14

PERDIDA

Límites de los Grandes Bosques, año 248 D. N. C.

«¿Y ahora qué?».

La joven semielfa paseaba distraída mientras un único pensamiento torturaba su mente. Ahora, sin ningún nexo que la vinculara con su objetivo ni nada en lo que ocupar su tiempo, se sentía perdida y frustrada.

Había pasado la noche y buena parte de la mañana dando vueltas por los aledaños del pueblucho sin hallar ninguna solución a su actual situación. Vagaba y vagaba, sin ningún rumbo, ignorando las curiosas miradas de las pocas gentes con las que cruzó sus pasos, dejando atrás las últimas granjas y campos de cultivo de la villa.

Era tan extraña la imagen de la muchacha, con la espada al cinto, y tan despreocupada de todo cuanto la rodeaba, que tampoco nadie consideró la idea de molestarla o interrumpir su mutismo, no sabiendo muy bien si quizá su actitud se debía a la valentía, aplomo, arrogancia o simple locura. En cualquier caso, fuera cual fuera la opción correcta, todas ellas conllevaban un cierto peligro que no estaban dispuestos a correr.

«¿Y ahora qué? ¿Qué puedo hacer?», pensaba para sí. «Mi rastro termina con la muerte de Zurdskar. Sí, puedo dirigirme a Hilson, ¿y qué? Una vez allí, ¿qué puedo hacer? ¿Dedicar tanto y tanto tiempo como dediqué a infiltrarme en Xolah en las redes de la Duquesa, sólo para descubrir que estaba siguiendo el rastro equivocado? No del todo equivocado, allí averigüé la conexión del bron con el sucio entramado de El Jefe. Pero está muerto. Y ahora Zurdskar también. No es que lo lamente, pero sí el hecho de que con su muerte me haya quedado tan varada…».

Sus reflejos la llevaron a esquivar instintivamente una rama que amenazaba con golpear su cabeza y que apenas percibió por el rabillo del ojo. Sin embargo, fue el chasquido de una corteza al quebrarse bajo su pie lo que la sacó de la ensoñación. Enfocó la mirada por primera vez en bastante tiempo y se percató de la ausencia de construcciones. Toda huella humana había desaparecido en favor de una fronda cada vez más tupida y poblada de altos matorrales.

—Hum…

El desconcierto obró por un momento el extraño milagro de alejarla de su perenne idea y devolverla al mundo real. De igual modo otro instinto bregó por hacerse notar y acaparar la atención y dominio de su persona.

«No. Esta vez no», se obligó luchando por no dejarse llevar por sus más inmediatos deseos. «Últimamente paso la mayor parte del tiempo en forma de gata. Sí, paso demasiado tiempo como gata. Me siento tan cómoda cuando estoy transformada, viendo a través de sus ojos, captando todo lo que oyen sus oídos, el suave aroma de cada planta, cada flor… Es muy fácil dejarse llevar, muy fácil. El recuperar mi apariencia humana me hace sentir tan torpe, tan desmañada, carente de equilibrio y agilidad… Pero no debo renunciar a lo que soy, a quien soy. Se lo debo a mi madre, a su memoria, a todo por cuanto luchó. Si ella lo superó, no se permitió caer en la tentación, yo tampoco lo haré. Lo juro».

Sin embargo, algo no había cambiado.

No sabía dónde se encontraba ni adónde le había conducido su errático deambular. Sí, siempre podría tratar de desandar sus pasos y regresar con poca dificultad al pueblo del que saliera, mas ¿qué le esperaba allí? Nada. Lo mismo daba regresar que continuar adelante, así que optó por esto último, deseando aunque fuera por un par de jornadas librarse del desagradable ambiente de los bajos fondos. Éste se le había impregnado, más en su cabeza que en su cuerpo, tras recorrer tal cantidad de sucias tabernas en tan poco tiempo.

Un cambio, un respiro, no la vendría mal.

Elevó sus ojos verdes al cielo para cerrarlos después con un quedo suspiro. Relajó suavemente la línea de sus hombros, acomodó el arco, la aljaba y ajustó la espada a su cadera para que no estorbara al caminar. Acto seguido, inició su plácido paseo.

Apartando las ramas altas y sorteando con habilidad los arbustos a sus pies, la joven semielfa se dio cuenta de que, desde hacía mucho tiempo, no disfrutaba de algo tan simple como caminar.

Deslizaba los dedos por la rugosa corteza de los árboles que circundaba, se detenía para observar sin interrumpir la ardua labor de un par de ardillas afanadas en la recolección de frutos, sin advertir que una sonrisa, aunque débil, se dibujaba en sus perfilados y azulados labios.

No lo entendía. Era como si hubiera entrado en un estado de shock. El mundo había sufrido una metamorfosis ante sus maravillados ojos y estaba obrando igualmente cambios en ella, en su espíritu. Aunque sí llegó a percatarse de algo, a entender lo que estaba sucediendo. Era complicado de explicar, una sensación que latente, había estado esperando paciente a lo largo de su vida.

Su naturaleza élfica había despertado al contacto suave pero penetrante de la naturaleza salvaje no hollada por los hombres.

El haber nacido en un asentamiento humano, crecer y convivir con ellos, en su sociedad, someterse a sus ideas y costumbres, a sus prejuicios y temores, había supuesto para su esencia una barrera desconocida e impensada que, tras todo lo ocurrido —el desconcierto de sus orígenes, la tan cercana muerte de los que la rodeaban—, comenzaba a ceder y quebrarse liberando una nueva forma de apreciar la vida.

Sumergida en las más profundas tinieblas de lo ignorado, era ahora cuando veía por vez primera un plateado hilo de luz.

Reprimió una dulce carcajada que murió en sus labios pensando que estaba fuera de lugar, que no tenía ningún sentido, luchando su conciencia humana por no perder el control de sus pensamientos. Pero era una batalla sentenciada desde un principio.

Sin conocer muy bien el motivo, deslizó la mirada por el bosque, como una caricia de jade, hasta localizar lo que buscaba.

Se acercó primero despacio al grueso árbol y poco después con mayor presteza, se apoyó en el tronco escindido y en las ramas más bajas para trepar por él y llegar a lo más alto. Su gracia y equilibrio eran casi perfectos, circunstancia que no se hubiera dado de haber medido sus movimientos y no dejarse llevar por su instinto, más profundo y sabio que su afilada e inquisitiva mente. Como un animal de mucho menor tamaño, escaló con facilidad hasta encontrar una cómoda cruz donde se aposentó y se permitió relajar los músculos de su cuerpo. Suavizó la respiración, apenas entrecortada por la subida, y decidió no mantener más tiempo los ojos abiertos, centrándose en sus otros sentidos.

Rayos de sol se filtraban entre las hojas, clavándose con fiereza en sus ojos que, aunque cerrados, acusaban la intensa punzada. Mas por una vez no lo recibió como algo molesto e hiriente, sino como un fuego purificador que fluía hacia su interior limpiando y revigorizando su alicaído y mancillado espíritu. Ni siquiera el vacío de su estómago lograba perturbarla de lo plácida que se sentía. Deshizo la trenza que anudaba su cabello y dejó que éste volara libre por primera vez desde hacía días, casi rizado por el tiempo que había permanecido recogido, deslizándose libre hasta la altura de sus caderas. La luz arrancaba reflejos azulados cuando incidía sobre él de tan oscuro y brillante que era, aunque ahora se mostraba algo deslustrado por el polvo y la suciedad del camino.

Recostó la espalda contra la corteza y dejó caer la cabeza atrás, deleitándose en la sensación de descanso que este simple gesto trajo consigo. Alzó las manos con las palmas vueltas hacia sí y se quedó mirándolas con interés, apreciando los cambios que se habían producido en ellas en tan corto espacio de tiempo. Seguían siendo largas y delgadas bajo los guantes, más de lo que les hubiera correspondido a las de una muchacha enteramente humana, distinción que le hizo recordar de nuevo su herencia. Pero sus manos ya no aparecían tan débiles como fueran antaño. El trabajo y el uso de las armas había obrado cambios en ellas, endureciendo su agarre al igual que los músculos bajo la piel, ganando una firmeza que antes no hubiera sospechado alcanzar. Ni siquiera lo había advertido; sencillamente había ocurrido, más allá de su deseo o intención. Abrió y cerró los dedos varias veces admirándose en ellos, para después llevar las manos a apoyarlas y deslizarlas a lo largo de sus piernas recogidas, masajeando los tensos músculos, tratando de alcanzar ese milagro llamado relajación.

No se despojó de la espada, menos aún del arco que descansaba sobre su hombro, de lo habituada que estaba a notarlos junto a sí, y de lo intrínsecamente unida que se sentía a ellos, legados de su madre no conocida y vivos recuerdos de su memoria.

El bosque estaba tranquilo y nada perturbaba la serena labor de sus habitantes. Bien, quizá no la de todos ellos.

Por el crujir de ramas y hojas se podía advertir que existía una frenética acción a poca distancia de donde ella se hallaba, pero que se aproximaba con celeridad a su posición. Sin duda se trataba de una persecución, pues a los movimientos fluidos de lo que fuera que iba en cabeza le seguían otros bastante más toscos que decidió pertenecían a sus acosadores, sin duda más de uno. Apenas vio una mancha clara poblada de pelo antes de que ésta rebasara las raíces del árbol en el que se encontraba encaramada, espectadora de la acción que se desarrollaba a sus pies.

«¿Un lobo?», se preguntó para sí, aunque de inmediato lo olvidó en favor de la acción que ocurría.

Dos figuras se destacaron pronto de entre la maleza, demasiado pronto para tratarse de los típicos cazadores que se podrían suponer tras aquella presa. No vestían los tonos de la maleza ni capas que facilitaran su camuflaje. Al contrario. Los rayos del sol centelleaban al reflejarse en el metal de las densas armaduras que los cubrían, al menos a uno de ellos, portando a su vez una enorme espada. Por otra parte, su acompañante, una mujer, vestía ropajes más cómodos, aunque con protecciones bien distribuidas en torno a su fisonomía, sin ningún arma a la vista, lo cual la distinguía como una temeraria o, seguramente, como una persona que confiase más en otras habilidades menos aparentes.

«Un guerrero. Y ella maga o bruja, sin duda». Se sintió atraída por lo curioso de la situación. No era nada habitual que, para la caza de un animal, por fiero que fuese, acudieran un par de individuos tan bien pertrechados y, por la tensión que reflejaban sus semblantes, dispuestos a cumplir implacables con su tarea. «Aquí se esconde algo más…».

Decidida a no perderse nada de cuanto ocurriera, dejó atrás todo sentimiento de aprensión. Tras un corto susurro, de inmediato se dispuso a saltar de rama en rama, descendiendo por el tronco hasta su base con el aspecto de un gato montés de pelaje jaspeado. Alzó su metamorfoseada nariz al cielo para ayudarse a seguir la cómoda pista de matorrales partidos y pisoteados que acababan de dejar los perseguidores en su atropellada carrera.

Resultó increíblemente sencillo dar alcance a los guerreros, permitiéndose incluso el lujo de tomar atajos en la espesura a sabiendas de que con sus aguzados sentidos felinos sería incapaz de perder el rastro. Pero los desconocidos no eran su objetivo. Su primera intención era situarse a la par de la presunta presa, resuelta a averiguar su identidad y, a la postre, juzgar lo correcto de la partida de caza.

Pero si al principio creyó que sería fácil, pronto se percató de su error.

Aquel animal era esquivo hasta lo inverosímil, veloz como una liebre y ágil como un gamo, además de parecer conocer los secretos de la floresta a la perfección. En cada ocasión que lograba acortar la distancia que los separaba, aquel ser daba un giro inesperado, bien saltando desde detrás de una roca en dirección contraria, bien deteniéndose escondido al amparo del tocón de algún tronco centenario. Tan hábil se mostraba que la semielfa comenzó a poner en tela de juicio el éxito de su empresa. Además, la infatigable capacidad de sus pulmones amenazaba con agotarse en breve si mantenía por más tiempo tan apresurado ritmo.

En cambio, de la criatura sólo había logrado vislumbrar el denso pelaje de intenso tono plateado que la cubría, una gruesa cola y lo que podría ser un hocico. De esto último no tenía ninguna seguridad, pues fueron los ojos al cruzarse fugazmente sus miradas los que robaron toda su atención. Grises como la nieve y azules como el hielo, con el mismo brillo de ambos y reflejando una astucia no acorde con su condición animal.

Y temor. Aquel profundo miedo causado al saberse atrapado sin salida y rodeado por feroces enemigos. No obstante dispuesto a intentar la fuga hasta el último suspiro. Ni siquiera se advertía amenaza o violencia, sólo desespero, ansia por evadirse, acentuado quizá ese sentimiento al averiguar que una nueva figura había entrado en juego. Una adversaria más capaz que las anteriores.

Su carrera se ralentizó en el momento en que fue consciente de las emociones que estaba provocando en el escurridizo animal, incapaz de tomar parte activa por más tiempo en esta cacería. No le dio mucho tiempo a recapacitar, pues el pelaje del lomo se le erizó cuando una explosión rojiza voló unos arbustos a su derecha, izando una nube de tierra, hojas y polvo, cegándola por unos instantes.

Los otros dos también habían acortado distancias sin que lo advirtiera. Y lo que era peor, habían cometido un error; ahora la tomaban a ella por su presa.

Sólo un instintivo salto la salvó del impacto de un nuevo proyectil mágico, esta vez aún más cercano que el anterior. La huida se hizo desesperada. El bosque estallaba ante su desorbitada mirada, levantando gruesos terrones que impactaban dolorosamente contra sus flancos y extremidades. La realidad se mostraba ahora en tres colores: el verde de la vegetación y hojarasca, el pardo de los troncos y el terreno y el carmesí de la magia liberada a su alrededor. Dejó de pensar, el raciocinio quedo al margen en tanto sus facultades felinas la apartaban de un desagradable fin.

Comenzó a desplazarse en zigzag entre los árboles, rodeando o saltando los tocones y arbustos bajos, cruzando a través de la floresta más débil con la intención de esconder su rastro y rumbo. El corazón latía desbocado en su pequeño pecho, amenazando con estallar por el prolongado y frenético esfuerzo. Ya se preocuparía por ello más adelante; lo importante ahora era escabullirse de allí con vida.

«¡Cómo me he metido en esto!», gritó la semielfa para sus adentros, tratando desesperadamente de encontrar una solución a su actual entuerto. Tenía que despistarlos como fuera, pero dada la férrea voluntad que estaban presentando aquellos desconocidos, no iba a resultar nada fácil. Adoptar su verdadero aspecto además de hacerla perder el equilibrio y velocidad, quizá obrara una reacción incluso más violenta en sus perseguidores por la sorpresa. «¿Entonces qué?».

Sin embargo, la fatalidad no se haría esperar.

Una nueva detonación carmesí estalló un par de zancadas delante de su carrera, con tan mala fortuna que la arena que levantó hirió sus ojos, sorprendiéndola en mitad de un amplio saltó. Cuando volvió a tocar tierra lo hizo en un revoltijo de patas, rodando sin ningún control sobre la hojarasca, víctima de su propio impulso.

De inmediato trató de erguirse, parpadeando con fuerza para limpiarse la tierra, previniendo el inminente ataque posterior, pero la extremidad trasera le falló, dolorida por la caída y vencida por el esfuerzo, provocando su desplome.

«No, no, no…», negaba Dyreah medio ciega, tratando de estirar la extremidad dañada y frustrada por su evidente vulnerabilidad. «No puede acabar así… ¡No!».

Cojeando, el gato montés que ella era se incorporó a duras penas, despacio pero con premura, ignorante de cuanto tiempo transcurriría antes de que aparecieran sus agresores. El olfato le decía que no andaban muy lejos y se estaban aproximando; su oído se lo confirmó sin lugar a dudas. Encaminó sus torpes pasos hacia el tronco de un enorme árbol caído que había sido conquistado por la vegetación, alcanzando el denso follaje y buscando allí cobijo.

El ruido de botas aplastando la hojarasca se distinguía muy cercano. En breve llegarían hasta su posición y entonces no tendría otra defensa que recuperar su auténtico aspecto y hacer uso de las armas, si fuera preciso.

Resignada por las circunstancias y teniendo en mente las palabras que activarían el embrujo de su gargantilla mágica, pudo escuchar por primera vez las voces de sus atacantes, apenas a unos pocos pasos de donde se guarecía.

—¿Dónde se ha metido? —increpó el hombre con crispación, realizando amplios barridos con la espada desenvainada—. No me digas que lo has perdido otra vez, Hunna. ¡No me digas que lo has perdido otra vez!

—¡Cállate Phren! —respondió airada la mujer sin girarse para mirarle, concentrada su atención en hallar algún rastro de la presa—. ¡Ya estoy harta de tus tonterías! ¡Si no quieres perderlo de vista mira tú también!

—¡Que el Diablo te lleve! ¿Sabes cuánto tiempo llevamos persiguiéndolo para que ahora tú no hagas tu trabajo? ¿Eh? —el guerrero segaba la hierba frente a sus pies en tanto su rostro se torcía en un gesto de desprecio—. Por si ya no te acuerdas, el mes que viene se cumplirá un año desde que ese maldito… —se atropelló víctima de la ira al referirse al ser— engendro, mató a Enkanis. ¡Un año ya!

—Te digo que te calles… —amenazó Hunna enfriando y bajando el tono, hasta convertirlo en un quedo murmullo—. Por si no lo recuerdas tú, era mi esposo además de tu hermano. Y pienso vengar su muerte, como sea.

Un incómodo silencio rodeo a ambos como un sudario, trayendo consigo recuerdos de un pasado que quedaba más distante cada día que transcurría sin que lograran su meta.

—No consigo olvidar esa imagen… —rompió finalmente a hablar Phren, casi rechinándole los dientes al vocalizar—. La tengo grabada a fuego en mi memoria y por más que trato de ignorarla me persigue a cada momento. Allí, mi hermanito, sobre la hierba, rodeado de un charco rojo de sangre, con los ojos saliéndosele de sus órbitas, fijos en mí, como culpándome de su muerte, de no haber estado cuando me necesitaba…

»Y ese engendro gris —prosiguió al punto, recuperando aplomo en su voz—, sobre su pecho, sobre su cadáver, con las fauces abiertas, goteando la sangre de su garganta destrozada…

En esta ocasión la hechicera no contestó. Bajó la cabeza para esconder la solitaria lágrima que descendía por su mejilla, ahogando un suspiro de pesar y dolor por la ausencia de su marido.

—No va a escapar, Phren —logró decir la mujer, sacudiendo la cabeza con energía—. Te juro que no va a escapar.

Dyreah permanecía escondida junto al lugar donde se habían detenido los dos rastreadores, escuchando cada palabra de su conversación.

No le cabía duda que lo único que unía a aquella curiosa pareja era el afán de venganza, pues ni siquiera los lazos familiares entre ellos eran directo. La otra idea que le vino a la cabeza fue la imagen que guardaba intensamente en su memoria de la supuesta presa. Por un momento casi había llegado a sentir compasión por el animal, pero tal y como afirmaban los dos sujetos, que no tenían motivos para mentir, podía tratarse de una bestia peligrosa y despiadada. Por su aparente fortaleza, agilidad y conocimiento del bosque, bien podía tratarse de un consumado cazador. Sin embargo, su mirada… Dejarse arrastrar únicamente por una impresión momentánea podía ser un grave error. Más le valía no olvidar que se trataba de un animal salvaje, y por lo tanto, impredecible.

Agazapada entre los ramajes, percibió cómo se le erizaba el pelaje al escuchar los pasos de los humanos acercándose a su precaria posición. Todos los músculos de su pequeño cuerpo se pusieron en tensión, alertas a cuanto pudiera ocurrir.

—Tiene que andar por aquí —aseveró la maga, el origen de su voz peligrosamente próximo—. Nada se ha movido entre la maleza en los alrededores y desapareció por esta zona. Prepárate, Phren, tiene que estar escondido, dispuesto a atacar si nos descuidamos.

—Por mi parte no pienso descuidarme —sentenció con firmeza Phren—. A mí no me pillará desprevenido como a Enkanis. Si quiere morder algo, se tragará mi espada hasta que le salga la punta por el estómago. Por Dios que así será.

Hunna asintió levemente ante las palabras de su cuñado, avanzando despacio y concentrándose en un nuevo conjuro de ataque. Sus labios desgranaban en silencio las palabras del hechizo, dejándolo dispuesto para ser lanzado en cuanto diera con el rastro del escurridizo enemigo.

Dyreah se encogió más aún sobre sí misma a la espera de que se diera la voz de alarma, descubierto ya su escondite, y comenzara a explotar la magia a su alrededor arrasándolo todo, incluida su persona.

El grito no tardó en oírse.

—¡Phren! ¡Phren! ¡Ahí! —exclamaba la hechicera con excitación a la par que apuntaba con el dedo entre los matorrales—. ¡Está ahí!

Dicho esto, y antes de que el guerrero lograra reaccionar, pronunció las sílabas del conjuro que guardaba entretejido. La magia cobró vida en una llameante flecha verdosa que voló presta en busca de su objetivo.

Dyreah, con los ojos bien abiertos y girando la cabeza en todas direcciones, buscaba frenética el efecto mágico a su alrededor, asustada más que sorprendida al no hallar cambio alguno en su entorno inmediato. La comprensión fue alcanzando lentamente su cerebro cuando se percató de que la explosión se había dado a cierta distancia y que las dos figuras se estaban alejando rápidamente de ella.

—¡Has fallado! —vociferó el hombre con voz entrecortada, corriendo tanto como le permitían sus piernas—. ¡Maldita seas, Hunna! ¡Has fallado!

Una veloz silueta moteada había esquivado ágilmente en un salto el cerco de llamas verdes que estallara donde antes se aposentaba, entregándose nada más aterrizar a una zigzagueante carrera entre la maleza, con los dos humanos detrás de sus talones.

La semielfa en su menudo cuerpo de felino suspiró una, dos y tres veces hasta recobrar la respiración que había estado aguantando sin darse cuenta, llenando sus pulmones de aire y de los olores de la floresta. El rastro de los perseguidores comenzaba a desvanecerse en la distancia, y sus voces, lejanas ahora, lo confirmaban. Respiró otra vez y tras resoplar sonoramente, se atrevió a estirarse con cuidado. Puso en juego sus articulaciones y comprobó la movilidad de su tobillo herido. A sabiendas de que su curación se aceleraría por la magia sanadora de su armadura, tras gatear despacio fuera de los matorrales recuperó su forma natural, con la consecuente nostalgia que siempre traía consigo la transformación. Se sentó sobre la hojarasca con las piernas cruzadas y comenzó a masajearse con las manos la zona herida. No parecía grave, incluso si tenía cuidado podría caminar, siempre que no forzara la articulación. Terminado el examen, decidió ponerse en pie y alejarse de allí lo antes posible, no fueran a regresar aquellos dos.

Acababa de posar una mano en tierra buscando un apoyo para alzarse, cuando un quedo gruñido sonó a sus espaldas. Se giró en el suelo al punto, tanteando nerviosa con los dedos en busca de su espada, para hallar más allá, medio escondida entre los ramales, la cabeza de un gran lobo de pelaje gris que la miraba fijamente.