15

LA MIRADA DEL LOBO

Al Noroeste de los Antiguos Bosques, año 248 D. N. C.

—Quieta. No te muevas. Ni un sólo músculo…».

Dyreah repetía estas palabras en su mente una y otra vez como si se tratase de una divina letanía que la pudiera proteger del inminente peligro. Parecía que la Fortuna la estuviera mirando con malos ojos aquel día.

En cambio, el lobo mantenía su posición. No se había desplazado ni un ápice de donde lo descubriera hacía unos minutos, aunque parecieran horas. Ahora podía distinguir mejor el contorno de su silueta, la línea de su poderoso lomo entre los matorrales, las patas firmemente ancladas en la tierra, casi como si se hallara dispuesto a saltar y abalanzarse de un momento a otro sobre ella. Esta idea no le gustó en absoluto y pronto trató de apartarla de su cabeza, buscando más soluciones que problemas a su apurada situación.

No sabía a ciencia cierta qué grado de paciencia podía mantener la criatura, aparentemente hierática, mas la suya se estaba escurriendo como arena entre los dedos. Su nerviosismo aumentaba aceleradamente, tanto como el ansia por hacer algo, cualquier cosa, que rompiera la tensa espera.

El lobo izó levemente la cabeza, escuchando en la inmensidad del bosque algo que sólo él pudo apreciar. Inocente gesto que provocó el involuntario retroceso de la semielfa sobre la hojarasca. No obstante, aquel animal salvaje recuperó su cómoda postura, mostrándose plácidamente distraído en la contemplación de la fémina, incluso llegando a exhalar un bostezo que reveló hilera tras hilera de afilados dientes y colmillos.

Sin perder de vista al lobo, Dyreah fue deslizando lentamente la mano hasta la cercanía de la cruz de la espada, aún prendida en su cadera. Aquel sutil movimiento no pasó inadvertido. La bestia de profundos ojos grises se puso en guardia y exhaló un amenazador gruñido que detuvo de inmediato el intento de la semielfa.

«Así que reconoce lo que es una espada…», pensó ella, llevando las manos delante de ella, bien visibles, descansando las palmas abiertas sobre la hojarasca. «Esto cada vez se complica más. Y si, simplemente…».

—Shh, tranquilo… —susurró con suavidad la semielfa, buscando un apoyo para ponerse en pie. El tobillo aún estaba débil, pero quizá podría soportar su peso durante el tiempo suficiente—. No voy a hacerte daño… aunque no sé si ahora mismo podría aunque quisiera —una irónica sonrisa se dibujó en sus labios por un momento ante la curiosa ocurrencia.

Poco a poco se iba incorporando, no sin grandes esfuerzos, sufriendo relámpagos de dolor que recorrían su pierna hasta más arriba del muslo. Las palabras parecían estar dando resultado, pues el lobo aún no había saltado sobre ella para desgarrarle la garganta.

Aún.

Estaba casi en pie cuando la bestia dio unos rápidos pasos, saliendo de la maleza y descubriéndose en su totalidad por primera vez. Dyreah se bamboleó al dar un rápido salto atrás, queriendo desenvainar la espada al mismo tiempo. Estuvo a punto de caer, mas mantuvo el equilibrio a duras penas, sin descuidar su vigilancia.

El animal salvaje vaciló, atento a las evoluciones de la mestiza, estudiando sus intenciones. Sin embargo no llegó a detenerse. Reanudó la marcha, quizá agotada su paciencia, deseando poner fin a la escena.

—Quieto, quieto, detente. ¡No sigas! —trataba Dyreah de instarlo a que se frenara, mas con escaso éxito, pues cada vez estaba más próximo a su situación—. Por Alaethar, ¿qué hago yo para meterme en estos problemas? ¡Sólo quería dar un paseo por el bosque! ¡Atrás te digo!

Buscando dar una imagen amenazadora, esgrimió la hoja de su espada frente a ella, dibujando una defensa ante la cercanía de la bestia.

El lobo, por su parte, ladeó su imponente cabeza, como si estuviera escuchando y asimilando las palabras de la fémina. Entrecerró los ojos inquisitivamente, mirándola con fijeza, para después sentarse sobre los cuartos traseros y lamerse con desgana una de las patas.

La semielfa estaba desorientada. No comprendía qué impulsaba las reacciones del animal ni intuía qué hacer o dejar de hacer para evitar soliviantarlo. Su desconcierto era total. Pero de una cosa sí estaba segura, y era que pese a las circunstancias vividas a lo largo de los últimos años ella no era violenta ni ansiaba el derramamiento de sangre. Al menos no la de un inocente animal del bosque. Los humanos eran un tema aparte, se lo merecían. Inspiró y respiró en un par de ocasiones y devolvió la espada plateada al refugio de su funda, de donde no debería salir nunca.

Lo que Dyreah no advirtió fue que cada uno de sus movimientos estaba siendo cuidadosamente vigilado por el lupino, que la miraba por el rabillo del ojo.

—Mira, no tengo intención de atacarte ni busco hacerte daño —optó por decir, ya que hasta el momento las palabras eran lo único que había tenido algún resultado. Quizá se debiera al tono de su voz—. Ahora me daré la vuelta y me iré por donde he venido y, ni yo te atacaré ni tú me atacarás, ¿de acuerdo?

«Eso sí, despacio, porque este tobillo me está matando…».

El aguijón de dolor la perseguía cada vez que apoyaba parte del peso de su liviano cuerpo sobre la extremidad dañada, ralentizando sus desplazamientos y deseando cada vez con mayor interés hallar una rama lo suficientemente robusta para que hiciera las veces de bastón.

Antes de girarse definitivamente para dejar aquella mala experiencia atrás, dedicó una última mirada de cautela al lobo, para cerciorarse de que seguía tranquilo. Lo encontró sentado y observándola, con interés pero sin dar muestra de querer perseguirla o acecharla, menos aún atacarla.

«Para tratarse de la misma criatura, cruel y sangrienta, que describieran esos dos guerreros, parece muy pacífico». La mestiza daba vueltas a lo sucedido, incapaz de comprender algo de todo aquello. «Lo más seguro es que se hayan equivocado de presa y este pobre no sea más que una víctima en todo este jaleo…».

—Si no daño… no ir.

Dyreah, con su cojera, quedó inmóvil en el sitio, sobresaltada por la desconocida voz que acababa de escuchar a su espalda.

«¿Qué nueva sorpresa…?».

Se fue girando despacio para descubrir el origen de aquellas palabras que, pese a lo extraño y ridículo de la idea, sólo podían provenir de aquel lobo. Cuando terminó de volverse, no fue al animal lo que encontró, sino a una joven acuclillada en el suelo.

Pestañeó con fuerza, esperando volver a hallar al lupino cuando abriera de nuevo los ojos, pero la muchacha seguía allí.

De pequeña estatura y delgada como una elfa, la jovencita tenía el cabello muy rubio, plateado, de un tono casi blanco de lo claro que era. Y largo, extremadamente largo, tanto que en esa postura reposaban las puntas sobre las hojas. Las ropas que vestía era rudimentarias, casi salvajes, destinadas a cubrir el torso más que las extremidades, desnudas si no fuera por las cintas y abalorios que las adornaban. Carente de rasgos élficos aunque no por ello menos hermosos, unas curiosas orejas picudas asomaban entre el pelo. No obstante lo extravagante de la escena, fueron los ojos los que la hicieron estremecerse. Intensos, de un iris tan cristalino y un gris tan suave y brillante, que parecían tener sólo pupila. Los ojos propios de una persona ciega.

—Si no daño no ir —repitió la desconocida muchacha con un tono más convencido, pero sin abandonar su postura ni reflejar ninguna otra emoción.

—Yo… —no terminaba de saber qué decir la semielfa, superada por todo lo que estaba ocurriendo. Primero la persecución de aquellos dos individuos, el guerrero y la maga, luego el lobo y después esto. Mejor no pensar qué sería lo siguiente—. Yo, no quiero hacerte daño, pequeña…

«¿Pequeña? No creo que tenga muchos menos años que yo, ¿o sí?», se reprochó a sí misma Dyreah estudiando las aniñadas facciones de la muchacha. «¿Por qué habré dicho eso? No sé, parece frágil y desamparada. ¿Quién será?».

La asilvestrada joven se decidió a incorporarse finalmente, incluso a dar unos cautelosos pasos en dirección a la mestiza, mas siempre guardando las distancias. Con la cabeza algo ladeada continuaba mirándola, como si esperara alguna reacción por su parte.

Dyreah aprovechó estos segundos de incertidumbre para evaluar a la extraña y comprobar que no portaba arma alguna entre sus exiguos ropajes, nada que pudiera emplear con fines agresivos. Sus desplazamientos eran fugaces, eléctricos, a la vez que fluidos. Sin embargo, había algo en ella que aconsejaba prudencia, que quien tenía la mestiza delante era más que lo que aparentaba a simple vista. Y no parecía sufrir ninguna dificultad visual.

—¿Cómo… te llamas? —se aventuró a preguntar, más que nada por romper el incómodo silencio.

La joven no reaccionó ante la pregunta, sin demostrar si la había comprendido o no. Sin embargo, no dejó de observarla.

Dyreah estaba cada vez más nerviosa. Le gustaba resolver los temas con rapidez, o en su defecto manejar la situación. En este caso no tenía ni una cosa ni la otra, y eso la sacaba de sus casillas.

—¿Tu nombre? —continuó ella sin perder empeño—. ¿Cuál es tu nombre? ¿Cómo te llamas?

La muchacha prosiguió encerrada en su mutismo.

—Yo soy Dyreah, ¿lo entiendes? Mi nombre es Dyreah —la semielfa no cedía en su afán de conseguir respuestas, señalándose a sí misma a la par que pronunciaba su nombre, deteniéndose en cada sílaba—. Dyreah, mi nombre. ¿Tu nombre?

Ante la exasperación de la aventurera, la insólita desconocida simplemente sonrió por un momento para después arrodillarse y comenzar a jugar con la hojarasca, ignorándola por completo.

—¡Argh! —exclamó con frustración, perdida toda paciencia y harta de su terco silencio—. Esto es inútil, me voy.

Y se volvió con tanta energía que casi tropezó al olvidarse de su debilitado tobillo. Tuvo que apoyarse en un tronco cercano para no caer.

«¿Qué he hecho para molestarte hoy, Alaethar?», maldijo mientras masajeaba la articulación, tratando de hacerla entrar en calor.

—Ravnya.

Dyreah detuvo sus movimientos por segunda vez en apenas unos instantes, ganado de nuevo su interés.

—¿Cómo? ¿Has dicho algo? —preguntó volviendo la cabeza.

La muchacha apartó su atención de los montoncitos de tierra y hojas que estaba apilando de forma curiosa y alzó la mirada para cruzarla con la de ella.

—Ravnya —reiteró esta simple palabra, en esta ocasión con mayor claridad.

—¿Ravnya? ¿Te llamas Ravnya? —inquirió la semielfa girándose y aproximándose unos pasos, ilusionada porque al fin obtuviera algún progreso.

A modo de respuesta, recibió un ligero cabeceo de parte de la joven, que le dedicó una peculiar sonrisa antes de regresar a sus absorbentes labores.

«Qué muchacha tan extraña», juzgó para sí la mestiza, cruzando los brazos frente al pecho, consciente de que no marcharía aún de allí.

No dejó de contemplarla, estudiando sus evoluciones en silencio, el modo en que sus dedos jugaban hábilmente en la hojarasca. Y descubrió que estaba equivocada.

«Supongo que es su singular serenidad lo que me saca de quicio. Parece tan segura de sí misma, tan ausente de todo. Creo que mi enfado nace de la envidia que me da».

Sus conclusiones trajeron como fruto un drástico cambio en la forma de verla, y por ende, de considerarla y tratarla. No tenía objetivos, ni misión, ni se la esperaba en ningún lugar. La premura no era buena consejera. Obraría con calma, sí, no se precipitaría en sus decisiones.

Con nuevo talante y disposición, la mestiza se acuclilló, no sin cierto esfuerzo ni carente de molestias, cerca de donde se sentaba la muchacha, aunque a la suficiente distancia para no importunarla.

Ravnya, por su parte, no se mostró recelosa de la compañía de la semielfa, incluso le brindó otra de sus raras sonrisas. No obstante, su mutismo seguía siendo absoluto.

Dyreah optó por no presionarla; si se mostraba reservada, ella no era quien para obligarla a modificar su conducta. Así que, se arrellanó sobre el terreno y dedicó sus escasas energías a aliviar el mal de su tobillo. Los efectos mágicos de su armadura comenzaban a surtir efecto, pues del angustioso dolor que sintiera tras el brusco tropezón ahora no quedaba más que una incomodidad residual que no tardaría en desaparecer. Aún así, convendría cuidarlo para que sanara por completo y evitar futuras complicaciones.

—¿Duele? —sorprendió la muchacha al romper la quietud.

—¿Cómo dices? —contestó algo perdida, mas pronto desentrañó lo que había dicho—. Ah, el tobillo. Sí, me lo torcí antes.

«Cuando huía de aquellos dos individuos», terminó en su mente, incapaz de comprender por qué se sentía recelosa de revelarlo sin más.

Ravnya ladeó ligeramente la cabeza estudiando con la mirada la articulación dañada. Gateó hasta quedar frente a Dyreah, demasiado cerca para el gusto de la semielfa, y extendió las manos buscando coger su tobillo. La afectada retrocedió de forma involuntaria, suspicaz, no dispuesta a conceder un contacto que no fuera el suyo propio.

—Deja.

Sólo fue una palabra, no un ruego ni una petición. Sonó como una exigencia que no admitía réplica, pero el tono con que la acompañaba la nutría de una paz y una calma que brindaban a confiar ciegamente en ella.

«Tampoco es que esté dejando que apoye la punta de una daga en mi cuello», razonó para sus adentros, apartando a un lado toda sospecha.

Tras quitarle la bota con cuidado, Ravnya comenzó a tactar la extremidad desnuda, presionando con las manos mientras en su rostro se dibujaba un gesto de profunda concentración. El examen fue minucioso, ante el crítico escrutinio de la mestiza que vigilaba cada uno de sus movimientos, pero no por ello fue menos sedoso y delicado. Sus dedos no eran tan largos como los de ella, no poseía esa cualidad tan intrínsecamente élfica, pero sí eran esbeltos y, sobretodo, firmes y dotados de una sensibilidad especial. Pocos segundos después Dyreah echaba la cabeza atrás, abandonada a los cuidados de la joven.

—No grave, ahora descanso —dictaminó Ravnya volviendo a calzar la bota, con una seguridad que no dejaba lugar a la duda.

—Así lo haré, te lo agradezco… Ravnya —dudó al principio, pero recordó el singular nombre pronunciándolo correctamente, con la promesa de no olvidarlo—. Lo sabes hacer muy bien. El masaje, me refiero. Ahora el tobillo me duele menos.

La muchacha se encogió de hombros con una sonrisa, restándole toda importancia al asunto.

—Yo podía ayudar y tú no malvada. Yo ayudo.

Dyreah no pudo menos que sonreír, admirada de la sencilla y bondadosa lógica que tan desprendidamente había vertido la joven sobre ella, una extraña. Apartó la vista azorada cuando advirtió que llevaba unos cuantos segundos mirando sus ojos, hipnotizada de aquellos iris grises tan claros.

Ravnya pareció no darse cuenta, con la atención aún puesta en la pierna de la semielfa. Deslizó las manos con soltura por la extremidad hasta alcanzar la rodilla, que también probó los cuidados de la enigmática joven.

—¿La rodilla? Si el daño ha sido sólo en el tobillo… —alegó ella, más confundida que desconfiada ante la inesperada continuidad de la friega.

—Si tobillo sufre, rodilla sufre —resolvió sin alzar siquiera la cabeza—. Cuando mi pie mal, no cuidé de rodilla. Luego dolía cuando corría y saltaba.

Dyreah sonrió al apreciar en la declaración de la muchacha lo que debía consistir para ella toda una larga y profusa narración de una experiencia vivida. El simple hecho de hablar parecía en ella algo superfluo más que una necesidad, detalle que resultaba muy interesante.

Pero pronto esta emoción dio paso a otra muy distinta cuando se percató de algo en extremo importante que había pasado negligentemente por alto.

«¿Y el lobo? Estaba ahí, donde está ahora ella. Entonces me giré y escuché su voz. Cuando me di la vuelta había desaparecido y estaba ella, ahí, sentada. ¡Dios! ¿Cómo no me he dado cuenta antes? Ella es el lobo y yo estoy aquí, poniéndome libremente en sus manos…».

La agradable sensación que portara anteriormente el contacto de muchacha provocó ahora un frío escalofrío que recorrió su espalda de principio a fin, haciéndola estremecerse.

—¿Ravnya…? —musitó para llamar su atención, pero con suavidad—. Antes, hace unos momentos, cuando llegaste aquí, ¿viste algún lobo?

La joven alzó el rostro para mirarla, ganada su atención, con los ojos ligeramente entrecerrados.

—No lobo aquí —aseguró con firmeza.

—¿Estás segura? —insistió Dyreah, consciente de lo poco firme que era el terreno que pisaba—. Quizá no un lobo, pero sí alguna otra criatura…

—No lobo —repitió Ravnya con vehemencia, negando con la cabeza—. Aquí tú. Tú y los malvados. Ellos irse. Yo les engañé.

Esto último lo declaró curvando los labios en una sonrisa de orgullosa satisfacción.

—Ellos tontos, ellos creen que yo allí —señaló con la mano una zona más lejana y profunda del bosque—. Yo rápida, pronto ellos lejos, y yo aquí, con Dyreah.

Ravnya rió con suavidad, divertida por la aventura y por su manifiesta ventaja sobre aquellos dos luchadores, revelando en su gesto afilados colmillos que avivaron el temor de la semielfa.

«Ella es el lobo… Ella es el lobo…».

No quedaba ya duda al respecto. Si la súbita aparición junto a la breve historia no eran pistas suficientes, la salvaje sonrisa resultaba harto esclarecedora. Más por nerviosismo que por miedo, Dyreah comenzó a temblar, ligeramente al principio pero con mayor violencia después.

—Ellos lejos ya, aquí solas tú y yo —proseguía diciendo Ravnya, aún masajeando la rodilla, cuando se interrumpió al notar la agitación de la semielfa. Detuvo sus manos y se encaró con ella—. ¿Tú bien? Tiemblas… ¿frío?

La desenmascarada criatura se aproximó más, tirando de ella y atrayéndola para sí. Dyreah exhaló un súbito grito de alarma y se retrepó, teniendo como tenía las piernas cautivas, tratando de ganar una distancia perdida de antemano.

La muchacha dio un brinco atrás atemorizada por el grito de la mestiza, agazapándose sentada sobre las piernas flexionadas y apoyando las palmas en tierra. Elevó el rostro tratando de hallar algún rastro en la brisa. Al mismo tiempo mostraba los colmillos de forma amenazante y exhalaba un grave gruñido que brotaba de su pecho.

Dyreah se sobresaltó aún más, repitiendo su alarido al contemplar la postura de la extraña, recordando por un instante la historia de la pareja de guerreros. Casi podía anticipar a la joven convertida de nuevo en lobo arrojarse sobre ella, derribarla y abrir su garganta en canal con un sólo mordisco de sus poderosas mandíbulas, mientras la inmovilizaba con su superior peso.

Por su parte, Ravnya se mostraba cada vez más agitaba, buscando encontrar enemigos detrás de los árboles, emboscados y escondidos más allá del alcance de sus agudos sentidos, contagiándose de la agitación de la semielfa y participando con generosidad de ella.

La tensión se acumulaba peligrosamente en apenas unos pocos pasos de distancia. Tal y como se estaban desarrollando los acontecimientos, el desenlace no podía ser otro. Dyreah se incorporó a duras penas y desenvainó su espada plateada, dispuesta a defender su vida.

—Atrás —exhortó, cruzando la hoja frente a sí—. No quiero hacerte daño, pero no dudes que lo haré si tratas de hacerme algo.

Ravnya, desconcertada hasta más no poder, respondió con un gruñido que sonó áspero y feroz a oídos de la mestiza.

—¡Atrás te digo!

La muchacha no se había desplazado un ápice desde que se apartará de la aventurera, con el ceño fruncido incapaz de entender qué era lo que estaba sucediendo; aunque una chispa de comprensión empezaba a tomar forma en su mente.

—¿Tú defiendes de mí? —indagó Ravnya, sorprendida por lo ridículo que le parecía semejante idea.

La semielfa no contestó, atenta por si se trataba de alguna artimaña para distraer su atención y burlar sus defensas.

—¿Por qué tú temes a mí? —demandó con un deje de desilusión en la voz—. Yo sólo cuido y ayudo…

—¡Te estabas acercando mucho! —exclamó a la defensiva—. ¡Ibas a atacarme!

Ravnya gruñó con rudeza, indignada por las palabras de la ingrata mestiza. Se irguió velozmente, casi con desaire, ignorando la espada que la amenazaba y girándose a un lado pero mirándola de soslayo.

—Tú también tonta —su tono se hizo un tanto más frío e indiferente—. Tonta y… desagradecida.

«¿Estará diciendo la verdad? ¿Me habré precipitado?». La semielfa trató de volver a poner orden en su mente y analizar todo lo ocurrido. No obstante, mantendría la espada desenvainada preventivamente. «Cuento con la historia de los cazadores, que por otra parte no me han dado ninguna confianza. Además pintaban a la bestia como un ser brutal y sanguinario. ¿Se comportaría un ser así de un modo tan atento y delicado? A sabiendas de cómo tengo el tobillo, lo más fácil habría sido saltar sobre mí y poner fin a todo rápidamente… No, sólo una mente tortuosa se habría servido de tales argucias para lograr algo que se podría haber obtenido de modo mucho más sencillo».

—Me he equivocado —sentenció guardando la hoja en su funda—. Y te pido perdón. Me he vuelto demasiado desconfiada, lo lamento de verás.

La muchacha no cambió su pose, aunque ladeó significativamente la cabeza al escuchar la disculpa.

Dyreah se acercó hasta quedar a dos pasos escasos de la otra y le tendió amistosamente la mano a modo de reparación. Ravnya permanecía estudiándola, sin apartarse ni tampoco reaccionar. Al final se inclinó ligeramente y olfateó la palma extendida, sólo para encogerse de hombros manifestando de forma evidente su incomprensión. Una corta sonrisa escapó de los labios de la mestiza al advertir lo absurdo de la escena.

—Tiendo la mano para estrecharla con la tuya —explicó deseando aclarar las cosas—. Es un gesto de amistad y muestra de confianza.

Y volvió a ofrecer la palma extendida por segunda ocasión.

—Si tocas, no hay miedo —razonó la joven medio loba según sus propias ideas. Algo torpe pero con firmeza, estrechó la mano de Dyreah con la suya. Resultaba muy pequeña en comparación con la de la mestiza—. Eso está bien. ¿Chillarás y temerás de mí otra vez?

En sus rasgos se apreciaba sincera preocupación.

—Te prometo que no.

—Eso es bueno —opinó, volviendo a sonreír—. Yo no temo a ti.

—¿Por qué no? —inquirió curiosa la mestiza—. Mi espada está bien afilada.

—Tú algo tonta, pero no malvada —juzgó Ravnya con naturalidad.

—Me lo tomaré como un cumplido —replicó Dyreah, no dispuesta a sentirse molesta por la rotunda franqueza de la muchacha—. Pero… ¿tú eras el lobo al que perseguían, verdad?

—¿Lobo? —cuestionó con incredulidad la joven. Hizo un gesto con la mano abarcando su figura, sonriendo divertida—. ¿Parezco lobo?

—Claro que no lo pareces, pues te transformaste cuando me giré y te di la espalda —describió la semielfa sin dar su brazo a torcer.

—¿Eres tú gato? —preguntó ahora Ravnya, con un deje de malicia en el tono y un brillo de picardía en los ojos.

Dyreah no pudo evitar sonreír y bajar la mirada al suelo bajo sus pies, negando con la cabeza y admitiendo así su derrota.

—Bien, yo no soy un gato y tú no eres un lobo, comprendido —aceptó la aventurera sin más protestas—. No obstante, sé que eras tú.

«Porque tu forma de mirar…», detuvo sus pensamientos un momento, sintiéndose extrañamente azorada, sin lograr distinguir el origen de tal reacción. «Tu forma de mirar te delata».

—Eso está bien. Yo también sé que eras tú.

Y se quedó observándola fijamente durante largos segundos, sonriendo con una suficiencia que rayaba en la petulancia.

Dyreah pronto se sintió incómoda ante el intenso escrutinio, no sabiendo muy bien cómo actuar. En otras ocasiones había sido examinada con igual interés, habitualmente por hombres deseosos de placeres que ella no estaba dispuesta a ofrecer bajo ningún concepto. Cuando se trataba de hombres era sencillo, era evidente lo que buscaban. Pero Ravnya era una mujer… Las intenciones que traslucían aquellos ojos grises no eran las mismas, y por supuesto no eran sucias ni violentas. Quizá el no ser capaz de interpretarlas era lo que más la contrariaba. Este rumbo en su razonamiento no le agradaba, por lo que decidió quebrar el silencio reinante.

—Bien, ¿y ahora…?

—Shh —chistó la muchacha que, alarmada, puso todos sus sentidos en guardia.

—¿Qué? —trató de interrogar la mestiza, que pronto acercó su mano al pomo de la espada.

—Calla —la silenció Ravnya con gravedad, su mirada perdida en algún punto más allá de la inmediata maleza—. Vuelven.

—¿Que vuelven? ¿Quiénes vuelv…? —se interrumpió al dar ella misma con la obvia respuesta a su pregunta—. Entiendo.

»¿Qué hacemos? ¿Luchar? —Dyreah no estaba dispuesta a seguir huyendo, no más ese día. Si tenía que luchar, lo haría.

—Ven.

La muchacha no dijo más, ni siquiera se giró para comprobar si iba tras ella. Simplemente se internó rauda en la floresta.

Dyreah, tras dudarlo un instante, la siguió.