al tiempo que le dedicaba una sonrisa rebosante de afecto.
—Ahora lo primordial es que cumpláis el debido reposo y no hagáis intención de alzaros bajo ningún concepto —dictaminó.
—Malo.
Dyreah se giró para mirar a Ravnya, sorprendida. Era la primera ocasión en la que escuchaba hablar a la joven en presencia del wampyr.
—Antes quería salir, ir al bosque. No la dejé. Malo.
Lo dijo con tal seriedad y convencimiento que provocó una sonrisa cómplice en los dos herederos de sangre élfica.
—Es cierto que lo intenté —comentó la mestiza—, pero no lo consintió. Es muy firme cuando se lo propone.
Ravnya asintió complacida, orgullosa de su buen hacer y completamente ajena de la inocente broma de la que estaba siendo víctima.
—Sin embargo, me encantaría poder levantarme y pasear un poco —confesó Dyreah. En su voz se advertía un deje de fastidio—. Siento como si llevase una eternidad aquí tumbada.
—Quizá os plazca aderezar vuestra convalecencia con el cautivador aprendizaje de la Nythare —sugirió Galoran.
—Dadas las circunstancias, me parece una idea muy interesante —aceptó la semielfa—. Pero se me ocurre otra incluso mejor.
—¿Es verdad lo que decís? —cuestionó sorprendido—. Contadme, os lo suplico.
—No, por favor, contadme vos.
El semblante de Dyreah adoptó una apariencia solemne. Por un instante sus ojos de jade miraron más allá de los muros que rodeaban el torreón.
—Os ruego que me proporcionéis toda la información que dispongáis sobre la ciudad de mi madre, la antigua Aeral.
Nada más la semielfa pronunció aquellas palabras, Galoran se embarcó en una obsesiva búsqueda a lo largo y ancho de su biblioteca privada en pos de cualquier documento que hiciera mera mención a la Ciudad de la Belleza. Extraía uno a uno los volúmenes de las estanterías y se los llevaba a la mesa. Allí los inspeccionaba y sometía sus páginas a un severo escrutinio, para acabar desechándolos o apartándolos con descuidada negligencia a un lado.
Dyreah no era más que una simple y sorprendida espectadora ante este súbito despliegue de actividad febril practicado por el elfo wampyr. No obstante, no tardó en comprender que existía un esquema de caótica organización en el modo en el que los libros eran depositados sobre el tablero de madera. Por supuesto, aquellos que se precipitaban por el borde de la mesa y caían al suelo no debían contener ninguna información relevante. Sin embargo, aquellos otros que se salvaban de la implacable purga y quedaban amontonados a los márgenes tenían que contener algo que mereciera la pena su consulta. La semielfa estaba deseosa de tomar la otra silla y sentarse frente a la pila de escritos indultados, dispuesta a echarles un vistazo. Dados sus limitados conocimientos de la Nythare, y que la mayor parte del material allí atesorado estaba escrito con la grafía de aquella florida lengua, Dyreah no albergaba excesivas esperanzas de que hubiera podido encontrar nada concluyente para su investigación; mas la enojaba limitarse a mirar desde el suelo.
Una vez el elfo hubo concluido un reconocimiento previo, se sentó y comenzó a examinar los volúmenes amontonados. En tanto leía las ajadas páginas, exponía en voz alta a la postrada fémina sus propios conocimientos al respecto de Aeral. Temas diversos como los orígenes de la urbe, sus primeros dirigentes o la razón por la que fue fundada como emplazamiento limítrofe al noreste; una pequeña aldea actuando a modo de puesto avanzado.
Precisamente ése era el problema. En la época en la que Galoran había sido exiliado, la importancia de Aeral era tan insignificante que apenas sí era mencionada en los libros. Hallar datos más concretos podía resultar una tarea harto laboriosa en el mejor de los casos. En el peor… No podían ignorar la posibilidad de que, en aquella librería, no se escondiera información específica alguna referente a la que se convertiría en la espléndida y, postreramente caída, Ciudad de la Luz y la Belleza.
Galoran cerró el último de los volúmenes con excesiva fuerza y se apartó de la mesa, sin levantarse de la silla.
—No —fue cuanto dijo en un principio sin desviar la mirada de la mesa repleta de inútiles libros—. Simples e inservibles alusiones a Aeral, nada concluyente ni esclarecedor. Lo lamento Dyreah, pues no he sido capaz de proporcionaros ninguna ayuda concerniente a vuestra misión. Bastaría con distinguir unas señas, quizá un mapa que señalase donde se emplazó el enclave…
El tono de su voz sonaba compungido. Se sentía apenado por lo vano de su intento. Distraído, abría convulsivamente con la mano derecha uno de los tomos cercanos y dejaba que las hojas se deslizaran entre sus dedos, hasta que se agotaban. Sin embargo, una de las veces detuvo su gesto a la mitad y se quedó observando fijamente el libro.
—Un momento.
Volvió a cuadrarse frente al tablero y asió con energías renovadas dicho ejemplar, sin soltar una página en concreto. Pronto estuvo sujetándolo con ambas manos y estudiaba su contenido con atención. En la hoja se mostraba un complejo diagrama que exhibía diferentes rutas de abastecimiento de suministros y víveres entre los poblados de la periferia con la capital de Sin-Tharan, detallando cuantías y distancias con total minuciosidad. En la zona superior derecha del mapa, aparecía una minúscula entrada al final de una estrecha línea de aprovisionamiento. Allí, escrito con los preciosistas caracteres de la Nythare, se dibujaba un nombre.
—¡Por Alaethar! —exclamó el elfo con tal viveza que poco faltó para que Dyreah se incorporara.
—¿Qué sucede? —preguntó alarmada la mestiza.
Una siniestra sonrisa provista de colmillos brotó en los labios del wampyr.
—Aeral. La hemos encontrado.