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ÚLTIMAS PESQUISAS
Alantea, año 248 D. N. C.
—¿Y para qué deseáis una información a todas luces tan controvertida?
La reunión se había producido a horas bastante más tardías de lo que ella pensaba.
Hacía ya tiempo que el sol había alcanzado su cénit en la bóveda celeste. Kieveiann recelaba de su, no inminente pero sí inevitable, derrocamiento. Las causas que habían provocado el retraso eran diversas, entre otras el lento progresar de la mestiza a través de la floresta hasta que alcanzó los márgenes de Alantea. Aún se encontraba débil, pero su voluntad era fuerte.
Una vez en los terrenos de la ciudad, el segundo problema se presentó a la hora de localizar a Dushel. El orondo hombrecillo resultó ser más escurridizo que de costumbre, aunque a Kieve nunca le había costado mucho toparse con él; más bien lo contrario. Habitualmente lo difícil era darle esquinazo.
Frustrada en su intento de llevar a buen puerto sus pretensiones con prontitud, no le quedaba más opción que pasearse por las calles y jardines a la espera de que él apareciera. Tarde o temprano alguien chismorrearía sobre la presencia de la semihykar en la urbe y los despiertos oídos de Dushel no tardarían en hacerse eco de la información.
Así ocurrió, pero no antes de que Kieve hubiera circundado varias veces los límites del enclave académico de Alantea.
—¿No alcanzas a imaginarlo? —la crispación de la mestiza era evidente—. Los hykar vamos a conquistar el Norte, y nuestro punto de partida será Aeral.
Las pullas eran plato habitual en el menú que ofrecía Kieve, pero una manifestación tan terrible había logrado sorprender al hombrecillo.
—Os estáis burlando de mí, es eso, ¿verdad?
Lamentable, quizá colgado boca abajo de un gancho para reses y abierto en canal, le llegara algo de sangre a su patético cerebro.
Kieveiann no estaba precisamente de humor para prestar oídos a sus delirios.
—¿Burlarme? Y yo que tenía pensado para ti un puesto de honor en la vanguardia de la invasión…
—Sin duda que sería el lugar idóneo para mi persona —se carcajeó luciendo orgulloso sus magníficas carnes.
Sin duda. Mejor atravesado por un espetón y puesto a asar a fuego lento. La grasa al chorrear chisporrotearía al contacto con las llamas. No le metería una manzana en la boca, seguro que la engulliría de un bocado.
—¿Lo harás? —apremió la mestiza, observando preocupada la órbita descendente del sol.
—¿Cantan las doncellas medio hykars?
Kieve lanzó una mirada asesina que tropezó, aunque ganó en fiereza, cuando se topó con la risueña sonrisa de Dushel. Éste no se dejó amilanar, y prosiguió.
—Y… ¿bailan también? —aventuró en tono zalamero.
—Un día cruzarás la línea y lamentarás haber tentado a tu suerte.
—Es muy probable que así suceda, Kieveiann —concedió Dushen—. Mas ¿quién podrá arrebatarme entonces mi ya satisfecho disfrute?
—Por favor —zanjó la semihykar, que no perdía de vista el cielo—. El tiempo apremia…
—Lástima que os mostréis siempre tan poco dada a la más inocente diversión. Pero ¡descuidad! —exclamó antes de que la mestiza tuviera opción de replicar—, no es necesario que sigáis insistiendo. Iré a ejercitar mis persuasivas dotes y no tardaré en regresar para poner en vuestras manos la información que rendirá el Norte a vuestros pies.
—Aunque tu hermana consiga averiguar algo, esa información no afectará en nada a nuestra partida.
En casa de Tsavrak todo eran preparativos.
Tan pronto como se despertó al alba del nuevo día, Dyreah se lanzó a la tarea de organizar cuanto necesitarían en su larga travesía. Sin bestias de carga ni otra forma de transportar los pertrechos más que sus hombros y espaldas, estaban obligados a mantener un precario equilibrio entre peso y utilidad. En el tiempo que había vivido con Nya en los bosques no había precisado de nada más que la ropa que llevaba en su destartalada bolsa de viaje. Sin embargo, eso había ocurrido en tierras templadas, donde ni el clima ni el frío atentaban contra la propia supervivencia.
Allí, tan al norte, las condiciones eran bien distintas.
No sólo sería necesario equiparse con buenas ropas de abrigo, tanto para la marcha como para el descanso. En especial para cuando hicieran un alto en el camino y montaran el campamento, quizá privados de un fuego protector. También harían falta víveres, pues dudaba de que fueran capaces de encontrar frutos que recolectar en aquellos lares. Confiaba en que a medida que su viaje los condujera al sur, el clima se fuera progresivamente suavizando y se mostrara benevolente para con ellos.
—Está bien —cedió Kylan—, pero primero esperemos a que regrese. Quién sabe lo que ha podido encontrar.
—Apenas nada —anunció la mestiza de hykar entrando por la puerta y sacudiéndose la nieve de las botas—. Todo lo que he conseguido está en este zurrón, confío que seco. Tómalo.
Kieve se lo tendió a la semielfa, que lo recogió con un mudo gesto de agradecimiento.
—No sé qué hiciste o si en verdad eres tan peligrosa —añadió mirándola a los ojos y sin terminar de soltar las correas de la bolsa—, pero los viejos elfos se habían encerrado con sus conocimientos como un dragón con sus tesoros. Para obtener esto hemos levantado sospechas y cobrado desconfianzas. Ni por un momento pienses que puedes sacar nada más referente a Aeral: un calendario de las cosechas, un mapa esquemático de los almacenes subterráneos y un libreto de versos de un poeta del lugar.
—Te lo agradezco —expresó Dyreah cuando por fin la semihykar liberó su presa.
—Ahora me retiro a descansar a mi habitación. Estoy agotada, tengo los pies empapados y el hombro me pica horrores.
Con un tono en su voz que más que una petición asemejaba un mandato, se giró hacia su hermano.
—Kylan, ¿vienes un momento?
—Espero que sepas en lo que te estás metiendo.
Una vez en lo alto de la casa, recogidos en la sombría atmósfera de la buhardilla y sentados en el camastro, Kieve no dudó en plantear sus temores.
—Tranquila, hermanita —contestó él con una tranquilizadora sonrisa dibujada en los labios—. Sé lo que me hago.
—Por supuesto que sí, por eso mismo hacía años que no sabíamos nada de ti, además del hecho de que murieras, según nos has contado.
—No sé si morí o qué pasó, pero lo que importa es que estoy aquí y sigo vivo, ¿no?
—No importa tanto que estés vivo como que lo continúes estando —replicó Kieve, desviando la mirada. Cuando volvió a alzarla un peligroso brillo resplandecía en ella—. Te marchaste un día, una mañana temprano. Decías que querías explorar un poco al sur de aquí, maldita sea tu vena de guardabosques. Y… desapareciste. Nadie volvió a saber de ti durante años. Y de repente, un buen día, te presentas aquí, con lo que parece ser una proscrita que los dioses sabrán qué atroces crímenes habrá cometido para que sólo pronunciar el nombre de su linaje encienda la cólera en los corazones de los elfos, y con una silenciosa jovencita que se transforma en lobo a voluntad. Y me dices, a Tsavrak y a mí, que no nos preocupemos, que tienes intención de colarte en un perdido reducto demoníaco, pero que nada sucede, que todo va a salir bien.
—Kieveiann…
—No, cállate —no quiso reprimirlo por más tiempo—. Ahora me vas a escuchar. ¿Te has parado a pensar, por un solo momento, lo mucho que hemos sufrido, creyéndote perdido, imaginando tu solitario cadáver sirviendo de alimento para las alimañas del bosque? ¿Lo hiciste alguna vez? ¿Pensaste en nosotros?
Las lágrimas finalmente habían derribado el sólido dique que las contenía y ahora se desbordaron irrefrenables por las oscuras mejillas de la fémina.
—Kieveiann, por favor. Claro que pensé en vosotros, en lo preocupados que debíais estar por mi culpa. Pero no disponía de posibilidades ni medios para haceros saber de mi situación, de repente me encontraba a un mundo de distancia, en tierras extrañas. Allí fue donde la conocí a ella, a Dyreah, apenas una indefensa niña que acababa de escapar de su hogar, y quise ayudarla —el gesto que leyó en el rostro su hermana hablaba a las claras de lo que pensaba de sus impulsos de súbita generosidad y de lo que bien podía hacer con ellos—. Luego todo se complicó más, la aparición de ese hykar, has tenido la desgracia de conocerlo tú también, la singular mujer que cuidó de mí cuando quedé temporalmente ciego, los otros elfos, el ridyan y la hykar, que nos acompañaron en nuestro viaje y que a la postre nos traicionaron, cada cuál impulsado por sus propios motivos. Y el Orbe.
—¿Y tan siquiera te has parado a pensar que ese maldito chisme ya estuvo a punto de acabar con tu vida? —Kieve terminó por estallar—. ¿Que Dyreah lo lleva consigo? ¿Que en cualquier momento podría extraerlo de la bolsa y morirías?
—Dyreah no tiene ningún motivo para usarlo —aseguró él convencido—. Al menos no hasta que demos con el paradero de Aeral y crucemos sus puertas.
—¿Y entonces qué? ¿Te sacrificarás sin más? ¿Por una causa que no es la tuya?
Sofrenando la rabia que sentía, la joven semihykar suavizó su tono y tomó las manos de su hermano entre las suyas.
—Kylan, por favor, piensa muy bien lo que estás dispuesto a hacer.
—Hermanita, no es una decisión que haya tomado a la ligera. Recuerda que fui yo quién acabó en ese inframundo, que de no ser por el beneplácito de la mismísima Anaivih quién sabe si continuaría vagando por aquel tétrico paraje, o algo peor. Kieve —reclamó su atención, apretando las manos—, he de hacerlo.
—No te entiendo, de verdad que no logro entenderte —el abatimiento reclamaba las energías que habitaban el menudo cuerpo de la mestiza. Sin embargo, un atisbo de sonrisa se abrió en sus labios—. Pero eres mi hermano, te quiero, y te apoyaré en cual sea la decisión que tomes.
—Yo también te quiero, Kievi. —Kylan no tardó en abrazarla, con lágrimas brillando en sus ojos grises—. No sabes cuánto te he echado de menos.
—Está bien, ya basta. Ahora prepárate para tu partida. Ya me encargaré de hablar con nuestro padre… mañana.
—Gracias.
—¿Todo listo?
—Creo que sí.
Kylan hizo rápidamente inventario de sus pertrechos. Enormes bolsas colgaban de las espaldas de los tres, además de numerosos saquillos repartidos por el cuerpo. Suficiente o no, era con cuanto iban a poder contar.
—Entonces… partamos.