20
ADIVINANZAS
Dynar, año 248 D. N. C.
—Te debo una.
—Disculpa, pero me debes otra.
La pareja recorría las calles más apartadas de Dynar, la zona que podría ser considerada como los bajos fondos. Él permanecía con la capucha bien calada, vista la poca simpatía que su aspecto despertaba en las gentes. Por contra, la mujer avanzaba con su desenfado habitual.
—Hum, está bien, otra —aceptó el mestizo—. Pero pareces olvidar lo que ocurrió cuando nos emboscaron los hykars.
—¡Bah! Si dejé que resolvieras el asunto fue para no robarte protagonismo —se defendió la otra, a todas luces divertida porque su compañero entrara al juego—. Tu ego masculino no lo hubiese soportado.
—Y por supuesto, tú siempre estás dispuesta a sacrificar ser el foco de atención en favor del bienestar de los demás —replicó con ironía.
—¡Por supuesto!
La mortecina luz del atardecer teñía de oscuros tonos las destartaladas casas que se dispersaban al azar por el lugar. No pasaría mucho tiempo hasta que los salteadores y matones callejeros hicieran acto de presencia y reclamaran aquellas sucias vías llenas de recovecos como su territorio.
—Lo que no me queda más remedio que reconocer es lo bien que te manejas en estos ambientes. Sea para bien o para mal.
—Es fácil cuando te has criado en ellos —respondió con sencillez—. O aprendes o acaba contigo. Eso es todo.
—Comprendo.
—Vamos, entremos en aquella taberna y tomemos unas copas —propuso esquivando el tema, sin perder su ánimo festivo.
—Me parece una idea muy buena, excepto que no disponemos de suficientes monedas para gastar —adujo el semielfo—. Andamos bastante cortos de efectivo.
—¡Que eso no te preocupe! —replicó la otra haciendo tintinear las monedas de una bolsa en apariencia bastante cargada.
—¿Se puede saber cómo diablos la has conseguido?
—Pues del mismo modo en que conseguí las monedas con las que pagamos al adivino para que hiciera sus predicciones —explicó la mujer con total tranquilidad—. ¿No te parece obvio?
—Es decir, has vuelto a hacer de las tuyas. Y ni tan siquiera me percaté de ello…
Ysara, que no tardó en interpretar las palabras del mestizo como un halago, esbozó una teatral reverencia. Que él no hubiera advertido la ejecución de aquel robo, con lo observador que se mostraba siempre, supuso un motivo de orgullo para la ladrona. Aunque lo supo ocultar bien.
—Sorprendido, ¿eh?
—Decepcionado más bien —replicó el medio elfo—. Confiaba en que te controlarías. Que efectúes tus trucos a mis espaldas no te exime del delito en sí.
—Si te parece, podríamos haber buscado un trabajo honrado en esta ciudad hasta disponer del dinero suficiente para hacer frente a los pagos —se burló la otra.
—Hubiese sido lo más correcto.
—¡Bah! Eres imposible.
Cuando entraron en la taberna, un rancio tufo a cerveza y otros olores no clasificables embotaron su sentido del olfato de inmediato. Pese a ello, cruzaron el umbral y buscaron una mesa que estuviese libre. No tardaron en encontrarla. Tomaron asiento en dos de las desvencijadas sillas que circundaban el sucio tablero de madera. Una vez ubicados, Ysara no perdió tiempo en formular la pregunta que revoloteaba por su pensamiento.
—¿Y ahora qué?
—¿A qué te refieres? —contestó confundido.
—Pues eso, que ahora qué, qué haremos en todo este tiempo —planteó la mujer—. Eso si nos creemos el cuento del adivino.
—Espera, poco a poco. ¿Haremos? —puntualizó el semihykar—. Tenía entendido que, en cuanto me ayudaras en lo del hechicero y te dejase en una ciudad a salvo de los bosques, nuestros caminos se separarían.
—¡Eh! ¡Que si quieres perderme de vista tan sólo tienes que decírmelo!
—No te hagas la ofendida, que te conozco. Sabes a qué me refiero.
—De acuerdo, —Ysara aceptó que su compañero en esta ocasión no le siguiese el juego—, no es lo que planeamos en un principio. Pero mira, siento curiosidad, por todo este asunto, por conocerla a ella y de paso, aprovecho para recorrer de nuevo las calles de Xolah. ¿Algún problema?
—Ninguno —respondió categórico el otro—. Sin embargo me complace estar al tanto de vez en cuando de tus intenciones.
—Lo sé, y ésa es la parte que no me complace a mí —rezongó.
Una desaliñada camarera se presentó a la mesa para tomarles nota. Ambos pidieron vino. Se plantearon la posibilidad de llevarse algo caliente al estómago, mas bastó un nuevo vistazo al local para cambiar al instante de idea.
—Aclarado este punto, vamos con el siguiente.
La camarera regresó con sendas jarras de vino que depositó sobre la mesa. No obstante, no se marchó mientras no hubo recibido el desembolso correspondiente. Al parecer, los parroquianos habituales aprovechaban cualquier oportunidad para irse sin pagar. El mestizo tomó un sorbo antes de proseguir.
—El vaticinio del adivino no es la mejor pista con la que contamos, es la única —señaló—. No tenemos otra cosa, no perdemos nada probando.
—Ajá. No te voy a llevar la contraria con esto, pero sigo sin fiarme de ese individuo —razonó ella, aún escéptica—. Si trazáramos un línea que separase la cordura de la locura, no sé dónde tendría los pies el hechicero, pero de la cabeza no guardaría ninguna duda.
—Por desgracia, estoy de acuerdo contigo. Aún así, no nos queda otra opción.
—Y entonces qué, ¿qué hacemos? —reiteró la ladrona su pregunta original.
—Tú conoces esta región mejor que yo, Ysara, y tendrás idea del tiempo que precisaremos para llegar a nuestro objetivo.
—Si es que ése es nuestro objetivo —dudó la otra.
—¿Ahora dudas? Fuiste tú quien reconoció el sitio por las señas que nos dio el adivino.
—La estatua de bronce de un caballero armado con espada no es de lo más raro de encontrar. Además, cuando la vi hace años, por aquel entonces todavía tenía cabeza.
El mestizo se encogió de hombros, exhalando un suspiro de resignación.
—Sigue siendo nuestro mejor indicio, por pobre que sea.
—Entonces, lo mejor será que pasemos la noche en la ciudad y partamos mañana hacia Xolah —dictaminó Ysara, apurando el contenido de su jarra—. Nos separan unas cuantas jornadas de viaje y el plazo con el que contamos tampoco es muy holgado.
—Pues busquemos una posada y demos el día por concluido —propuso levantándose de la silla.
—Está bien, vámonos de aquí.
La noche había caído por completo para cuando abandonaron la taberna. La única luz en las calles provenía de las ventanas de algunas casas, poblando de tenebrosas sombras cada rincón.
—Sin embargo, tenemos un problema —indicó de pronto la ladrona, con gesto de preocupación en su rostro.
El semihykar se giró al punto hacia ella, preocupado por sus palabras.
—¿Qué problema?
—En la posada. Si no está bien que hagamos uso del dinero que recuperé, ¿cuántas habitaciones cogeremos para pasar la noche?
El mestizó dejó caer la cabeza, superado por las intenciones que translucían las palabras y la pícara sonrisa que se pintó en el rostro de su compañera.
—Ysara, puedes conmigo.