21
INQUIETUDES
Antiguos Bosques, año 248 D. N. C.
Su despertar fue violento.
Hacía varias semanas que las pesadillas, si no habían desaparecido, sí habían aminorado su devastadora presencia. No obstante, la aparente calma había quedado atrás y el descansado había tornado de nuevo en sufrimiento. Su mano derecha permanecía sobre la alfombra apretada en un puño, expuesta a un lado del cuerpo retorcido en una tirante postura, con todos los músculos en tensión, boca abajo. Su oscura caballera se había soltado de sus ataduras durante el sueño y se esparcía salvaje en húmedos mechones sobre su rostro perlado en frío sudor.
No le resultó sencillo girarse siquiera para liberar el otro brazo, que yacía prisionero bajo su figura. Cada movimiento equivalía a trasladar una pesada carga que agotaba sus maltrechas fuerzas. No recordaba haberse esforzado tanto el día anterior, por lo que sus delirios a lo largo de aquella noche debían haberse presentado con una virulencia inusitada.
«Una noche más así, y no será necesario ningún smudz para acabar conmigo», comentó para sí la semielfa, mientras rodaba con desgana a su derecha para descansar boca arriba. Su mano izquierda, al igual que todo el brazo hasta el hombro, estaba dormida e insensible, incapaz de cumplir con el empeño más nimio. Fue con los dedos de la otra mano con los que se apartó el pelo de la cara, en tanto un desagradable cosquilleo hacía presa de su otra extremidad.
Con un supremo esfuerzo, flexionó las piernas y se incorporó hasta abrazarse las rodillas. Reposó la frente sobre ellas y exhaló dos profundos suspiros. Un fuerte embotamiento hacía presa en su cabeza, martilleando sin piedad contra sus sienes. Para colmo, la inocua iluminación reinante en la estancia no ayudaba a que su atormentada mente se hiciera cargo de su situación, tanto topográfica como cronológicamente. Sin duda seguía en el interior del torreón de Galoran, la mullida alfombra donde descansaba lo atestiguaba. Sin embargo, los postigos de las ventanas estaban cerrados a cal y canto y no permitían adivinar si el sol o la luna brillaban fuera. En tanto prosiguiese allí dentro, no lo averiguaría.
Y lo más importante, ¿dónde estaba Ravnya?
No había ni el menor rastro de ella en la habitación. Despertar sin sentir el cálido hálito de su presencia o de su contacto suponía una honda desilusión que difícilmente podía ser ignorada. Su simple cercanía obraba como un bálsamo sobre la angustiada mestiza, concediendo algo de vida a su afectado corazón. Seguramente la muchacha había escapado de la jaula que para ella suponía la torre, tan pronto como había tenido ocasión, a la libertad del bosque. Pero no las tenía todas consigo. Tras lo ocurrido el día anterior, la joven guerrera no tenía ninguna confianza en la seguridad que podía conceder la floresta. Ravnya estaba más que curtida en la supervivencia entre los peligros que se esconden en la espesura. Mas aún así…
Tanteó a su alrededor con las manos hasta encontrar sus botas y se las calzó con desgana, una después de la otra. Se decidió a echar la cabeza atrás y recogerse el cabello en la práctica coleta alta que habitualmente acostumbraba a lucir. Tras un par de intentonas y buscando el apoyo de la pared, Dyreah logró incorporarse y mantenerse en pie. La cabeza le daba vueltas y las rodillas no se mostraban muy firmes, no obstante el efecto no tardó en desvanecerse por sí solo.
El alumbrado aún consistía en aquella claridad fantasmagórica que no parecía proceder de ninguna parte, pero que lo iluminaba todo sin dar cabida a las sombras. Tras unos pocos instantes consiguió orientarse y localizar dónde se emplazaba la puerta de la torre, todavía detrás de aquel tupido y lóbrego lienzo. Si bien la preocupación por el bienestar de la chica loba estaba bien presente en su pensamiento, algo acaparó por completo la atención de la semielfa.
Sus trémulos pasos la condujeron a la proximidad de una de las atestadas librerías que circundaban la estancia. Los tomos allí expuestos variaban en tamaño y formas, y todos estaban profusamente decorados con ricos metales, tales como el oro y la plata. Sin embargo, no fue esto lo que suscitó el interés de Dyreah, sino su contenido. No era capaz de comprender lo que había allí escrito, pero algo le decía que no se trataba de Aekhano. Los largos trazos, el embellecimiento de la grafía, el carácter magnificente de aquellos símbolos, sólo podía evocar una idea. Era Nythare.
La semielfa conocía los aspectos más básicos de tan maravillosa lengua, incluso se atrevería tímidamente a esbozar unas palabras en el melodioso habla de los elfos. Pero contemplarlo allí, estampado en aquellas amplias láminas que recogían, quizá, el saber de una edad anterior a la humanidad…
Deslizó con reverencia el dorso de los dedos por el contorno de uno de los aquellos magníficos ejemplares, tratando de imaginar las historias que pudieran estar escritas en él. Durante un fugaz instante rememoró una escena de ella misma, recostada en su sillón preferido, cautivada por la pasión de la lectura y disfrutando con las aventuras que se describían. Con una nota de nostalgia vibrando en su interior, apartó la mirada de los libros y la desvió hacia el suelo. En ocasiones, hay que tener cuidado con lo que desea; puede hacerse realidad.
Sin más dilación, Dyreah dejó los libros en un lejano rincón de su pensamiento y recuperó la mochila y sus armas, que repartió en torno a su cuerpo. Apartó el grueso dosel que custodiaba la puerta y abandonó el torreón.
En medio del bosque, la luz del día era intensa, en contraste con la tenue claridad que exhibía el interior de la torre. Precisó de unos pocos segundos para que su sensible vista se acomodara a la acción directa de los rayos del sol de la tarde, rebasado un par de horas atrás el clímax del mediodía. Para su sorpresa, había dormido no sólo el tiempo que mediaba entre que se acostó y las primeras luces del alba, sino también buena parte del día siguiente. Si bien seguía sin intuir el origen de la necesidad de un descanso tan prolongado, sí adivinaba el porqué del estado de embotamiento que la afectaba. Dejadas estas inquietudes a un lado, se concentró en resolver la cuestión más inmediata, encontrar a Ravnya.
No tuvo que buscar mucho para dar con la muchacha, acuclillada en la hojarasca, más allá, a pocos pasos de distancia.
Con su piel nívea, el pelo aún más claro y su actitud distraída, Ravnya semejaba una mágica criatura de los bosques, digna de aquellos cuentos infantiles que se relatan a los niños para que duerman. Siguiendo su costumbre habitual, mantenía su atención entretenida amontonando hojas de diversas clases y tamaños, configurando un entramado que únicamente para ella cobraba algún significado. La semielfa en ocasiones había pasado horas y horas contemplando la afanosa labor de la joven, abstraída en sus hábiles movimientos y cautivada por aquel sencillo juego cuyas reglas distaba de conocer. No obstante, cuando parecía que la actividad podía continuar durante un período más prolongado, de forma súbita y sin previo aviso, Ravnya se detenía y olvidaba despreocupadamente su ocupación previa.
La muchacha debió advertir la presencia de su compañera o escuchar sus pasos, pues antes de que la mestiza pudiera siquiera acercársele, alzó la cabeza y le regaló una amplia sonrisa de bienvenida. Este talante afable y cariñoso, expuesto de una manera tan franca y sincera, lograba siempre desbordar cuantas defensas envolvieran el taciturno espíritu de la guerrera, que de inmediato se sorprendía con una tímida sonrisa curvando sus labios.
Habiendo sido descubierta, Dyreah avanzó los pocos pasos que la separaban de la otra. Ravnya se levantó y salió a su encuentro, sin que en ningún momento desapareciera el afable gesto que abiertamente se leía en su dulce rostro.
—Estás despierta —constató la chica loba con sencillez.
—Así es, perdona por haber dormido hasta tan tarde —la semielfa se desperezó con languidez, sofocando un bostezo—. No sé por qué, pero estaba agotada.
—Te dormiste pronto, estabas muy cansada —aseguró Ravnya.
Dyreah se sintió de pronto culpable por su pereza, al percatarse de que seguramente la muchacha había permanecido despierta haciendo guardia mientras ella dormía plácidamente. Y aún así, había estado en pie y dispuesta mucho antes que ella.
—Te quedaste vigilando mientras dormía, ¿verdad?
La respuesta de la joven consistió en un mudo encogimiento de hombros, que le robó toda trascendencia a su generosa acción.
—Gracias —musitó la semielfa, inclinándose sobre ella y depositando un beso en su frente.
Ravnya, lejos de comprender el significado de aquella curiosa caricia, se lo tomó con su habitual naturalidad, sin darle mayor importancia, apreciándolo en tanto procedía de Dyreah.
—Pero esta noche seré yo quien se quede de guardia, ¿de acuerdo? —pidió la mestiza.
La muchacha contestó con el mismo gesto que antes.
—¿Tienes hambre? —se interesó Ravnya—. Yo sí tenía, mucha.
—Pues ahora que lo dices… —cayó en la cuenta del tremendo agujero que se abría ansioso en su descuidado estómago—. Sí, ya lo creo que tengo. Y sed, no he bebido nada desde ayer.
Ravnya le dedicó una de sus mejores y enigmáticas sonrisas provistas de puntiagudos colmillos y le hizo una seña para que la siguiera. Al instante la joven mutó a su forma de lobo de pelaje plateado y partió del lugar. Aceptando con conformismo aquella impulsiva forma de proceder, Dyreah la acompañó al interior de la floresta.
Con la claridad reinante, resultaba mucho más sencillo sortear los múltiples accidentes del terreno. La noche pasada había supuesto un calvario atravesar en la más completa oscuridad la distancia que los separaba hasta el refugio de Galoran. En cambio ahora, sin el acoso de los smudz y a la luz del día, podía incluso permitirse admirar los grabados que quedaban visibles en las rocas de mayor tamaño. Tal profusión de diseños y ornamentos hablaba de una civilización avanzada y con un refinado gusto por la artesanía. Además, de la organizada disposición que configuraban los emergentes restos, se podía adivinar una espléndida técnica que combinaba la fronda natural con la piedra empleada en la construcción de edificaciones. ¿Se trataban quizá de las ruinas de una arcaica ciudadela thogûn? Si bien esta raza demostraba las dotes necesarias para el labrado de la roca, vivir en los bosques, al raso, no estaba en su lista de preferencias. Tenían predilección por disponer del refugio que concedía el aglomerado de varios cientos de toneladas de piedra sobre sus cabezas. ¿Elfos entonces? Por lo que ella sabía, tampoco podía ser. ¿De quién podría tratarse? Dudaba que fuera a averiguarlo algún día.
Un ronco gañido la despertó de su abstracción. Su lupina compañera se había detenido y la estaba esperando. No comprendía qué era eso tan importante que la semielfa encontraba digno de ver en todas aquellas viejas piedras.
—Sí, voy.
Dyreah dejó a un lado sus inquietudes y prosiguió la caminata.
Sólo unos pocos minutos después, la mestiza advirtió un ligero cambio en la actitud de su compañera. Había ralentizado sus pasos y de vez en cuando alzaba un poco el rostro, como si tratase de olfatear un rastro invisible.
—¿Todo bien, Nya? —preguntó ante la sospecha de un posible peligro.
La loba pareció asentir con un cabeceo, para después proseguir la marcha, quizá con mayor precipitación que antes.
La semielfa estaba a merced de los instintos de la muchacha, mas confiaba con los ojos cerrados en sus habilidades. Pensándolo bien, justamente así era, pues Ravnya se guiaba por unas señales para las que la joven guerrera parecía ciega. No obstante, comenzó a notar una suave variación en el ambiente, un ligero frescor en el aire que respiraba. Una abundante vegetación sirvió de aviso previo para lo que su fino oído no tardó en corroborar: la presencia de un río o manantial.
Dyreah siguió los ágiles pasos de Ravnya a través de los altos matorrales que dominaban la zona, sujetándose a las ramas bajas para descender y alcanzar la ribera del río. Antes siquiera de que se diera cuenta de sus actos, estaba con el agua hasta los tobillos y se inclinaba para beber del cuenco que formaba con las manos. Una vez saciada la sed más acuciante, procedió a mojarse la cara y el cuello, disfrutando del halo de frescura que la cubría. Desató la tira de cuero que sujetaba su cabello y lo sumergió en las aguas, dejando que la corriente lo despeinara a su antojo. Aprovechó también para mojarse los brazos y dar otro par de sorbos antes de salir del agua.
Ravnya aguardaba en la orilla, acomodada sobre la hierba recuperado su aspecto humano, contemplándola con satisfacción. La semielfa se reunió con ella y se sentó a su lado, escurriéndose el pelo y salpicando de pequeñas gotas todo a su alrededor. Se quitó las botas empapadas y las apartó para que se secaran al sol. Se recostó sobre el prado tan larga como era y exhaló un gemido de placer. Tras unos segundos en los que permitió que la luz solar la bañara, giró para apoyarse en un codo y mirar a su compañera.
—Muchas gracias, me hacía mucha falta.
—Lo encontré esta mañana, paseando —explicó la joven, que se levantó y centró su atención en un arbusto cercano.
—Pues ha sido toda una suerte —comentó la mestiza, estudiando ociosa las evoluciones particulares de la muchacha.
Cuando Ravnya regresó, portaba en sus manos un amplio surtido de diminutos frutos granulados, unos de un tono rojizo y los otros de un negro brillante. Se colocó junto a ella y se los ofreció.
—Come, te gustarán —dictaminó con su característica sonrisa—. A mí me gustan las rojas.
Dyreah comenzó a coger de aquellas bayas de manos de la chica loba sin abandonar su relajada postura, una a una, deleitándose con cada chispa de sabor que traían a su paladar.
—¡Mmm! ¡Están muy dulces! —celebró con alegría—. Aunque yo prefiero las negras.
No era verdad, las de ambos tipos le parecían igual de deliciosas, pero de forma deliberada se limitaba a tomar sólo las más oscuras. La pequeña triquiñuela se cobró su fruto cuando la muchacha empezó a comerse las bayas rojas que ella no cogía. Se permitió una breve sonrisa de victoria.
Al poco los frutos se habían acabado, y aunque Ravnya insistió en ir a por más, Dyreah logró convencerla para que se quedase. Pronto la semielfa buscó acomodo para la espalda en el tronco de un árbol, mientras la muchacha lo encontraba dejando reposar la cabeza sobre su regazo. Se sentía obligada a corresponderla por el celo con que prodigaba sus cuidados para con ella, reconfortando ahora su descanso. Además, disfrutaba con ello.
Deshizo con delicadeza las deshilachadas trenzas que aún lucía el plateado cabello de la joven, retirando las maltratadas plumas que lo adornaban, así como alguna que otra ocasional hoja que había acabado prendida en él. Hundió los dedos entre su pelo y comenzó a desenredarlo suavemente desde la raíz, mechón a mechón. Después llegó el momento de peinarlo, con ternura, primero a contrapelo, advirtiendo el regocijo que se dibujaba en las cálidas facciones de Ravnya, con los ojos cerrados y entregada a los mimos.
Una vez que las trenzas volvieron a estar debidamente tejidas y las plumas alisadas y en su sitio, Dyreah se detuvo por unos instantes a admirar su obra. El resultado era espléndido; Ravnya estaba radiante. Y plácidamente dormida, tal y como indicaba el acompasado ritmo de la respiración del menudo cuerpo que yacía acurrucado en torno a sus piernas.
«Es increíble, qué precioso es su cabello cuando el sol lo ilumina de ese modo, tocado con las plumas…». La mestiza permanecía prendida, fascinada de la salvaje belleza de la muchacha que de forma tan plácida se rendía a sus atenciones.
Bajó una de las manos y la hizo descender a lo largo de su mejilla, recorriendo la barbilla y rozando muy levemente el rubor de sus labios con la yema de los dedos. Se recreó en el agradable tacto de su piel, entreteniéndose en bordear la suave línea de sus rasgos. Una deliciosa fragancia a flores brotaba de ella, aderezado con un aroma dulce que Dyreah había aprendido a reconocer como propio de su compañera. Fue inclinándose progresivamente, despacio y con los ojos cerrados, identificando la mezcolanza de esencias naturales que emanaban de la joven, absorbiéndolos todos, hasta percibir en su cercanía el calor de su hálito. Cuando entreabrió la mirada, la semielfa descubrió que su íntima exploración la había conducido a detenerse a escasos milímetros del rostro de Ravnya, sus labios casi en contacto con los de ella. La verdadera sorpresa no fue advertir lo inapropiado de su postura, sino el firme deseo de no querer abandonarla y rasgar así la intensa envoltura de sensaciones que agitadas, recorrían su cuerpo. Superado aquel vivo instante, retornó al necesario sostén del árbol y trató de recomponerse, con la respiración agitada y las temblorosas manos fijadas al suelo.
Sin duda los aguzados instintos de Ravnya notaron su súbita turbación, pues abandonó de inmediato el sueño y abrió un ojo preocupada.
—¿Dyreah?
—¿Sí? —replicó la semielfa todavía nerviosa.
—¿Pasa algo? —inquirió la otra, incorporándose para obtener un mayor control de la zona en derredor suyo.
—Nada, de verdad. Está todo bien, no te preocupes.
Dyreah no tenía muy claro en su mente si estaba mintiendo o no, sólo era consciente de su ansia por esconder profundamente todo lo relacionado con aquel chocante suceso. Al menos, hasta que tuviera ocasión de reflexionar al respecto con más calma.
—Está bien —concedió la muchacha sin demasiado convicción—. Tengo sed.
Se desperezó con calma y en un rápido movimiento estuvo en pie, camino a las aguas del arroyo.
Mientras Ravnya bebía en el río, la semielfa permaneció en su sitio, con la mirada baja, intentando relajarse y poner orden de una vez en su cabeza.
Se trataba de un empeño en vano, condenado a fracasar desde un principio, tal era la confusión que alborotaba sus pensamientos. No podía imaginar el porqué de sus actos, el origen de aquella vergonzosa conducta que la había empujado a actuar de aquel modo. Por fortuna, Ravnya no se había dado cuenta de nada, dormida como estaba. Si la hubiese descubierto… Fue muy extraño que, al concebir aquella posibilidad y proyectarla en su mente, sintiera emociones tan potentes y contradictorias. Decididamente, sería mejor olvidarlo cuanto antes y no prestarle mayor importancia.
No obstante, una cosa era pensarlo y otra bien distinta llevarlo a cabo con éxito.
Cuando Ravnya volvió, Dyreah aún mantenía la cabeza baja y permanecía ausente, perdida en sus reflexiones. Algo tenía que haber ocurrido para que se sintiera tan afectada, pero la muchacha no era capaz de imaginar qué podía haber sido. Mientras la semielfa optase por guardárselo para sí y no compartirlo con ella, se vería obligada a continuar en sombras, sin poder ayudar a su amiga.
Estaba atardeciendo. El sol comenzaba a esconderse tras el horizonte.
La exquisita armonía que antes imperaba en el ambiente había resultado rota definitivamente, sin posible restauración. Dyreah se había encerrado en un angustioso mutismo sin sentido para la preocupada muchacha, cuyos intentos por aproximarse y llegar a ella no obtenían otro fruto que el de afectarla más. Ravnya empezaba a creer, cada vez con mayor convencimiento, que de algún modo la culpa era suya. Pero no tenía ningún sentido, ¿qué era lo que había hecho ella para molestarla de ese modo? Nada, absolutamente nada. ¿Entonces qué ocurría? Y si no ocurría nada, ¿por qué ella se comportaba así? Poco a poco, la joven fue contagiándose del malestar de su compañera, a pesar de la llana alegría que siempre la rodeaba como una segunda piel.
Se agazapó a unos pasos de distancia y dedicó toda su atención a hacer garabatos con las manos en la tierra húmeda.
Finalmente, fue la mestiza quien rompió su silencio y decidió levantarse. Desvió la mirada durante unos momentos hacia donde permanecía apartada Ravnya, inocente de todo cuanto estaba ocurriendo, pero de igual modo víctima de las circunstancias. La única culpable era ella, por sus actos, por su comportamiento, y era plenamente consciente también de que estaba pagando sus dudas y temores con la muchacha. No era justo. Sin embargo, la situación la superaba con largueza.
—Nya… —musitó con timidez.
La chica loba abandonó al punto su pasatiempo y se acercó a la azorada mestiza, expectante, pero sin decir nada.
—Hay algo que… —comenzó a decir antes de que el valor que había logrado reunir se fugara como el agua en la palma abierta de su mano—. Fue antes… Creo que…
Exhaló un bufido de frustración. No pudo continuar.
—¿Estás bien? —Ravnya se arrimó más ella, alzando una mano hacia su rostro con el fin de reconfortarla—. ¿Qué te ocurre?
Aunque renuente en un principio, la semielfa terminó por aceptar el contacto. Luego incluso lo agradeció. No obstante, advirtió que, por el momento, no disponía de las palabras precisas para conceder una explicación coherente y calmar así a Ravnya; o a sí misma. Se le hacía un nudo en la garganta con sólo pensar en decirle nada.
—No te preocupes —intentó consolarla, reiterando sus tiernos mimos. Después, la abrazó con suavidad—. Tranquila…
Dyreah asintió con la cabeza, aferrando con desespero la tregua que se le concedía. Se sumergió en la calidez del abrazo y hundió el rostro en su cabello. Tras unos gratos segundos la semielfa había recobrado la suficiente presencia de ánimo como para abandonar el sereno refugio que ella le proporcionaba.
Incapaz aún de hablar, la semielfa la miró a los ojos y le dedicó una cohibida sonrisa que llevaba implícita la palabra gracias. Ravnya correspondió a la misma, recuperando en el gesto buena parte de su afable actitud habitual.
—Casi es de noche —aventuró por fin a comentar la mestiza—. Deberíamos ir marchando hacia la torre de Galoran, antes de que… ya sabes, salgan los smudz de sus escondrijos.
La idea no le resultaba en absoluto atractiva a la joven, verse de nuevo encerrada entre aquellos claustrofóbicos muros de piedra hasta la llegada del amanecer, muchas horas después. Si por ella fuera, buscarían refugio en algún buen escondite, fuera del alcance de aquellos horrendos monstruos y sin la necesidad de sepultarse en un círculo de roca. No obstante, Dyreah parecía encontrar mayor seguridad en aquel cerrado lugar, como aquellos curiosos seres que se guarecían en sus conchas ante la proximidad de enemigos.
Resignada a su suerte —y por el bien de su compañera—, la joven pasó a su forma lupina y puso rumbo al torreón de aquel extraño ser, que si había entendido correctamente a Dyreah, estaría a punto de despertar.