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LUCHA ENTRE SOMBRAS
Antiguos Bosques, año 248 D. N. C.
Abrió los ojos con brusquedad.
El tránsito de la muerte a la vida nunca le resultaba fácil, y mucho menos suave. Despertar cada noche y descubrir que una oscuridad absoluta, falta de luna y estrellas, lo cubría todo a su alrededor, no ayudaba a tranquilizarlo. No obstante, en esta ocasión era diferente. El letargo se apoderaba de su cuerpo con mayor intensidad. Casi era capaz de sentir desde la seguridad de su refugio cómo los últimos rayos del atardecer se debilitaban en su huida tras el horizonte. Entonces, si aún no había anochecido, ¿por qué despertaba?
Un extraño eco hormigueaba por la zona más recóndita de su consciencia. Un leve tintineo —¿o era un repiqueteo?— buscaba hacerse un hueco en su atención. Sí, sin duda se trataba de una rítmica sucesión de golpes localizada un poco más allá de la inmediata negrura que se desplegaba ante sus ojos almendrados. Insistente y empeñada en interrumpir su descanso. El hueco martilleo en su cabeza comenzaba a volverse insufrible. Y le acompañaba… ¿una voz? Era posible que se tratara de una voz, fina, aguda, ciertamente femenina. Por el tono se descubría alterada, ¿desesperada? Pero esa voz tenía que estar diciendo algo, ¿verdad? Qué podría ser… Un momento, era su nombre aquello que repetía una y otra vez sin descanso, con el tono atormentado y sin dejar de castigar la madera con violencia. «¡Galoran sal!», sí, éstas eran las palabras que pronunciaba, mas existía algo más en su mensaje, ¿Dyreah herida?
«¿Dyreah? ¿Quién es Dyreah?», se preguntó espabilándose con lentitud. La sangre volvía a fluir e iba recorriendo su ser con franca pereza, despertando cierta lucidez en su antiquísimo cerebro. «¿Y quién, por Alaethar, está armando todo este alboroto? Ah, espera. Dyreah… Y entonces, la voz debe pertenecer a la joven Ravnya… ¿Dyreah en peligro?».
En un arranque de urgencia el wampyr abandonó su lecho, sus músculos estaban aún rígidos y torpes a causa del prematuro despertar y eran víctimas de la acción invisible de las últimas luces del día. Se alzó vacilante pero con un objetivo que cumplir; tenía que alcanzar la escalerilla que conducía a la compuerta del techo. Incapaz aún de articular palabra, Galoran advirtió cómo la desconsolada llamada de Ravnya tomaba tintes agónicos según él se aproximaba, al escuchar movimiento bajo ella mientras seguía sin obtener respuesta. Cuando ascendió los peldaños y descorrió los cerrojos que clausuraban la portilla, se podía apreciar como las uñas de la joven arañaban la madera en un vano intento de superarla. Una vez que estuvo abierta, Galoran tuvo que hacer frente a los esfuerzos de la muchacha al otro lado para alzar la madera. Allí se encontró con el rostro desencajado de Ravnya, que no cesaba de gritarle, presa de la histeria.
—¡Rápido! ¡Ayuda!
—¿Qué os ocurre joven Ravnya? —trató de calmarla el elfo, sin ni siquiera sospechar qué podía estar pasando.
—¡Dyreah herida! ¡Rápido! ¡Dyreah herida!
Consciente de que no sacaría nada en claro de la exaltada muchacha y dada la angustiosa vehemencia que denunciaba su mirada, se obligó a seguirla adonde quisiera llevarle sin detenerse a hacer más preguntas.
Una chispa de temor se disparó en su mente en cuanto cruzó el umbral de la torre y se halló en un paraje todavía tenuemente iluminado. Instintos primarios de adueñaron de su ser, instándolo a escapar a la carrera de regreso al torreón y despedazar todo aquello que se cruzara en su camino. Los colmillos brotaron de sus encías y las uñas crecieron de sus largos dedos. Pero esta reacción duró apenas un instante. Galoran no había sobrevivido a lo largo de tantos siglos abandonándose a la mínima oportunidad a los rigores de su maldición. Se recompuso de inmediato, aunque se permitió la licencia de parapetarse más a fondo tras las tupidas sombras de su capucha.
Ravnya, ausente de todo este capítulo, había saltado a su forma lupina y amenazaba con perderse en la inmensidad del bosque.
El elfo estaba tan familiarizado con la fronda que no tenía dificultades a la hora de perseguir a la chica loba, aunque la mortecina luz no dejaba de resultar molesta a sus sensibles ojos, que brillaban ahora rojizos e intimidantes. El ritmo que imponía Ravnya era alto, sorteando veloz los obstáculos que presentaba la floresta, pero su condición de no muerto le permitía no perderla de vista.
Por la urgencia que se adivinaba en la loba debían estar acercándose al lugar. Tras salvar unos gruesos matorrales, el elfo vio que Ravnya había recobrado su forma humana y permanecía de rodillas sobre la hierba. Allá, junto a ella, se observaba un cuerpo que yacía sobre el terreno, inmóvil. Sin embargo, lo que asustó a Galoran fue la presencia de varios smudz que rondaban la figura y avanzaban hacia ambas, como lo harían unos buitres con el cadáver de un animal muerto.
—¡Pesa mucho! —exclamó Ravnya refiriéndose a su herida compañera—. ¡Cógela!
Sin tiempo que perder, la joven se transformó en lobo dispuesta a hacer frente a las horrendas criaturas, cada vez más cercanas. Expeliendo roncos gruñidos y alzando los belfos para mostrar los colmillos, se plantó delante del smudz más avanzado, no dispuesta a ceder lo que era suyo.
Advertido del inminente peligro, Galoran se aproximó a la semielfa y de inmediato se hizo una idea bastante acertada de su estado. Inconsciente pero con el rostro crispado por el dolor, Dyreah sufría el castigo de tres flechas que se hundían en su carne, abriendo graves heridas de las que manaba abundante sangre.
Sangre.
Su dulce aroma era cautivador, rebosante de placeres y promesas más allá de la simple mortalidad. Sensaciones olvidadas y prohibidas despertaron en el wampyr, al igual que su deseo de alimentarse allí mismo del indefenso cuerpo de la mestiza. Se inclinó sobre ella, acariciando con las manos la tela manchada de carmesí que se adhería a la cada vez más pálida piel de Dyreah. Su voluntad amenazaba con quebrarse mientras se llevaba lentamente los dedos a la boca, deseoso de apreciar la deliciosa textura de la sangre y su inigualable sabor. Aquella extraña mezcla dotada de la esencia de elfos y del oscuro icor de demonios garantizaba un deleite sin parangón. Y estaba ahí, bañando sus propios dedos, tan cerca de sus labios, de su lengua…
«¡No! No volveré a sufrir la sed de la maldición una segunda vez. Prevaleceré».
Armándose de valor y echando mano de toda la fuerza de voluntad que era capaz de atesorar, se inclinó y deslizó los brazos bajo el exánime cuerpo de la mestiza, alzándola con sumo cuidado.
—¡La tengo! ¡Regresemos con premura a la torre! —gritó solicitando la atención de la loba.
Ésta, dividida su lealtad entre mantener a los monstruos a raya y no dejar que Dyreah se quedase a solas y vulnerable en manos de aquel ser, arremetió contra uno de los smudz. Sin embargo, se trataba de un amago, pues una vez hubo acobardado a la criatura y la hubo obligado a retroceder, se lanzó a la carrera en pos del elfo.
Pronto acortó la distancia que la separaba de Galoran y pudo constatar para su tranquilidad que en su ausencia no había intentado agredir a su compañera. Lo único extraño en él era su expresión, con los ojos cerrados, como si estuviera terriblemente concentrado en recorrer el camino. En tanto no hiciera ningún daño a Dyreah, no le preocupaba en qué pensase.
No tardaron en llegar al torreón. Ravnya, que abría la marcha, recuperó su forma humana para facilitarle a Galoran el acceso al interior. Apartó la lona que cubría la puerta para que pasaran dentro. El elfo se dirigió hacia la superficie más elevada de su austero mobiliario; la mesa donde quedaba expuesta su colección de tallas en miniatura. Sin dudarlo un instante, las barrió de la superficie de la madera con un movimiento del brazo y las precipitó al suelo. Después, depositó con delicadeza el cuerpo de la semielfa sobre la mesa ahora libre de estorbos. Ravnya acudió al punto a su lado, alternando la mirada entre su yaciente amiga y el elfo, sin saber cómo actuar. Ante la expectante vigilancia de la joven, Galoran se dispuso a realizar una concienzuda exploración que revelara la gravedad de su estado.
—Las heridas del hombro y la pierna parecen limpias —comunicó a la muchacha tras haber examinado las extremidades—. El mejor procedimiento para extraer la flecha del hombro será cuestión de quebrar el astil y desprender la punta. A continuación retiraremos la madera que atraviesa los tejidos. Por fortuna, la saeta del muslo no es grave. No parece haber seccionado ninguna vía de importancia. Será una intervención dolorosa, pues retirarla sin más es imposible, haría más mal que bien. Habrá que presionar hasta provocar su salida por el otro lado.
»Es la que se aloja en el abdomen la que me preocupa —se lamentó el elfo, alzando el camisote de mallas perforado de la mestiza para revelar su vientre teñido de sangre, presa de espasmos. Ravnya no logró reprimir un escalofrío de pura aprensión—. Tendremos que abrir aún más la herida para retirar la punta de la flecha. Y recemos a Alaethar porque no haya alcanzado ningún órgano vital. Sea, manos a la obra, el tiempo apremia.
Con la pericia de un experto trabajador de la madera, Galoran quebró con seguridad, pero sin pecar en su cuidado, la punta de la flecha del hombro y el astil emplumado que asomaba del muslo, en vista de que no le molestaran en su postrera y crucial labor. La joven se estremecía cada vez que sonaba un chasquido, abrazada a sí misma y desviando la mirada al piso, temerosa del futuro de su amiga. Ésta no respondía a la manipulación, permanecía con los ojos cerrados, sin sentido. Cuando Galoran se dirigió a ella dio un respingo, víctima de los nervios.
—Precisaré de vuestra ayuda, Ravnya —anunció severo—, pues una vez abierta la herida vuestra labor consistirá en localizar la punta metálica en su interior, para extraerla. En tanto, yo la sujetaré por si despertase.
La muchacha le miró sobrecogida por cuanto le estaba proponiendo el elfo, los ojos abiertos de par en par por la incredulidad. ¡No la podía pedir que hiciera tal cosa!
—Es el único modo —declaró Galoran advirtiendo el horror que se dibujaba en su dulce pero alarmado rostro—, de otra manera si dejamos el metal mordiendo su carne, morirá. Está inconsciente, no sufrirá. Debéis hacerlo vos, pues si regresase a la consciencia, no tendríais la fuerza precisa para inmovilizarla y el resultado podría ser fatal. Su vida depende ahora de lo que nosotros hagamos.
Ravnya no precisó de más argumentos. Cabeceó con firmeza y se preparó para atender con total diligencia cuanto solicitara el wampyr. Haría lo que fuera para salvar a Dyreah; incluido… aquello.
Sin más dilación, el elfo inició su delicada labor.
Con su pequeño y afilado cuchillo de tallar, Galoran sajó profundamente a ambos lados de la flecha. De inmediato, comenzó a brotar copiosamente sangre de la herida. El wampyr sufrió un espasmo involuntario al contemplar sus manos teñidas de carmesí, la terrible implosión de delicioso aroma en su olfato, y sentir cómo el hambre volvía a despertar. Fue necesario exprimir al máximo su resistencia para evitar que se arrojara a alimentarse de la desmayada semielfa. Respiró un par de veces a modo de ritual disciplinar y apartó a un lado su ansia. Sin decir palabra, dedicó una significativa mirada a Ravnya. La muchacha se echó a temblar.
Sobrecogida por el miedo, Ravnya acercó con reticente lentitud las manos al vientre de su compañera, incapaz de obrar tal y como se esperaba de ella. Sólo al advertir la urgencia en el rostro de Galoran afrontó su deber. Avanzó los dedos hasta casi tocar el astil asesino, retirándolos al instante. Tras un primer intento fallido, se armó de valor y recorrió la flecha desde el punto de rotura hasta introducir la punta de sus dedos en la cálida y húmeda carne de la mestiza. Reprimiendo toda la sensación de repulsa que se agolpaba en sus entrañas y con abundantes lágrimas corriendo por sus mejillas, internó su pequeña mano en el abdomen de su querida amiga. Con la respiración agitada y las náuseas aferrándose a su estómago, fue valiéndose de la guía que le proporcionaba la madera del proyectil para abrirse paso y recorrer el tortuoso camino que la condujo a rozar algo metálico con la yema de los dedos.
—Lo-lo tengo —tartamudeó asustada.
Galoran, que mantenía su presa sobre el cuerpo de Dyreah, no había perdido ojo de las evoluciones de la muchacha y las iba valorando en su imaginación. Pese a su propia agitación, buscaba dar una imagen de calma y seguridad que brindase apoyo a Ravnya en este difícil lance.
—Ahora, debes desprender con cuidado los tejidos que hayan podido adherirse a la punta hasta que puedas guardarla en tu puño.
Apretando con fuerza los dientes, la muchacha hizo lo que el elfo le había dicho, poco a poco, con toda la suavidad que le conferían sus hábiles y finos dedos. La angustia estuvo a punto de superarla cuando notó como algo se rasgaba ante la presión que ejercía para después soltarse de forma brusca. Cuando el sudor de su frente se mezclaba a partes iguales con las lágrimas que nacían de sus ojos, la muchacha alcanzó la afilada punta de la flecha. Advirtiendo que el tiempo era decisivo y que se estaba demorando en demasía, acabó de cubrir el extremo metálico con la mano.
—Lo estáis haciendo muy bien, Ravnya. Falta poco —animó Galoran, que iba leyendo en la cara de la joven el progreso de la operación—. Para terminar, es necesario que extraigáis la mano sin liberar la punta. Despacio…
Fue en ese preciso momento cuando Dyreah despertó entre espasmos, los ojos fuera de sus órbitas, la boca abierta en un mudo alarido, forcejeando en su delirio contra monstruos demoníacos que la apresaban y la herían crueles con sus garras. Ravnya chilló asustada, mas tuvo la suficiente presencia de ánimo para no soltar su presa a pesar de la sorpresa y del dolor que crispaba las facciones de la semielfa. El wampyr deslizó una de sus manos a escasa distancia del rostro de la fémina, susurrando unas palabras en un lenguaje que Ravnya no reconoció. Dyreah pronto regresó al reposo de la oscuridad y los músculos de sus brazos y piernas descendieron laxos sobre la mesa.
—Estad tranquila, duerme ahora —anunció el elfo—. Proseguid.
Incapaz ya de contener el llanto, Ravnya intentó en vano tranquilizarse. Tan sólo quería acabar cuanto antes con aquello. Empezó a retirar su mano del vientre de su compañera aprisionando la punta con tal desespero que el punzante metal laceró la piel de sus dedos y derramando gotas de su propia sangre. Una vez fuera, la joven abrió los ojos, aún vidriosos, y contempló aquel pérfido objeto triangular aún engastado en el astil partido. Con una mueca de asco lo tiró lejos de ella.
—Habéis sido muy valiente —manifestó el wampyr, apartándose de la mesa. Continuó hablando en tanto recogía algunos de sus enseres—. Por favor, taponad la herida con ambas manos y mantenedla inmóvil. Ha llegado mi turno.
Armado de aguja e hilo, Galoran zurció entre sí los márgenes abiertos de la herida en una sutura de profusas y apretadas puntadas. Lo hizo con total desenvoltura, diestro en su oficio, apartando de su mente la desdichada idea de que cuanto estaba tejiendo no se trataba de hebras, sino de la carne de un ser vivo, de una doncella para ser exactos. Ravnya por su parte mantenía la mirada apartada a un lado, no dispuesta a seguir contemplando el horror que estaba sufriendo su compañera, pero sin dejar de sujetar el torso de la semielfa.
—Ravnya —requirió su atención tras unos minutos de hacendosa labor—. He de solicitar de nuevo vuestra colaboración.
Temiéndose lo peor, la joven exhaló un gemido de honda congoja.
—Necesito que acudáis a la floresta y localicéis una planta muy concreta. Está dotada de pequeñas flores azuladas y de un aroma que parece llamar al sueño. ¿La conocéis? —explicó el elfo. La muchacha pareció tranquilizarse un tanto e incluso asintió—. Es imperativo que recolectéis las raíces de varios brotes, pues ayudarán a restañar la hemorragia. Una vez las tengáis, deberéis lavarlas de tierra e insectos, para después masticarlas hasta conformar una pasta. ¿Lo habéis entendido?
La joven volvió a asentir, con un cabeceo.
—Entonces marchad, id. En tanto regresáis, procederé a extraer las demás flechas.
Ravnya se precipitó rauda hacia la puerta del torreón, mas detuvo sus pasos antes de traspasar el marco. Giró la cabeza por encima del hombro y dedicó una profunda mirada a su compañera malherida, aún inconsciente. Con lágrimas corriendo por sus mejillas, abandonó la torre.
No había pasado mucho tiempo cuando la muchacha regresó a la carrera.
Lo hizo en su forma de loba, más veloz, pero cambió en cuanto entró en la construcción circular. De inmediato se aproximó a la mesa para examinar cómo se encontraba la semielfa, con la mixtura aún guardada en la boca. Dyreah descansaba ahora, su respiración más acompasada pero su rostro permanecía pálido y sudoroso. Estaba exhausta. Las vestiduras habían sido cortadas en el muslo y en el hombro, limpias ambas zonas de la tortuosa presencia de los proyectiles, ya extirpados. Unas tiras verdes de tela hacían las veces de improvisadas vendas en torno a las extremidades heridas. Sin embargo, la terrible herida de su vientre todavía estaba expuesta. Galoran se mantenía en pie, imperturbable al lado de la mestiza, con una mano sobre su frente.
—Una fiebre bastante alta ha hecho presa de su cuerpo. Se está librando una dura batalla en su interior —declaró el elfo—. Venid ahora, pequeña. Aplicad la pastura sobre los puntos de la herida. Sed generosa, debe quedar bien cubierta.
Ravnya fue extrayendo de su boca pequeñas cantidades de aquel emplasto blanquecino y las fue esparciendo temerosa a lo largo de la sutura recientemente practicada.
—Eso es, lo estáis haciendo muy bien. Esto le hará bien y le concederá algo de reposo. Lo necesita, pues las próximas horas serán realmente duras para ella.
Galoran se alejó unos pasos para tomar una silla. La arrimó junto a la mesa, pero no la empleó. Al contrario, invitó a Ravnya a que fuera ella quien tomara asiento.
—Sería aconsejable que permanecierais a su lado. Seguro que lo agradecerá.
A la joven no le hizo falta pensárselo, aunque le resultó extraño hacer uso de aquel curioso montón de maderas. Parecía frágil a simple vista, pero soportó su peso sin problema. Hubiera persistido en su intención de permanecer al lado de Dyreah aunque Galoran no se lo hubiese propuesto. No obstante, el hecho de que el extraño elfo se preocupara por aquel detalle aportó algo de simpatía por parte de la muchacha hacia él; pero no toda. No convenía bajar la guardia, nunca.
El ceniciento rostro de la semielfa se contraía en irregulares espasmos, evidenciando grandes dolores y un agónico sufrimiento que, con el paso de los minutos, se fue mitigando. Quizá se debiera a los efectos de la mixtura de raíces o por simple agotamiento. Finalmente y por fortuna, se sumió en un sueño sosegado que alentó las decaídas esperanzas de Ravnya.
Si el elfo o la joven habían advertido el suave e intermitentemente fulgor que irradiaba de las muñequeras de plata de Dyreah, abstraídos ambos por los nervios y la preocupación, no dieron muestras de ello. Así como tampoco del tenue pulso que fosforecía en el corazón de la pulsera de ámbar que también lucía la mestiza en su brazo.
Varias horas habían transcurrido desde que Dyreah fuera intervenida.
Era noche cerrada en el exterior. Un cielo plomizo y fuertes vientos amenazaban tormenta. En el interior de la torre la frenética actividad anterior se había reducido hasta quedar prácticamente paralizada. Galoran combinaba su tiempo entre sus propias y privadas actividades en la planta superior y frecuentes visitas donde reposaba la semielfa para comprobar su temperatura. Cuando era preciso, traía paños húmedos que depositaba sobre su frente. De vez en cuando, en sus idas y venidas, el elfo dirigía unas amables palabras a la joven que permanecía fielmente al lado de su compañera, tratando de aliviar de algún modo el pesar de su vigilia.
Ravnya no siempre contestaba, y cuando lo hacía, era con brevedad y evidente apatía. No había tardado mucho en apartar la silla para mantener su custodia en pie, junto a su amiga. Sabía que el elfo la distraía buscando su bien, pero ella hubiese preferido que no la molestara. Su deber consistía en cuidar a la semielfa, eso era lo único que deseaba y no quería descuidos. La sed, el apetito, la necesidad de dormir, todo quedaba apartado. Dyreah la necesitaba, el resto no importaba.
En una de las ocasiones que regresó Galoran, éste portaba unas telas en sus brazos. La primera, bastante gruesa y de confección semejante a la alfombra que tapizaba el piso, la puso bajo la cabeza de la joven malherida, para que descansara sobre ella. La segunda, más delgada, la usó para cubrir su cuerpo y proporcionarla calor una vez hubo descendido la fiebre. Todo lo hacía bajo la atenta y severa inspección de la chica loba, que no bajaba la guardia.
Cuando el amanecer estuvo próximo, Galoran le marcó unas pautas para el tratamiento de la mestiza, así como unos consejos que la ayudarían a sanar. Debía marchar en busca de agua, tanto para intentar que Dyreah bebiera como para lavar las heridas. Antes tenía que quitar los vendajes manchados y sustituirlos por otros limpios, por lo que dejó a su disposición más telas antes de retirarse a su antinatural descanso. También la recomendó repetir la aplicación de la pastura hecha a partir de raíces tras el lavado de las heridas, antes de volver a disponer las vendas.
Ravnya prometió que así lo haría.
A la noche siguiente Galoran, en su despertar, abandonó su refugio en el piso inferior con la intención de supervisar los cuidados recibidos por la semielfa.
Para su sorpresa, encontró a Ravnya a la derecha de Dyreah, incólume. Bien pareciera que la muchacha no se hubiese movido en todo el día. Un examen más exhaustivo descubrió a sus ojos que los vendajes de las extremidades y el vientre habían sido reemplazados, aunque seguían mostrando un acusado tinte rojizo. Sobre la silla estaban tendidas las telas desechadas, pero se percató de que habían sido lavadas lo mejor posible. Sólo la dificultad en quitar las manchas de sangre había evitado que se mostrasen limpias.
Dyreah lucía mejor color en las mejillas, descansaba plácidamente con una respiración sosegada, confortablemente tapada hasta el cuello. En cambio, Ravnya no ofrecía un aspecto tan saludable.
Su cara estaba demacrada. Profundas ojeras de preocupación se perfilaban bajo sus pálidos ojos. El cabello caía desparramado ocultando su dulce rostro, dando muestras de su abandono. Con los hombros hundidos, la joven mantenía su vigilancia. A cualquier coste.
El wampyr estaba maravillado y horrorizado al tiempo. ¿Cuántas horas llevaría la muchacha sin conciliar el sueño? ¿Habría comido a lo largo del día? ¿Siquiera habría satisfecho su sed? Aquella dedicación resultaba encomiable, digna de elogio, pero de igual modo insensata e inadmisible. No podía permitir que aquello continuara.
Galoran adelantó unos pasos y se acercó a Ravnya, dispuesto a hacerla entrar en razón.
—Saludos, joven Ravnya —ante la falta de respuesta por parte de la fémina, prosiguió en su empeño—. Observo que habéis cumplido con aquello que os sugerí, además con gran eficiencia. ¿Ha dado alguna muestra de mejoría? ¿Algún cambio?
La chica loba no contestó al principio. Después negó con un cabeceo, sin dejar de contemplar a su compañera.
—Y vos… ¿estáis atendiendo vuestras propias necesidades? —se interesó el elfo.
En esta ocasión sí obtuvo la atención de Ravnya. No obstante, ésta le miró como si no comprendiese sus palabras o estuviese hablando una lengua desconocida y extraña.
—Ravnya, deberíais descansar, y comer. De otro modo, perderéis vuestras fuerzas y podríais caer enferma —explicó Galoran—. Y decidme pues, si vos caéis enferma, ¿quién entonces atenderá a vuestra compañera durante el día?
La joven pareció cavilar por un momento, valorando cuanto le decía el wampyr y sus posibles implicaciones.
—Bien sabéis que —insistió el elfo, advirtiendo que estaba a punto de salvar la reticencia de la muchacha—, mal que me pese, yo no puedo hacerme cargo de sus cuidados en dicho lapso. Dyreah quedaría desamparada y vulnerable.
—Eso no estaría bien… —musitó Ravnya. Su voz sonó ronca y apagada.
—A fe mía que no lo estaría, dejaríais a la mujer sin custodia alguna… —aprovechó Galoran su oportunidad—. Yo que vos, me apoyaría en la circunstancia de que estaré presente y disponible durante varias horas para partir sin esperar un instante a subsanar este descuido.
—Si marcho… —susurró ella, trémula—, ¿estará bien?
Ravnya no daría su brazo a torcer mientras no estuviera por completo segura del bienestar de su compañera. Que pensara depositar aquella responsabilidad en manos del elfo, aunque sólo fuera por un breve lapso de tiempo, decía mucho de su estado de debilidad y de las dudas que habían desgastado su natural empecinamiento.
—Tan bien como pueda hallarse bajo mi supervisión y custodia —sentenció el wampyr.
—Bien… —Ravnya se apartó, reticente, un paso de la mesa, sin dejar de observar a Dyreah—. Marcho, pero vuelvo. No tardo. Pronto aquí otra vez.
Galoran correspondía asintiendo a cada uno de los intentos de justificación de la chica loba. Si la joven no se mostraba convencida, él, por su bien, debía ofrecer el aplomo del que ella adolecía en estos difíciles momentos.
Bajando la mirada y dudando una y mil veces si estaba actuando correctamente, Ravnya cruzó el umbral del torreón.
El elfo se sintió satisfecho. Con paso resuelto se aproximó al cuerpo de la semielfa y pudo comprobar que, pese a su grave letargo, se encontraba bien, tranquila. La piel alabastrina, los rasgos bien definidos de pómulos altos y mandíbula firme a la par que delicada, su insólita quietud… De no ser por la pausada respiración que se acusaba en su pecho, la postrada figura de Dyreah bien podría haberse confundido con la marmórea obra maestra de un espléndido escultor. En su rostro se leía serenidad, una calma que, en el poco tiempo que la conocía, no había exhibido nunca, siempre afectada por los fantasmas de su destino. En cambio ahora, tan cerca de la muerte, parecía en calma.
Ninguna otra cosa se podía hacer más que rezar porque los dioses contemplasen la continuidad de su vida con buenos ojos. Galoran optó por proseguir con sus quehaceres. No dudó que pronto Ravnya estaría de regreso. En tanto, puso rumbo a las escaleras que lo conducirían a la planta superior, para cumplir con sus tareas diarias.
No había transcurrido mucho tiempo cuando el elfo escuchó algo que llamó poderosamente su atención.
Estaba concentrado en su labor, abstraído en sus reflexiones mientras consultaba sus datos previos, señalando algunas variaciones importantes ocurridas en las últimas fechas. Se trataba de ciertas reverberaciones singulares que no había apreciado desde hacía años. En cambio, fue algo menos extraordinario lo que lo sacó de sus ensoñaciones.
Miró al cielo, oscuro, advirtiendo que no había luna llena. En el bosque, por encima del suave clamor nocturno, un aullido resonaba en la lejanía. Aquel hondo y sentido lamento —porque no podía ser interpretado de ninguna otra forma— le estremeció por cuanta pena transmitía, un dolor demasiado profundo para ser expresado con meras palabras.
No le sorprendió en absoluto que, una vez se hallara en la planta inferior auscultando a la mestiza, un lobo penetrara en la estancia. Con andar abatido, se acercó a la mesa donde permanecía Dyreah y se acurrucó sobre la alfombra, a su vera.
El wampyr se admiró al constatar que un gesto tan sencillo y a la par tan significativo conmoviera su muerto y atrofiado corazón.