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NOCTURNO ANFITRIÓN
Antiguos Bosques, año 248 D. N. C.
Cuando ambas mujeres llegaron a la torre, Galoran ya había abandonado su siniestro sopor.
El elfo permanecía plácidamente sentado a la mesa, con un cuchillo en una mano y un trozo de madera en la otra. Lejos de haber concluido su trabajo, se podía percibir vagamente en la talla la figura de una robusta cabeza con orejas triangulares y picudas. Tan pronto como se percató de la presencia de las dos féminas, abandonó sus enseres junto a su variopinta colección de estatuillas y se levantó de la silla.
—Buenas noches, Dyreah, Ravnya —saludó con una leve reverencia. Su siniestra sonrisa seguía provocando escalofríos en la mestiza—. Guardo el deseo que hayáis disfrutado de una placentera velada bajo mi techo, a pesar de lo lamentablemente parco de las atenciones que tuve la oportunidad de dispensar.
—Descansamos bien —al menos yo descansé, se recriminó en silencio la semielfa, dedicando una breve mirada a su fiel compañera—. Gracias, Galoran.
El wampyr replicó con un educado cabeceo.
Dyreah se acercó al rincón donde se tumbaran la pasada noche y dejó en el suelo las armas, innecesarias allí dentro. En tanto, Ravnya se mantuvo imperturbable en su sitio, con los brazos cruzados frente al pecho y controlando con todos sus sentidos cuanto sucedía en la estancia.
Galoran desvió la vista a su alrededor, apreciando un detalle que escapó a la percepción de las jóvenes. Un gesto de desaliento cruzó por su lampiño rostro, sustituido al instante por otro de incomodidad.
—Lamento anunciar que, aún ahora, no dispongo de suficientes asientos —manifestó, azorado—. No obstante, por favor, tomad aposento mientras yo por mi parte prestó atención a mis quehaceres.
—Yo no me siento —alegó Ravnya implacable, sin tornar la expresión de su cara.
—Sois muy amable —se apresuró a decir Dyreah para encubrir la áspera actitud de la otra—, pero preferiría dedicarle unos minutos a hojear los libros de vuestra biblioteca, si no os molesta.
—¡Oh! ¡Por supuesto que no! Adelante, gustad y haced uso de cuanto deseéis.
Éste fue el turno de la semielfa de agradecer el obsequio con una suave inclinación de cabeza. Sus pasos pronto la llevaron frente a una de las pobladas librerías, y a no mucho tardar —y tras guardar la respiración por un instante—, retiró uno de los ejemplares con suma delicadeza y veneración. El acto de abrir las tapas y sumergirse en el contenido de sus páginas fue escoltado por un ritual no menor al anterior en devoción y pleitesía.
—Celebro que halléis solaz refugio en los textos —comentó el elfo—. No pocos años de mi larga existencia los he entregado con deleite en la lectura de estos arcaicos manuscritos. Si bien reúno en mi memoria el conocimiento de un elevado número de lenguas y dialectos, es la Nythare la única que me sumerge en cada una de sus melodiosas sílabas.
—Me dais envidia, Galoran —confesó Dyreah.
—¿Por qué motivo habría de inducir en vos dicha impresión? —contestó confundido el wampyr.
—Por el saber que atesoráis, la capacidad de poder leer tantos libros escritos en lenguas tan dispares. Yo, en cambio, sólo conozco el Aekhano y hablo un poco de la Nythare —su tono se entristeció—. Ni siquiera sé lo que pone en estas doradas líneas…
—¡Alaethar-Den! —exclamó Galoran con una exaltación tan extraña en su sosegada actitud habitual que incluso Ravnya se tensó dispuesta a arremeter contra él—. ¡Es inadmisible! Tendremos que ponerle pronto remedio, ¿no os parece?
Fue la sencilla sonrisa, junto al apasionado brillo que refulgió en los ojos del elfo, la que venció las defensas remanentes de la mestiza. Su tristeza se evaporó en un esperanzado entusiasmo ante la inminente y fascinante tarea que se desplegaba repentinamente ante ella.
Galoran tomó el antiguo tomo de las manos de la mestiza y se encaminó a la mesa, seguido de cerca por Dyreah. Lo abrió sobre su superficie e invitó a la joven a sentarse frente a él. Por su parte, el elfo reclamó la otra silla para sí y se dispuso a su lado para guiarla en esta novedosa aventura.
—Me habéis dicho que poseéis nociones del habla de la Nythare, ¿verdad? —inquirió Galoran ya inmerso en su papel de fervoroso profesor. No esperó el asentimiento de la semielfa para continuar—. ¿Y de la conjugación básica de su sintaxis? Bien, siendo así, tenemos una amplia parte del camino recorrido…
Varias horas transcurrieron dedicadas a la voraz tarea del estudio.
La insólita pareja, formada por el elfo wampyr y la mestiza de elfa y demonio, se había sumergido tan profundamente en la instrucción, que buena parte de la noche había pasado sin que ellos apenas lo advirtieran. Galoran marcaba la pauta de la enseñanza, mientras Dyreah hacía todo lo posible para dedicar toda su atención a las palabras de su inesperado tutor y asimilar cuanto decía. Si bien sus ligeros conocimientos previos de la Nythare la resultaban muy útiles para afrontar esta labor, le quedaba mucho por aprender y comprender. No obstante, era tal el interés que sentía por llegar a valerse de manera acertada en la lengua de su madre, que estaba dispuesta a dar el todo por el todo.
Tal fue su entrega que, durante aquel lapso de tiempo, olvidó la presencia de su compañera y amiga.
Ravnya, entretanto, había optado por adoptar una relajada postura en forma lupina, postrada sobre la alfombra no lejos de donde se emplazaban los dos herederos de linaje élfico, atenta a su entorno cercano pero sin sumirse por completo en el sueño.
No se sentía especialmente satisfecha con la actitud de la mestiza. Dada la situación, hubiera preferido que durante la noche se quedase a su lado y no junto a aquel ser de raras maneras y más extraño olor. No obstante, el afectado ánimo que antes contrariaba a Dyreah había desaparecido sin dejar rastro, sustituido por un exultante entusiasmo desde que se reuniera con el elfo alrededor de la mesa. Al parecer, la contemplación de aquel montón de hojas viejas decoradas con dibujos y colores ocasionaba gran placer en la semielfa. Ravnya también acostumbraba a emplear hojas en sus actividades, pero se trataba de la fronda de la que se desprendían los árboles en su canto a las estaciones; y su ocupación tenía un auténtico significado, al contrario de lo que ellos hacían. Ahogó un profundo suspiro y apoyó la cabeza entre sus extendidas patas delanteras.
—Enhorabuena, Dyreah —celebró Galoran—. Tus progresos en este espacio tan corto de tiempo resultan admirables.
Dyreah exhaló un bufido, apartando la silla de la mesa para arquear el torso. Tenía la vista cansada y la espalda dolorida de permanecer sin reposo tantas horas en la misma postura.
—No he hecho más que comenzar —se lamentó la mestiza ante su aparentemente infructuoso empeño—. Es tan… complicado.
—Lo es. De otro modo no se trataría de una lengua milenaria que ha ido evolucionado con el transcurrir de los tiempos —proclamó Galoran, visiblemente orgulloso de la legendaria historia de la Nythare—. Mas no os inquietéis, tenéis una facilidad natural para comprender y asimilar su complejo entramado. No guardo la menor duda de que, muy pronto, podréis disfrutar de una lectura sencilla de buena parte de los ejemplares de mi biblioteca.
—No las tengo todas conmigo, Galoran —manifestó con pesimismo—. Ojalá me equivoque y seáis vos quien tenga razón.
—Así será, pero no acontecerá esta noche —sentenció el elfo cerrando el tomo—. Por hoy, será suficiente.
Dyreah acató la voluntad sin ofrecer resistencia. Exhaló un hondo suspiro y se levantó de la silla para estirar los rígidos músculos de su cuerpo. Fue al incorporarse que advirtió la curiosa mirada que le dedicaba su anfitrión, aún sentado. De inmediato, se puso a la defensiva.
—¿Qué ocurre? —exigió saber.
—Los brazales plateados que portáis. La valiosa armadura argéntea que lucíais en nuestro primer encuentro. Los adornos que se repiten cincelados en el bruñido metal. Forman parte de lo mismo, de un todo, del mismo precioso elemento —declaró pensativo—. Es más, si mi negligente memoria no me lleva a error, me atrevería a afirmar que he reconocido el blasón grabado en la loriga.
—¿El blasón? ¿Os referís al emblema que aparece en la armadura? —interrogó la mestiza, atraída por saber más de las piezas heredadas de su madre.
—Así es, una divisa que la identifica y distingue como una obra de exquisita factura —explicó Galoran, sobrecogido por la emoción—, imbuida de fabulosas facultades, perteneciente a una reducida y selecta colección de mágicos objetos concedidos a los hombres y mujeres más valerosos y dignos. Vain Sin-Tharan Agn Dalein, La Guardia de Honor del Reino de Cristal.
Dyreah necesitó de unos momentos para decir palabra. Sus manos acudieron a los brazaletes que se sujetaban a sus muñecas. Acarició la perfecta superficie del metal, luchando por aceptar como cierto lo revelado por el elfo.
—¿Me estáis diciendo que, esta armadura, la que ahora mismo llevo, una vez la vistió una elfa cuya misión fue salvaguardar la vida de quien se sentaba en el trono del Imperio de los Elfos? —logró articular la mestiza, no sin esfuerzo.
—Para con vos, mi más profundo respeto y admiración, Dyreah —evocó Galoran esbozando una honda reverencia—. Dispongo mi humilde persona a vuestro servicio.
—¿Qué? ¿Por qué? —Dyreah se encontraba demasiado confusa como para hacerse entender—. Yo no he hecho nada. Me fue dada y desde entonces la he vestido. ¡Nada más! No he hecho nada para merecer ningún trato especial.
—Lamento contradeciros, mas estáis equivocada —proclamó. Se arrellanó en la silla y cruzó las manos entre sí.
»La forja de estas míticas armas, allá en las primeras épocas de Alyanthar, antes siquiera de que ningún ser humano hollara esta tierra, cuando los pérfidos demonios aún pululan con impunidad por el mundo sembrando el mal y su mancha de corrupción allá donde pisaran, perseguía un único objetivo, la defensa de nuestra raza y sus tradiciones. La supervivencia de los nuestros era precaria, en eterna lucha contra los diabólicos habitantes del Averno, dispuestos a hacer su morada de este plano de la existencia. Tanto era así que continuas oleadas de ejércitos abisales, liderados por sus monstruosos generales, se entregaban con salvajismo a oscuros rituales malignos que traían como desenlace brutales carnicerías entre las poblaciones élficas más desprotegidas y desamparadas del naciente Imperio. Sus víctimas, sometidas a horrores y torturas inimaginables, encontraban la muerte entre las fauces de los invasores, devorados. La sed de sangre de los demonios no conocía límites, así como su ansia de guerra y de conquista. Sin embargo, el pueblo elfo no estaba dispuesto a rendirse sin más. Era su tierra, su sangre corría por ella y conformaban un mismo ser. No podían consentir la pútrida presencia de los demonios en los bosques que ellos amaban y protegían. Presentaron batalla en cada frente, reconquistaron cada aldea, cada porción de terreno sometido, hasta que las fuerzas del Averno abandonaron nuestras costas, no sin que fluyeran auténticos ríos de sangre. Eliminada la fuerza principal, restaron pequeños bastiones que, tras denodados esfuerzos, también terminaron por caer.
Galoran se concedió una pausa, para reorganizar sus pensamientos. Dyreah estaba tan absorta escuchando la historia que sólo se percató de tal circunstancia cuando se produjo el silencio. En vista de que el relato estaba por finalizar, volvió a tomar asiento.
—Alcanzado este punto, no creáis que la amenaza había sido superada —señaló con anticipación a las reflexiones de la mestiza—. Cada cierto tiempo se abrían brechas en esta realidad por la que se deslizaban demonios con el cometido de debilitar el tenaz empuje de los habitantes del Imperio. Se valían de todo tipo de artimañas y engaños cuando no lograban su objetivo por el simple método de la fuerza bruta. Sangre inocente fue derramada una y otra vez, en distintos lugares, de diferentes maneras, pervirtiendo la inocencia de las gentes, valiéndose de la ingenuidad y de los buenos sentimientos para hacer daño, quebrantando la voluntad de las más notables mentes y mancillando el amor que residía en los corazones más nobles. Una pugna que, hasta donde tengo conocimiento, hoy día sigue viva.
»Aquellos elegidos que sucesivamente fueron componiendo la Vain Sin-Tharan Agn Dalein, con el favor de los mágicos objetos que honoríficamente les habían sido entregados, estuvieron presentes una y otra vez para desbaratar los demoníacos planes antes de su trágica ejecución. No obstante, el territorio del Imperio alcanzó tales proporciones que desplazar a la Guardia de Honor de la capital a donde fueran requeridos sus servicios resultaba impensable. Es por esto que acabaron por diseminarse por el continente cumpliendo su misión en solitario, cuidando sus fronteras y vigilando la aparición de cualquier posible brote maligno.
»Sin embargo, la muestra de respeto que os dispenso, Dyreah, se debe a que la magia que envolvía tan dignas armas no toleraba que nadie las portase para satisfacer infames intereses personales —el elfo miró ahora con fijeza a la guerrera—. Siendo así, a fe mía que la empresa que os ha conducido hasta mi morada debe resultar de lo más preciado para los probos intereses de Sin-Tharan. ¿Estoy en lo cierto?
Dyreah no supo qué contestar en un primer momento. Cuanto le había revelado Galoran resultaba fantástico. Averiguar que la armadura que vestía tenía unos orígenes tan extraordinarios provocaba una extraña sensación de satisfacción en su interior. Que los dioses en apariencia aprobasen su misión, suponía motivo de orgullo para ella, una mestiza que ni siquiera poseía pura sangre élfica corriendo por sus venas. Quizá se tratase de un terrible error, o las míticas armas habían caído en un completo olvido. Fuera la razón que fuera, el elfo que hacía las veces de su anfitrión y tutor, y que permanecía sentado en su silla frente a ella, esperaba una respuesta.
Titubeante y nada convencida de la decisión por la que había optado, Dyreah comenzó a narrar su historia, desde el principio.
—Y así fue como llegamos a esta región de los Grandes Bosques, Ravnya y yo.
La joven loba había alzado la cabeza al escuchar su nombre, pero pronto volvió a dejarla descansando sobre la frondosa alfombra. Dedicó una apreciativa mirada a su entorno antes de estirar lánguidamente las patas y regresar a su reposada postura.
Varias horas habían sido necesarias para que la semielfa desarrollara buena parte de sus aventuras, el origen de las mismas y las circunstancias que habían conducido sus erráticos pasos hasta allí. En bastantes ocasiones se vio obligada a detenerse para reflexionar y poner orden en sus pensamientos, de tantos sucesos como habían ocurrido en tan poco tiempo. Una amargo sentimiento de pesar se apoderó de su corazón cuando se percató de lo poco que quedaba en ella de la muchacha que una vez fue. Su piel y sus músculos se habían curtido por las inclemencias del tiempo en su eterno vagabundear. Sin embargo, era su entusiasmo, el ansia por vivir, lo que se había apagado hasta casi extinguirse, abocada como estaba a cumplir un destino que no era el suyo. Hubo un único secreto que no se atrevió a desvelar; la pertenencia del maravilloso Orbe, encerrado en su desastrado y hermético saquillo mágico.
Galoran, por su parte, había permanecido imperturbable mientras escuchaba con atención todo cuanto brotaba de labios de la mestiza, inmóvil. En ningún momento había osado interrumpirla, absorta como estaba en su crónica y entregada a las emociones que iban despertando según progresaba. Fue absorbiendo con cortés diligencia el cuadro que poco a poco fue componiendo la semielfa, esbozando en su disciplinada mente cada detalle para contemplar el conjunto de una manera más precisa y completa. Indeciso por si aún no había concluido su relato, el elfo no muerto esperó a que la joven se decidiese a dar el punto final.
Con un profundo suspiro que nació de lo más hondo de su pecho, Dyreah acabó de hablar.
—Comprendo… —manifestó Galoran en apenas un murmullo—. Me siento honrado porque me hayáis concedido la confianza de hacerme partícipe de unas vivencias tan personales, Dyreah. En verdad os lo agradezco.
La mestiza, víctima del cansancio, hizo un gesto quitándole importancia.
—Todo cobra más sentido tras vuestra generosa exposición. El motivo de que portéis esa armadura, el cúmulo de objetos mágicos que rodea vuestra figura… —enumeró Galoran pensativo—. Lo que ignoro es cómo ha sido posible que cayera Aeral, en la frontera Noreste de Sin-Tharan, y no haya sido aún recuperada. Ha tenido que ocurrir en una época muy posterior a mi partida. Además de vos, existirán cientos de partidas compuestas sus filas por nuestros mejores guerreros para su reconquista, ¿verdad? El Reino de Cristal no admitiría jamás que fuera de otro modo.
—Galoran… —La semielfa se encontró sin palabras al tratar de explicar al elfo wampyr cuánto habían cambiado las cosas durante su ausencia—. Lamento deciros que, el Reino de Cristal, Sin-Tharan, dejó de existir hace ya muchos años…
—¿Qué me decís? —exclamó alarmado.
—Por lo que sé, fue hace más de trescientos años que la mayor parte de los elfos del continente partió hacia el sur. Quedan aún algunos poblados y pequeñas ciudades en los Grandes Bosques, pero la mayoría de ellos habita ahora en el Imperio del Sol Entre las Hojas, en el continente al otro lado de los Mares del Fénix.
—Alyanthar… —musitó Galoran, abrumado por el trasfondo que acompañaba a las palabras de la mestiza—. Cuando yo era joven, Alyanthar no era más que un puesto avanzado en otras tierras, el comienzo de una iniciativa expansionista que brindaría refugio a las necesidades de un Imperio en auge. Quién habría pensado que terminaría por convertirse en el último reducto de entre los míos…
—De verdad que lo siento —se disculpó Dyreah—. No quería…
—No os disculpéis, Dyreah —la calmó al instante—. Son tristes noticias, mas no por ello dejan de ser ciertas. He permanecido ajeno al mundo y a su evolución durante un tiempo excesivo. Es un precio que estoy obligado a pagar por mi enclaustramiento voluntario.
La guerrera asintió, no demasiado satisfecha por su función de portadora de malas nuevas. Un inesperado bostezo burló las defensas de la mestiza, escapándose entre sus labios para su bochorno.
—Se me regala una emotiva historia, y yo correspondo privándoos nuevamente de vuestro merecido descanso —se excusó el elfo con una sonrisa.
—No, no importa. No me he sentido incómoda compartiendo estas experiencias con vos. Por vuestras circunstancias, creo que podéis tener una idea cercana a mi propia visión.
Ahora fue el turno del elfo de asentir con la cabeza y guardar un significativo silencio.
—Si me disculpáis, marcharé a atender mis quehaceres y no perturbaré por más tiempo vuestro reposo —manifestó Galoran al abandonar la silla que ocupara desde hacía horas—. No obstante, no olvidéis que mañana proseguiremos nuestro caminar en la Nythare a partir del punto en el que la hemos abandonado.
—Será un placer —respondió con simpatía la semielfa.
El elfo se despidió con una respetuosa reverencia y se dirigió en silencio a la escalera de subida.
«¿Qué hará allí arriba?», se dijo, curiosa. «Mañana se lo preguntaré».
A Dyreah le costó bastante esfuerzo incorporarse de la silla, pues había permanecido casi toda la noche sentada en el mismo sitio. Tras estirarse un poco, dirigió una cariñosa mirada a Ravnya, que yacía tumbada de lado, pero siempre con la cabeza orientada en dirección donde se hallase la semielfa. Se arrodilló a su lado, dispuesta a acariciar el suave pelaje plateado del cuello de la loba, cuando ésta cambió a su forma homínida. Dyreah detuvo el movimiento de su mano al instante, insegura de cómo actuar, bajo la atenta mirada de la muchacha. Finalmente, optó por posar con timidez la mano sobre su hombro.
—¿A dormir? —inquirió Ravnya.
—A dormir —fue cuanto pudo decir la otra.
Sin más ceremonia, Dyreah, seguida de su compañera, acudió al rincón que habían hecho suyo. Pocos minutos después, se entregaba al abrazo reparador del sueño.
Angustia. El descanso de la semielfa estuvo plagado de sangrientas imágenes, terribles carnicerías obradas por seres de pesadilla que se deleitaban con el sufrimiento de sus indefensas víctimas. En definitiva, nada nuevo para ella en su despertar.
Se despejó con violencia, tratando inútilmente de borrar aquella abominable sensación que se había apoderado de su ser. Abrió y cerró varias veces las manos para liberarlas de la tensión de la que eran presa, respirando con intensidad. Cumplido el ritual matutino, puso en orden sus ropas y ató sus cabellos. Se calzó las botas y se dispuso a salir, apartándose el rebelde mechón que de forma perpetua se empecinaba en caer sobre su rostro. Lanzó una apreciativa mirada hacia sus armas, que descansaban apoyadas en la pared cerca de sus mantas. No creía que las fuera a necesitar, pero siempre cabía la posibilidad de sufrir alguna indeseada sorpresa en la fronda. Se decidió por Fulgor, dejando a Desafío con la aljaba en su sitio. Ajustó la vaina en torno a su figura, adaptando la espada plateada a la cadera. Lista para partir, se echó al hombro una liviana bolsa de viaje prácticamente vacía de contenido y salió al exterior.
Fuera la esperaba la inclemencia de un sol refulgente que dañaba con saña sus sensibles ojos de color verde. Contrariamente, la acción de los cálidos rayos del mediodía sobre su piel le resultaba muy reconfortante. Poco a poco, el helor que se había apoderado de ella en su sueño fue mitigándose hasta desaparecer por completo, recobrando toda sensación de vida y relegando a un lejano rincón de su mente el horror del que hablaban sus pesadillas.
No tardó en explorar con la mirada los aledaños del torreón, buscando a su compañera. Le debía una disculpa por su comportamiento del día anterior, por su extraña actitud y por el modo en que la había tratado. No obstante, no podría hacerlo hasta que no la encontrara.
Dado que a simple vista no era capaz de localizarla, comenzó un escrutinio más profundo del lugar.
Allí estaban las huellas que habían dejado ambas el día anterior, cuando partieron en busca de agua y algo que comer. Algún que otro montoncito de hojas, apilado aquí y allá, delataba que la muchacha había rondado por la zona pero que después se había marchado. Bien podría ser que Ravnya hubiera acudido al remanso del río para satisfacer sus necesidades vitales más urgentes. El asunto estribaba ahora en si Dyreah sería capaz de orientarse en solitario por el bosque y recrear el camino que la condujera hasta el arroyo. Incluso si encontraba dificultades podría ayudarse del rastro que seguro había dejado en la vez anterior. No se lo pensó más. Quería encontrarla y hablar con ella cuanto antes.
Reacomodó el dichoso mechón azabache detrás de una de sus orejas puntiagudas y encaminó sus pasos al interior del bosque, confiada de sus habilidades como rastreadora.
No sin esfuerzo, había logrado hallar algunas de las huellas que dejara ella misma el pasado día, porque de Ravnya no había ni la menor señal. Era como si la chica loba, en cualquiera de sus dos formas humana y animal, se deslizara por la hojarasca con tal suavidad que no dejaba impronta de su paso. Su rastro resultaba invisible para Dyreah.
La mestiza se vio tentada de romper el cuidadoso sigilo con el que trataba de infundir en cada uno de sus movimientos y gritar el nombre de su compañera, confiando en que escuchase su llamada y fuera a rescatarla, perdida como se sentía en la inmensidad del bosque. No obstante, una chispa de orgullo la impedía rendirse tan pronto.
Rodeó unas zarzas que le resultaban familiares y saltó unas enormes raíces emergentes. Nada. Definitivamente, aquél no era el camino. De haberlo sido recordaría aquel colosal tronco caído, con la corteza hueca y ramas extendiéndose a los lados como garras esqueléticas. Frustrada en su empeñó, se recostó en la madera y trató de aclarar su mente. Por un instante se sintió traicionada por la sangre élfica que corría por sus venas y que no le era de utilidad para valerse por sí misma en los bosques. O bien su mestizaje le había privado de tal habilidad o bien su educación humana en la ciudad había malogrado unas facultades que de otro modo aflorarían innatas. Comprendiendo lo absurdo de lamentarse por algo que escapaba a su control, se incorporó de nuevo con la intención de desandar sus paseos y regresar al torreón. Tarde o temprano, Ravnya se presentaría.
Sorteó algunos matorrales, esquivó algunas zanjas abiertas en el terreno, caminó durante unos minutos siguiendo un rastro que suponía era el suyo, todo para descubrir que estaba equivocada. No era su rastro y no tenía la menor duda de que nunca antes había pasado por allí. Todo le resultaba extraño y desconocido en aquel paraje. Sin saber cómo llegar al río ni cómo volver a la torre, incapaz de sacar provecho a la lectura de la posición del sol en lo alto, Dyreah se había extraviado sin remisión.
Una desagradable sensación de angustia se apoderó de su estómago, una ansiedad que clamaba por desfogarse en un violento arranque de rabia cuya víctima sería lo primero que se cruzara en su camino. Dado lo inútil y dañino que resultaría golpear la dura corteza de un árbol con el puño, o propinar una patada contra alguna roca del suelo, prefirió tragarse su furia y buscar soluciones, no más problemas. Llenó de aire sus pulmones y lanzó un grito a la arboleda.
—¡Ravnya! —exclamó con fuerza—. ¿Puedes oírme?
Guardó unos segundos de silencio esperando obtener alguna respuesta. Al no percibir nada, repitió su intento.
—¿Ravnya?
El agudo y potente zumbido fue la única advertencia que recibió.
De improviso, un fuerte impacto la golpeó en el hombro izquierdo, haciéndola girar pero sin provocar su caída. Sorprendida, dirigió la mirada hacia su clavícula, donde una flecha aparecía cruelmente clavada, con el astil emplumado sobresaliendo de su carne. En su espalda asomaba la punta metálica del proyectil, goteando sangre, su sangre.
Antes de que el dolor cobrara sentido en su cerebro y de que ella desplegara la magia de su armadura para protegerse de otros ataques, dos flechas más se precipitaron sobre su cuerpo. La primera pasó ante sus ojos tan cerca que bizqueó y necesitó parpadear. La otra flecha la alcanzó en la pierna, de un modo tan doloroso que la hizo trastabillar. Firme en su empeño y decidida a no ser abatida sin oponer resistencia, la semielfa se recompuso lo suficiente para no tropezar y se mantuvo en pie. Agónicos espasmos de dolor recorrían su cuerpo, desde el hombro hasta el exterior de su muslo derecho, donde se hundía con saña el segundo proyectil. Apretando con fuerza los dientes, trató de volverse para averiguar la identidad de su agresor.
No lo logró. Una tercera flecha perforó su costado y se hincó en su vientre.
Dyreah no pudo soportarlo más. El sufrimiento fue tan intenso que su cerebro se colapsó y perdió el sentido. Cayó a plomo al suelo, derribada, regándose la tierra con su sangre.
—¡El vampiro ha caído! —surgió una voz masculina de la maleza—. ¡Qué buen trofeo si nos llevamos su cabeza al Walak!
—¡Vamos! ¡Rápido! —apremió otro hombre abandonando su escondite—. ¡Tenemos que rematar a ese monstruo antes de que se levante!
—Tranquilos muchachos, es cosa mía.
El último individuo que había hablado salió de su escondrijo, echándose el arco al hombro y buscando algo de entre sus ropas. Una aviesa sonrisa se pintó en su rostro cuando extrajo una afilada estaca de madera y un cuchillo aserrado y se preparó para hacer buen uso de ambos.
Un lobo de argénteo pelaje paseaba tranquilo por la inmensidad de la fronda. Había comido y bebido, pero aún así no se sentía del todo satisfecho. Algo no hacía más que rondarle por la cabeza.
«¿Por qué tienen esa manía de encerrarse en falsas cuevas de piedra?», se preguntaba Ravnya una y otra vez.
Se trataba de algo que escapaba a su comprensión, y por más que pensase en ello, no encontraba ninguna explicación.
«Debe ser porque siempre van a dos patas. Seguro que si de vez en cuando fueran a cuatro, verían el mundo de otra manera», dictaminó la muchacha con total convicción. Sin embargo, el rumbo de sus pensamientos varió al instante. «¿Habrá despertado ya Dyreah?».
El día anterior había mostrado una extraña actitud, en especial hacia ella, recelando de su compañía tras acudir al río e ignorándola después cuando se reunió con el elfo. En su fuero interno deseaba con fuerza que el malestar de la semielfa hubiese quedado atrás para así recuperar la grata relación que compartían. Desde que se encontrara con la mestiza poco tiempo atrás y acordaran viajar juntas, su escala de preferencias había experimentado un cambio sustancial.
Toda reflexión quedó extinguida al momento cuando su fino oído captó una voz en la lejanía que la hizo sonreír para sus adentros. Era Dyreah.
Aceleró sus pasos a la par que prestaba atención a los tenues indicios que marcaban el trayecto que había recorrido la mestiza. Un par de minutos más tarde la alegría había desaparecido y el trote se había tornado en una atropellada carrera. Un aroma, el penetrante olor de la sangre, estaba presente en la misma dirección que había seguido Dyreah.
Según fue aproximándose identificó más olores, al menos tres más distintos al de la semielfa. Y unas alteradas voces que claramente eran de hombres, de humanos. No logró entender lo que dijo la primera, pero sí el anuncio de las otras dos. En particular la afirmación del tercer hombre.
—Tranquilos muchachos, es cosa mía.
Con el corazón en un puño, Ravnya se precipitó en medio del lugar.
El cuerpo de su compañera yacía sobre la hierba, con varias ramas lisas y puntiagudas, parecidas a las que la propia Dyreah llevaba a la espalda, abriendo sangrantes heridas en su carne. A pocos pasos de ella, tres individuos se repartían en derredor suya, equipados con lanzadores de ramas afiladas echados al hombro y cuchillos de metal en sus cinturones. Todos recibieron un grave gruñido y una intimidatoria exhibición de sus largos colmillos, pero ninguno la recibió con más furia que el que portaba un punzante trozo de madera y amenazaba con utilizarlo contra la caída figura de Dyreah.
—¡Otro de sus monstruos! —exclamó el que blandía la estaca, atemorizado—. ¡Disparad! ¡Disparad!
Con una neblina roja nublando su mirada, el lobo plateado se arrojó sobre los hombres que trataban de apuntarla con sus arcos.