1
LANCE
Lance, año 243 D. N. C.
La silueta de una figura completamente embozada avanzaba pausadamente a la sombra de los bajos edificios.
La gente la observaba con curiosidad, tratando de adivinar que se ocultaría bajo la gruesa capa oscura. Mas la falta de respuesta por parte de la extraña y el distinguido porte y seguro caminar que la caracterizaban, obligaba a los aldeanos a volver la cabeza y contentarse con murmurar por lo bajo.
La forastera vagabundeaba tranquila por las calles y avenidas que tan bien conocía de su niñez y adolescencia. Las construcciones no habían cambiado en absoluto desde que se marchara. Aunque a decir verdad, tampoco hacía mucho tiempo desde que abandonara esta pequeña urbe, poco más de un año.
Pero muchas cosas habían cambiado para ella en este ciclo de estaciones. Ahora, a sus diecinueve años, se había convertido en toda una mujer. Sus días rodeada de la delicada y cálida protección fruto de la riqueza habían quedado atrás, sustituidos por la dura vida que se experimenta en los caminos y bosques.
Sus suaves maneras de niña adinerada se habían tornado en fríos y bien disciplinados movimientos al compás del arco y la espada. Además, la constante evolución de su aún incompleta personalidad había dado un súbito salto que la había obligado a alcanzar la madurez con áspera brusquedad. Sus alegres fantasías y joviales sentimientos se habían truncado en una impasible indiferencia al topar, quizá, con una realidad demasiado cruda para sus inexpertos ojos.
En nada en particular pensaba mientras recorría las poco transitadas calles de la villa. Si alguien se hubiera cruzado torpemente en su camino y hubiera observado sus apagados ojos almendrados, habría advertido la vasta profundidad que se hundía tras aquellos iris verdes y la carencia de cualquier fuego que les diera vida. Aquellas jóvenes llamas que brillaran en otra época con intensos fulgores de jade, hacía tiempo que se habían extinguido. Sólo quedaban las frías cenizas de sus tristes recuerdos.
Sus decididos pasos pronto la llevaron a su objetivo; un sobrio y sólido caserón que se erigía en la zona central del poblado. Las blancas paredes encaladas y los distinguidos detalles que adornaban la fachada daban muestra de la sobria riqueza que se guardaba en su interior.
La desconocida deslizó una larga mano bajo la frondosa capa azul oscuro y llamó con los nudillos en la puerta principal.
Unos cuantos segundos transcurrieron antes de que se escucharan débiles y lentos pasos que se acercaban desde el interior. Pronto la hoja de madera se abrió sin ningún chirrido y un mayordomo, ya anciano, la recibió exhibiendo sus metódicas maneras.
—¿Qué desea? —preguntó en fórmula de cortesía.
Sus ojillos castaños inspeccionaron de arriba a abajo a la extraña y no parecieron muy conformes con el dictamen inicial.
—Quisiera ver al señor de la casa —indicó una dulce aunque firme voz femenina desde las sombras de la calada capucha.
—Lo siento, señora, mas el señor de la casa tiene asuntos que ocupan su atención y no puede recibirla. Si lo desea, puede dejarme recado o puede regresar otro día. Tal vez entonces la reciba —añadió el sirviente, iniciando un ademán de clausurar la puerta.
La velada figura se adelantó y entró ágilmente en la mansión. El mayordomo iba a reaccionar cuando, con un gesto, la extraña le detuvo.
—Jarv, ¿tan pronto me has olvidado? —susurró la intrusa, dejando caer la capucha sobre los hombros. Una mujer de finos rasgos y profundos verdes apareció ante el sirviente. Su pelo, negro como el azabache, creaba una cierta aureola de contraste frente a la piel clara de la joven.
—¡Señorita Taris-sin! —balbució asombrado el mayordomo.
La joven asintió, con un cansado cabeceo.
Superada la sorpresa inicial, Jarv trató de recuperar la compostura, en tanto ayudaba a la recién llegada a quitarse la ajada capa de viaje.
—¡Cuánta alegría volver a tenerla entre nosotros, señorita Taris-sin! ¡Maggie! ¡Maggie, ven en seguida! —vociferó el anciano en dirección a las puertas emplazadas a la derecha del gran salón.
Las hojas de madera se abrieron con brusquedad y de ellas brotó la rolliza figura de una mujer de avanzada edad, vestida con ropajes de faena. Se frotaba nerviosamente las manos en un manchado delantal blanco que le cubría el pecho.
—¿Qué sucede, Jarv? —preguntó la matrona algo exasperada, dando una reprimenda con sus palabras—. ¿A qué vienen esos gritos?
—Mira, Maggie —exclamó Jarv incapaz de tomar un tono de disculpa por el júbilo que le embargaba—. ¡Mira quién ha vuelto a casa!
La vieja mujer por fin se percató de la presencia de la extraña, a la que sometió a un profundo estudio, antes de reconocer a quién tenía delante. Entonces sus nerviosas manos saltaron a tal velocidad que a punto estuvieron de rasgar la tela de su delantal.
—¡Señorita Taris-sin! —fue lo único coherente que su trabada lengua pudo pronunciar.
—Maggie, ayuda a la señorita con sus pertenencias. Entretanto, yo voy a avisar al señor —ordenó el criado, que ya enfilaba las escaleras que ascendían al piso superior con una agilidad increíble para su edad.
Entonces, Dyreah le interrumpió.
—Jarv, no subas —pidió la semielfa con voz lenta y apagada—. Quiero ser yo misma quien le dé la noticia.
El mayordomo pareció dudar unos momentos en el segundo peldaño de la majestuosa escalera de madera. Finalmente, accedió comprensivamente al ruego de Dyreah.
—Por supuesto, señorita Taris-sin —aceptó Jarv.
La joven mestiza se aproximó a la escalera y, ante la atenta mirada del mayordomo y la jefa de cocinas, comenzó a ascender fatigosamente los peldaños. Éstos la conducirían al ansiado reencuentro con su padre.
En cuanto Dyreah desapareció de la vista de ambos sirvientes, éstos se marcharon juntos a la cocina.
—Qué alegría que la señorita Taris-sin haya vuelto a casa —comentó Jarv.
—Sí, sí que lo es —contestó Maggie—. La casa estaba muy silenciosa y triste desde que ella desapareció.
—Por no hablar del señor —añadió el criado—. Ha estado frenético enviando mensajeros y soldados a cada rincón de Aekhan en busca de la señorita.
—Sí, su regreso le hará muy feliz —apreció la cocinera—. ¿Te has fijado en sus ropas y en sus maneras?
—Sí. Ha cambiado mucho —asintió Jarv—. Y la gran espada que llevaba ceñida a la cintura…
—Por no hablar de la armadura —agregó falsamente horrorizada la mujer—. Parecía toda una mercenaria. Una de ésas que se meten en sucias trifulcas y retozan cada noche al raso con el individuo que turne…
Y la conversación continuó durante largos minutos, destacando cada detalle que habían observado en la semielfa, y opinando descaradamente sobre cada sutil apreciación.
Unos leves golpes sonaron en la puerta.
—Pase —indicó Giben lacónicamente. Su cómodo sillón estaba girado frente a la ventana, dando la espalda a la entrada.
El señor de la casa no volvió la cabeza para averiguar quién había penetrado en el sombrío despacho, pese a escuchar el leve chirrido que brotó de la hoja de madera al abrirse. Su mirada estaba fija en el bosque que se hallaba cercano a la línea del horizonte, a través del cristal de la ventana; mas su mente, se perdía aún más lejos.
Los segundos que continuaron estuvieron presididos por un extraño silencio, pues ninguna de las dos personas presentes en la estancia se puso a hablar. Finalmente, extrañado de que su mayordomo no anunciase el motivo de su interrupción, Giben tomó la iniciativa.
El tenue resplandor de las escasas velas que poblaban el despacho se reflejaron de forma insustancial en la vieja capa que cubría la figura de guerrera de la huésped. Los ojos del comerciante se abrieron desmesuradamente sorprendidos por un momento y de sus labios sólo surgió un débil susurro.
—Nyrie.
La fémina avanzó unos pasos para que las luces la iluminaran mejor y quedara aclarada su identidad ante los cansada vista del hombre. Hombre del que durante tiempo había creído ser hija.
—No soy Nyrie, padre —indicó con vehemencia la semielfa—. Ni tampoco soy Taris-sin. Me llamo Dyreah.
En la aterciopelada voz de la mestiza se pudo apreciar un ligero cambio de tono al pronunciar su verdadero nombre; aquel que le había sido negado durante tantos años.
El rostro de Giben se torció en una estúpida mueca al converger en él la alegría de volver a ver a su niña, sana y salva, y también lo angustioso de aquel temido momento con el que había soñado en tantas ocasiones y para el que todavía no se hallaba preparado: el día que ella le exigiera una explicación.
—¡Oh, Taris-sin! —comenzó el confundido comerciante—. ¡Cuánto has cambiado en este tiempo! Te pareces tanto a tu madre…
—No me llamo Taris-sin —indicó la fémina en un susurró cargado de contenida rabia—. Mi nombre es Dyreah.
—Sí —accedió Giben con la mente invadida por los recuerdos del pasado—. Sí, eres Dyreah Anaidaen, hija de Nyrie Anaidaen.
—¿Ahora sí admites la existencia de mi madre? —explotó la mestiza—. ¿Ahora, después de todos estos años, cuando ya sé todo cuanto debería saber de mí misma y de Nyrie, es cuando por fin me dices su nombre?
—¡No podía hacerlo! —el hombre comenzó a derrumbarse. Su voz sonaba distorsionada por un leve y patético lloriqueo—. ¡Tenía miedo de que…!
—¿De qué tenías miedo? —gritó exaltada la mestiza a la vez que se adelantaba hasta situarse a un paso de Giben, plantando las manos sobre el escritorio—. ¿De que te abandonara al averiguar que tú no eras mi verdadero padre? ¿De que siguiera los pasos de mi madre y me marchara a los caminos? —Dyreah recobró la respiración para lanzar su última acusación—. ¿Qué temías, Giben DecLaire? ¿Lo que pudiera sucederme a mí, o que te quedarías solo en este rancio caserón?
El envejecido señor de la casa no pudo reprimir por más tiempo su escondida vergüenza y rompió en sollozos ante la fría mueca de insensibilidad que aparecía en el rostro de la medio elfa. Ocultó su cara tras las manos para guardar su malhadada dignidad.
—He visto ante mis ojos cómo morían mis amigos y compañeros a manos de diablos y seres de pesadilla. Y ahora me repugna ver cómo un hombre llora y se hunde en su propia cobardía —la joven mujer le dio la espalda y se dirigió pausadamente a la puerta del despacho—. Cuando te atrevas a alzar la cabeza y mirarme directamente a los ojos, continuaremos hablando. Mientras, me marcho a mi habitación. Ha sido un largo camino.
Volvió la cabeza por última vez antes de abandonar la estancia.
—Esto no acaba aquí.
Un fuerte portazo acompañó a esta advertencia final, dejando a Giben sumido en las sombras y fantasmas de sus propios recuerdos.
El paso de la semielfa era decidido y enérgico a pesar del agotamiento del que eran presa sus piernas. Su mente bullía con las emociones desatadas en el reencuentro con su padre adoptivo y el sentimiento de traición convertía en ira su intenso y profundo dolor.
Un pequeño destello en su antigua conciencia le reprochaba su crueldad para con Giben; que el hombre parecía haber envejecido de preocupación muchos años en el tiempo transcurrido desde que ella escapara de casa; que aquel hombre, pese a las mentiras que había mantenido para tenerla controlada y apresada en sus dominios, se merecía algo más que una dura réplica después de haberla cuidado durante todos sus años de vida. Pero esta trémula voz sólo era una débil chispa que pronto se apagó, al sumergirse en los negros recuerdos de aquel día aciago en que recuperara el Orbe de la Luz Eterna de aquella tres veces maldita cueva.
Dyreah caminó por el sobrio corredor alumbrado por una serie de velas encendidas cada pocos pasos, que otorgaban suficiente luz para avanzar sin dificultades por el pasillo. Varias puertas se disponían a ambos lados y entre ellas aparecían diversos tapices de excelente manufactura que la mestiza no se dignó a apreciar. Sólo un objeto llamó su atención, mas no por su fina artesanía, sino por lo que aparecía en él.
El valioso espejo reflejaba entre los límites de su elaborado marco la figura de ella: entre los andrajos en los que se había convertido su empolvada capa de viaje, se distinguía su fibroso cuerpo envuelto bajo la protección de la magnífica cota de mallas que cubría su delgado, aunque bien formado, torso. Su elevada estatura otorgaba mayor esbeltez a sus miembros, que se habían fortalecido por el entrenamiento con las armas y la dura vida en los bosques. La continua acción de los implacables rayos del sol habían dotado a su tersa piel alabastrina, de un matiz cobrizo que contrastaba profundamente con sus ojos verdes. El cabello azabache caía despeinado en gruesos mechones por su cara y hombros con total libertad, apartado de los ojos almendrados por una tiara plateada que se ceñía en su frente. Como excepción, una fina y larga trenza descendía tras su puntiaguda oreja derecha hasta alcanzar el pecho.
En su esbelto cuello se apreciaban dos joyas de preciada artesanía. La primera se trataba de una exquisita gargantilla de oro que mediante hebras entrelazadas semejaba la cabeza de un felino con las fauces abiertas. La segunda, una sencilla cadena de plata que mostraba en su centro la forma de una letra K rúnica. Bajo los mechones de pelo que no eran presa del argénteo tocado que exhibía en su frente, los finamente cincelados rasgos élficos conferían a su frío e impasible semblante la dureza del metal.
Apartó bruscamente la mirada del espejo y se encaminó a su habitación.
Una vez se adentró en ella, trató de despejar su cabeza y se concentró en estudiar con detenimiento su antiguo cuarto.
El mobiliario era de madera de pino, trabajado con esmero por un buen artesano en el noble oficio de la carpintería. Los suaves visillos blancos que rodeaban los amplios cortinajes del ventanal otorgaban una cálida tonalidad a la luz que se filtraba entre las finas telas. Las paredes blancas continuaban cubiertas por diversos tapices que exhibían grandes batallas entre las fuerzas del mal y las defensoras del bien, cada una de ellas representada por las razas que presuntamente servían en cada bando. No pudo reprimir un desagradable escalofrío cuando sus ojos se posaron en un cuadro en el que un grupo de elfos se enfrentaba a una cuadrilla de salvajes hykars.
—Hykars.
La palabra acudió a sus azulados labios con tal repulsión, que salivó asqueada igual que si se hallara en un nido de nauseabunda podredumbre. «Se pudran ellos y sus dioses en el Séptimo Infierno», fue el pensamiento que vino a continuación.
Mas el recuerdo de un personaje en especial le hizo olvidar por un momento sus sentimientos de repugna. Él había sido un semihykar, un mestizo de humana y elfo de la sombra; su inolvidable nombre, Kylanfein Fae-Thlan.
Sacudió el rostro y dejó que sus negros cabellos volaran y cubrieran su rostro, tratando de esconderse de los tormentos sufridos en su oscura protección.
Pero él había sido quien despertara en su joven corazón la imprevisible y abrasadora pasión que surge al descubrir el primer amor, el amor que no se sofoca por la adversidad, sino que se aviva por sí mismo.
Y él se había ido para siempre.
Caminó unos dubitativos pasos sobre la confortable moqueta de color claro y se abandonó sobre la cama.
Las mantas eran suaves y cálidas al tacto, en tanto el colchón de plumas resultaba extremadamente confortable. Dyreah recordó las veces en que había dormido en sucios y rígidos jergones de paja o directamente sobre el duro suelo noche tras noche y se maravilló de lo poco que había echado en falta las comodidades de su hogar al cabo del tiempo.
Se desabrochó las correas del peto de su armadura y lo depositó con veneración sobre una silla. A continuación se deshizo de las sucias ropas que había vestido durante el viaje y de las pesadas botas embarradas, y lo amontonó todo en un rincón de la habitación. Estudió por unos momentos los finos camisones que permanecían apilados en los armarios desde su partida, aunque optó por cubrir su cuerpo con prendas limpias que extrajo de su bolsa. Su adaptación a la vida agreste de los bosques había sido demasiado profunda como para retomar tan pronto sus antiguos usos de acaudalada damisela.
Su piel también necesitaba un buen baño, mas el agotamiento era tal que pensó que por un día más que permaneciera cubierta de polvo nada sucedería. Además, qué importancia tenía.
Se deslizó despacio entre las tibias sábanas perfumadas con pétalos de flores y se permitió el precioso y casi olvidado lujo de relajarse.
«Al menos esta noche no tendré que preocuparme porque me ataque un animal mientras duermo», se dijo una vez acomodó la cabeza sobre los blandos almohadones.
Su recién acogida relajación se vio interrumpida cuando se percató de un detalle que, inexplicablemente, había escapado a su cuidado tras la agitada conversación con su padre adoptivo. Giró el rostro y observó la desastrada bolsa de viaje que llevaba desde avanzada su aventura; e imaginó lo que se escondía en su interior.
Sus músculos se mostraron reacios a su tentativa de levantarse, mas el peso del deber era demasiado opresivo como para rendirse a las debilidades físicas. Caminó descalza con lentos pasos y se arrodilló junto a la bolsa. Deslizó sus largas manos por su interior hasta acariciar con los dedos lo que buscaba. Con suma lentitud, sus brazos se plegaron para descubrir al exterior la esférica forma del Orbe, que refulgía en débiles e intermitentes compases.
El artefacto parecía tener la facultad de hipnotizar a quien lo observara, pues siempre que la semielfa tomaba el Orbe y enfocaba la mirada en su superficie, se perdía en el torbellino de extrañas luces que explotaban en su interior.
Su mente trabajó rápidamente para localizar un sitio seguro donde esconderlo, mas ningún lugar parecía suficientemente protegido ni para depositarlo allí unas cuantas horas hasta que despertara. Finalmente, descartado cada rincón de la habitación, envolvió el antiguo artefacto en unas telas de seda que halló en uno de los cajones de su mesilla y lo acomodó junto a su pecho bajo las mantas. Si ocurriese algo y tuviera que defenderlo, así sería como antes reaccionaría.
Tranquilizada su conciencia y no sin antes echar un apreciativo vistazo hacia donde descansaba Fulgor, Dyreah se sumió en el profundo sueño reparador que tanto necesitaba.