10
REUNIÓN DE CHACALES
Xolah, año 248 D. N. C.
Aquellos hombres avanzaban con orgulloso paso por las solitarias calles de la noche de Xolah.
Pocos eran los paseantes que no habían buscado refugio en sus hogares a aquellas horas, mas se apresuraban a apartarse del camino de la temible cuadrilla. La vida les resultaba muy preciosa.
Sus rostros eran fríos y afilados, como las armas que colgaban envainadas de sus cintos.
El bron de la ciudad encabezaba la marcha, directo, implacable, desafiando a quien se atreviera a importunarle en su camino.
Cuatro guerreros le acompañaban, los asesinos más avezados y experimentados de los que engrosaban las filas de la guarnición local, reconocidos todos ellos por su innecesaria crueldad. Por último, un hombre de ordinario aspecto y flaco semblante, con gruesas bolsas colgando de sus inquisitivos ojos y manos huesudas y nerviosas que no se decidía a guardar entre sus amplios ropajes.
Al final de la calle se situaba la suntuosa mansión Warh, morada de oscuras perfidias y funestos tratos, base de operaciones de La Duquesa, femenina figura que utilizaba tan certeramente su anonimato como una daga clavada por la espalda; su anfitriona en la velada de esta noche.
—Os lo repetiré por última vez —aleccionó Iscare Slothran a sus hombres—. Dejad vuestras espadas en las fundas mientras no os indique lo contrario si en algo apreciáis vuestro mísero pellejo. Mago —se dirigió con la mirada al anodino individuo de austero aspecto—. No pases nada por alto, ¿entendido?
El interpelado asintió con un movimiento de cabeza.
—Por lo que sé —prosiguió el bron más para sí que hablando con los demás—, esa zorra puede ser una hechicera. Ahora, disfrutemos del baile. Se celebra una fiesta en nuestro honor.
Vivaces teas suspendidas en altos postes iluminaban el recinto exterior de la mansión con motivo del encuentro, en muestra de cordial bienvenida.
Un nutrido grupo de criados esperaba a las puertas del edificio, para prestar sus servicios a los invitados. Los lacayos de las cuadras pronto se retiraron al advertir que los recién llegados llegaban a pie, prescindiendo de sus caballos.
Los hombres cruzaron el amplio y despejado patio y coronaron las escaleras que conducían a la puerta principal de la casa señorial. Allí una doncella de cabellos oscuros se destacó de los demás.
—Sed bienvenidos a la morada de la Dama Ayleen Warh, Duquesa de Anhux —saludó respetuosa la joven muchacha con una graciosa reverencia—. Mi señora se siente complacida por vuestra presencia y desea que vuestra estancia en su hogar os resulte grata. Acompañadme, por favor.
Las puertas se abrieron y la comitiva se adentró en el secreto lugar.
La luminosidad era débil en el interior del edificio, pese a los múltiples puntos de luz que se distribuían por el amueblado espacio. Los soldados caminaban algo encogidos, con las manos cerca de las empuñaduras de sus espadas, vigilando cada centímetro de las paredes, suelos y techos, buscando trampas que acabarían con sus vidas, pero que no encontraron. El mago, encerrado en su hosca actitud, recelaba de su entorno y se concentraba en los hechizos que albergaba en su mente. Slothran era el que avanzaba más confiado tras los pasos de la doncella, en actitud arrogante sin tolerar que nada le amilanara.
La muchacha que hacía las veces de guía y anfitriona recorrió otro largo pasillo enmoquetado y tapizadas sus paredes hasta alcanzar una amplia estancia decorada con claros tonos y valiosas sedas. Una gran mesa de madera de cedro de rectangular diseño esperaba en el centro de la sala, dispuesta para diez comensales. Sobre ella, una grandiosa lámpara araña de estilizados brazos dorados resplandecía con la luz de decenas de velas.
—Por favor, señores, acomódense —rogó con suave voz la doncella—. La señora les acompañará de inmediato.
«Sólo diez sillas», pensaba Iscare, meditabundo. «¿Qué significa esto? Aparte de mis hombres y yo mismo, sólo hay asientos para cuatro invitados más. ¿Qué sentido tiene?», se indignó el bron.
Sus preguntas tendrían que esperar, pues la muchacha había desaparecido de la estancia.
—¿Quién le acompaña?
—Los cuatro asesinos conocidos nos son, mas el sexto hombre de un hechicero se trata. Sus gestos lo delatan.
La Dama Ayleen Warh consideró las palabras de su consejera y las implicaciones que podrían tener si resultaban ciertas.
—Así que tenía a un mago trabajando en las sombras para él —se dijo más para sí que a su compañera—. ¿Crees que habrá dificultades? —buscó la certera opinión de Basshlia.
—No lo creo así, señora —dictaminó con sobria seriedad la consejera de la mansión.
—Entonces, que comience la función.
Iscare Slothran esperaba nervioso, con sus subordinados ya sentados a la mesa.
Alguno de ellos jugaba inquieto con su servilleta, no sabiendo muy bien qué hacer con ella, incluso con diversos de los cubiertos que se repartían por la mesa. No eran los candidatos idóneos para una cena de etiqueta.
Al bron le resultaba divertido ver la incapacidad de sus hombres para guardar las formas ante la mesa, mas la letal eficacia de los milicianos en el arte de matar enmendaba su ineptitud diplomática. También era curioso contemplar al mago recto como una tabla en su silla, con la servilleta reposando en su regazo y las manos entrelazadas sobre el mantel. Un muñeco de cartón se mostraría más animado que el anodino sujeto.
—Caballeros —la voz de la doncella de cabellos oscuros rompió el incómodo silencio creado en la sala—. La Duquesa de Anhux, la Dama Ayleen Warh.
Ante la crispación contenida de los presentes, la embozada figura de negro que era La Duquesa entró en la estancia caminando suavemente, como si flotara apenas unos milímetros por encima del suelo.
Iscare Slothran y el hechicero se levantaron de inmediato en señal de respeto, acto que los milicianos tardaron en comprender e imitaron con una absoluta falta de gracia en sus rígidos movimientos.
—Y la Consejera Ducal, Gincaela de Morn —finalizó la joven.
El bron de Xolah hizo caso omiso de la consejera, aquella zorra con rostro de niña que se había ganado su elevado cargo entre las sábanas de seda de su ama. Prefería permanecer concentrado como estaba en la presencia de La Duquesa, representante del auténtico peligro.
El denso misterio volaba como una aureola a su alrededor, amparándola y protegiéndola, al tiempo que servía para esconder sus propias y mortíferas armas. No la pensaba perder de vista en ningún momento.
La figura embozada se aproximó a su sitio sin prisa alguna, ajena a las atentas miradas de los invitados. Tomó asiento en la silla e instó a los demás a hacer lo mismo. Gincaela se aposentó a su derecha y la doncella se situó a su izquierda. Una silla quedó vacía un lugar más allá.
—Me siento honrada con vuestra compañía, Iscare Slothran —habló la Dama Ayleen Warh con voz melodiosa tras las telas que ocultaban su rostro.
—Me place compartir esta velada con vos, mi dama —respondió con aterciopelada zalamería el bron.
—La cena será servida en un corto espacio de tiempo —declaró la joven doncella de cabellos negros, recta, fría, inclemente e imperturbable en su silla.
Todos los comensales recuperaron sus enseres culinarios y se preparó para las viandas.
Los cruces de miradas eran múltiples y variados, mas el objetivo más reiterado era la embozada figura de La Duquesa. Eran tantas las leyendas y macabros rumores que circulaban acerca de esta extraña mujer de insólitas prácticas y hábitos… Alguno de los mercenarios rememoraba un concurrido chisme, muy extendido por las sucias calles de Xolah, una sátira historia en la que la Negra Señora que se sentaba en la mesa frente a él, controlaba una red clandestina de tráfico de esclavas que comerciaba con jóvenes núbiles de exquisita belleza, utilizadas para saciar sus umbrías y perturbadas ansías y que luego asesinaba en sádicos y crueles sacrificios a siniestros señores infernales. También se decía que guardaba la sangre fresca de sus víctimas como elixir de la eterna juventud.
Otro mercenario guardaba en su memoria aquel relato en que La Duquesa invocaba a los diablos del Averno con ofrendas de hombres capturados y degollados, y que después retozaba con ellos en las noches en que la luna desaparecía del firmamento, engendrando diabólicas y grotescas criaturas que la servían como sus criados.
—No veo que os acompañe vuestra mano derecha, Djucoh Adjei —señaló La Duquesa fijando su mirada en el asiento que ocupaba uno de los milicianos a la diestra de Slothran. El afectado individuo sintió que la muerte vendría pronto en su busca, que había sido marcado para morir.
—Y no nos volverá a acompañar nunca más, Dama Ayleen —sentenció Iscare con cierta acritud, ajeno al miedo que albergaban los corazones de sus hombres—. Esta mañana fue hallado muerto en su casa, con la garganta cercenada. Un obsequio de nuestro apreciado asaltante nocturno, Sombra Plateada.
—Lo lamento, bron Slothran —acompañó la anfitriona—. Tengo entendido que os era de gran utilidad en vuestros asuntos.
—Lo era, mi dama —finalizó el agente de la ley, no permitiendo que la sombra del justiciero nocturno se centrara en su mente en aquellos momentos.
Pronto las puertas se abrieron, accediendo por ellas cuatro sirvientas de humilde aspecto portando platos de comida que humeaban con delicioso y jugoso aroma.
—La cena, señores —anunció con desconcertante indiferencia la doncella sentada a la mesa. Alguno de los milicianos llegó a conjeturar que en realidad se trataba de un zombi, por su pálida tez, un muerto viviente robado del Séptimo Infierno insensible al dolor y al sufrimiento, deseoso de devorar carne humana. La danzante luz de las velas perfilaba malignos rasgos en su rostro.
Los soldados del bron gozaban de un voraz apetito usualmente, en especial ante tales platos rebosantes de ricos guisos y estofados repartidos por la servidumbre, mas en este día, un inusitado recato guiaba las grandes y encallecidas manos de los hombres a la hora de llevar los manjares a su boca.
Iscare Slothran aguardó unos instantes antes de comenzar a comer. La señal convenida llegó de parte del hechicero y, ya tranquilo, degustó los sabrosos alimentos. El mago tenía órdenes de ejecutar un hechizo que delatara si las viandas estaban envenenadas y proteger así al hombre que pagaba por sus variados servicios. El mago también cenó así más seguro, aunque no dejó de observar a la extraña criada con una bolsa al cinto sentada en la mesa.
Gincaela, ignorada hasta aquel momento, advertía y tomaba nota mental de todos los actos que acontecían en la sala.
Las sirvientas desaparecieron en cuanto apartaron la comida, mas no tardaron mucho en reaparecer con el segundo plato, más nutrido.
Los milicianos locales, perdido su temor inicial, desgarraban con los dientes gruesas tiras de carne que engullían sin escrúpulos ni miramientos y vaciaban en sonoros tragos altas copas de vino. Slothran, por su parte, comía con moderación y saboreaba leves sorbos del teñido líquido.
—Dama Ayleen —comentó de improviso el bron, cruzando sus manos bajo la barbilla—, no puedo evitar preguntarme por el asiento que permanece desocupado ante la mesa.
Pareció que hasta entonces nadie hubiera reparado hasta aquel instante en la silla vacante que esperaba invitado por el asombrado gesto que brotó en los rostros de los presentes, fijando ojos preocupados en este punto tan cercano a donde los guerreros se hallaban situados.
—No es más que una muestra de respeto a mi antecesor, el Duque de Anhux, Derian —contestó con voz medida La Duquesa—. Es una tradición que mantenemos en esta casa desde su trágica partida.
La imagen de un enorme demonio con grandes colmillos y garras materializándose sentado en la silla dispuesto a cenarse a los convidados se dibujó en la mente de muchos de los presentes. El tacto frío del metal junto a las caderas y próximo a sus dedos era un respiro para ellos.
—Ajá, comprendo —se dio por satisfecho el bron, mientras las sirvientas se presentaban de nuevo para retirar los platos vacíos.
La Dama Ayleen asintió a su vez y continuó degustando con parquedad de los platos que tenía delante.
—Y el verdadero motivo de esta reunión… —prosiguió Iscare, que no estaba dispuesto a actuar al ritmo que le concedía La Duquesa—, ¿cuándo tendremos el honor de descubrirlo?
La anfitriona sonrió débilmente, cruzando las manos sobre la mesa. Sus movimientos siempre lentos y acompasados, casi débiles.
—Creo… —su voz se difuminó en un cálido susurro—, que tal momento ha llegado.
Dicha afirmación logró la total atención del bron de la ciudad, al tiempo que ponía en inesperada atención a todos los invitados a la cena, cautos y deseosos de matar a la vez. Los únicos que parecieron un tanto inmutables fueron Gincaela, el mago y tal vez la sirvienta.
—Tengo entendido —continuó la señora, melosa en su tono como aterciopelada la telaraña que teje una viuda negra para atrapar a sus presas— que disponéis de cierta información harto interesante para mí y mis intereses privados…
—Y tal información es… —imitó Iscare la cadencia de voz sin dejarse amilanar, evitando pisar terreno desconocido.
—Conocer la mano que os sustenta, Iscare Slothran —se aventuró la Dama Ayleen sin más juegos—. Ni más ni menos.
—¿La mano que me sustenta? —replicó el bron más alterado que sorprendido—. ¿De qué estás hablando, mujer?
—Por favor —contestó La Duquesa con una sonrisa torcida en sus labios—, es de todos conocido que el hecho de que mantengáis la autoridad en el estercolero que es esta ciudad se debe únicamente a quien os colocó en vuestro estrado.
La misteriosa mujer iba hablando mientras observaba como la cólera iba avivándose en la mirada del bron, aunque aún no estaba del todo satisfecha, por lo que prosiguió.
—¿No habréis llegado a engañaros y creer que vuestra permanencia se debía a vuestra… eficiencia, verdad? —terminó con profundo veneno.
Iscare se levantó violentamente de la silla y apoyó las manos en la mesa para clavar su mirada en la mujer que se había atrevido a insultarle de tal modo. Sus hombres hicieron eco de las intenciones de su señor disponiéndose prestos a actuar.
—¡Maldita zorra! ¡No te atrevas a insultarme! —terminó por exclamar en un ronco grito el malcarado hombre.
—¡Entonces dime el emplazamiento de El Jefe y terminemos de una vez por todas! —saltó con igual ferocidad Ayleen, clavando sus dedos como garras en la superficie de madera de la mesa hasta dejar los nudillos blancos por la tensión.
Iscare entrecerró los ojos amenazante al advertir finalmente cuál era el asunto que le había llevado a esta invitación. No obstante, esta vez quien pareció más sorprendida por la acusación hecha fue la criada, que dio un visible bote de la silla y no pudo ni quiso evitar clavar una dura y fulminante mirada en el líder de la milicia local.
—Has pisado arenas movedizas, Duquesa, ¡y ahora te ahogaré en ellas! —sentenció Iscare buscando abalanzarse sobre las mujeres en tanto sus hombres desenvainaban sus armas.
«¡Al Diablo con todo!», decidió al fin la sirvienta, que se apartó de la mesa y buscó cobijo cerca de la pared, ganando tiempo.
La más rápida en reaccionar fue Gincaela, que en un rápido gesto seguido de unas cortas y ásperas palabras hizo brotar de sus dedos unos rojizos proyectiles mágicos que volaron raudos para alcanzar y derribar a tres de los secuaces del bron.
El mago no fue menos veloz y en un instintivo movimiento tejió las hebras de la magia para conjurar un escudo en torno suyo antes de dedicarse a labores más ofensivas.
Slothran se encaramó encima de la mesa tirando en su avance platos y copas, buscando el camino más corto hasta La Duquesa para terminar con todo lo más pronto posible. Una bola de hiriente luz se cruzó en su camino, invocada por uno de los anillos mágicos de Ayleen, que lo postró precipitadamente sobre las viandas, sin dejarlo inconsciente pero sí rabioso.
El ruido de botas al otro lado de la puerta se vio privado de poder acceder a la estancia cuando el mago bloqueó mágicamente la hoja, dejando a los soldados de la mansión aislados de la lucha que amenazaba a su señora.
La consejera invocó un nuevo conjuro cuyo objetivo directo era el mago que, al reconocer la naturaleza del mismo, pudo desviar lo suficiente para que al menos también afectara a su lanzadora, puesto que de un hechizo desbaratador de magia se trataba. A tal efecto, quedaron los dos frente a frente, incapaz ninguno de hacer uso de su arte.
El miliciano que no había sido víctima de los proyectiles mágicos encontró otro obstáculo en una zancadilla que no vio en su avance por alcanzar a las dos poderosas mujeres, advirtiendo también en una curiosa vista desde el suelo cómo la extraña y anodina sirvienta extraía de manera imposible una brillante espada de la pequeña bolsa que colgaba de su cinto.
Vishleen reaccionó con suficiente presteza como para apartar de una patada la espada de la mano del rufián y de paso golpear con el plano de su propia hoja su cabeza, sumiéndole en la inconsciencia.
El bron, ya incorporado y ante los impotentes ojos de Basshlia, se cernía sobre La Duquesa, desprovista de más defensas mágicas, confiada de las demostradas habilidades de su consejera y amiga. Una cruel sonrisa se dibujó en la faz del hombre, viendo entre sus garras a la mujer, ya casi al alcance de su espada.
«¡Al Infierno el resto de la mascarada!», se dijo para sí Vishleen antes de gritar buscando la atención del bron.
—¡Slothran! ¡Déjala en paz y enfréntate a mí malnacido! ¡Yo soy a quien buscas en realidad! —declaró para dar mayor peso a sus palabras.
El bron se giró lo suficiente como para contemplar por el rabillo del ojo cómo la criada que hasta hace escasos momentos se sentaba impertérrita a la mesa se deshacía de su amplio vestido con una mano en tanto con la otra portaba una luminosa espada con bastante aplomo y seguridad. Fue el fuego de su mirada lo que más le alertó de prestarle atención.
—¿Y quién eres tú, pequeña ramera —respondió al desafío de la sirvienta—, para que yo te esté buscando?
—Tu pesadilla —contestó con una sonrisa la joven a la par que con un elegante gesto extraía de su bolsa de cuero una oscura capa tan negra como la noche y la enroscaba en torno a su figura, silueteada ahora de plata.
El hechicero hizo intención de moverse, quizá para intervenir, quizá más bien para apartarse del foco de acción, intención que fue bruscamente interrumpida por la afilada hoja que se situó frente a su nariz.
—Y tú no te entrometas, mago —sugirió la voz de Vishleen desde la profundidad de su capucha—. Este asunto no te concierne.
El interpelado consideró el aviso con amplias miras y lo estimó correcto y acertado en todos y cada uno de sus puntos. Al instante bajó las manos y las posó sobre la superficie de la mesa, frente a la cual volvió a tomar asiento.
—Gracias —gruñó la asesina de los bajos fondos dejando al practicante de magia en un segundo plano. Toda su atención se cernía ahora sobre Iscare Slothran, al que no había dejado de observar en momento alguno.
«¡Sombra Plateada! ¡El Diablo se trague su alma inmortal! ¡Es Sombra Plateada!», exclamó para sí el bron, su cabeza amenazando con estallar. «Su rostro, el de la sirvienta, ¡yo lo he visto! ¿Cómo era? ¡Por los huesos de mis muertos! ¡Estaba demasiado atento a La Duquesa, no me fijé en la criada! ¡Oh, por la sangre del caído Athlan! ¡Sombra Plateada es una mujer!».
—Ahora que nos hemos encontrado cara a cara, Sombra Plateada, seas hombre o mujer, ¡morirás! —chilló Slothran arrojándose al frente con la espada en alto.
Lo siguiente en oírse fue un silbido metálico acompañado del choque del acero contra las losas que componían el suelo de la sala.
Iscare quedó mudo en su acometida, portando la mitad de su espada partida y tropezando por el impulso desequilibrado hasta desplomarse en el piso.
El bron bramó de dolor sujetándose el rostro del que manaba abundante sangre de la nariz rota, tratando de levantarse, con las manos asidas al respaldo de una de las sillas caídas.
—¿Te calmarás ahora? —cuestionó la justiciera nocturna con vehemencia.
—¡Zorra malnacida! —escupió Slothran en roncos murmullos.
—No demuestras demasiada inteligencia, Slothran —sentenció Sombra Plateada, volteando con sobrada habilidad la argéntea hoja y llevando su punta a rozar el gaznate del asesino.
Iscare Slothran se arrastró por el suelo buscando apartarse de la muerte en forma metálica de aquella endiablada espada. Jadeaba angustiosamente.
—Espero que reconsideres tu actitud —sugirió sin ofrecer alternativa posible la guerrera—. A esto podemos seguir jugando bastante tiempo, y créeme, estoy saboreando cada segundo.
El bron de Xolah, tirado en el frío piso, trató de moderar su ritmo cardíaco durante unos segundos. Luego, en un súbito movimiento a la par que retrocedía, buscó el apoyo de la cercana pared para ponerse en pie. Hecho esto y pudiendo mirar cara a cara a su rival o al menos la oscuridad de la capucha, Iscare Slothran recobró parte de su arrogante aplomo.
—Primero pienso sentarme —declaró con soberbia el bron, a pesar de que sólo brotó un hilillo de voz de su aún amenazada garganta.
—Tú mismo —contestó Sombra Plateada en un indiferente encogimiento de hombros sin bajar la guardia.
Mientras tanto, la señora junto a su consejera y el mago reclutado por el bron permanecían como meros espectadores de una representación cuyo guión desconocían en absoluto.
Moviéndose como un jerbo del desierto descubierto por su depredador, el corrupto agente de la ley alzó una de las caídas sillas y se acomodó en ella, tras lo cual se permitió unos momentos de respiro y buscó recuperar su dignidad malograda. La justiciera, sin prisa alguna, mas no dispuesta a demorarse innecesariamente, reanudó su presión sobre el individuo.
—Y bien, Slothran —continuó Sombra Plateada tomando a su vez un asiento para ella. Se sentó relajadamente volviendo la silla, apoyando un brazo en la madera en tanto con el otro mantenía en alto la reluciente espada—. Imagínate mi sorpresa cuando descubro que te traes juegos sucios entre manos.
—Al igual que todos los presentes —respondió con rapidez el desmadejado hombre.
—Deja aparte a La Duquesa —ordenó con voz abrupta la encapuchada—. No tengo ninguna disputa con ella… por el momento.
La Dama Ayleen se apercibió de las intenciones de aquella desdibujada sentencia.
—Así que me persigues por mis negocios turbios, ¿no es así, mujer? —inquirió Iscare a la encapuchada, otorgando a la última palabra todo el desprecio que pudo expresar.
»No eres mejor que yo —afirmó con altivez el corrompido agente—. Te vendes de igual modo que cualquiera cuando surge la ocasión.
—Tal vez —decidió Sombra Plateada restándole importancia al asunto—. Pero no he venido aquí a discutir sobre ética o principios. Tengo mejores cosas que hacer… como averiguar de quién eres sicario.
—¡Yo no soy el sicario de nadie! —exclamó exaltándose de nuevo el bron de Xolah.
—¡No me mientas, Slothran! —clavó su escondida mirada en el corrupto sujeto—. ¿O es que eres tan débil y estúpido que no te atreves a reconocer que eres un pelele en las intrigas de otro? —insinuó venenosa la encapuchada agarrando con violencia al individuo por la pechera haciendo retroceder la hoja de la espada.
Iscare Slothran aprovechó aquella oportunidad para trabar los brazos de la fémina y tratar de arrojar su mayor peso sobre ella. El intento resultó fútil, pues la justiciera esquivó con facilidad la acometida y el agente de la ley se precipitó de nuevo al suelo.
—Maldito seas, Slothran —esbozó Sombra Plateada en un reniego, propinándole de forma involuntaria una patada en el estómago motivada por la rabia y la impotencia. El hombre se revolvió en el piso buscando esquivar más patadas que no llegaron a repetirse.
—No estabas pensando en atacarme… —se preguntó la fémina más para sí misma que al bron de Xolah—. Sólo querías arrebatarme la capucha, desvelar mi rostro. ¿Tan importante es para ti? Pues te lo mostraré, pues no tengo ya nada que esconder.
Ante los ojos asombrados del aturdido agente de la ley y del resto de la audiencia, Sombra Plateada elevó sus manos hasta la capucha que escondía su rostro y la retiró.
Tras sacudir la cabeza para hacer volar su liso cabello oscuro liberado de la trenza, la tela descubrió un rostro de tersa piel clara, una pequeña nariz entre sus elevados pómulos que triangulaban sus facciones, una boca sensual de delgados labios de color malva y unos ojos almendrados dotados de una peligrosa ferocidad en su resplandor de jade. No obstante, el rasgo más significativo eran las delicadas orejas puntiagudas que embellecían su ya de por sí hermosa cara.
—Oh… —fue la expresiva exclamación que brotó del maravillado mago a sueldo.
—Una zorra elfa —insultó el humano con el escaso aire que habitaba sus maltrechos pulmones—. ¡Os deberían haber matado a todos hace décadas!
La mujer de milenaria herencia mordió con fuerza, reprimiendo su celada furia. Se agachó con celeridad e hincó su rodilla en la espalda del bron, presionando con fuerza. Tras esto, sus manos buscaron el rostro del hombre y lo asieron con ímpetu, haciendo centellear la afilada hoja metálica de la espada bajo el cuello acariciando su piel.
—Tienes sólo una oportunidad para que no te degüelle —amenazó la mujer con voz vibrante sacudiéndole del pelo para conceder peso a su advertencia—. Dime para quién trabajas.
Iscare Slothran aguantó hasta que el filo arañó carne, de la que brotó sangre que comenzó a gotear renuente en el piso. Su fortaleza se vino abajo y cedió de inmediato al miedo y al dolor.
—¡Para El Jefe! ¡Trabajo para El Jefe! —admitió el humano con exacerbación—. ¡Por Dios, mujer! ¡No sigas!
—Bien —accedió Sombra Plateada soltando el cráneo del bron de Xolah, no sin antes girar la espada mostrando el plano y no el filo de su hoja—. Vas entrando en razón, Slothran. Hasta este momento no has dicho nada que yo no supiera con antelación. Espero que aportes más —aconsejó la elfa con voz tensa—, pues deberás resultarme útil si deseas vivir.
El desespero había hallado una nueva víctima en la dañada mente de Iscare Slothran, bron de Xolah, al observar éste el profundo e implacable fuego que llameaba en los fulgurantes ojos verdes de la implacable asesina de criminales.