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LUZ SOMBRÍA

Antiguos Bosques, año 248 D. N. C.

—No te acerques más…

Dyreah permanecía con una flecha preparada en el arco, dispuesta a defender cara su vida y la de su compañera. Ravnya gruñía y mostraba las fauces sin apartarse de la semielfa, atenta a arrojarse sobre este nuevo y escalofriante enemigo. Aún así y pese a lo arriesgado de la idea, Dyreah apretaba con la pierna el franco de la loba. Si resultaba necesario correr atravesando la línea de los smudz, no era conveniente que Ravnya se precipitara contra el aparecido y se separaran.

El elfo de estremecedor aspecto no dio muestras de continuar aproximándose a ellas.

—Si es lo que deseáis, no me acercaré más —accedió Galoran envolviendo sus palabras de un curioso acento que parecía evocar una época antigua—. Mas no será sencillo entablar una conversación en tales circunstancias.

Dyreah se puso de inmediato en alerta. Si no estaba equivocada, la criatura que tenía delante era un wampyr, un ser maldito arrancado del descanso eterno, condenado a vivir en la noche y alimentarse de la sangre de sus víctimas. Se decía que eran capaces de embrujar con la palabra, imbuirse de un halo de fascinación que lograba que sus presas se entregaran sin ofrecer resistencia. Que además se tratase de un elfo convertía la situación en más inverosímil y peligrosa. Sin duda, la flecha de madera que aprestaba entre los dedos era la mejor elección posible si la criatura trataba de atacarlas.

—No creo que tengamos nada de lo que hablar, Galoran —discutió la mestiza sin bajar la guardia—. Nuestra única intención es marcharnos de aquí. Cuanto antes.

—Me apena escuchar tales palabras —alegó el wampyr inclinando la cabeza—. No acostumbro a recibir visitantes, menos si cabe tan insólitos.

«¿Insólitos? ¿Y eso me lo llama un ser de vida eterna castigado a vivir una muerte eterna?», se cuestionó la semielfa indignada y sorprendida a partes iguales.

—Lo lamento, pero seguimos teniendo intención de irnos —reiteró Dyreah—, así que agradecería que apartase a sus guardianes para que podamos marcharnos.

—¡Ah! ¡Ellos! —exclamó como si hubiera olvidado su existencia—. Nada tenéis que temer, no osarán atacaros… Oh, perdonadme, quizá sí que lo harían contra vuestra feroz compañera. Me temo que no puedo satisfacer la solicitud que me proponéis.

«Bien, con que no puede apartar a esos inmundos smudz, ¿eh? Comienzo a comprender las reglas del juego», constató airada.

—Nya, prepárate, creo que no nos va a quedar más remedio que luchar para escapar de aquí —susurró la semielfa.

La respuesta de Ravnya fue un somero cabeceo y un hondo gruñido que vibró con notoriedad en la rodilla que Dyreah presionaba contra ella.

—No tengo intención de que alcancemos dicha tesitura, señora.

La semielfa se sobresaltó al advertir que el elfo wampyr había sido capaz de escuchar sus palabras a pesar de la distancia y del mínimo volumen que había empleado al pronunciarlas; habían sido pronunciadas sólo para el fino oído de la loba.

—Mas debo presentar mis más sinceras disculpas nuevamente —manifestó Galoran esbozando otra reverencia—, pues me he expresado con torpeza y he permitido que malinterpretarais mis palabras. Y para mayor lamento, mis intenciones.

»Lo que trataba de explicar —continuó al comprobar la expectación de las forasteras y su rígido silencio—, sin gran acierto por mi parte, era que los guardianes no están sujetos a mi voluntad. Ni son mis esclavos ni han sido creados por mi mano, disculpadme.

—Ya hemos podido comprobar de lo que son capaces esos monstruos. —Dyreah sintió un escalofrío por toda la espalda al recordar de qué modo tan terrible había muerto la hechicera—. Lo que no comprendo es por qué está tan seguro de que a mí no me harán nada, mientras que sí a mi compañera.

—¡Oh! Muy sencillo —aseguró el wampyr en un gesto que, si no hubiera sido por la gruesa capa que lo cubría, podría haberse interpretado como un encogimiento de hombros—. No se alimentan de ningún ser que en su naturaleza aparezca la impronta de esencia élfica. Y vos, puedo afirmar sin temor a equivocarme, sois elfa al menos por parte de uno de vuestros progenitores. Dudo que vuestra aliada comparta dicho linaje.

—No lo comparte. Y no voy a permitir que sufra ningún daño, cueste lo que cueste —sentenció con dureza la semielfa.

—Que los diablos me lleven si consiento que en mis dominios ningún mal le acontezca a uno de mis huéspedes, descanse sobre dos o cuatro extremidades —juró el elfo, con énfasis en su locución.

El ruido de ramas al quebrarse rompió el hilo de la conversación. Los smudz habían continuado acercándose mientras hablaban y habían cerrado filas alrededor del claro. Ahora, se refugiaban en arbustos, rocas y tras los gruesos troncos de los árboles, a salvo de posibles proyectiles, preparados para desplegar su emboscada en la oscuridad. Ravnya fue la primera en advertirlo, con el pelaje del lomo encrespado y gruñendo furiosamente a la noche. Dyreah no estaba menos inquieta, dividida su vigilancia entre el elfo wampyr y las siluetas que apenas era capaz de advertir. Lanzó dos rápidas miradas de soslayo para comprobar su entorno más cercano. Sí, estaban por todas partes, y cada vez más cerca.

—Debe perdonar mi impertinencia al mostrarme tan apresurado, señora —intervino Galoran acaparando al instante toda la atención de la mestiza, que no dudó en apuntarle con el arco—. No obstante, tengo la impresión de que el modo más factible de eludir esta lid que se nos presenta sería encontrar refugio tras los muros de mi morada. Allá jamás osarán penetrar.

—¿Y por qué habríamos de confiar en su propuesta? ¿Quién nos asegura que no vamos a escapar de un peligro para arrojarnos en brazos de otro mayor? —increpó la semielfa indignada.

—Simplemente se trata de una cuestión de mutua confianza —se defendió Galoran—. Yo muestro la suficiente confianza en vuestras intenciones y, por vuestra parte, aceptáis con simpatía el cortés gesto con el que os obsequio.

La semielfa pareció sumergirse en un mar de dudas. Debía reconocer que había algo en el elfo, en sus palabras, en su tono, que sugería confianza y buen hacer. No se asemejaba al típico monstruo sanguinario del que hablaban los libros. Aunque bien pudiera tratarse que estuviera cayendo bajo su encantador influjo. O tal vez su herencia élfica hubiera anulado de algún modo la perversa maldición que padecía. Todo resultaba muy confuso, demasiadas posibilidades y nada seguro a lo que aferrarse. Pero por otro lado…

El apetito de los smudz era harto patente, como la presencia de Ravnya incondicionalmente contra su pierna.

—¿Qué riesgos sufriríamos en el caso de que accediéramos a vuestra oferta? —indagó Dyreah, tensa al igual que la cuerda del arco entre sus dedos por la proximidad de los necrófagos.

—Ningún otro que el que vuestras personas traigan consigo. Tenéis mi palabra —aseguró el elfo con vehemencia.

La agitación de Ravnya era palpable. Pronto sería incapaz de contenerse y se entregaría al frenesí de la caza, ignorando riesgos y poniendo en peligro su vida. No había ninguna decisión que tomar. Sólo existía un camino, por incierto que fuera.

—¡Ravnya, nos vamos!

Dyreah empujó con su rodilla el costado de la loba y le señaló hacia el elfo. Tras apuntar durante un instante soltó una flecha que voló libre hasta perforar el pecho de una de las horrendas criaturas que había tratado de sorprenderlas por un lateral. Al punto tuvo un segundo proyectil listo para ser disparado.

—¡Galoran! ¡Aceptamos la oferta! ¡Guíanos!

—Será un placer, señora —respondió el elfo con un esbozo de reverencia—. Síganme.

La semielfa estuvo en un tris de arrojar la segunda flecha hacia el wampyr, airada porque se anduviese con tantas florituras cuando sobre sus cabezas se cernía un peligro mortal. El momento pasó, principalmente cuando se percató de que el elfo encapuchado se giraba y se alejaba de la línea más inmediata de los smudz, rumbo al exterior del claro. Dyreah comenzó a seguirle, tratando por todos los medios de no perderle la pista en aquella agreste zona del bosque y sin descuidar su espalda. Los gruñidos de Ravnya eran constantes. A la semielfa le resultaba tremendamente difícil distinguir cuándo la loba le avisaba de la presencia de uno de los monstruos en la cercanía y cuándo lo hacía por puro instinto.

Los accidentes del terreno se sucedían. Piedras sueltas, raíces emergentes, matojos y agujeros, el bosque se convertía en un formidable obstáculo que entorpecía su huida, a la par que, obstinada, intentaba mantener el arma en alto en actitud defensiva. En un instante de claridad mental llegado tras un tropezón que poco faltó para llevarla de bruces al suelo, echó el arco al hombro. Había estado a punto de soltar la flecha por error y bien pudiera haber alcanzado fatalmente a su compañera. Desenvainó la espada, mucho más apropiada para un posible enfrentamiento cuerpo a cuerpo entre la maleza.

De igual modo, recordó que la presa de los smudz no era otra que Ravnya. Ni a ella ni al elfo les harían daño, o al menos así lo había asegurado Galoran y los sucesos ocurridos aquella noche no lo desmentían. Y para su horror, Nya estaba tratando de cubrir la retaguardia para facilitarle la huida.

—¡Ravnya, no! —le gritó asustada—. ¡Sigue al elfo! ¡No le pierdas de vista!

La fiel rebeldía natural de la loba se hizo inoportunamente presente. Ignoró las palabras de Dyreah y se arrellanó sobre el terreno con las fauces abiertas y los músculos en tensión, dispuesta a despedazar a la primera de las criatura que cometiera el error de mostrarse.

—¡Vamos Nya! —la angustia se fue abriendo paso en la voz de la mestiza—. ¡Tú le puedes ver mejor en esta oscuridad! ¡Yo lo perderé!

La loba la miró por un instante, pareciendo que recapacitaba en las palabras de la mestiza. Pero sólo por un instante, pues inmediatamente después exhaló un aullido y saltó por encima de unos matojos. Los ruidos que sonaron a continuación dieron clara muestra de forcejeo y lucha. Sin dudarlo un momento, Dyreah fue hasta allí para apoyar en cuanto pudiera a su compañera. Al llegar pudo comprobar como un smudz yacía derribado sobre el terreno, con la loba encima despedazándole el torso con las garras mientras con las fauces hacía presa de su cuello en salvajes bocados.

Sin embargo, la situación distaba de estar bajo control.

Dyreah llegó a tiempo de apartar de un mandoble a la primera de las criaturas que ya se cernía sobre una desprevenida Ravnya, en tanto lanzaba un segundo barrido con la espada para detener la feroz acometida de otro monstruo. Al fin advertida, la loba se arrojó contra uno de los smudz heridos, no dispuesta a dejar en pie a ninguno de aquellos inmundos seres sumida como estaba en el arrebato primario de la cacería. La semielfa, por contra, era perfectamente consciente de cuanto estaba ocurriendo y temía por el fatal desenlace que pudiera sobrevenir en cualquier momento. Esgrimió a Fulgor a dos manos y atacó implacable al smudz restante, tajo tras tajo, superando fácilmente sus defensas, pues no trataba en ningún caso de atacarla a ella, sino a su indómita compañera.

Las entrañas de la criatura presa del asalto de Ravnya se desparramaron a su alrededor, víctima de la despiadada labor de su agresora. La semielfa también había dado cuenta de su enemigo, desmembrado y con el torso surcado de profundos cortes, por lo que pronto no quedaron enemigos a la vista.

—¡Ravnya, por favor! —suplicó desesperada la guerrera—. ¡Tenemos que irnos de aquí!

Esta vez sí captó Ravnya algo en el implorante tono de la mestiza que consiguió superar las más básicas y férreas defensas de su instinto, despertando la comprensión en ella y recobrando parte de su juicio. La rojiza neblina que nublaba su mente fue paulatinamente esfumándose hasta desaparecer por completo. Ocultando los colmillos, inclinó la cabeza a un lado y permaneció observando a Dyreah, a la espera de sus decisiones.

A todo esto, el extraño elfo reapareció al otro lado, al parecer extrañado por la demora de sus insólitas huéspedes.

—Disculpad mi intromisión —intervino Galoran, calmo hasta el punto de resultar irritante—, mas tenía el convencimiento de que tratábamos de abandonar esta zona para buscar refugio tras las lindes de mi morada. Y, si no temo errar en mi suposición, guardo la sospecha de que ambas proseguís la partida de caza con el objeto de poner fin a la infame existencia de mis guardianes…

Para cuando hubo terminado su locución, las dos forasteras lo habían rebasado y esperaban con impaciencia a que volviera a orientarlas hacia lugar seguro.

—¡Galoran! ¡Hacia dónde! —exigió más que solicitó la semielfa.

—Sea… —se resignó el encapuchado elfo, encogiéndose sutilmente de hombros y encaminándose de nuevo a través de la floresta.

Dyreah no logró que Ravnya avanzara por delante de ella, pero sí que al menos se mantuviese al paso. De forma continua ésta giraba atrás la cabeza en busca de posibles criaturas que anduviesen tras su rastro, dispuesta a presentar batalla sin pensarlo. Sin embargo, en cuanto la semielfa advertía este cambio de actitud, rápidamente echaba mano al denso pelaje de su lomo y tiraba de ella para impedir que se lanzase de nuevo a una peligrosa carrera.

También tenía que preocuparse de no perder de vista a Galoran. Aquel misterioso elfo se desplazaba con tal suavidad sobre el terreno que ni siquiera dejaba huellas. La pesada y larga capa negra que vestía bien pudiera ir borrando sus pisadas en la tierra al andar. No obstante, dicho razonamiento no explicaba por qué tampoco se rompían las ramitas o quedaba la hierba aplastada a su paso. Un inesperado escalofrío recorrió su espalda. Demasiado extraordinario para su gusto.

—¿Tardaremos aún en llegar? —preguntó con la respiración entrecortada, deseosa de alcanzar un lugar seguro lo antes posible.

—No más de unos instantes, señora —respondió el interpelado, sin que la menor señal de cansancio se adivinara en su voz—. ¿Observan los desgastados cimientos que brotan entre la vegetación a nuestro alrededor? Representan mudos vestigios que nos hablan de la presencia de un antiquísimo asentamiento en este inhóspito lugar.

Sí, Dyreah lo había advertido, pero no le había concedido ninguna atención, concentrada como estaba en apoyar un pie después del otro sin tropezar y caer. Restos de roca trabajada en ruinas se erguían sobre el terreno por todas partes de forma ostensible, revelando la certeza de las palabras de Galoran. En aquel paraje debió existir una gran ciudad, por lo elaborado de los diseños grabados en la piedra, pero la mestiza no podía hacerse a la idea del increíble lapso de tiempo necesario para derruir una urbe de aquellas características y reducirla hasta aquel lamentable estado. ¿Cientos? ¿Miles de años? Tales cómputos no tenían cabida en su mente y amenazaban con marearla. La hacían sentir muy, muy insignificante.

—Pues bien, además de concedernos unas muestras de su propia historia, estos pétreos esqueletos también nos confirman una realidad inalterable —sentenció el elfo—. Estamos arribando a mi hogar. ¡Helo ahí! Sed bienvenidas a mi morada.

El elfo detuvo su avance, al parecer admirando algo que la semielfa era incapaz de ver. La floresta era especialmente salvaje en aquella zona, cubriéndolo todo como si de un voraz y trepador manto se tratara. Sin embargo, allí estaba Galoran, inmóvil en medio del bosque, abstraído en privados pensamientos.

«No cabe duda, está loco», fue la conclusión a la que llegó la guerrera, deteniéndose a su vez y acariciando el lomo de su compañera. «Y si está loco, puede ser peligroso. Mejor que no guarde la espada, de momento».

Ravnya escapó de su contacto y dio unos pocos pasos adelante, cerca del elfo, hacia la vegetación, que empezó a olfatear con curiosa intensidad, una y otra vez, sin terminar de quedar satisfecha con su inspección.

—¿Qué sucede? ¿Has encontrado algo? —se interesó Dyreah.

—A fe mía que tu perspicaz aliada ha desvelado el secreto que envuelve y protege mi lar —manifestó el wampyr rodeando sus palabras de un halo de misterio.

Galoran dedicó un respetuoso gesto hacia la loba, alabando su agudeza, y con gran aplomo se aproximó al destrozado contrafuerte de lo que algún día pudo ser una alta torre. Deslizó una mano pálida y de largos dedos del refugio que confería su capa y la posó con delicadeza sobre la piedra. Al instante y para asombro de la semielfa, toda la zona que se desplegaba frente a ella comenzó a tornarse borrosa. Pestañeó con fuerza un par de veces, creyendo que sus ojos la estaban jugando una mala pasada, pero el efecto continuaba. Y aún más, pues como si de la lámina de un pergamino se tratase, el paisaje pareció desdibujarse paulatinamente al tiempo que otro se perfilaba en su lugar, el de una torre circular desmoronada de manera parcial a partir de su segunda planta, profusamente cubierta de hiedra y provista de unos pequeños y espigados ventanales. Una gruesa hoja de madera, desportillada y desvencijada de sus goznes, brindaba simbólica resistencia al acceso a su interior.

Al contrario que Dyreah, Ravnya aparentó quedarse mucho más tranquila, ahora sí complacida porque esta realidad concordase mejor con lo que le decían sus sentidos.

—No más que una sencilla ilusión con la finalidad de eludir posibles e inoportunos encuentros —aclaró el elfo, orgulloso al poder dar pública muestra de su talento. Al punto se percató de su desliz y bajó el tono de su voz—. Ruego perdonéis mi falta al no guardar el debido decoro.

«Tal vez no esté loco, al menos no del todo», aceptó la mestiza reorganizando los hechos en su cabeza. «Pero el hecho de que tenga nociones de magia, ¿lo hace más o menos peligroso que si se trata de un demente? Cada vez me siento más confusa respecto a todo esto».

Tras el silencio que siguió a sus palabras, el elfo continuó, entendiendo que debía corregir su error.

—Por favor, tened la bondad de acompañarme al abrigo de mi humilde morada —aconsejó—. A buen seguro lo descubriréis más seguro y grato que permanecer en la intemperie, acusando los severos rigores de la noche… y la irrupción de aquellos que la habitan.

Galoran abrió la puerta, que giró inclinada pero con facilidad, y esperó paciente la respuesta por parte de sus invitadas.

—¿Ravnya? —la semielfa buscó consejo en su compañera, insegura de cómo obrar.

Ésta, por su parte, se giró para observarla en cuanto escuchó la llamada, pues estaba atenta a ciertos ruidos que provenían del bosque a sus espaldas. Los smudz no daban muestras de pretender rendirse aún.

—Aceptamos la invitación —comunicó Dyreah al elfo, que respondió con una somera inclinación de cabeza—. Nya, vamos dentro, rápido.

Galoran aguardó hasta que ambas se hubieron introducido en el interior del destartalado torreón. Una vez así, lanzó el conjuro que levantaría un espejismo en su entorno y entró en el edificio, cerrando la puerta tras de sí.

sep

Si bien la deteriorada fachada de la torre hacía presagiar un espacio lóbrego y destartalado entre sus muros, la estancia que las recibió era poco menos que suntuosa, a la par que cálida y acogedora.

El mobiliario, un exquisito conjunto trabajado en maderas nobles, se desplegaba en torno a las paredes, permitiendo cierta espaciosidad en su zona central. Una amplia mesa se emplazaba a la derecha, acompañada de una silla de cómoda apariencia, mas lo extraordinario de la artesanía consistía en la infinidad de figurillas que se extendían por su superficie. Talladas en maderas de distintos tonos y texturas, representaban en su mayoría animales del bosque atareados en sus quehaceres diarios, formando un mosaico digno de la excentricidad de un monarca. El piso estaba enteramente cubierto por una gruesa alfombra de intrincado diseño y suaves tonos verdes, a juego con los tapices que adornaban los sobrios muros de piedra, de otro modo fríos y desnudos. La desportillada puerta quedaba oportunamente velada tras un tupido dosel, que tenía como fin hacer olvidar su precaria existencia. Al frente nacía una escalera de elaborada balaustrada que circunvalaba el muro y se perdía en el piso superior. Asimismo, enfrentada a la anterior, otra escalera descendía hacia un inesperado sótano en el subsuelo del torreón. Aunque distintos hacheros colgaban en las paredes, en ninguno de ellos prendía una llama ni parecía que hubieran sido empleados en mucho tiempo. Sin embargo, una suave claridad azulada, que no arrojaba sombras, teñía de luz la estancia. Iluminación mágica, sin lugar a dudas, que concedía un insólito y enigmático efecto sobre los objetos —y seres— presentes en la habitación.

Dyreah dio unos pasos al interior de la estancia, asombrada de todo cuanto le rodeaba y lo insospechado de su escondite. El elfo no mentía cuando hablaba de que su morada les resultaría más segura y grata que permanecer la noche al raso en el bosque. Más divertido resultaba contemplar las evoluciones de Ravnya, aún en su forma lupina, explorando la zona. Ésta paseaba sobre la mullida alfombra pisando con incredulidad, maravillada de aquella extraña vegetación tan frondosa que crecía sobre la roca del piso. La mirada de admiración que le dedicó la loba de ojos grises, fue recompensada con una cariñosa sonrisa por parte de la semielfa.

—Guardo el deseo que halléis placentero el ámbito de mi modesto hogar —interrumpió casualmente Galoran tras asegurar el correcto desplazamiento del dosel.

La mestiza devolvió la atención al extravagante elfo, borrada la sonrisa de su rostro.

—Está muy bien —contestó ella—, lo que no comprendo es cómo ha podido llegar todo esto aquí. Dudo que pertenezca a la antigua ciudad.

—Decís bien, señora —coincidió el otro—. La torre, aunque hubiera salvado una sección de su estructura original, se encontraba en un estado realmente deplorable cuando arribé a estos parajes. No obstante, y sin otra ocupación que distrajera mi interés, tomé la decisión de restaurarla hasta donde mis facultades lo permitiesen y hacer de ella mi morada.

—¿Me estáis diciendo que todo esto, los muebles, los tapices, lo habéis hecho vos? —inquirió la guerrera con escepticismo.

Galoran buscó el cobijo que le conferían las sombras de su capucha para esconder el regocijo que amenazaba con quebrar su digna compostura.

—Ostentando a mi merced de tanto tiempo como me veo obligado a disponer, no supone tan ardua labor confeccionar alguna que otra fruslería de tarde en tarde —confesó al fin.

Fue ahora, al apreciar el número sin fin de hilos tejidos en la alfombra, la delicada artesanía de cada porción de madera, fuera el respaldo de las sillas, del frontal de las estanterías o de las contraventanas, de la serena atmósfera que se respiraba en aquella de otro modo desapacible construcción, cuando la semielfa reparó en la enormidad de la tarea que sus ojos contemplaban. Una actividad que hablaba de la dilatada residencia de su creador.

Tratándose de un elfo y de la suprema longevidad de su raza, aquella obra podía resultar admisible. Sin embargo, si tal y como sospechaba Dyreah, se habían refugiado en la casa de un wampyr, el tiempo dejaba de suponer un obstáculo para aquélla y cualquiera que fuese la labor que determinara acometer. Y la duda la estaba carcomiendo por dentro.

—No tengo intención de andarme con rodeos, Galoran —se decidió la semielfa, lista para hacer frente a la reacción que pudieran suscitar sus palabras. Ravnya debió detectar el súbito cambio en el tono de voz de su compañera, pues dejó de husmear en derredor y se aprestó a su lado de inmediato—. Nos has ayudado y traído a tu hogar, pero no termino de fiarme de vos. Creo que sois un… wampyr.

La mestiza pensó que tal vez aquel ser se abalanzaría sobre ella, buscando su garganta con los colmillos, o intentaría embrujarla de algún modo y someterla a su voluntad. Para lo que no estaba preparada era para lo que allí sucedió. Absolutamente nada. Ninguna respuesta. El elfo se quedó donde estaba, inmóvil, sin variar el gesto de su rostro, mirándola fijamente.

—¿Y bien? —insistió Dyreah, perdiendo gradualmente los nervios. Ravnya también mostraba síntomas de la misma agitación.

—Ignoro las razones que os conducen a aseverar tal conclusión, señora —declaró Galoran con total calma—. ¿Qué ansiáis conocer?

—Sólo la verdad —contestó tajante la mestiza.

—En tal caso, la verdad será lo que obtengáis de mí —el elfo hizo una pausa antes de proseguir—. No andáis errada, soy lo que vos llamáis un wampyr. Un maldecido, según las creencias de los míos. Mas tan infame condena entraña causa de vergüenza y deshonra sobre mi persona, no un motivo de riesgo sobre vos y vuestra inusitada aliada.

—Lo lamento —atajó Dyreah—, pero si la mitad de las historias que se cuentan sobre los wampyrs son ciertas, sí que existe riesgo para nosotras.

—¿Historias? ¿A qué tipo de historias os referís? —dudó el otro, confundido.

—A las que hablan de asesinos bebedores de sangre, de monstruos capaces de transformarse en murciélagos que se amparan en la noche para perpetrar sus brutales crímenes y colmar así sus insaciables ansias de sangre.

La semielfa respiró hondo y trató de relajarse tras la acelerada diatriba que había arrojado de forma súbita e inesperada. Sin embargo, el elfo no se inmutó ante el duro tono esgrimido por la guerrera.

—Comprendo.

Y Galoran no añadió nada más.

La sumisa actitud del elfo estaba atacando los delicados nervios de Dyreah, ya de por sí bastante inquieta y alarmada. Anhelaba un intento de agresión, una huida o una rabiosa explicación que lo negase todo, cualquier cosa antes que aquel sosegado mutismo que le envolvía como una segunda capa a su alrededor. El hecho de que no se apreciase respiración en el pecho de Galoran, salvo cuando comenzaba a hablar, no contribuía en absoluto a tranquilizarla.

Antes que la mestiza tuviera ocasión de emprender acción alguna, Galoran alzó una mano, como si solicitase una pequeña tregua.

—Ignoraba que las leyendas sobre maldecidos hubieran alcanzado un reconocimiento de índole popular —comentó el elfo—. Tampoco soy consciente si otros seres aquejados de la misma maldición que pesa sobre mi persona ostentan una conducta tan violenta como la que vos expresáis. No obstante, sí está en mi mano ratificaros algo: no represento ningún peligro. Por favor, tomad asiento.

Galoran invitó con el gesto a que Dyreah reclamara la silla que se hallaba junto a la mesa. Si bien la semielfa no pareció muy convencida cuando trasladó el asiento, terminó por ceder. Ravnya, no tardó en emplazarse a su lado. El elfo permaneció en pie, no tanto porque no existiera otra silla, sino porque prefería seguir así mientras ponía en orden sus pensamientos.

»Si bien la necesidad de alimentarme de sangre me persiguió en mis primeros pasos tras el regreso a esta vaga semblanza de vida —continuó Galoran, que rompió su perpetua pasividad y comenzó a pasear por la estancia—, dicha debilidad no me ha acompañado hasta nuestros días. He de admitir que no resultó una nimia tarea superar una necesidad tan imperiosa como suponía renegar de un instinto tan primario como era el de nutrirme. En mi delirio sopesé la idea de que moriría sin remedio, en soledad, lejos de los míos y abandonado de la tierra que me vio nacer. Mas luché, batallé con tesón y no le concedí tregua a la desesperanza. Grande fue mi asombro cuando, con el continuo e implacable transcurrir de los días primero, de los meses y las estaciones después, descubrí que algo de naturaleza tan básica como la propia alimentación me era ajena y del todo innecesaria.

»Tras infinidad de años en la más absoluta abstinencia, no acaecerá en esta noche que viole mi más solemne juramento en las nobles personas de mis invitadas —agregó con un grave convencimiento que desmentía cualquier esbozo de sinuosa advertencia.

—Tampoco lo lograríais —sentenció Dyreah entornando los ojos. Si la gelidez de su voz no daba lugar para la réplica, el gruñido que brotó del pecho de la loba la convirtió del todo en inviable.

—No guardo ninguna duda al respecto, señora —reconoció Galoran sin mostrarse ofendido por la muestra de cruda agresividad manifestada por sus visitantes—. No obstante, me reitero en mis afirmaciones; no es la cuestión que nos atañe en este preciso momento.

Un incómodo silencio volvió a hacerse dueño de la habitación. No tenía ninguna razón para ello, pero la semielfa comenzaba a creer en las palabras de Galoran, aunque su inherente calma la resultaba de lo más tedioso. Hasta aquel instante, no había sido capaz de advertir ningún desliz que contradijera las declaraciones del elfo. Sin embargo, por otro lado, éste se había limitado a explicarlo todo llanamente, sin ambages ni disfrazando la realidad en lo que concernía a su pérfida naturaleza. ¿Quizá se sentía tan seguro de sí mismo y de sus habilidades preternaturales que no se veía en la necesidad de ocultarlas? ¿O bien su sinceridad era fruto de algo bien distinto? ¿Algo tan extravagante y excepcional, perdido y olvidado en aquel lúgubre paraje, como era la honestidad?

—Respecto a las otras facultades que dispensabais a los maldecidos, y por ende, a mí mismo —añadió Galoran inesperadamente—, hasta el día de hoy no he ensayado el don de surcar los aires. Ni tan siquiera en una forma tan poco agraciada como es la de un murciélago, con sus membranosas alas desplegadas en su afán de atrapar las corrientes de aire que lo mantienen distante del suelo.

—Eso me tranquiliza —admitió la mestiza.

—Del mismo modo que a mí. Créame, la sola idea de que un día mi consciencia despierte en el minúsculo cuerpo de un roedor, me aterra, por muy alado que éste sea.

Esta demostración casual de sentimientos, incluso de una cierta y muy sutil dosis de humor, redundó en beneficio de la confianza de Dyreah.

Ravnya no las tenía todas consigo. Permanecía inquebrantablemente al lado de la semielfa, tensa y dispuesta a saltar en pos del individuo en cuanto notara peligro. No dejaba de olfatearlo. Olía raro. No hedía la asquerosa peste que desprendían los cuerpos descompuestos de los smudz, pero su olor no era el correcto. No era natural, o al menos eso se empeñaban en decirle sus afinados sentidos. Y eso no le gustaba, ni la concedía reposar tranquila. No entendía muy bien qué era todo eso de lo que estaban hablando, los wampyrs, los maldecidos, o como quiera que los llamasen. De lo que no tenía ninguna duda era que aquel ser, a pesar de su aspecto, no era hijo del bosque.

—Me temo que, muy a pesar mío, vuelvo a demostrar ser un lamentable anfitrión. No dispongo de nada que ofrendaros como alimento.

—Si me permitís que lo diga, me hubiese preocupado mucho más la naturaleza de aquello que pudierais haber tenido para ofrecernos —confesó Dyreah con angustiosa sinceridad. Macabras ideas desfilaron por su mente, referentes a lo que un wampyr solía guardar en su despensa.

Para sorpresa de la guerrera, su comentario despertó en el elfo una reacción tan insólita como absurda, tanto que poco faltó para que empuñara la espada y la loba se arrojara contra él.

En el rostro de Galoran se había formado una mueca abrumadora, con los largos y afilados colmillos a la vista y los ojos, antes mortecinos, ahora brillando con intensidad. El gutural gorjeo que vino a continuación no abrigaba más esperanzas que la de un posible y fiero ataque. Pero, para total desconcierto de las dos, lo que le sucedía al elfo era que estaba sonriendo, y el extraño sonido que brotaba de su garganta, ¡se trataba del conato de una carcajada! El pasmo fue tan absoluto que incluso fue capaz de apreciarse en las sobrias facciones de la loba, que desviaba la mirada una y otra vez de Dyreah a Galoran buscando algún sentido a cuanto allí ocurría.

El elfo precisó de unos cuantos segundos para recuperar un asomo de compostura. Carraspeó con insistencia para templar la voz y en un tris estuvo de respirar hondo, una necesidad que no conservaba desde hacía un tiempo inmemorial.

—Gozáis de un humor muy fino, señora, a la par que siniestro y descarnado —celebró Galoran—. Soy incapaz de recordar cuándo aconteció la última ocasión en la que la risa hizo presa en mí. En verdad que os lo agradezco, no os hacéis una idea del precioso tesoro con el que me habéis obsequiado en esta noche. Es por esto que me declaro por entero a vuestro servicio.

Esbozó una profunda reverencia ante el persistente estupor que había congelado en su sitio tanto a la semielfa como a su compañera, sin que la tétrica sonrisa provista de colmillos terminase de abandonar sus finos labios.

—Y, ¡por todo cuanto vive bajo el cielo! —el elfo lanzó una exclamación que logró despertar a la mestiza de su asombro—. Llegados a este punto me veo en la obligación de solicitaros una merced, señora, pues vos conocéis mi nombre y, en cambio, yo aún ignoro el vuestro. ¿Me concederéis la gracia de regalar mis oídos con dicha confidencia?

—Eh… sí, claro —dudó la guerrera en un principio. Pronto la conversación recuperó sentido en su cerebro—. Mi nombre es Dyreah, Dyreah Anaidaen.

—Es un placer conoceros, dama Anaidaen —saludó Galoran con gran ceremonia.

—Por favor, sólo Dyreah —aclaró la semielfa con una sonrisa.

—Dyreah será, pues —convino el otro.

—Y ella —acarició el brillante pelaje de la loba—, se llama Ravnya.

—¿Ravnya? —preguntó Galoran—. Curioso nombre. Por ventura quizá…

Se interrumpió cuando se obró una metamorfosis en la loba, revelando tras el cambio a una menuda joven de plateados cabellos cuya piel rivalizaba en blancura y pureza con la suya. Sin embargo, en sus ojos grises brillaba una señal de alarma, prometiendo que cualquier movimiento equivocado traería consigo graves y feroces consecuencias.

—¡Por los cielos! ¡Qué espléndido! —se admiró el elfo, superada la sorpresa inicial y aceptadas las condiciones para este encuentro—. Mi más cordial saludo también para vos, Ravnya.

Ésta se limitó a entrecerrar los ojos y cruzarse de brazos, no dispuesta aún a amansar su inflexible actitud.

Dyreah no podía culparla por ello. Galoran parecía ser todo cuanto proclamaba, pero sólo disponía de su palabra como prueba. Una garantía muy pobre cuando la propia vida está en juego. Su compañera se mantenía en una postura tan estoica como la del elfo, como dos marmóreas esculturas enfrentadas, pero si bien en la quietud de Galoran se advertía una pasividad tan profunda que evocaba su proximidad a la frontera que separa a los vivos de los muertos, en Ravnya se agolpaba una energía enclaustrada entre aquellos muros que amenazaba con estallar y desbordarse. Su ansia por tener al cielo como único techo y respirar el aire puro del bosque era patente. Sin embargo, la joven tendría que soportar y asumir que al menos durante las pocas horas que restaban antes del amanecer pernoctarían en la torre del elfo. Los smudz campaban a sus anchas en la noche, y a buen seguro que habían seguido su rastro hasta los alrededores y estarían al acecho.

Sin pensárselo más, Dyreah extendió la mano para coger la de Ravnya y dirigió la mirada al elfo para hablarle.

—Galoran —empezó, percibiendo por el rabillo del ojo la indagadora mirada de la otra. Una vez llamada la atención de su anfitrión continuó—. ¿Es posible entonces que pasemos la noche en vuestra torre? Tan pronto los smudz hayan huido a sus escondrijos a la salida del sol nos marcharemos.

—Podéis permanecer tanto como gustéis, Dyreah —manifestó Galoran—. No obstante os digo que, antes que despunte el alba, deberé retirarme a mi reposo, no siendo esto óbice para que hagáis uso y disfrute de mi residencia a vuestra entera disposición.

Este recordatorio de su condición vampírica supuso una nota discordante en el generoso ofrecimiento del elfo. Dyreah hubiera agradecido, sin lugar a dudas, que lo hubiese omitido. Pero la realidad era ésa, le gustase o no.

—Gracias, sois muy amable —respondió con gentileza.

—Es un placer. Ahora —indicó perdiendo la mirada por la estancia, como si buscara algo—, debemos ocuparnos de instalaros oportuna y confortablemente. Y se me antoja una misión digna de los mismísimos dioses, dados los exiguos medios de los que me valgo.

—Por eso no os preocupéis, seguro que la alfombra resulta mucho más cálida y acogedora que si me tumbara sobre la tierra.

—Bien es posible que así sea, mas como anfitrión no debo consentir que mis más eminentes invitadas yazcan sobre el suelo como si de simples mascotas se tratasen…

Mientras hablaba, el elfo se mostraba por vez primera agitado mientras le daba vueltas a la cabeza tratando de salir de tan descortés aprieto. Mas a su pesar, se encontraba en un callejón sin posibilidad de escape.

—Olvidadlo, de verdad —apaciguó Dyreah—, suficiente es ya no tener que dormir con un ojo abierto y otro cerrado atentas a un posible ataque. Estad tranquilo, estaremos más que bien en nuestro descanso.

Galoran suspiró, derrotado, en un gesto que, de haberlo pensado, seguramente hubiese creído también haber olvidado.

—Que así sea, pero por favor, aceptad mi más sentida disculpa —expresó abatido.

—Disculpas aceptadas —concedió al fin la semielfa, pues sospechaba que de no obrar así, las excusas de Galoran se prolongarían hasta la eternidad.

Pareció acertar, pues el elfo respondió con un cabeceo y abandonó el tema. «Después de todo, estoy cogiéndole el truco a este elfo», pensó Dyreah, satisfecha. Sin embargo, no logró reprimir ni esconder a tiempo el profundo bostezo que escapó raudo de su boca. Galoran se percató de ello.

—Un largo día que adivino se ha mostrado tan inclemente y despiadado, merece un digno y reparador descanso que no estoy dispuesto a impedir ni retrasar por más tiempo —anunció Galoran—. Me retiraré enseguida, para que podáis disfrutar de vuestro reposo.

—No queremos privaros del cumplimiento de vuestras tareas —se disculpó la semielfa, por otro lado agradecida del gesto del elfo. Si él se recluía y quedaba lejos y apartado de ellas dos, a buen seguro que dormirían mucho más relajadas.

—Descuidad, la aurora está próxima y nada tengo por hacer —sentenció, al tiempo que alzaba una mano para evitar el inicio de una nueva discusión—. Tan sólo permitidme ascender la escalera y permanecer en la planta superior un breve lapso para llevar a cabo ciertos estudios. Tan pronto acabe, descenderé y os concederé la intimidad que precisáis.

Por un momento, desvió la mirada hacia donde se erguía Ravnya, esperando hallar en ella en reconocimiento alguna muestra de aceptación o agrado por su parte. Sus deseos quedaron al punto frustrados, pues la joven muchacha persistía en su inmovilidad a excepción de sus ojos, que seguían con intensidad cada uno de sus movimientos.

—Por favor —indicó Dyreah, invitando al elfo a que pusiera en práctica libremente sus cometidos.

Galoran esbozó una ligera reverencia y, tras tomar rumbo al piso superior, desapareció escaleras arriba, en silencio.

Las dos mujeres quedaron al fin solas en la estancia. Fue al levantarse de la silla cuando Dyreah se percató de que aún asía la mano de Ravnya con la suya. Azorada, la liberó de su presa y dedicó unos segundos a observar su rostro. En la profundidad de aquellos iris de cristalina apariencia encontró recelo y represión a manos llenas; no estaba nada conforme con el modo en que se habían desarrollado los acontecimientos y no tenía reparos en exteriorizarlo.

—¿Tanto te disgusta, Nya? —se preocupó la mestiza. Algo en su interior protestaba al ver aquella expresión de contrariedad en su cara.

—Huele raro —respondió la joven, volviendo a cruzarse de brazos—. No me fío de él.

—A mí me sucede lo mismo, ¿pero qué alternativa nos queda? Fuera nos esperan esos monstruos hambrientos y ya hemos visto de lo que son capaces.

—Tampoco me gustan. Huelen aún peor.

—Tan sólo será por esta noche. Aquí estaremos más seguras y, juntas, podremos cuidar una de la otra, ¿verdad? —explicó Dyreah tratando de tranquilizarla con una sonrisa.

—Ravnya te cuidará —aseveró ella con total seriedad—. Si hace algo, le morderé.

—Sé que lo harás, Nya.

No pudo evitar quedarse mirándola con dulzura, agradecida de su inquebrantable lealtad para con ella. Alzó una mano e intentó acariciar su mejilla con los dedos. La muchacha, lejos de rehuir del contacto, lo buscó a su vez, frotándose suavemente contra ella y cerrando los ojos. Su piel era tersa, teñida de un leve rubor y dotada de una delicada tibieza. La semielfa sentía cómo el cariño hacia ella crecía en su interior. Era el modo en que se confiaba a ella, sin reservas, la gratitud que demostraba ante cualquiera de sus mimos y a los que correspondía a su vez, la absoluta inocencia que envolvía cada una de sus acciones… Era todo eso y mil cosas más. Sólo tenía que contemplarla y advertir lo bien que se sentía en su compañía, lo mucho que ella colmaba su soledad, ese sentimiento que antes fuera un insondable e inhóspito agujero en lo más profundo de su alma.

Lanzó un hondo suspiro y se inclinó un poco sobre ella, para depositar un beso en su mejilla. Ravnya la miró con extrañeza, sin entender qué significaba aquel gesto. Dyreah la replicó con una tierna sonrisa, no le importaba si lo comprendía o no.

—¿Nos preparamos para irnos a dormir? —sugirió la semielfa, cansada y satisfecha por dar la jornada por concluida.

—Duerme tú, yo dormiré luego.

—No, Nya, tú también debes descansar —instó la otra. La cogió de la mano y tiró de ella hacia la zona izquierda de la habitación, hacia un punto al lado de una librería que se emplazaba a la misma distancia de la puerta de entrada que de las escaleras—. Ven, vamos. Acostémonos aquí. Haremos guardias por turnos, ¿de acuerdo?

Ravnya no parecía muy convencida, pero dado que también ella estaba agotada e iban a pasar la noche en aquel lugar, el sitio estaba bien situado para tener toda la estancia bajo control. Se dejó arrastrar por su compañera hasta el suelo, donde las esperaba una mullida y cálida alfombra. Al contrario que ella, Dyreah no tardó en acomodarse, agradecida de disponer bajo ella de una superficie menos terrosa y dura. Se tumbó cerca de ella, pero con la cabeza orientada al centro de la habitación.

El pausado ritmo de su respiración le sirvió de aviso de que la semielfa había caído derrotada por el cansancio. Mejor así, que descansara, ella mientras se quedaría vigilando.

Lo último que escuchó antes de caer rendida y entregarse al sueño fue el regreso de Galoran a la estancia. Sus pasos, totalmente inaudibles para cualquier criatura que no dispusiera de unos sentidos tan agudos como los de la chica loba, no tardaron en alejarse según descendía por la otra escalera hacia el sótano de la torre. Abrió lo que debía tratarse de una puertecilla de madera que se apresuró a cerrar en cuanto la traspasó.

Ningún otro sonido alteró la calma reinante hasta después del amanecer.