13
TRAS LA HUELLA DEL MAL
Galaan, año 248 D. N. C.
—¡Tabernero! ¡Otra jarra de cerveza!
El ambiente de la fonda se animó rápidamente ante estas inesperadas y bien acogidas palabras del forastero vestido de negro.
Multitud de copas y jarras casi vacías se elevaron en señal de saludo al extranjero, deseando que la Fortuna le mirara con buen ojo en su camino y que Mansaoz, el posadero, les sirviera más de su potente cerveza.
La noche acababa de comenzar.
Las bebidas corrían de vaso en vaso y éstos de mano en mano, mojando pecheras, barbas y bigotes por igual o resbalando hasta el suelo, convirtiendo el piso en una superficie cada vez más resbaladiza, y por ende, peligrosa. La embriaguez de los presentes tampoco contribuía en la prevención de accidentes.
Pronto el sonido de la madera al romperse y astillarse hizo ecos en la sala, siempre acompañado de las estruendosas carcajadas y los zafios vocablos usados por los compañeros del borracho que se prestaba despatarrado sobre los restos de una silla desvencijada.
Zurdskar era quien más disfrutaba de todo cuanto ocurría en la taberna. El Sucio Agujero era todo cuanto el sicario esperaba que fuera un antro del barrio pobre de la ciudad. En este tipo de ambiente se había criado y vivido durante toda su vida, sabiendo con quién aliarse en cada momento para lograr sobrevivir; al igual que de quién mantenerse alejado. Debía reconocer que las cosas le habían marchado muy bien desde que se pusiera al servicio del poderoso y enigmático Jefe.
«Ya lo creo que me han ido bien», se dijo para sí el mensajero y asesino en ocasiones, con las manos alrededor del vientre desnudo de una de las camareras del local. «¡Si no fuera por el imbécil de Slothran, bron de Xolah!», pensó con sorna y desprecio.
—¡Venga, nena! ¡Hazme perder el sentido! —exclamaba a voz en grito, con la mujer sentada en sus rodillas y una jarra de negra cerveza en la mano.
Un grupo de facinerosos contemplaban con suspicacia al forastero alborotador, acomodados en una mesa cercana al núcleo de la algarabía. Con un gesto de cabeza, el cabecilla indicó a uno de los hombres que tenía trabajo por hacer.
El energúmeno, de una altura considerable y un pecho como un barril de ancho e igual capacidad a la hora de almacenar bebida en su interior, se dirigió con pesadas y descompasadas zancadas hacia el juerguista de oscuras vestiduras, dispuesto a arruinarle toda la diversión por medio de la fuerza bruta. Los extranjeros alborotadores no eran bienvenidos en aquel antro.
—¡Eh, chicos! —exhaló Zurdskar al ver acercarse al hombretón y la burda expresión que se dibujaba en su asimétrico rostro—. ¿Habéis visto alguna vez montaña tan alta de heces de raigan?
Las reacciones de los ebrios espectadores fue variopinta, en un amplio juego de carcajadas desbocadas, débiles risotadas y un tenso silencio en aquellos que la bebida no había nublado de forma absoluta la cordura o la sensatez. La camarera trató de evadirse, consciente del peligro, mas la férrea mano del forastero la retuvo en el sitio.
—¡Tsh! ¿A dónde crees que vas? —preguntó Zurdskar a la mujer, para después girarse hacia el grandote—. Y tú, ¿qué quieres? ¿No ves que estás asustando mi hermosa compañía?
El bruto torció la boca en una extraña y desagradable sonrisa y buscó a su espalda un recio garrote, que pronto enarboló sobre su cabeza.
Sus intenciones quedaron bien patentes para todos los presentes, que corrieron a apartarse del altercado o buscaron refugio tras el precario mobiliario de madera carcomida de la taberna.
La camarera luchó frenética contra los férreos dedos que se clavaban en su antebrazo, tratando de refugiarse del inminente porrazo que se precipitaba sobre su menudo cuerpo. Indefensa y sin escape posible, cerró los ojos con fuerza a la par que chillaba de pánico.
Pasaron segundos en una agónica espera en la que escuchó un ruido, como un gorgoteo, tras el cual se produjo un retumbo acompañado del ruido de la vieja madera al quebrarse. La curiosidad superó al miedo y la muchacha entreabrió los párpados, aún con las manos ante los ojos.
El gigante se debatía sobre los restos de lo que había sido una mesa, moribundo con los ojos abiertos como platos y una expresión estúpida en el rostro. La vida se le escapaba rápidamente en un reguero carmesí que resbalaba por sus manos y brazos hasta el suelo, brotando de la profunda herida en la garganta, abierta por el puñal que se hincaba letal en su carne.
La asustada mujerzuela alzó la cara para ver al tenaz captor que no la liberaba aún de su presa. El rostro de Zurdskar estaba desfigurado por la rabia y la furia a partes iguales, con los ojos clavados en el grupo reunido tras la mesa, e ignorando el agonizante cuerpo de su víctima.
—Me disgusta profundamente que me molesten cuando estoy bebiendo con mis parroquianos. Más aún si estoy disfrutando de las atenciones de una guapa muchacha —añadió acariciando las mejillas de la aterrorizada camarera.
»Os invito a que os larguéis de este antro, antes de que me enoje de verdad —sentenció el sicario sin apenas mover un músculo de su cuerpo.
El trío de maleantes había contemplado sin pestañear cómo moría —asesinaban— a uno de los suyos. Mientras el primero de ellos buscaba con la mirada al que debía ser su líder esperando instrucciones, el otro rápidamente había echado mano a la empuñadura de su espada y se disponía a levantarse de su silla. Fue de inmediato detenido por el cabecilla que gesticuló admonitoriamente y se incorporó de su asiento.
Quedó en pie durante unos segundos, las frías miradas de ambos entrecruzadas en un inquisitivo duelo sin clemencia para el vencido.
En esta ocasión Zurdskar se encumbró victorioso en el lance, desde su miserable trono tras la mesa, con la camarera en sus rodillas y la jarra de cerveza en la mano.
El supuesto líder dio la espalda con petulancia y desprecio al forastero y conminó a sus hombres a que le acompañaran en su partida. Éstos, sumisos, acertaron a obedecer a su jefe y seguirle hasta la puerta de acceso de la taberna, no sin antes dedicar miradas asesinas al individuo que seguía cómodamente sentado disfrutando de su bebida y que además tuvo el descaro además de despedirlos con un brindis.
—Miserables cobardes —dijo Zurdskar—. No vuelvas a intentar escaparte de mí, ¿me oyes? —amenazó con el ceño fruncido a la muchacha, que de inmediato cabeceó nerviosa en asentimiento con los ojos bien abiertos.
El extranjero se carcajeó con ganas, autoerigido señor de la sala.
Durante nueve días ella había seguido al infame secuaz y por nueve noches se repitieron los mismos sucesos.
Al ocultarse el sol, Zurdskar acudía sin falta al peor tugurio de la ciudad donde tuviera que pasar la noche. Allí disfrutaba de la enrarecida atmósfera, acompañado de los demás asiduos borrachos y la peor escoria de cada villa. En tales ambientes se desenvolvía con absoluta soltura y agrado.
Hacía ya casi una semana desde que ella comenzara la persecución del sicario de El Jefe, de poblado en poblado y de taberna en taberna, mas realmente poco territorio habían recorrido. No podía evitar sorprenderse ante la increíble cantidad de asentamientos de mala reputación situados a lo largo de la carretera hasta la comarca de los Dientes del Trueno, y por el increíble olfato que tenía el espía para hallar los más oscuros y asquerosos salones de cada pueblecito. Trasnochando aún a escasas horas antes del amanecer, y durmiendo solaz y perezosamente hasta pasado el mediodía, las jornadas de viaje no podían ser muy largas, lo justo para alcanzar la próxima villa. Tras estos nueve días todavía no habían alcanzado la efemérides del camino hacia las orillas del río Niaman.
Ya ni siquiera prestaba atención con sus agudizados sentidos a la conversación del ruin personaje, esperando captar alguna información que pudiera ser de gran importancia en su cometido, razón por la que rondaba y vigilaba a Zurdskar. Ahora, sólo esperaba que la condujera al corazón de la organización criminal; a un lugar que, recordando la última confesión que sonsacara al zafio de Jozz antes de acabar con su miserable vida, no podía ser otra que Hilson.
Este taquicárdico ritmo de vida mermaba gravemente sus fuerzas y quebraba su espíritu, el ansia de proseguir con su infructuoso cometido y tratar de encontrar su propia paz; mas la consecución de esta anhelada meta pasaba por cumplir varias premisas. La primera de ellas, impartir justicia.
Con el cuerpo apoyado en el alféizar de la ventana abierta y la cabeza torcida a un lado, había perdido por completo la atención hacia el sujeto al que acechaba.
La argéntea luna vigilaba en lo alto, como el brillante ojo guardián de una benévola diosa que vela por aquellos que sobreviven bajo su inhóspito manto. Tal vez fuera en verdad la representación de una deidad como defendían los elfos, pero diosa o no, contemplarla significaba alivio y bienestar para la gata de aureola mágica que vivía en su auspicio.
Una explosión de cristales rotos seguida de una lluvia de fétido licor la devolvió bruscamente a la realidad.
Sacudió la testa tratando de librarse futilmente de la apestosa cerveza que manchaba y mojaba su oscuro pelaje. El brebaje arañó el delicado gusto de su áspera lengua y provocó una repentina sensación de náusea en su diminuto estómago. Abrió las fauces en dos leves estertores tratando de desembarazarse del amargo regusto que impregnaba su paladar y de la película vaporosa que vidriaba su visión.
Alerta y con los bigotes erizados, fijó sus redondeadas pupilas en el interior del edificio.
Una gran pelea había estallado en la posada.
La lucha con jarras, sillas y patas rotas de las mesas pronto tomó un cariz más serio cuando hicieron acto de presencia los cuchillos, las espadas y las armas contundentes.
El conflicto era generalizado. Todos los presentes del local estaban implicados de un modo u otro. Uno de ellos había sido quien lanzara por los aires la jarra de espumoso y amarillento líquido que se estrellara cerca de donde la gata reposaba escondida. Fue su último acto, pues a continuación una daga le rebanó la garganta de lado a lado.
Fue la primera sangre, pero no la última que se vertería aquella noche.
El relativo buen ambiente de sosegada camaradería que antes se respiraba, pronto desveló el rostro que se ocultaba tras la máscara; el rostro de macabras facciones y afilados rasgos de la Muerte.
Las espadas chocaban y el estrépito se regaba con enardecidos gritos de violencia y dolor, los hombres embrujados por el ansia de matar y la capacidad de desarrollar dicha capacidad sin contemplaciones. Ora una aguzada hoja perforaba las tripas de su víctima, ora una maza tronchaba un cráneo e incrustaba las vértebras del cuello en la zona alta de la espalda. Pringosos fluidos humanos manchaban el piso y un creciente número de cadáveres decoraba el rancio entarimado.
Odio. Miedo. Locura. Las intensas emociones provocaban e incitaban a que los presentes bailaran frenéticos en el macabro compás que los conduciría hasta el fin de sus vidas. Sólo dos individuos guardaban la serenidad en aquel mar de caos que se había desatado y cuyas olas lo barrían todo. Y sus miradas se cruzaron.
La vigilancia era extrema uno del otro, sólo permitiéndose ambos acabar en rápidas y letales estocadas con aquellos desafortunados cuyos tropezones los llevaban a su cercanía.
Ninguno deseaba que la situación se dilatara, por lo que pronto volaron sendos cuchillos en un agudo zumbido sólo roto por el chasquido del metal. El primero se clavó profundamente en la madera de la pared. El segundo fue bruscamente detenido en su trayectoria por una espada hábilmente esgrimida. El desenlace no iba a resolverse de forma tan sencilla.
La gata estudiaba ahora la escena con renovado interés, al percatarse de que en esta ocasión Zurdskar se había topado con alguien de su talla, tan traicionero y ruin como él mismo.
Como dos cobras dispuestas a clavar mutuamente sus venenosos colmillos, los dos viles asesinos danzaban uno alrededor del otro, sus ojos inyectados en sangre, haciendo sonar el cascabeleo metálico de las armas que portaban, tanto las mostradas a simple vista como las escondidas.
Sutiles estocadas de tanteo comenzaron a deslizarse entre ambos, mas dispuestos en un principio a esquivar los embates del rival que lanzarse a un súbito ataque que quizá se convirtiera en el último por su precipitación. Las defensas eran férreas, seguras al basarse en la oscura experiencia de las calles, sin duda la mejor maestra, de sobrevivir a ella.
La primera sangre la logró Zurdskar, que aprovechó la mínima distracción al bailar los cristales de una botella rota a los pies de su contrincante para lanzar una rápida cuchillada sobre la mano que empuñaba el arma. Una sonrisa torcida se dibujó en sus labios.
El otro no se dejó amilanar, respondiendo con una cinta de su propia hoja en una sucesión de estocadas que concluyó con una hábil patada a la rodilla de Zurdskar.
El sicario trastabilló retrocediendo para no caer, sus ojos clavados implacables sobre su resbaladiza presa, mas ojos que amenazaron con salirse de sus órbitas incrédulos al sentir como el metal se hincaba en la carne detrás suya, arañando hueso en su camino.
—Traidor…
Fue todo cuanto pudo balbucir antes de desplomarse agonizante en el suelo del tugurio, en un creciente charco carmesí formado por su propia sangre. Acto seguido el subordinado de su adversario le liberó de la mortífera presa del cuchillo que había clavado hasta la empuñadura en su espalda.
El líder dedicó un leve cabeceo de complacencia a su socio y tomó el mejor camino hacia la puerta del local, satisfecho con el desenlace, aunque masajeándose la muñeca herida con la otra mano.
No tan gustosa se sintió la felina, que observaba incrédula el curso que habían tomado los acontecimientos; unos acontecimientos que le dejaban en una situación más que precaria para sus objetivos.
Se incorporó de su escondida posición en el marco de la ventana dispuesta a marchar por ella, mas no sin antes dedicar una última mirada atrás para cerciorarse de la inesperada muerte de Zurdskar, muerte que le robaba la que hasta ahora era la mejor pista que tenía.