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CONFLICTOS EMOCIONALES
Xolah, año 248 D. N. C.
—¿Segura estás, duan’Shar, de lo que hacer piensas?
La Dama Ayleen permanecía con la mirada fija en aquella que hasta hace unas horas era una de sus acogidas doncellas y que, de repente, se había desbrozado en una peligrosa intrusa de desconocidas pretensiones.
Sus maneras habían cambiado radicalmente, sus formas rígidas y disciplinadas en su papel de sirviente habían dado paso a una desenvoltura y una firmeza inconcebibles en aquella figura de delgado aspecto.
Las botas de caña alta engastadas sobre aquellas mallas de color negro, con el sobrio blusón teñido de suave tono azul conjuntaba ahora a la perfección con la bolsa y la espalda al cinto, al igual que las extravagantes muñequeras y diadema hasta aquel momento lucía encintadas en oscura tela para no desvelar su tono plateado.
Mas la firmeza de sus afilados rasgos y la profundidad de su mirada enmarcadas por las sombras que dibujaba la luz que se colaba en la negra capa resultaban lo más impotente y atemorizador en la mujer que hacía llamarse Vishleen.
—Así que… tú eres Sombra Plateada… ¿verdad? —se aventuró finalmente La Duquesa, harta de mantener el impáss.
La apelada asintió sin intención de hablar por el momento, acomodada en la pared de la estancia en tanto la señora de la mansión permanecía sentada en un cómodo sillón. Basshlia, en su actitud protectora de siempre, permanecía en pie al lado de su compañera.
—No voy a andarme con rodeos —añadió Ayleen acabada su escasa paciencia—, pues has habitado bajo el techo en mi casa y me gustaría saber qué te ha traído aquí, porque no creo que haya sido una mera coincidencia.
Sombra Plateada se removió un poco de la pared, al parecer dispuesta a romper su mutismo.
—No, no lo fue —confirmó la misteriosa salteadora nocturna, buscando asiento frente a su interlocutora para poder conversar desde una posición más cómoda para ambas—. Era muy consciente de mis motivos.
—¿Y cuáles eran éstos, si se puede saber? —inquirió sin dejarse llevar por la aparente calma de la muchacha.
—Sencillamente, necesitaba un lugar donde alojarme en la ciudad, un lugar donde adoptar una nueva identidad fuera de sospechas —comenzó a explicar Vishleen, sin ánimo ya de guardar más información y cediendo el porqué de sus decisiones—, un lugar cerrado donde no se me hicieran demasiadas preguntas… y, por supuesto, un lugar donde poder hallar también respuestas.
—¿Hallar respuestas? —La Duquesa pareció desconcertada por un momento, incapaz de seguir hacia donde se dirigía la joven en sus declaraciones—. ¿Respuestas a qué?
—Todos tenemos nuestras motivaciones, al menos eso ha parecido hoy aquí, durante la cena —se justificó—. Y es muy difícil encontrar un lugar mejor que la mansión de La Duquesa para llegar a los entresijos de los bajos fondos.
—Sí, supongo que tiene sentido… —Ayleen sopesó las palabras de la otra por unos segundos antes de continuar—. Pero en la reunión podrías haber tomado parte por cualquiera de los dos bandos, o por ninguno. ¿Por qué protegerme? ¿Por qué te debo la vida?
Vishleen acarició el brazo de la butaca con su mano, apreciando el tacto de la madera bajo sus dedos.
—La elección estaba clara —contestó de forma breve y escueta—. Tenía motivos contra Iscare. Contra vos… por el momento no.
Las palabras flotaron pesadamente en la atmósfera de la sala, provocando una tensa incomodidad en los presentes.
—Siempre lanzas esas frases tan llenas de amenaza, de odio… —se adelantó de nuevo la señora—. ¿Por qué tanta furia? ¿Por qué esa eterna cautela?
—¿Acaso nos podemos permitir menos en nuestro oficio? —arrancó la justiciera con clara vehemencia, entregada a sus pensamientos—. ¿Acaso podemos confiar en nuestro entorno, en quienes nos rodean?
—No… supongo que no —giró involuntariamente la cabeza para observar a Basshlia, una compañera en la que confiar en medio de la negrura de su mundo, una auténtica amiga en la que se podía apoyar sin reparo, y pensó en lo afortunada que era por tenerla a su lado—. Supongo que la muerte está detrás de cada esquina cuando es con ella con quien juegas cada mano.
El viento zumbó al otro lado de la ventana, haciéndose oír agitando las ramas de los árboles del exterior. La temperatura bajaba rápidamente aquella noche, provocando el crujido de los antiguos muebles de madera de la mansión.
—Bien… —rompió en esta ocasión el silencio la descubierta salteadora, quizá algo impaciente, su cabeza dándole vueltas a otros asuntos—. Parece que tenemos un objetivo común en todo esto, El Jefe, y ambas conocemos la supuesta fama de La Duquesa y de Sombra Plateada. ¿Por qué no hablamos de las personas que se mueven tras las máscaras?
—Yo —la señora titubeó, buscando la aprobación de su consejera antes de tomar una decisión. Basshlia asintió quedamente, silenciosa expectante del encuentro—, yo soy Ayleen Warh, no existe máscara alguna al respecto, sólo la voluntad de llevar a buen fin una venganza, venganza contra aquel que me robó, que nos robó, lo único que hubo de valor en nuestras vidas.
Vishleen no la interrumpió. La dejó continuar, escuchando atentamente.
—Derian Warh, auténtico artífice de todo este oscuro entramado bajo los túneles de esta asquerosa ciudad —la dama Ayleen se fue exaltando mientras iba narrando—, decidió tomar un camino para luchar contra toda esta corrupción y hacer algo por las gentes de este lugar: dominar todos los movimientos de los bajos fondos y así poder minimizar su efecto o reconducirlo a mejores fines —tomó un respiró y con una débil sonrisa se dirigió a la que fuera su sirvienta—. Creo que os hubierais llevado bien.
Vishleen advirtió como reverberaba siniestramente la última frase en su cabeza… y las implicaciones que trascendía más allá de la mera superficie de las palabras.
—Él fue quien nos recogió —prosiguió La Duquesa— a Basshlia y a mí de las calles y nos concedió la oportunidad de sobrevivir en un mundo lleno de maldad y aprender a sabernos valer en él. Pero él murió —su tono bajó a casi un susurro, un gemido—. Atentaron contra su persona y le entregaron a una muerte en vida que concluyó al poco tiempo, dejándonos sólo su recuerdo en nuestros corazones.
»Desde entonces, su causa es nuestra causa… ¡y nuestra venganza se cumplirá cuando sufran su castigo aquellos que lo asesinaron, a órdenes de El Jefe!
Ayleen estalló en una profunda y áspera tos que la obligó a recostarse en el respaldo de su sillón, tratando de recuperar aire en amplias inspiraciones. Rauda, Basshlia se precipitó a ayudarla, sacando de su túnica una pequeña redoma brillante de color ámbar que pronto llevó a los súbitamente azulados labios de su señora. La Duquesa bebió algún que otro corto trago y pareció que lentamente recuperaba el hálito y el color regresaba a sus pálidas mejillas.
—Estoy bien, Basshlia… —la instó a su obviamente preocupada amiga—. Créeme, ya pasó.
La consejera, no del todo convencida recuperó su posición en pie junto al butacón de la mujer. Sus dedos se movieron ágiles y guardaron la redoma en los pliegues de sus ropajes.
—Como te habrás dado cuenta, —Ayleen añadió dirigiéndose a Vishleen tras inspirar profunda y sonoramente—, el mal que llevó a la muerte a mi predecesor no le afectó sólo a él —hizo un gesto agrio con la boca, cuya comisura estaba levemente manchada de sangre—. Una parte residual también a mí me alcanzó, aunque con suficiente fuerza como para ir mermando mi salud progresivamente cada estación.
»Sé que tengo los días contados, pese a los capaces cuidados de Basshlia y la riqueza que me rodea —la consejera bajo la mirada al suelo al escuchar dicha afirmación, sus rasgos tensos y con arrugas dibujándose en su jovial rostro, víctima de la frustración y la impotencia—. A ella no la gusta que hable sí —sonrió con flaqueza—. Me tiene en demasiado aprecio como para soportar escucharme hablar de rendirme, pero siempre es más fácil afrontar la acometida del Adversario cuando se le mira a la cara.
Vishleen asintió con vehemencia, no perdiendo los ojos de la mujer en ningún momento, consciente de la certeza y lo ineludible de su comentario.
—Y ésa es toda la historia —se atrevió a concluir Ayleen, abriendo las manos y mostrándolas boca arriba—, y el porqué todo tráfico ilegal pasa por la mansión y por manos de La Duquesa.
»Y, ahora… ¿cuál es tu historia, Sombra Plateada?
—Como habréis supuesto —comentó a hablar la interpelada con una prontitud y un timbre tan cadencioso que sorprendió a las mujeres—, Vishleen no es mi verdadero nombre.
»He asumido a lo largo de mi escasos años tantas identidades que luego resultaron truncarse víctimas del destino, que me he decidido a no poseer ya ninguna —sentenció la elfa con total calma, aunque un leve titubeo en su voz delató la imposible frialdad que trataba de reflejar.
»Quizá no somos tan diferentes, Ayleen —hizo una breve pausa entre comentario y comentario, reordenando sus pensamientos—. Vivimos en pos de algo ajeno a nosotras mismas, cuyo origen proviene de otros que estuvieron antes que tú y que yo, cuyo legado soportamos ahora sobre nuestros hombros.
Esta vez fue el turno de La Duquesa de asentir sobriamente, su atención entregada a las reflexiones de la desconocida joven. Basshlia hacía eco de la actitud de su señora.
—Provengo del sur, de Adanta —continuó explicando—, y el motivo que me ha llevado tan al norte es seguir la pista de aquel que se hace llamar El Jefe. Con él tengo una afrenta personal que salvar, pues se trata de un ser que no merece seguir pisando este mundo ni un sólo día más, apestando la misma tierra con su mera presencia.
La Dama Ayleen afirmó a coro con Basshlia en una sincronicidad digna de la mejor de las coreografías.
—Pero ahora, con Slothran muerto, estamos igual, sin ninguna pista de cómo localizar a ese maldito asesino —concluyó desesperanzada la justiciera.
—Inevitable fue, su destino sentenció —intervino la consejera, lamentando a su vez lo ocurrido.
—Sí… —agregó Vishleen sin convicción alguna, con un amargo sabor de boca al recordar cómo el bron de la ciudad había muerto a manos de la guardia de la mansión al tratar de rebelarse.
—Seguimos teniendo fuentes que nos pueden informar sobre nuevas pistas de su paradero —comentó Ayleen, tratando de evitar que cayeran en la melancolía y dándose con ello ánimo a sí misma—. Mientras estamos hablando, ya se están ocupando de dejar a Iscare Slothran y a sus hombres en el cuartel, disponiéndolo todo como si hubieran sido sorprendidos en plena noche en un ajuste de cuentas.
—¿Y el mago? —se interesó la salteadora nocturna, desconocedora del destino de aquel anodino hechicero de tranquilas maneras y pragmática conducta.
—Los magos en estas lides muy prácticos resultan —fue ahora la consejera quien respondió, adelantándose un breve paso—. Una vez que aquel que de sus honorarios hacerse cargo desaparece, hasta que son contratados de nuevo sus asuntos terminan. Un par de horas hace que tranquilamente por la puerta principal de la mansión salió, con una ligera bonificación que sus buenos tratos con esta casa asegurará —añadió con un deje de picardía en su voz.
—Ajá… —fue la lacónica respuesta de la heredera élfica, sopesando en sus privados pensamientos los acontecimientos ocurridos recientemente—. Entonces, mi tiempo aquí ha acabado. Y ahora debo marchar.
Vishleen se irguió de su asiento en toda su estatura, imponente ahora que lucía su atuendo de luchadora, disponiendo sus ropas y enseres en un gesto instintivo y asegurando el pomo de su espada plateada en su cintura. La Dama Ayleen la imitó, levantándose a su vez.
—No es necesario que te marches, o al menos no tan pronto —sugirió la señora, acudiendo a su mente una nueva e interesante idea—. Perseguimos un mismo fin, podemos unir fuerzas.
La salteadora nocturna quedó estática en su pose mientras a su cabeza acudían recuerdos de anteriores alianzas y el destino que estos vínculos trajeron consigo.
—No, lo siento —denegó, con la mirada aún perdida en otro lugar, en otra tierra—. Donde voy, voy sola.
La resolución fue aceptada, no sin recelos por las ventajas que podría suponer tener a Sombra Plateada como una aliada en la lucha de los bajos fondos de Xolah. Tratando de llegar más hondo en las motivaciones de la joven guerrera, La Duquesa escudriñó con detenimiento en los fulgurantes y enigmáticos ojos de jade de su inesperada invitada.
—No eres una elfa… ¿verdad? —esbozó la señora de la mansión en una mezcla de curiosidad y timidez—. Al menos no una elfa pura de raza.
—No lo soy, soy una mestiza —aclaró la joven sin darle mayor importancia a aquel detalle.
—Bien… sea —apostilló la mujer, creyendo ahora cuales eran las circunstancias que exhortaban a la muchacha a actuar de aquel modo—. No seré yo quien te retenga, menos aún después de que hayas salvado mi vida —constató con una clara y agradable sonrisa, deseosa de mostrar su mejor voluntad—. ¿Al menos puedo recompensarte de algún modo?
—Sólo continúa con tu labor y… hazla bien —correspondió a la cálida sonrisa con otra aún más brillante que aguardaba escondida desde hacía tiempo a que se abriera una brecha por la cual liberarse y salir—. Y… Basshlia, perdona el engaño de la otra noche; y de las anteriores. Era necesario.
—Tus motivos tenías, Vishleen. Que perdonar no hay nada —desestimó la fiel consejera con un cabeceo y un aleteo de su mano saliendo de los pliegues de su túnica, restándole importancia al asunto.
—Bien, entonces ha llegado la hora de decirnos adiós, Vishleen. Aquí entre estas paredes siempre tendrás un lugar donde refugiarte —se despidió Ayleen con cierta emoción, que ofreció su mirada como mejor saludo que si hubiera extendido la mano—. Espero que volvamos a encontrarnos en un futuro más agradable.
La semielfa sonrió al escuchar la grata despedida, se caló la capucha sobre el rostro y contestó en tanto se encaminaba al exterior del edificio.
—Tal vez…
La noche, el refugio de los proscritos.
La vida en las sombras había terminado por convertirse en una sensación de seguridad, de aplomo. Era un mundo que ella se había visto obligada a aprender, a reconocer en sus secretos y sus trampas, a desenvolverse con soltura sin las limitaciones sociales. He aquí lo que ocurría; en su fuero interno se sentía rechazada y al margen de la sociedad. Una proscrita.
Sola y a la caída de la tarde, no tendría problemas para sobrevivir ni para lograr las metas que perseguía.
Los sucios callejones se extendían formando una tupida red de inmundicia y peligrosidad. Las cofradías del crimen despertaban y se ponían en movimiento, conspirando robos y asesinatos por igual, inmersos en su propio mundo de tinieblas. Tenían suerte, mucha suerte. Sombra Plateada descansaba aquella noche.
Sus decididos pasos la llevaron a una dirección en concreto, ubicada en la zona media de la ciudad. Un edificio que visitaría por primera y última vez. Debía asegurarse de que los guardias a sueldo de La Duquesa habían cumplido pertinentemente su cometido antes de abandonar aquella mugrienta urbe.
En cuanto sus ojos de jade vislumbraron la estructura del cuartel de la milicia local, su sibilino cuerpo se deslizó en la oscuridad de un callejón cercano.
Una escalera desvencijada de rotos peldaños y unos socavones abiertos en la fachada de una antigua casa abandonada aportaron los suficientes soportes para que la ágil justiciera ascendiera a los tejados.
Sus pies se movían veloces mas con cautela, sorteando las tejas sueltas y evitando que se desprendieran y se estrellaran ruidosamente contra el suelo, delatando así su posición. El liviano peso de su cuerpo le permitió salvar con facilidad los cuatro metros que la separaban del tejado del acuartelamiento, aterrizando con una voltereta y rodando por el suelo, alzándose seguidamente con elegancia felina. Avanzó cinco cortos pasos más, escuchó con atención y se precipitó desde la cornisa al vacío, obligando los brazos asidos al borde a que la sombra que era su cuerpo se internara por una ventana abierta del edificio.
Sin hacer ningún ruido, la mestiza de elfa aseguró la soledad del cuarto y cubrió la distancia que la separaba de la puerta. Volvió a detenerse para escuchar y giró el oxidado picaporte.
El chirrido de la puerta supuso un castigo para sus nervios en tensión, mas se arrojó al pasillo dispuesta a enfrentarse con quien se topara en su camino. El corredor estaba vacío. Pasó con cuidado frente a las puertas que se situaban a ambos lados del pasillo, esperando la presencia de algún guarda, mas parecía que aquella noche estaban todos de servicio. No, se equivocada en sus presunciones. Un olor dulzón que se iba agriando con el lento paso del tiempo, tenía su origen algo más adelante, al doblar la esquina.
Ya acariciando la empuñadura de la espada con los dedos, la semielfa recorrió en ángulo aquel espacio y giró el recodo para descubrir las formas de los cuerpos de dos soldados degollados y desparramados uno en el piso y el otro sentado de espaldas contra la pared, las heridas aún sangrantes.
Al parecer, la guardia de La Duquesa había realizado un trabajo muy completo. Demasiado completo. Ella no deseaba que hubiese muerto nadie más, pero a veces resultaba necesario.
A veces resultaba necesario…
Descendió las escaleras hasta el primer piso ahora menos cautelosa a sabiendas que no hallaría a nadie; al menos vivo. Volvió a equivocarse.
Un taconeo le advirtió de la presencia de otro ocupante en el interior del oscuro cuartel.
Se arropó con cuidado en su manto mágico y avanzó despacio, pausadamente, tratando de distinguir la situación del extraño por medio del oído. Pronto, los pasos de una sigilosa figura se destacaron del silencio que envolvía la estancia.
El hombre se acuclillaba estudiando el bulto desmadejado que debía ser el cuerpo sin vida del bron de Xolah, Iscare Slothran. El extraño parecía mostrarse molesto por su descubrimiento, tanto que lanzó una patada al cráneo del difunto agente de la ley, chocando éste con brusquedad contra la pared. Se irguió asqueado y se cruzó de brazos en actitud pensativa. La justiciera observaba con atención cuanto ocurría.
—A El Jefe no le va a gustar esto —susurró el intruso débilmente, hablando para sí.
No obstante, no tan bajo como para que el agudo oído de la semielfa no pudiera entenderlo y encresparse en reacción.
Sus manos desearon lanzarse hacia sus armas para arremeter contra aquel individuo, mas se obligó a mantener calma y recapacitar antes de actuar.
En tanto, el individuo se dispuso a abandonar la habitación y buscó una ventana para perderse en la negrura de la noche. No advirtió que una sigilosa habitante de las tinieblas le siguió como una segunda sombra.
Una silueta alada planeó desde los aledaños del tejado del acuartelamiento de la milicia hasta una cochambrosa y destartalada casa de paredes desconchadas y techo hundido. Se coló por la ventana y se dirigió en seguro vuelo hacia la presencia de una enigmática figura situada en un rincón de la sucia habitación.
—Ven aquí, pequeña y cuéntame lo que ha sucedido —musitó el individuo en respuesta a la llegada del animal.
«Ella ha estado en la casa. Encontró al otro humano y le ha seguido», comentó telepáticamente la azareth al varón escondido.
—Bien. Todo está ocurriendo como debiera —respondió para sí el sujeto encapuchado, aunque el brillo plateado de sus ojos se transparentó a través de la tela que cubría su rostro—. ¿Llevaba el Orbe? —preguntó al felino.
«Llevaba la bolsa», contestó con brevedad la azareth.
—Entonces ha llegado el momento de movernos —indicó el sujeto embozado.
«Ya era hora», añadió como réplica el felino, tratando de limpiar de sus peludas patas la porquería del lugar.