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EN EL HOGAR
Lance, año 243 D. N. C.
—¿Señor?
Jarv golpeó con los nudillos en la puerta y esperó respuesta. Tras aguardar unos largos momentos y después de varias llamadas, el mayordomo optó por acceder al despacho.
La estancia estaba en tinieblas tras agotarse el aceite que hacía las veces de combustible en las pequeñas lámparas de la habitación. Jarv, que conocía la habitación de una forma tan perfecta que no necesitaba de ninguna luz, se adentró en ella y buscó al señor de la mansión.
Giben permanecía con la cabeza recostada sobre su escritorio de madera de roble, en una incómoda y rígida postura. Sus brazos hacían de improvisada almohada sobre la superficie bajo su rostro.
El mayordomo posó su mano sobre el hombro del viejo comerciante a la vez que lo llamaba.
—Señor, señor. La mañana ha llegado, señor.
En su tiempo, Giben fue un guerrero listo para despertar con la espada en mano, dispuesto a enfrentarse a lo que pudiera estar atacando el campamento; pero los años no pasaban en balde. A sus cincuenta años, la musculosa y poderosa constitución del hombre se había deteriorado notablemente, debido tanto a la falta de ejercicio, sentado tras su escritorio ocupándose del papeleo, como por los más de quince años de retiro.
El despertar de Giben fue lento y doloroso, mientras sus ojos combatían por abrirse y su apática mente luchaba por hacerse con la situación. Sus viejas y nerviosas manos frotaron con fuerza su rostro tratando de espabilar sus sentidos. Finalmente, levantó la cabeza y se apoyó en el respaldo de la silla, tratando de relajar los músculos de su espalda.
—¡Ah, Jarv! ¿Sucede algo? —inquirió el señor entre sonoros bostezos.
—No, señor —repuso el mayordomo con su habitual tono flemático—. Fui a buscarle a sus aposentos para avisarle de que el desayuno ya está preparado en el comedor. Al no hallarlo allí, supuse que se habría quedado trabajando en su despacho hasta altas horas de la madrugada.
Jarv sabía perfectamente que había sido el inesperado regreso de Taris-sin y la conversación con su padre lo que había trastornado el sueño del señor de la mansión. Mas no tenía por qué recordárselo.
—Bien, Jarv. Bajaré en unos minutos. —Giben hizo una reflexiva pausa durante unos segundos antes de continuar—. Y Taris-sin, —Dyreah pensó—, ¿se ha marchado?
—No, señor —respondió el criado—. Aún no ha abandonado su habitación. Parecía agotada anoche cuando llegó y no he querido despertarla hasta ahora. Me disponía a subirle el desayuno a su dormitorio, señor —agregó el mayordomo.
—Sí, bien. —Giben volvió a bostezar—. Hazlo, Jarv. Mientras, yo bajaré al comedor.
—De acuerdo, señor. ¿Alguna cosa más?
—No. Puedes retirarte —contestó Giben tras pensarlo un momento.
—Sí, señor.
Jarv abandonó el despacho del viejo comerciante, cerrando lentamente la puerta tras él.
El mayordomo acudió a continuación a las cocinas de la mansión, donde le esperaba una bandeja con el desayuno ya preparado. La tomó y de nuevo ascendió hasta el piso superior donde se hallaban los aposentos de Dyreah.
Los vetustos peldaños de madera crujieron con sonoridad cuando el sirviente ascendió escaleras arriba. Su pulso aún era firme, y las tazas no perdieron una sola gota de las ricas y estimulantes infusiones que contenían, pese a la alegre prodigalidad con la que habían sido llenadas.
Jarv pronto alcanzó la habitación que por un espacio de tiempo había permanecido solitaria y oscura. Acomodó con habilidad la bandeja sobre su antebrazo derecho, a la vez que con la otra mano asía el picaporte de la puerta. Los bien cuidados goznes de la hoja permitieron una apertura silenciosa al dormitorio.
La estancia estaba oscura, con los cortinajes más gruesos cubriendo las cristaleras de la ventana. Jarv recorrió con pasos sueltos la habitación, aparentemente indiferente a la presencia de la fémina en el lugar. Depositó la bandeja del desayuno sobre una mesa a los pies de la cama y optó por solucionar cualquier ligero defecto que pudiesen capturar sus experimentados ojos.
Para ello, primero descorrió las cortinas para que los rayos de luz de la avanzada mañana bañaran el dormitorio de claridad. Observó si esto afectaba a la yaciente figuraba que todavía descansaba sobre la cama, vestida aparentemente con las mismas ropas que la noche anterior, con el rostro oculto tras bajo los brazos y las sábanas apartadas por el movimiento propio de una agitada noche.
Dyreah permanecía ausente de todo cuanto sucedía en el dormitorio, inmersa en la profundidad de sus angustiosos sueños.
«Pues sí que llegó agotada anoche», se dijo el anciano, sorprendido de que la muchacha no hubiera interrumpido todavía su sueño. «Aún así, mis obligaciones no han de quedar descuidadas».
El mayordomo comenzó a abrir y cerrar con total sentimiento de libertad las puertas de los armarios, ordenando los cajones y sacudiendo el polvo posado sobre el mobiliario. Sus pasos lo encaminaron a la cercanía del lecho. Su escudriñadora mirada le advirtió que junto al cuerpo de Taris-sin se alojaba una pequeña y desastrada bolsa de piel.
Como acto involuntario y carente de consciencia, sus manos se lanzaron a tomar el sucio saco para adecentarlo y depositarlo después en algún lugar más conveniente, como la basura o la chimenea.
Sus arrugados dedos no habían terminado de rozar la tela, cuando una mano apresó su muñeca.
—No lo toques —indicó fieramente la fémina con voz queda. Sus ojos verdes, visibles a través de los mechones negros de cabello que cubrían su rostro, se habían abierto y se fijaban intimidantes en Jarv con un peligroso brillo de advertencia.
—¡Si! ¡Sí! ¡Por supuesto! —exclamó el anciano luchando por liberar su mano de la tenaza que la aprisionaba, impresionado por la súbita reacción de la joven y el áspero tono de sus palabras.
Dyreah liberó al criado y éste rehuyó unos pasos atrás sin perderla de vista. Tras unos nerviosos momentos de duda, Jarv tomó la dirección de la puerta, no sin antes informar que el desayuno se hallaba servido en el comedor de la casa, olvidando por completo la bandeja con comida que acababa de subir.
Una vez que resonó el postigo de la puerta al cerrarse con fuerza, la semielfa se incorporó lentamente, con desgana. Si bien hacía tiempo que no descansaba en una verdadera cama, su sueño había estado poblado de vertiginosas pesadillas que hacían eco en su pensamiento mediante unos agudos pinchazos de dolor en su cráneo. Sacudió con violencia la cabeza tanto para terminar de despejarse como para apartarse los cabellos y se restregó los ojos con los dedos.
Exhaló un profundo respiro mientras asimilaba la llegada de un nuevo día en su ahora complicada vida y optó por comprobar su estado físico general.
Sus brazos estaban resentidos de mantener las riendas de su montura, mas no tanto como sus muslos y posaderas, que se quejaban amargamente. También tenía la espalda dolorida por la forzada postura del viaje, mas sólo suponía una ligera molestia.
Observó los malos tratos que exhibían sus ropajes, llenos de agujeros y desgarrones, y la suciedad patente de su persona, por lo que decidió que tomar un baño relajante sería una buena idea.
Cerca de una hora estuvo la joven viajera disfrutando de los balsámicos placeres del agua caliente y de sus reconfortantes efectos sobre la piel. Lavó su fino cabello azabache hasta que perdió la rigidez adquirida por capa tras capa de sudor y polvo adheridos y se deshizo con soltura por sus hombros. Tras secarse su cuerpo y trenzar únicamente su arraigado mechón de cabello, se vistió con una muda limpia de sus antiguas ropas de adolescente acaudalada. Por supuesto, escogió las de mayor simpleza y soltura de movimientos y adornó el conjunto con los objetos propios de su nueva condición: las altas botas de cuero con sendas dagas enfundadas, el cinturón donde se alojaba la vaina de su espada Fulgor y los diferentes abalorios mágicos que le eran propios.
Sintiéndose de nuevo completa y más satisfecha con su persona, descendió las escaleras hacia el comedor donde la esperaba un deseado desayuno.
Lo que no esperaba la arquera semielfa era hallar a su padre adoptivo también reunido ante la mesa de viandas.
Éste se disponía de espaldas a la puerta que acababa de cruzar Dyreah para penetrar en el comedor, por lo que no se percató de la llegada y presencia de la mestiza.
—Buenos días, padre —saludó Dyreah con un tono de absoluta frialdad en su voz.
Giben tosió unas cuantas veces hasta que expulsó el gajo de fruta que había obstruido su garganta. En cuanto respiró unas cuantas bocanadas de aire para aliviar sus vacíos pulmones y se hubo limpiado la saliva con la servilleta, contestó.
—Buenos días, Taris-sin —saludó el anciano.
—Es Dyreah, Giben —rectificó ella. El filo de sus palabras cortaba el aire que los separaba.
—Sí, sí… Dyreah —esta frase se deslizó amarga por sus labios.
Sus cansados ojos estudiaron a la mujer que rodeaba la mesa con total seguridad en sus pasos, con la certidumbre que sólo da la edad o las más crueles experiencias. Dyreah apartó una silla y se sentó con osadía a la mesa, sin apartar su precioso rostro carente de emociones de la mirada a la que era sometida por su anfitrión.
A Giben le resultaba extremadamente difícil reconocer en la persona sentada frente a él a la muchacha que desapareciera misteriosamente un año atrás; y aún cuando pudiera asimilarlo, más complicado le supondría reconocer su auténtica identidad.
También se percató de la brillante empuñadura argéntea de la espalda que descansaba cómodamente a su costado.
—No es necesario que portes armas entre los muros de esta casa —aconsejó bienintencionado el viaje mercader—. Aquí estás a salvo.
—Mucho tendrían que cambiar las cosas para que pudiera creer que, de ahora en adelante, existe algún lugar seguro.
Ante unas palabras expresadas con tal vehemencia, a la par que dotadas de tan honda melancolía, nada pudo responder Giben, que guardó cauto silencio por unos momentos.
No obstante, Giben DecLaire no estaba dispuesto a perderla ahora que había vuelto a encontrarla.
—¿Has descansado bien en tu habitación? —se interesó el anciano para dar pie a la conversación.
—Sí —fue cuanto contestó Dyreah, que no levantó la vista y prosiguió dando cuenta a su comida con desgana.
—La he conservado tal y como la dejaste cuando… —su frase quedó sin terminar. Aún era duro recordar aquel día que le informaron de que su hija había desaparecido en otra ciudad y no eran capaces de hallar pistas sobre su paradero. También recordó otro suceso que ocurrió por aquellas mismas fechas—. Te encontraron ellos… los elfos, ¿verdad?
—Sí —fue otra vez la respuesta de la semielfa.
—Por favor… Dyreah —le costó acertar con el término—, cuéntame más.
Ante la expectante atención de su padre adoptivo, la joven terminó de masticar flemáticamente un bocado. Tomó después un sorbo del vaso que contenía un apetitoso zumo de frutas, lo depositó sobre la madera de la mesa y dejó caer sus brazos relajadamente a la par que cerraba los ojos por unos segundos.
—Deseas conocer la verdad de todo cuanto ha ocurrido, ¿no es así? Cuando por contra tú mantuviste en tinieblas mis orígenes durante toda mi vida —recriminó la semielfa mostrando por fin una emoción que no fuera indiferencia: ira—. Pues muy bien, no te preocupes, lo sabrás todo.
Y así Dyreah comenzó a narrar todo cuanto sucedió desde que huyera de Dushen, en un tono monocorde y cortante que no expresaba sentimientos sino sólo fríos hechos de una forma objetiva, tal y como se tratara de un historiador que no hubiera sufrido en su piel los acontecimientos que luego relatara.
Por su parte, Giben escuchaba atento las palabras de la que había sido su hija, percatándose según se iba desarrollando la historia, de las duras experiencias vividas por la adolescente semielfa. Mantenía la cabeza gacha, incapaz de enfrentarse al extraño brillo que refulgía en los ojos almendrados de ella que lo atemorizaba y le provocaba escalofríos.
—Ya tienes lo que querías —concluyó con brusquedad la mestiza, repantigándose desairadamente en su silla, omitiendo tan sólo la parte que se refería a su demoníaca herencia—. El relato de todo cuanto ocurrió desde que me marché de esta casa.
El hombre permanecía absorto y rígido en su asiento, con la mirada perdida en aquellos extraños lugares por los que había viajado Dyreah.
Él, Giben, en su anterior vida de guerrero, había combatido contra todo tipo de malvados seres, desde brutales raigans a horrendos demonios. Sus ojos presenciaron el horror del combate y las consecuencias en coste de vidas que conllevaba. Su propia espada estaba manchada de sangre por las múltiples víctimas cuyas vidas había segado con el filo de su hoja. Podía recordar a compañeros caídos en aquellas lejanas contiendas imposibles de olvidar aún después de tantos años de plácida tranquilidad tras su seguro escritorio.
Pero los lances que había padecido Taris-sin escapaban a su comprensión. Pensó por unos segundos si el cambio de actitud de la muchacha no sería sino el reflejo de algo mucho mayor que aguardara en su interior, acechando a la espera de una oportunidad para escapar.
—¿Por qué, Dyreah? ¿Por qué has tenido que ser tú quien pasara por todo esto? —pensaba en voz alta el anciano comerciante—. Todavía tenías muchos años de juventud para disfrutar de la vida y no sufrir tan pronto el mal que nos espera fuera, en el mundo. Dios sabe que traté de protegerte de toda oscuridad y obrar para que tu aciago destino cambiara su rumbo a mejor. Por eso siempre te quise mantener entre los seguros muros de esta mansión, contratando una milicia propia que cuidara de nosotros… de ti.
»Eres igual que tu madre —hizo una breve pausa al advertir que se le quebraba la voz—. Decidida, valiente, perseverante, comprometida con tus responsabilidades… Debía mantener su recuerdo en las sombras, porque si lo descubrías y llegabas a conocer su historia, pronto hubieras hecho propia su maldición y comenzarías a luchar por su memoria. Fue inútil —agregó temblando por el sentimiento de frustración—. Todo cuanto hice ha sido inútil…
La semielfa guardó silencio y reprimió una de las cortantes respuestas que pugnaba por brotar de sus apretados labios azulados. Mientras tanto, meditaba sobre la esclarecedora e inesperada concesión de Giben. Exhaló un hondo suspiro a la vez que se apartaba del hombro la correa de cuero de su destartalada bolsa de lona.
—Llevas ahí el fabuloso Orbe de Luz Eterna —comentó en un susurro DecLaire, desconocedor del terreno que acababa de pisar. Ella se lo confirmó con un quedo cabeceo que no expresó mayor sentimiento—. ¿Pue-puedo verlo…? —añadió, siendo patente tanto su temor hacia la reacción de su hija como su respeto reverencial hacia el divino objeto.
Dyreah permaneció inmóvil unos segundos en los que pareció analizar la petición. Luego, tras haber tomado una decisión, sus dedos se movieron hábiles deshaciendo los nudos de la bolsa y se internaron en ella. Sus esbeltas manos surgieron portando entre sus palmas, a modo de pedestal, una blanca esfera de superficie perfectamente lisa y cristalina.
El Orbe no emitía fulgor o incandescencia alguna, mas una aureola de poder y magnificencia envolvía como un manto a quienes disponían de la oportunidad de observarlo.
—Es… ¡es maravilloso! —exclamó Giben con la mirada perdida en los extraños reflejos de la mágica esfera.
—Lo es —contestó la fémina. Sus ojos almendrados brillaban tristes por las lágrimas contenidas tras contemplar el Orbe y recordar… Sacudió la cabeza con brusquedad y aprovechó la protección que le brindaron sus negros cabellos para escurrir las lágrimas. Devolvió el venerado objeto al fondo de la bolsa y con las manos ahora libres se apartó el pelo del rostro. El verde de sus ojos parecía resplandecer.
—Entonces —agregó Giben ajeno a la marea de emociones que surcaban la mente de la joven—, con el Orbe ya recobrado en tus manos, ¡el objetivo de la misión ya ha sido cumplido! ¡Eres libre para recuperar tu vida!
—No —fue la brusca respuesta de ella—. El Orbe puede estar en mi poder, mas no puedo asegurar su protección estando conmigo. Además, mi obligación no consiste sólo en recuperarlo, sino también devolverlo al lugar que le corresponde.
—Pero, hija, no sabes dónde puede estar ese sitio —espetó Giben con nerviosismo—. El tiempo ha extendido su garra y ya no queda recuerdo alguno su emplazamiento en el corazón del perdido Reino Élfico de Sin-Tharan.
—Aeral no puede ser tan fácilmente olvidada —afirmó Dyreah tratando de imaginar en qué especie de pozo del mal podría haberse llegado a convertir con los siglos la antigua ciudad élfica—. Por lo que sé, es muy posible que se halle emplazada al noroeste de los Grandes Bosques, en las espesas Frondas del Ocaso. La encontraré y devolveré el Orbe al templo que nunca debió abandonar, esté donde esté.
La campanilla tintineaba con estridencia en el repentino y tenso silencio que invadía la atmósfera de la habitación. Pocos segundos después acudía Jarv, el mayordomo, a la insistente llamada de su señor y se presentaba por la amplia puerta.
—¿Desea algo, señor? —inquirió el veterano criado que aún miraba con suspicacia a la reciente invitada. No había olvidado el susto sufrido aquella mañana. Dyreah, por su parte, se mostraba indiferente ante la presencia de Jarv.
—Sí. Jarv —acertó a decir DecLaire, angustiado—. Trae una botella de licor de las bodegas.
—En seguida, señor.
Dicho esto, el mayordomo marchó por la misma puerta por la que había entrado a la estancia.
Giben, en la espera, se removía inquieto en su otrora cómoda silla, incapaz de mantener en reposo las manos arrugadas. Sus ojos no hallaban ningún emplazamiento adecuado para fijarse y descansar. La medio elfa permanecía impasible y terminaba de consumir con calma las viandas del abundante almuerzo que aún reposaba sobre la mesa.
Al fin, Jarv se personó en el comedor con una botella en las manos. Vertió parte de su aromático contenido en la copa del dueño de la mansión, que de inmediato vació en un entrecortado trago. Pidió que se le llenara de nuevo. En el segundo sorbo, Giben logró controlarse y consiguió que la copa regresase a la mesa antes de agotarla. Cumplida su función, el mayordomo se retiró de la habitación.
Tras sentirse con más fuerzas después de haber bebido algo fuerte que calentara su estómago y entonara su agitada mente, Giben se dirigió a la semielfa con recobradas energías.
—¡Las Frondas del Ocaso! ¡Pero es absurdo! ¿Sabes lo que cuentan de aquellas tierras? ¡Nadie, ni partidas de soldados bien armados se atreven a llegar allí! ¡Ni a acercarse siquiera! —exclamaba horrorizado—. ¡No puedes pretender ir tú sola!
»Escúchame, ¡por favor, escúchame Dyreah! —prosiguió con voz más calmada—. Es una locura… y un suicidio también. Puede que tus armas y armadura sean muy poderosas, pero las Frondas son un nido de diablos, una grieta abierta al plano del Averno, donde el mal encarnado repta y gobierna a su antojo, sin que nadie pueda remediarlo —el comerciante necesitó una pausa para serenarse—. Ni siquiera lograrías poner un pie en el interior de la plaza fuerte, ¡si es que en verdad aún existe!
Giben cesó de esforzarse en sus argumentos y explicaciones al percatarse de la escasa atención que le brindaba su acompañante. Dyreah se había levantado de la silla y caminaba con indolencia por la estancia.
Sus ojos de jade vagaban distraídos de un lugar a otro, ora posados en los gruesos tapices que decoraban las amplias paredes, ora examinando los numerosos libros de diversos tamaños que se alineaban en el gran mueble de madera noble, provisto de varios estantes repletos de ejemplares. Sus dedos se deslizaron lentamente por el lomo de los manuscritos, deteniéndose en aquellos que conocía, rememorando su contenido.
Qué lejos quedaban aquellas tardes de plácida lectura en su sillón favorito, en una vida carente de contratiempos en la que las únicas sensaciones de peligro llegaban desde la profundidad de las páginas de los viejos libros de aventuras. Cerró los ojos y, apartando la mano del mueble, rompió el silencio.
—Si te asusta que me lance estúpidamente en una incursión hacia las Frondas del Ocaso, olvídalo. Permaneceré aquí algún tiempo.