16

SECRETOS QUE GUARDA EL BOSQUE

Antiguos Bosques, año 248 D. N. C.

—¿Adónde nos dirigimos?

—¡Shh! Silencio.

Ésta era la única respuesta que había obtenido la semielfa en aproximadamente quince minutos de dura marcha. Correr por el bosque no resultaba sencillo. Había que saltar, esquivar, agacharse, y sobretodo tener mucho cuidado de dónde pisar. El peligro de hundir el pie en la madriguera de un conejo o alguna otra alimaña era un riesgo constante.

No obstante, la mayor dificultad consistía en mantener el ritmo de la muchacha sin perderla de vista en ninguno de sus giros, brincos y zambullidas en la maleza. Si se permitía un breve instante de reflexión, le resultaba muy fácil contrastar el patrón de sus movimientos con el de su anterior forma lupina. Salvando las diferencias, por supuesto. En cambio, para ella había un mundo de distancia entre la agilidad actual y la que disfrutaba en su aspecto felino. Y para mayor desgracia, el tobillo comenzaba a pasarle factura otra vez.

Su carrera iba perdiendo frescura a ojos vista, incluso tropezaba con ramas caídas y raíces emergentes. De seguir a este ritmo, pronto la perdería o caería magullada.

Como no podía ser de otro modo, su torpe y errático rumbo la llevó a tropezar con un viejo tocón escondido bajo un cúmulo de hojarasca. Sólo sus reflejos y lo mullido del piso hicieron posible que la caída no trajera más consecuencias que unas cuantas contusiones leves y un corte sin importancia en la rodilla.

—¡Ravnya espera! —alertó la semielfa mientras volvía a levantarse.

La muchacha desanduvo sus pasos al instante y se colocó a su lado para servirla de apoyo.

—Hay que seguir. Los malvados no lejos —advirtió sosteniendo parte de la carga de la aventurera lastimada.

Pese a su mayor altura, la mestiza no aventajaba en peso por mucho a su inesperada compañera, que se hizo con ella con relativa facilidad y la apremió a continuar adelante.

—Vamos, sitio seguro cerca, muy cerca ya —tratando de infundir nuevos ánimos en la otra, que se mostraba a cada paso más desfallecida.

Dyreah replegó su mente en sí misma, abstrayéndose de todo pensamiento y encauzando todas sus energías a mantener un pie delante del otro. La ayuda que le estaba brindando la joven resultaba indispensable, sin su apoyo no sería capaz de dar un paso más. Sin duda se dejaría caer sobre la hojarasca tanto para recuperar el hálito como para recobrar su extremidad herida. Ni siquiera se planteó preguntarle cuán lejos estaba aquel refugio, de tan exhausta que se sentía. Cerró los ojos, tragó saliva y se entregó a la guía de la muchacha, confiada de no tardar en llegar. Tras la caída, el tobillo volvía a dolerle horrores.

—Vamos, vamos, ya cerca —alentaba Ravnya con la respiración entrecortada, también víctima de un creciente agotamiento.

—Me… me temo que —logró musitar la semielfa. Estallidos de dolor detonaban a lo largo de su pierna hasta la cadera—, que no podré mucho más…

—Shh… tranquila —susurró Ravnya con una dulzura insólita a despecho de su evidente cansancio—. Ya aquí.

Dyreah alzó la mirada, consumiendo en el esfuerzo las escasas fuerzas que almacenaba en su ligero cuerpo. No obstante, enfrente suya no halló más que el nacimiento de una zona rocosa en medio del bosque y escondida en la tupida fronda.

—No puedo trepar por ahí… —se lamentó la aventurera liberándose del abrazo de la otra y dejándose caer al suelo desmadejada.

Ravnya se adelantó unos pasos en dirección a la dura roca. Al llegar a la base del afloramiento se arrodilló rebuscando entre los matojos, para después girar la cabeza y brindar a la semielfa aquella amplia y extraña sonrisa provista de afilados colmillos.

—No subimos —explicó la muchacha, apartando con las manos la maleza y dejando a la vista un agujero excavado en la tierra bajo la piedra—, ¡bajamos!

Dyreah suspiró aliviada y fue gateando hasta la entrada de la cueva. No había necesidad de incorporarse, lo reducido de la oquedad no permitía internarse de otro modo que no fuera casi arrastrándose.

—Vamos, vamos, dentro —insistió inquieta la joven en tanto ayudaba a su compañera a meterse entre los arbustos—. Los malvados ahora muy cerca.

Tras dedicar severos esfuerzos y recibir firmes empujones, la semielfa fue reptando cabeza abajo ayudándose de brazos y piernas, progresando sobre la tierra húmeda y compacta. Al poco tiempo de estar escupiendo moho y tosiendo esporas, Dyreah alcanzó el final del angosto paso para dar a una gruta más espaciosa. La oscuridad era absoluta. Sus disciplinados ojos sólo fueron capaces de distinguir vagas siluetas en aquel lugar. Unos leves roces anunciaron la llegada de la otra fémina. Los movimientos de ésta eran bastante intuitivos, amparándose en el uso de las manos para orientarse en la negrura total.

—Ravnya, estoy aquí —musitó la mestiza para guiarla. Desabrochó la vaina de su espada y la dejó a un lado junto al arco y la aljaba de flechas. Con su mano tomó la de ella y tiró suavemente hacia sí.

La muchacha aceptó sinceramente el contacto, afianzándose en él y pronto pudo situarse a su lado.

—¡Oh! Muy oscuro —comentó recuperándose de lo fatigoso de la escapada—. No veo a ti. ¿Tú ves a mí?

Dyreah no encontró motivos para ocultar sus útiles facultades, heredadas de su ascendencia élfica.

—Percibo tu figura, Ravnya —señaló la semielfa—, puedo seguir tus movimientos, pero tampoco mucho más allá.

—¿Cómo haces para ver tú? —siguió curiosa la otra. No resultaba difícil imaginar su ceño fruncido en señal de duda o confusión—. Para mí todo oscuro así

—¿Así? —no pudo evitar advertir el énfasis que diera la muchacha a la palabra—. ¿Qué quieres decir con así?

—Pues así.

Dyreah vio como gesticulaba con los brazos, en un remolino sin sentido. Sin embargo no comprendió qué estaba tratando de decir. Algo resignada, apartó la mirada por un momento, reintentando vislumbrar algo en el interior de la cueva, mas sin éxito. Una extraña presión sobre la pierna le hizo volverse.

Casi dio un grito de sorpresa cuando se encontró cara a cara con una extraña cabeza que la miraba fijamente. La sensación que antes notara había sido causada por la mordida de la bestia que tenía delante, que parecía no tener demasiados problemas para observarla. Sólo un pestañeo bastó para que pudiera delinear otra vez la silueta de la joven.

—No veo así, pero antes te cogí —comentó Ravnya en tono risueño—. Antes vi muy bien a ti.

—Ya lo noté, pero me diste un susto de muerte —protestó la mestiza con tibieza—. Si la próxima vez que… cambies, me avisas, te lo agradeceré mucho.

—¿Ravnya asustó a ti? —se lamentó con pesar—. Eso malo, yo no quería…

Antes de que Dyreah, sintiéndose culpable por las palabras dichas, pudiera explicarle que tampoco había pasado nada grave, que sólo se había tratado de un sobresalto sin importancia, encontró a la muchacha recostada sobre su regazo. El movimiento había sido realmente suave, casi inadvertido, y sólo la ligera presión y el calor que emanaba de su cuerpo daban evidencia de su presencia. El desconcierto inicial pronto dio paso a la comprensión, especialmente cuando a su memoria llegó la imagen de un cachorrillo que esconde la mirada apretándose contra su amo tras haber hecho algo malo. Una sonrisa escapó de sus labios al percatarse de que estaba encariñándose rápidamente con la joven, de sus curiosas y francas maneras. Estiró una mano y comenzó a surcar su indómito y espeso cabello con los dedos, acariciándolo con una ternura que ignoraba albergar en su interior hasta aquel momento.

—Shh… no sucede nada, pequeña. Todo está bien —susurraba mientras para reconfortarla—. Todo está bien.

«¿Cómo puede ser que alguien, en apariencia tan salvaje, que puede transformarse en una bestia tan temible, pueda resultar al tiempo tan dócil y sensible?», pensaba la semielfa.

Curiosamente, se sentía complacida con el modo en que la respiración de la muchacha se había acomodado a la suya propia, en apenas unos segundos. No obstante, era su contacto, su presencia junto a ella, lo que más satisfacción le procuraba. Nunca había sido una persona cariñosa, más bien se había mostrado en todo momento reservada e introvertida, incómoda ante el contacto de otros y dispuesta siempre a mantener las distancias.

Y ahora, en un instante, todo había cambiado. ¿Se sentía protectora? ¿Responsable de ella acaso?

«¡Vamos! ¡Si seguro que sabe desenvolverse en la vida mejor que yo! Yo no sobreviviría en este bosque más que unos días», se reprochaba a sí misma, incapaz de encontrar una razón que justificara sus emociones.

Las dudas hicieron que detuviera las caricias, demasiado pensativa como para darse cuenta de ello. Por contra, la muchacha sí que lo advirtió, y rebulló algo inquieta, mas sin abandonar su privilegiado y cálido emplazamiento.

Dyreah se incorporó, despacio, con la intención de moverla y hacerle entender que no estaba molesta con ella. Posó la mano sobre su hombro y la zarandeó ligeramente, susurrándola en el silencio de la cueva. Ravnya en respuesta volvió a agitarse, emitiendo murmullos ininteligibles, en ocasiones incluso flojos gruñidos. Estaba dormida. Se había sumergido en el sueño mientras la acariciaba, quizá a consecuencia de unas atenciones que nunca antes había recibido.

La semielfa estaba cada vez más maravillada. No se podía imaginar cuán nivel de confianza necesitaría ella para hacer lo mismo.

«Es demasiado confiada», concluyó la mestiza. «No me conoce, no sabe nada de mí. Sólo que puedo cambiar de forma y que la perseguí, nada más. Ahora mismo podría hacerle cualquier cosa, golpearla, atacarla, amordazarla…». Algo en su interior le impedía concebir la idea de acabar con su vida, ni siquiera como una posibilidad más, como un absurdo pensamiento que nunca llevaría a cabo. Exhaló un hondo suspiro y dejó que sus ideas tomaran un rumbo diferente.

«¿Y si no se trata de una cuestión de confianza? ¿Si en lugar de dar conmigo se hubiera cruzado con otra persona se habría comportado igual? Según dicen las historias, los paladines tienen esa habilidad, leer en el corazón de las personas. Y también se dice lo mismo del instinto de los animales. ¿Tendrá ella este don, quizá a causa de su naturaleza animal?».

—No sé por qué pienso en todas estas cosas —musitó Dyreah sin romper la quietud de la guarida—, lo mismo sencillamente eres tan ingenua que no ves peligro más allá de donde quieres mirar. Pero tranquila, de mí no debes temer nada. Si es necesario… te protegeré.

Una vez lanzada esta promesa a la oscuridad de la cueva, dedicó una última caricia a peinar los desgreñados cabellos de la joven. Es posible que de haberse hallado en otra postura, se hubiese atrevido también a darle un beso de buenas noches. Para después haberse sentido del todo asombrada por su inopinado gesto. Pero no sucedió.

Se acomodó sobre el blando terreno y, usando los brazos a modo de almohada, se dispuso a dormir, en compañía por primera vez en su vida.

sep

—¡El Diablo me lleve!

El día había transcurrido con rapidez, sumiendo la floresta en la tenue claridad del atardecer. El silencio comenzaba a erigir su reinado en contraste con la actividad de la jornada. Los depredadores diurnos ejecutaban sus últimas escaramuzas antes de ceder el turno a los señores de la noche. Sin embargo, dos cazadores no habían logrado cumplir su objetivo ni alcanzado a su pretendida presa.

—¿Cómo pudiste perderlo? ¡Estaba ahí! ¡Ante tus ojos! —voceaba el hombre sin reparo alguno, dando rienda suelta a su ira.

—Terminarás acabando con mi paciencia, Phren —advirtió la mujer en tono más bajo y frío—. Un día ocurrirá.

—¡Pues será lo mejor! ¡Tu incompetencia ha frustrado todos nuestros intentos! —respondió él sin dejarse amilanar.

—Si estuvieras más atento a tu cometido, Phren, maldito seas, te habrías percatado de que por un momento no perseguíamos a una presa, sino a dos —declaró Hunna con total seguridad—. Después, ambas desaparecieron.

—¿Dos? ¿Cómo que dos? —exclamó Phren exaltado—. ¡Tú te has vuelto loca, Hunna! ¡La magia te ha comido el poco cerebro que tenías!

—No entiendo cómo puedes ser tan estúpido… Te lo explicaré más sencillo para que puedas comprenderlo. Sabemos que es rápido, que es muy ágil y escurridizo. ¿Verdad?

—Sigue.

—Bien —la mujer continuó, una vez le hubo calmado y reclamado su atención—. Hasta sospecho que pueda tratarse de algún tipo de criatura mágica, pues hace… cosas que no son normales. Y ya sabes a qué me refiero. Pero, hasta el día de hoy, ¿se había translocado de un sitio a otro? ¿Había desaparecido de un sitio para aparecer en otro lugar?

Phren negó con la cabeza, los brazos cruzados frente al pecho.

—Pues esta tarde lo hizo. Lo teníamos allí delante, y no me repliques porque lo sabes tan bien como yo. Estaba allí, lo habíamos dado alcance por una vez, ¡por primera vez! Y en cambio, de repente se mueve a nuestra espalda, lejos de donde estábamos. Creo que está bastante claro que nos equivocamos en la primera presa.

—Palabras, palabras, nada más que palabras —desdeñó el guerrero, no dispuesto a dar la razón a su no deseada compañera—. ¡El hecho es que ya es de noche y se nos ha vuelto a escapar! ¡Otro día perdido!

—No… —dijo la maga abstraída en sus cavilaciones—. El hecho es, ¿por qué eso nos distrajo a propósito, incluso arriesgando su pellejo, para que no alcanzáramos a esa falsa presa…?

sep

—Despierta, despierta.

Dyreah abrió despacio los ojos, esperando descubrir la hiriente luz del sol y a quien fuera que la había sacado de sus sueños. En cambio, lo que encontró fue una negrura absoluta y una desconocida presencia cercana. Demasiado cercana.

Los segundos que tardó en tantear con las manos chapoteando sobre el barro en busca de sus armas, bastaron para que recordara quien podía ser la otra persona. Su visión élfica lo confirmó.

—¿Ravnya? —preguntó mientras se incorporaba y se despejaba.

—Vamos, fuera ya —respondió la otra, con un deje de urgencia en su voz que, pese a su somnolencia, fue advertido por la mestiza.

—Espera —trató de calmarla—. ¿Qué sucede? ¿Por qué tanta prisa?

—Fuera llueve, pronto aquí mucha agua —explicó Ravnya, sin dejar de tirar de la semielfa hacia el exterior—. Vamos, fuera.

—¿Llueve?

Fue entonces cuando se percató de que cuando llegaron a la madriguera, el suelo estaba seco. Ahora tenía las manos sumergidas en el lodo y el nivel del agua subía perceptiblemente. Hizo eco del apremio de la otra y recogió sus pertenencias, tan empapadas como ella misma.

Ravnya, aliviada al notar que su compañera se ponía al fin en movimiento, comenzó a gatear fuera del ahora inhóspito refugio. Dyreah fue tras ella, siguiendo sus pasos a cuatro patas y resbalando continuamente al no encontrar asideros firmes en la tierra mojada, salvo alguna raíz casual. En el exterior la recibió un crudo aguacero que terminó de calar sus ropas. La muchacha la miraba apaciblemente, sin reparar en los gruesos goterones que caían de las copas de los árboles. Mechones de su cabello rubio se le pegaban a las mejillas y descendían indómitos por el rostro hasta llegar a la altura de su cintura. Sus ojos reflejaban el color del cielo nublado sobre sus cabezas. En verdad que parecía un espíritu del bosque. Etérea, enfundada de una extraña y exquisita ausencia de color que manifestaba a lo largo de su figura.

Ante la falta de reacción de la joven por el profundo —y admirado— escrutinio de la aventurera, fue ésta quien tuvo que reparar en lo incorrecto de su actitud y apartar violentamente la mirada a un lado, abochornada por su conducta.

«¿Pero qué me pasa? ¿Por qué me comporto así? Debo estar quedando como una estúpida. O lo que es peor, como una cría».

Ravnya, por su parte, permanecía ajena a cuanto pasaba por la cabeza de la semielfa, devolviéndole llanamente la atención recibida.

—Ahora comida.

Fue la sencilla declaración que esbozó Ravnya antes de dirigir sus pasos al interior del bosque, dejando rezagada a una Dyreah cada vez más confusa y disgustada consigo misma.

La muchacha caminaba con total naturalidad en la inmensidad del bosque, sorteando ramas y setos como si no estuvieran allí; en realidad, parecía como si el hecho de que estuvieran diseminados así fuera lo correcto y ella encajará a la perfección en el esquema de las cosas. Dyreah pensó por un momento que ni siquiera en su forma felina podría moverse con la gracia que ella manifestaba. Se sentía torpe y desmañada a su lado. El tiempo pasado en soledad había obrado cambios en su actitud, habituada a tomar únicamente el rumbo que sus decisiones marcaban. Sin embargo ahora se veía obligada a seguir los pasos de otra persona, casi a ciegas. Y lo más extraño, se estaba adaptando con sorprendente comodidad.

Ravnya se agachó para estudiar unas hojas que crecían a la sombra de un grueso tronco. Arrancó algunas y las guardó entre sus manos, maleándolas con un fin que la semielfa no fue capaz de dilucidar.

—¿Sed? ¿Agua? —ofreció de improviso volviéndose hacia ella.

La mestiza decidió demostrar en esta oportunidad que sabía valerse por sí misma. Que diluviara tal y como lo hacía incluso lo facilitaba. El primer impulso de cualquiera habría sido abrir la boca y orientar el rostro hacia el cielo, permitiendo que las gotas se deslizaran por su garganta. Dyreah miró a lo alto, escudriñando, sonriendo al hallar lo que estaba buscando. En la copa de un árbol, un cúmulo de hojas especialmente tupido hacía las veces de remanso, y por un lateral caía un chorro de cristalina agua de lluvia. Se acercó allí y juntando las manos bebió con satisfacción.

—¿Qué tal? —le preguntó a la muchacha, no con altanería, sino buscando su aprobación.

La otra fémina esbozó una sonrisa, encogiéndose de hombros, al tiempo que se acercaba a ella. Extendió las manos e invitó a la mestiza a beber de la frágil vasija que había elaborado con las hojas recogidas.

—Toma.

Dyreah no encontró motivos para declinar aquel amable gesto. No beber habría resultado descortés.

Al inclinarse percibió un penetrante aroma, mas al beber un refrescante sabor inundó su garganta. Quizá el efecto se debiera a las hojas que impregnaban el líquido con su esencia y gusto. La semielfa paladeó con placer, haciendo las delicias de su atenta anfitriona.

—Hum… deliciosa —expresó con sinceridad.

—¿Más? —la muchacha señaló el cuenco recogido entre sus dedos.

—No, gracias —declinó más que satisfecha, aceptando con humildad la lección aprendida—. Bebe tú, por favor.

Ravnya bebió hasta saciarse, recogiendo agua de lluvia en su recipiente alguna otra vez antes de dejarlo caer y devolverlo así a la hojarasca que cubría la tierra. La semielfa no terminó de comprender esa acción, siendo su primer impulso recogerlo de donde había caído y guardarlo para sí, mas logró reprimirse. Más tarde entendería que las hojas recolectadas habían regresado a su ciclo natural, y que, si Ravnya tenía más sed, buscaría otra planta y fabricaría un nuevo recipiente. ¿Por qué una idea tan simple le resultaba tan esquiva?

En los escasos instantes que permaneció sumida en estos pensamientos, la joven se había puesto en marcha y acercado a unas zarzas. Se contorsionaba en experto equilibrio para esquivar las agudas espinas sin recibir el menor roce, con la cabeza y los brazos profundamente internados entre sus amedrentadoras ramas.

Dyreah esperó paciente a averiguar cuál era el misterio que envolvía sus intenciones, como de costumbre ajenas a su comprensión en un primer término. Se cruzó de brazos en tanto, desviando la vista hacia el cielo.

La lluvia amainaba despacio, alejándose de aquella zona del bosque.

Pronto escamparía, dejando tras de sí una sofocante humedad en el ambiente y un terreno convertido en lodazal. Ambas posibilidades resultaban negativas, por lo fatigoso de caminar bajo aquellas condiciones y lo peligroso de dejar un rastro en exceso visible. No le convenía olvidar que tras su pista había al menos dos personas con oscuras pretensiones.

—Ravnya —llamó su atención, al menos para que la escuchara—. Sobre aquellos dos individuos que te seguían…

—¿Sí? —contestó la otra sin abandonar su delicada labor.

—Pues, mientras me perseguían, hubo un momento en que se pusieron a hablar entre ellos —interpretó el silencio de la muchacha como señal de que la estaba oyendo—. Más que nada discutían, pero pude enterarme de algunas cosas, como que ella, la maga, era la mujer del hermano fallecido del otro, del guerrero.

»También escuché sus nombres, Hunna el de ella, el de él, Phren, y el del que murió —decir al que mataste quedaba absolutamente fuera de lugar en sus pensamientos, observando a la joven, tan dócil y pacífica—. Enkanis.

Hizo una pequeña pausa, no tanto para recuperar el aliento como para poner en orden sus ideas y decidir cómo enfocar el asunto. No iba a resultar simple.

—Contaron una historia —empezó, despacio, suavizando el tono tanto como podía, pendiente de la posible reacción de Ravnya—. Una historia en el que Enkanis, fue atacado por un lobo enorme. Encuentro al que no sobrevivió.

Otra pausa. No quitaba ojo a la figura que permanecía de espaldas a ella, entre las zarzas. Aguardó unos instantes, mas no obtuvo respuesta. De ningún tipo.

—Ése, dicen que es el motivo que mueve su empresa. El propósito de perseguirte… a ti. Ravnya —la llamó, deseando aclarar el tema lo antes posible—, ¿de verdad lo mataste?

La interpelada sí cesó ahora en su ocupación. Se giró y caminó en su tranquilo paso hacia la mestiza. En las manos portaba un buen puñado de gordas y jugosas moras de color morado. Cuando hubo llegado hasta ella la ofreció coger. Dyreah acercó una mano para tomar una y llevarla a sus labios. No obstante no apartó la mirada, pidiendo en silencio una respuesta.

—Le mordí —afirmó cuando estaba a punto de agotarse la paciencia de la semielfa, comiéndose dos frutos en el mismo bocado.

—¿Le mordiste? ¿Eso es todo lo que tienes que decir? —reprendió Dyreah ante la indolente revelación de Ravnya.

Ésta, por su parte, se encogió de hombros.

—Pero… algo sucedería, algo pasaría que justificara que le atacaras, no le morderías sin más.

Advirtiendo la seriedad que estaba tomando la conversación, la muchacha decidió olvidarse momentáneamente de las bayas y concentrarse en su compañera.

—Yo vigilaba —inició su propio relato—. Tres extraños en el bosque. Yo no sé si buenos o malvados. Ellos matan animales pero no comen. Cuerpos quietos en el bosque. Muertos. Y ruido. Hacen mucho ruido. Asustan a mí y a todos.

»Yo me acerco más a su fuego —parecía que estas pocas palabras le suponían un gran esfuerzo, a veces deteniéndose para hallar la expresión más adecuada—. Pero yo no silencio, torpe, yo ruido, y él me ve. Asustada, salto y huyo, pero algo me coge la pata, me sujeta, ¡no puedo escapar! Él se acerca. Algo brilla. Un cuchillo. Yo muerdo la cuerda, ¡quiero correr! ¡Lejos! Pero él más cerca, y sonríe. No me gusta esa sonrisa. Es mala.

Dyreah escuchaba atentamente, sobrecogida por la narración a pesar de lo limitado del lenguaje. Las carencias las suplía sobradamente con las emociones que exteriorizaba mientras hablaba.

—Yo muerdo y muerdo pero cuerda dura. Gruño, enseño dientes, ¡no quiero que se acerque! Pero él no asustado, sigue hacia mí con el cuchillo. No deja de sonreír, ¡él divertido! Pero yo no cobarde, lucho y lucho y rompo la cuerda. Mis dientes fuertes —señala con orgullo y aprovecha para tomar aire—. Él ya no ríe ahora. También gruñe y salta sobre mí, me ataca con el cuchillo. Yo más rápida, más fuerte, salto sobre él y cae. Cuchillo también cae, pero lejos. Él se revuelve, me coge el cuello, ¡yo asustada! Mucho miedo. Y muerdo. Y muerdo más… hasta que él quieto. Muerto.

Si la semielfa se estremeció según iba asimilando los hechos que Ravnya relataba, sintió que algo se rompía dentro de ella cuando distinguió cómo una solitaria lágrima descendía por la mejilla de la muchacha. Ante su propia sorpresa, al punto estaba junto a ella y la abrazaba con cariño, resguardando el entristecido rostro contra su pecho. Estaba muy agitada, temblaba ligeramente, mas la cercana compañía de la mestiza pareció serenarla con rapidez.

—Siento haber hecho que lo revivieras de nuevo, pequeña —se disculpó Dyreah, peinando su larga y ondulada cabellera con las manos y depositando un beso en su sien—. Sin embargo, me alegra conocer la verdad de cuanto pasó.

—Fue malo —gimoteó la muchacha sin desear apartarse todavía—. Fue malo…

—Shh, tranquila, ya ha pasado todo.

Dyreah la apartó de sí con suavidad para poder mirarla a los ojos y sonreírla, buscando apaciguarla. Poco a poco ésta se fue recuperando, inhalando profundas bocanadas y respirando con fuerza, logrando al final responder con un esbozo de sonrisa.

—¿Ya te encuentras mejor? —se interesó la mestiza terminando de separarse. También ella necesitaba recobrar un tanto la compostura.

Ravnya afirmó con la cabeza, los labios aún apretados. La semielfa decidió desviar el tema por otros cauces, con el deseo de que la joven se dejara arrastrar y abandonara aquellos desagradables recuerdos.

—¿No habías cogido unos frutos?

—Sí… —respondió, alargando la palabra—. Moras aquí.

Ravnya alzó las manos, mostrando el resultado de su recolección. Pese a que algunas moras se habían caído durante la exposición del relato y otras habían quedado algo aplastadas, aún quedaba una buena cantidad de ellas en su poder.

—¿Puedo? —la aventurera de cabellos oscuros extendió los dedos, pidiendo permiso.

El regocijo con que la otra asintió fue muestra más que palpable para Dyreah de que todo había regresado a su cauce. Tomó un par de frutos y los saboreó con ganas.

—Están muy buenos. Se deshacen en la boca —festejó las habilidades de la otra—. Pero… ¿no hubiera sido más sencillo usar mi espada para cortar las ramas de fuera y así poder recoger las moras sin peligro?

La muchacha aguardó unos segundos antes de responder, masticando mientras algún que otro fruto.

—Más fácil sí, pero así la próxima vez menos moras —explicó Ravnya con solemnidad. Un brillo de inocente picardía asomó a sus ojos grises cuando añadió—. A mí me gustan las moras.