17
TORMENTA EN LA QUIETUD
Antiguos Bosques, año 248 D. N. C.
Las jornadas transcurrían con asombrosa celeridad.
Dos semanas se habían cumplido en apenas un pestañeo. Veinte días desde que Dyreah saliera a pasear por el bosque de forma casual y, debido a lo que allí encontrara, empezara un nuevo capítulo de su vida.
Quizá fuese algo prematuro comenzar a pensar así, pero cierto era que el vivir durante dicho período de tiempo en la salvaje floresta había constituido un bálsamo para su quebrado espíritu. Aunque era más que probable que la compañía de Ravnya tuviera buena parte de culpa, sino toda, de este resurgimiento.
Pese a lo complicado de su carácter, introvertido y distante la mayoría de las veces, la insólita muchacha había sorteado con gracia y sencillez las defensas erigidas por Dyreah desde la infancia y fortalecidas por los violentas experiencias vividas en los últimos tiempos. Además, se había procurado un privilegiado hueco en su atención.
Las lluvias habían quedado atrás y poco a poco los rayos del sol fueron filtrándose a través de las frondosas copas de los árboles. Aunque la semielfa había llegado a apreciar las caricias que provocaban las gotas de lluvia al deslizarse sobre la piel, echaba de menos el templado calor de un día soleado bajo el amplio dosel de hojas. Las conversaciones se habían enriquecido a medida que la confianza vencía al recelo. Y aunque Ravnya aún conservaba aquella peculiar forma de expresarse, causada por la falta de comunicación con otras personas, ya no precisaba hacer esfuerzos significativos para lograr hacerse entender. No obstante, la comprensión establecida entre ellas se fundamentaba más en gestos y miradas que en las propias palabras. Habían alcanzado un nivel más instintivo, menos complejo y profundo pero sí natural y sensitivo. Y para la vida en el bosque no se precisaba más.
Los días se desarrollaban de manera plácida, con las dos féminas buscando frutos, recogiendo agua de pequeños arroyos, paseando y conversando. En definitiva, disfrutando de la compañía mutua y del paradisíaco entorno que las acogía en su seno.
En alguna ocasión habían advertido una presencia cercana, la de aquellos dos humanos que tenían como cometido cazar a Ravnya, pero no había resultado muy difícil dejarles pistas falsas y confundirlos. Por fortuna, sus habilidades no estaban a la altura de su obsesión.
Dyreah estaba francamente maravillada. Una sonrisa se pintaba de forma perenne en su rostro y había logrado algo que le parecía de largo inusitado: sosiego. Asimismo, aspectos de su carácter desconocidos hasta el momento se manifestaban aprovechando aquella rara oportunidad. El talante taciturno y sombrío que la envolvía como un sudario había sido contagiado de la serena alegría que acompañaba todas las acciones de la muchacha. Es más, no sólo aceptaba con aprecio las tangibles muestras de afecto que le brindaba Ravnya, sino que incluso hacía eco de ellas.
La curiosa joven tenía intrínsecamente grabadas conductas de manada, debido a su naturaleza dual de mujer y loba. No era extraño hallarla buscando en la semielfa gestos de cariño o su propio calor corporal a la hora de dormitar. Menos raro aún que despertasen en alguna ocasión confortablemente abrazadas, protegiéndose mutuamente en la vulnerabilidad del sueño. Esta actitud tan abierta que en un primer momento la violentara, ahora era echada en falta cuando no se daba.
Dyreah se había iniciado también en este camino. Había aceptado el reto de entre las manos abiertas de la muchacha loba, y poco a poco iba haciendo sus progresos. Aunque lo guardara como un secreto anunciado a gritos, la entusiasmaba jugar con el frondoso cabello de Ravnya, recrearse en sus suaves ondas y dejar que el tiempo pasara. La actitud indolente de la muchacha, sentada y placenteramente abandonada a las atenciones de la mestiza, facilitaban sus tanteos, tímidos y torpes en un principio. La práctica, unida a una creciente confianza, habían obrado el portento. Ravnya ahora lucía una melena pulcramente cepillada y adornada con infinidad de finas trenzas, tejidas de hojas y plumas, cayendo sobre sus hombros desnudos.
En ocasiones cambiaban las tornas y era la aventurera quien se ponía a merced de la otra, con resultados igual de pintorescos y agradables.
Mucho le costaba dar el paso, sin embargo a veces lograba reunir el valor suficiente para acercarse mientras Ravnya permanecía apoyada en un árbol y recostar la cabeza sobre su vientre. Entonces, pronto sentía como unos dedos se deslizaban con mimo por su cabeza e iniciaban las caricias que cerraban sedosamente sus ojos. Se entregaba así al sueño, pero despierta, y viajaba muy lejos, más allá de aquella vida y de las circunstancias y compromisos que la envolvían.
Y recordaba. Recordaba aquella ajada bolsa de cuero marrón que escondía entre sus pertenencias. Su espada y arco mágicos escondidos en su interior. Y sobretodo, recordaba el objeto que igualmente se ocultaba en aquel saquillo mágico. En esos momentos percibía como si aquello palpitara, el vello de la nuca se le erizaba en un profundo escalofrío que le recorría la espalda y le dejaba una desagradable sensación en la piel. Tras esto, la semielfa rebullía inquieta, sus pensamientos poblados de viles y sanguinarios diablos. Y sólo el dulce roce de Ravnya arrastraba lejos las tinieblas que torturaban su alma y traía consigo algo de luz y candor.
Lo que la semielfa ignoraba era que la muchacha estaba advertida desde un principio de la turbación que la asaltaba en su descanso, aunque no diese muestras de ello.
Ravnya, a pesar de sus relajadas maneras y aparente calma, tenía un sueño frágil, fruto de la solitaria —y siempre peligrosa— vida en los bosques. En cuanto la mestiza comenzaba a agitarse, despertaba y velaba por ella, acomodándola, acariciándola con cuidado o apretándose contra ella y procurando que su presencia apaciguara sus temores. No siempre lo conseguía, mas fuera cual fuera el resultado la joven permanecía incondicionalmente a su lado. Cuando la respiración de Dyreah se suavizaba y su cuerpo dejaba de zarandearse, Ravnya sonreía satisfecha y se entregaba feliz a su reparador descanso.
No obstante, a pesar de la armonía que día a día estaba experimentando la semielfa, existía una parte de sí misma que no era capaz de encontrar paz. Todo estaba sucediendo de manera tan perfecta que resultaba inquietante. No porque desconfiara de las intenciones de Ravnya. Tampoco porque sospechara de una urdimbre entretejida a su alrededor. Lo que la inquietaba era ilusionarse en demasía respecto a cuanto estaba ocurriendo y perderlo después, despojándola así del poco ánimo que con mucho esfuerzo estaba atesorando.
Se estaba engañando a sí misma y era consciente de ello. Sabía que era mucho más que eso, que había encontrado tal grado de felicidad con Ravnya que era incapaz de imaginar retornar a su anterior vida sin ella. Y esta forma de pensar era peligrosa, pues nada conocía de las pretensiones de la muchacha. Se la veía estrechamente unida al bosque, ajena al mundo de los humanos y de las grandes ciudades. Si no le quedara otra opción que reemprender su búsqueda lejos de allí, no sería capaz de pedirle semejante sacrificio. Pero por otro lado…
Tan sólo había ocurrido una vez, cuatro días atrás.
La mestiza había despertado apenas una hora después del amanecer, al alba, mas antes siquiera de abrir los ojos ya había notado algo extraño. Extendió la mano y tanteó a su alrededor, sin hallar indicios de su compañera. Ésta solía despertarse algo más temprano, pero se quedaba allí tumbada disfrutando de las sensaciones que emanaban de la floresta o se ponía a jugar con las hojas sin alejarse del campamento. Sin embargo en esta ocasión era diferente. No estaba a su lado ni la presentía en las proximidades. Cuando abrió los ojos sus temores se confirmaron. Inmediatamente se agazapó de rodillas y estudió el terreno en derredor suyo buscando algún rastro. Allí estaban las huellas de sus pies desnudos, alejándose en dirección al exterior de la deshabitada cueva que habían tomado provisionalmente como propia. Débiles rayos solares se internaban en el túnel y revelaban a las claras los pasos que se perdían fuera, sin otro rumbo que la inmensidad del bosque.
Las habilidades de Dyreah como exploradora no eran exiguas, pero dado que no se trataba de su medio natural y que la muchacha se movía entre la vegetación como pez en el agua, su rastreo no dio apenas frutos.
Ravnya regresó una hora después; y para tranquilidad de la semielfa, indemne. Traía la noticia de que la pareja de cazadores había estado rondando por las inmediaciones, para perderse después en una ruta equivocada.
Aquella angustiosa experiencia había demostrado a Dyreah cuán profundo era el vínculo que sentía hacia ella, cuánto la importaba. Como hija única y criada como tal, no alcanzaba a comprender el sentimiento de amor fraternal, aunque pronto había llegado a la conclusión de que le encantaría que Ravnya fuera su hermana.
Por fortuna, esa mañana parecía que no se iba a repetir aquel percance.
La semielfa estaba dejando atrás el hábito de despertar súbitamente, echar mano a sus armas y ponerse en guardia inmediatamente, atenta a lo que pudiera estar acechando a su alrededor. Ahora, su entrada a la vigilia era mucho más plácida, se permitía el lujo de desperezarse con calma y deleite, localizaba a Ravnya en su entorno cercano —ya fuera mediante su contacto o mediante algo tan leve como escuchar su respiración— y después iba acomodando los ojos a la luz del sol. Un cambio que agradecía profundamente.
Ésta fue la pauta que siguió al despertar a este nuevo día, más perezosa que de costumbre y sin deseos de levantarse. Tal vez que notara a su compañera acostada junto a ella y que la estuviera rodeando con un brazo fuera suficiente motivo para su desgana.
Abrió los ojos, pero no se movió; no deseaba despertar a Ravnya. Inspiró hondo, y tras pensarlo un momento, inició un ligero recorrido de caricias por la extremidad de ella. Su piel se mostraba tersa al tacto, estaba dotada de una tibieza que se tornaba en acogedora calidez cuando dormía. Tras recrearse durante varias vueltas y giros, terminó por alcanzar la mano, guardándola en la suya al tiempo que la apretaba con afecto contra sí. Ravnya se removió ligeramente. Aún entre sueños abrazó a la mestiza con más fuerza, exhalando un suspiro en su nuca que provocó en ella un súbito estremecimiento y que se le acelerara la respiración.
La medio loba empezó a agitarse despacio y a gemir con placidez, preludio de su inminente despertar. Dyreah se maravillaba del manso sopor que la envolvía en cuanto cerraba sus resplandecientes ojos grises, en contraste con el desasosiego que le inundaba a ella cuando dejaba atrás las fronteras de la vigilia. Advertida de los delatores movimientos de su compañera y despreocupada porque pudiera despertarla, la semielfa optó por girarse.
No había acabado de volverse cuando los párpados de Ravnya temblaron, para abrirse después y descubrir su tranquila mirada. Al punto, sus labios se curvaron en una sonrisa y musitó un hola al reconocer quién la estaba observando.
—Buenos días, Nya —respondió ella, contagiándose de su alegre gesto.
Desde hacía unos pocos días, Dyreah había comenzado a llamarla cariñosamente de ese modo. El cambio había sucedido de forma espontánea una tarde, mientras avanzaban por el bosque con la intención de hallar pistas sobre sus acérrimos cazadores. Las habían localizado fácilmente y, con la satisfacción de saberlos lejos y desorientados, se habían permitido relajarse y buscar acomodo en la linde de un alborotado riachuelo de montaña. Fue entonces cuando, viendo a la joven refrescarse el rostro en las aguas, a Dyreah se le ocurrió que el nombre no se correspondía con ella. Resultaba demasiado rudo para una criatura de maneras tan suaves y afables.
—¿Llevas mucho despierta? —se interesó la muchacha, desperezándose con cuidadoso deleite, no habituada a ser la última de las dos en saludar al sol de la mañana.
—No mucho, apenas un rato —informó la mestiza, dudosa del tiempo transcurrido—. No quería despertarte.
—Y no lo has hecho —contestó mientras daba un súbito abrazo a su compañera que ésta no rehuyó—. No me hubiese importado.
Dyreah le concedió un beso en la mejilla, liberándose del abrazo algo azorada, antes de levantarse para recoger el campamento.
Con el afán de no perder el rastro de sus enemigos, habían optado por seguir su pista para no perderlos, pero sin acercarse demasiado. Esta curiosa persecución en la que las presas habían pasado a ser las cazadoras se llevaba desarrollando desde hacía más de una semana, y las había conducido a regiones de la floresta que incluso Ravnya admitía no haber explorado con anterioridad. Los cada vez más frecuentes afloramientos rocosos, además de la abundancia de calveros en el bosque, provocaban que la marcha se ralentizara y hubiera de ser más meticulosa. No debían quedar al descubierto en zonas elevadas. La parte positiva consistía en la cantidad de cuevas y madrigueras disponibles para guarecerse tanto de las inclemencias del tiempo como de posibles atacantes nocturnos.
Ravnya marchó a cumplir con la ronda matutina mientras la aventurera guardaba los enseres desplegados por el refugio, objetos todos de su propiedad, pues la muchacha no portaba más que lo puesto, que a decir verdad tampoco era mucho.
Sin desear olvidar las viejas costumbres, Dyreah repitió el ritual de cada día, metiendo en su bolsa de viaje las prendas de abrigo, ciñéndose vaina y espada a la cadera, y echando al hombro el arco con sus flechas. Todo estaba listo, sólo tenía que esperar el regreso de su compañera para que partieran juntas.
—Dime que por fin se han rendido y han tomado rumbo fuera del bosque —comentó esperanzada cuando Ravnya apareció de entre la vegetación. Aunque la joven continuaba siendo tan silenciosa como desde que la conociera, la semielfa con el tiempo y la práctica había aprendido a captar sutiles indicios de su proximidad.
Ésta negó con la cabeza, encogiéndose de hombros.
—Avanzan hacia allí —apuntó con el dedo, señalando la misma ruta que mantenían desde hacía varias jornadas.
Dyreah exhaló un profundo suspiro de abatimiento a modo de respuesta.
—Bien pues. ¿Vamos?
—¿Sabes adónde vas, mujer?
Phren rezongaba cansinamente, motivado por la fuerza de la costumbre. Muchos días habían transcurrido sin que encontraran algún resto de su objetivo y los ánimos se estaban enfriando con rapidez.
Hunna había optado por tomar el mando y hacía ahora las veces de guía. Marchaba obcecada, persiguiendo un rastro que sólo ella era capaz de percibir, un leve vestigio de magia que sospechaba pudiera pertenecer a aquella escurridiza criatura. De tanto en cuanto mascullaba para sí en una extraña jerigonza ininteligible para aquéllos no versados en las artes de la taumaturgia.
La compañía de Phren estaba convirtiéndose en un verdadero estorbo, con sus reniegos y su estrechez de miras. No hacía más que esgrimir su estúpida espada contra ramas y helechos como si de una guadaña se tratara. Ni siquiera sabía cómo manejarla; no como Enkanis. Enkanis sí que era un hombre, no como el inútil de su hermano.
—¿Me estás escuchando? —reiteró Phren en su intento.
—Siempre te escucho Phren… lo que no significa que te preste atención —añadió esto último en voz baja, sólo para sí, hastiada como estaba del otro.
—¿Y bien?
—¿Y bien qué? —replicó Hunna impaciente—. Estamos sobre su pista. El rastro es muy leve, pero está ahí. Soy capaz de sentirlo.
—Tú y tus sensaciones —esbozó el hombre con desprecio—. Llevamos varios días siguiendo ese rastro tuyo para nada. Ni siquiera lo hemos visto en todo este tiempo. ¡Estamos perdiendo el tiempo mientras Enkanis se pudre bajo tierra!
—Phren… cállate.
—¡Bah!
El guerrero se apartó unos pasos más allá y descargó su rabia cortando con su enorme espada el tronco de un joven árbol. La facilidad con la que éste se quebró le alentó para repetir su hazaña contra otros ejemplares de similares características.
Hunna, abstraída de la tosca presencia de su cuñado, prosiguió en su labor, hilando en una imaginaria madeja mágica, los hilos que flotaban en la inmensidad del bosque. Estiró un par de ellos y sesgó otros una vez descartados, hasta que se topó con cierta resistencia al tirar de un enmarañado amasijo que, pese a la antigüedad que evidenciaba, denotaban intenso poder. Estando perdidos en la floresta, lejos de cualquier asentamiento, era evidente que había dado con el cubil de su presa.
—Vamos Phren —le llamó para que se reuniera con ella, alejado como estaba ejerciendo de leñador furioso—. La tengo.
Esta vez no escaparía.
—¿Lo tienes?
—Sí, el rastro es claro. Muy claro. No se esconden. Van deprisa.
Las dos jóvenes habían estado siguiendo a la pareja de humanos a lo largo de todo el día. Hacía poco más de dos horas desde que atardeciera y los cazadores no daban muestras de tener intención de detenerse. Las féminas avanzaban cautelosas, buscando siempre las zonas de vegetación más tupida para moverse. Sólo abandonaban su refugio para examinar las trazas que los cazadores iban dejando tras de sí.
La actitud de aquellos dos aquel día resultaba sospechosa, tan apresurados en su desplazamiento, casi como si estuvieran persiguiendo su objetivo a la carrera, como si lo tuvieran a su alcance y no desearan que se escapara bajo ningún concepto. Pero lo más extraño de todo es que iban en la dirección equivocada. Ravnya, y por ende Dyreah, se habían mantenido en todo momento a sus espaldas y en ningún instante se habían visto obligadas a cambiar de rumbo. Si no fuera del todo descabellado pensarlo, podrían sospechar que se trataba de alguna especie de trampa, mas urdida con una torpeza más allá de todo límite. Los hechos se estaban desarrollando de una manera muy extraña.
—Creo que deberíamos detenernos, Nya —sugirió la semielfa haciendo un alto en el camino—. Esto no nos conduce a ninguna parte y deberíamos recelar de cuanto tenga relación con esos dos.
—Pero… si no los vemos, ¿no será más peligroso? —justificó la joven, decidida a ir tras ellos—. Si los vigilamos, no nos sorprenderán.
—Es cierto, pero date cuenta de una cosa —contestó Dyreah caminando relajadamente hacia su compañera—. Son muchos los días que llevamos jugando a esto, guardándonos de ellos y sin permitir que den con nosotras. Siempre yendo un paso por delante de sus esfuerzos. Sin embargo, hasta ahora, su forma de proceder había sido siempre la misma. Partían no muy temprano, recorrían un buen trecho de búsqueda a buen paso y hacían una o dos paradas antes de detenerse definitivamente para pasar la noche.
»Ésta es la primera vez que, habiendo anochecido, siguen en marcha. Y nosotras tras ellos —terminó de razonar, pensativa ella, tratando de dilucidar el motivo de este cambio del ritmo habitual—. No me gusta nada, Nya. Nada de nada. Me sentiría mucho más tranquila si nos planteáramos las cosas con más calma y no nos dejáramos contagiar por su desconcertante frenesí.
—Sí —aceptó Ravnya exhalando un suspiro y bajando la mirada al suelo, compungida—. Me dejé llevar. Lo siento.
Dyreah se acercó a ella y alzó el rostro de la muchacha elevando su barbilla suavemente con la mano, reconfortándola con una tierna sonrisa.
—Pequeña, no tienes nada de qué disculparte —declaró, alejando con caricias el pesar que ensombrecía los ojos de ella—. Comprendo tus sentimientos, las emociones que despierta en ti esa gente, tanto tiempo como llevas escapando a su continúo y mortal acoso, sin un solo día de respiro. Es normal que no quieras dejar nada al azar y prefieras espiarlos en todo instante.
»Y sabes muy bien que, si no me lo hubieras impedido, habría dado fin a esta situación tiempo atrás. De un modo o de otro.
—No quiero que lo hagas —replicó con fuerza, negando al tiempo con la cabeza—. Tú no eres así y no quiero que lo seas, por mí.
—No lo haré —proclamó para dar por zanjado el asunto y librar a la otra de inquietudes—. Pero no permitiré bajo ningún concepto que te hagan daño, ¿entendido?
La respuesta de Ravnya fue una amplia sonrisa, seguida de un animoso salto con el que le rodeó el cuello con los brazos y un fuerte beso que le propinó en la mejilla.
Dyreah no pudo por menos que sonreír ante la efusividad de la joven y devolverle el abrazo con agrado, haciendo gala del lazo afectivo que explícitamente compartían y disfrutaban.
—Y ahora —añadió la mestiza sin separarse aún de ella—, busquemos un lugar donde levantar el campamento, ¿de acuerdo?
—Sí —acató ahora Ravnya sin rechistar ni borrar su sonrisa, confiada de las palabras de su amiga.
—¿Recuerdas el repecho de rocas que dejamos atrás hace un rato? Podría ser un buen sitio para… ¡pero qué diablos!
Ravnya se giró para descubrir qué era aquello que había sorprendido a la semielfa y pudo contemplar cómo una columna de fuego ascendía hacia el cielo desde un punto no demasiado distante. El pilar crepitaba de forma extraña, maligna, con llamaradas de un color verdoso que bailaban y se retorcían como si estuvieran vivas y trataran de escapar de su cautiverio. Este fenómeno sólo podía presagiar una cosa; un ingente volumen de energía mágica desatada.
—Dyreah, ¿qué es eso? —preguntó Ravnya, incapaz de interpretar lo que aquello implicaba.
—Magia, Nya, y en grandes cantidades —explicó la semielfa sin perderlo de vista.
—Eso no es bueno…
—No, no lo es. Al menos, no suele serlo.
Dyreah reflexionó en silencio unos instantes. En su cabeza una idea se fue abriendo paso en su consciencia.
—¿Coincide con la zona donde se supone que están los cazadores?
Ahora le llegó el turno a Ravnya de recapacitar, trazando mentalmente la ruta que pudieran haber tomado los humanos y comparándola con la columna esmeralda que emergía en la distancia por encima de las copas de los árboles.
—Si han continuado por aquí… sí —concluyó, segura de su dictamen.
Las dos jóvenes intercambiaron una comprensiva mirada y, sin decir palabra, reanudaron la persecución. Una partida que no nacía fruto de la curiosidad. Nada que pudiera provenir de aquellos dos individuos podía ser bueno, y tal despliegue de poder hacía temer por nuevos y desconocidos peligros. No existía límites en su obstinación, no se detendrían hasta lograr su meta o bien se cruzaran con un chivo expiatorio que satisficiera su sed de sangre. Y la magia, tejida por una mente desquiciada, podía resultar gravemente inestable.
Quizá esto fuera lo que había sucedido. La maga bien podía haber finalmente explotado en un arranque de ira y el estallido mágico no fuera más que su propio desahogo. Incluso cabía la posibilidad de que ambos individuos hubieran discutido. Su relación era, en el mejor de los casos, tirante y una pequeña chispa bien podía hacer saltar todo por los aires. En este caso, literalmente. Pero aún así… parecía excesivo. No se trataba de meros fuegos de artificio. Para lograr aquello hacía falta un gran poder detrás que lo esgrimiera, no era una simple bola ígnea que lanzar con un conjuro, una porción de azufre y un gesto de la mano. ¿Una trampa entonces? ¿Y aquello era el cebo? Demasiado ostentoso y desmedido. El mismo efecto se habría logrado en el caso de haber prendido unas cuantas teas y haber provocado un pequeño incendio en el bosque. De este modo, las llamas también habrían hecho acto de presencia en el cielo nocturno y habría resultado todo menos aparatoso a la par que más sencillo.
Esto y muchas otras ideas peleaban por ganarse un hueco en el pensamiento de Dyreah mientras avanzaba a buen paso tras la estela de su ágil compañera. Una desagradable sensación le hormigueaba por la piel, acrecentando su recelo y temor porque se tratara de una trampa. No le daba buena espina. Alguien había encendido un fuego en la oscuridad y allí iban ellas, como dos polillas, dispuestas a quemarse en él atraídas por su luz. ¿Pero qué otra cosa podían hacer? Estaba claro que no podían ignorarlo y obrar como si no lo hubieran visto. Podría estar fraguándose algo más importante que cuanto ellas fueran capaces de imaginar y no convenía en absoluto dejar ningún cabo suelto. Además, una extraña atmósfera flotaba en el aire, imbuida de algo que según se iban aproximando se hacía más fuerte y perceptible. Sí, definitivamente, todo aquello le daba muy mala espina.
Por contra, el lenguaje corporal de Ravnya en su carrera a través de la fronda hablaba de firmeza en su cometido, sin dejar ningún hueco a posibles dudas o temores. Si no hubiera compartido con ella estas semanas y no la conociera como sucedía ahora, por su cabeza habría cruzado el veredicto de temeraria. Cuán equivocada estaría, pues la joven jamás hacía nada si no la impulsaba una buena razón para ello. Eran instintos y no impulsos los que la guiaban a la hora de tomar decisiones; y por supuesto, ahora además la opinión de Dyreah.
No se hallaban ya muy lejos. El ambiente estaba perceptiblemente electrizado y cargado de una mezcolanza de olores que englobaban desde el dulce aroma que impregnaba al bosque al caer la noche al execrable tufo de la carne quemada. La mestiza pudo observar cómo Ravnya olfateaba al viento y su rostro se torcía en un gesto de asco. Mala señal. Si no había muertos, por lo menos sí heridos de gravedad. Unos cuantos, por la intensidad del hedor que inundaba los alrededores.
«¿Pero qué diablos estará pasando?», se preguntó la semielfa, cada vez más recelosa con la misteriosa situación.
Un inesperado tropezón le hizo apoyar una mano en tierra para no caer. Apretó con fuerza un puñado de tierra, buscando liberar algo de la tensión que agarrotaba sus músculos, y arañó piedra con las uñas. La roca le pareció extraña al tacto, como si estuviera labrada. Se acuclilló en el terreno y trató de estudiarla más detenidamente, pero fue inútil, la luz era demasiado escasa como para apreciar más que detalles superficiales. En efecto estaba trabajada, se distinguían dibujos y figuras en ella, y parecía formar parte de una desaparecida estructura de mayor tamaño. Con sólo estirar la mano y escarbar un poco pudo encontrar más fragmentos, enterrados por el tiempo tras capas de polvo, tierra y humus. Y si analizaba el entorno con cuidado y seguía el perfil que delineaban matorrales estratégicamente dispuestos, no le costaba gran esfuerzo imaginar los cimientos de una perdida construcción escondida en medio del bosque.
—Tsh, mira —la chistó la muchacha, reclamando su atención hacia lo alto—. Desaparece.
Era cierto. El flamígero pilar estaba perdiendo intensidad a ojos vista, desvaneciéndose en la nada como si nunca hubiera existido. Si no se apresuraban, perderían la localización de su enclave sin remedio. Había que tomar una decisión, y deprisa.
—¡Vamos! —instó la mestiza sin alzar la voz, rogando para sus adentros no estar cometiendo un grave error.
No podían hallarse a más de cien pasos de la zona en cuestión, por lo que amortiguaron sus pisadas y se mostraron meticulosas en su avance. Si realmente se trataba de un ardid, no las sorprenderían con la guardia baja. Si por contra no se trataba de una trampa, una dosis de cautela nunca estaba de más.
Pronto escucharon algo que no pudieron identificar en un principio, pero que una vez se hubieron aproximado más y afinado el oído, no podía ser otra cosa que ruido de lucha. Las imprecaciones y gritos se alternaban con el estrépito del choque de metal y continuos fogonazos fruto de la magia. Las voces eran fácilmente reconocibles, al igual que sus figuras cuando se hubieron acercado lo suficiente. Se trataba de los dos humanos perseguidores, no cabía la menor duda; y luchaban por sus vidas. El miedo se cobró su tributo cuando advirtieron la identidad de sus enemigos.
El modo de moverse de aquellos seres era un patético remedo de lo que una vez fueron, ahora torpes y desmañados, carentes de otro estímulo que no fuera el de alcanzar y acabar con sus víctimas para devorarlas después. Esgrimían sus armas con total despreocupación, sin nada que ganar o que perder. Si les arrancaban sus instrumentos de muerte aún disponían de las manos, convertidas en afiladas garras e igual de crueles, para cumplir sus sádicos fines. Su única sed consistía en segar en otros aquello que ya no podían recuperar: la vida.
Se trataba de smudz, muertos vivientes provistos de un gran apetito por la carne fresca.