8
LA SOMBRA DEL PASADO
Afueras de Alantea, año 248 D. N. C.
Los días fueron transcurriendo con aparente calma.
La salud de Kieveiann mejoró tan pronto la herida empezó a sanar. Una fiera cicatriz comenzaba a formarse en su hombro, tirando de su piel y provocando espasmos de dolor cada vez que forzaba lo más mínimo la articulación. Había desaparecido la lividez de sus labios y el rubor, oscuro aunque vivo, había retornado a su rostro. Sus facciones se habían afilado por el sufrimiento pasado, pero no se trataba de nada que una buena alimentación y el debido reposo no fueran capaces de solventar.
Kylan había estado muy ocupado.
Aunque en un primer momento sus esfuerzos se encaminaron al cuidado de su hermana, al poco se vio obligado a compaginarlos con velar a su padre, dado que Tsavrak se había entregado de manera tan absoluta a su labor que incluso había descuidado sus propias necesidades. Aún así, se había mostrado amable y atento por el bienestar de sus invitadas, en especial de Dyreah, a quien lamentaba no prestar toda su atención. Se consolaba pensando que pronto dispondrían de más tiempo para ellos solos.
La semielfa, por su parte, experimentaba una desagradable sensación de intrusismo desde que había llegado a aquella casa. La certeza de que Kieveiann había estado a punto de morir pesaba sobre su conciencia. Era debido a su interés por acortar el viaje y su constante apremio los que habían provocado aquel lance. Quizá no fuera exactamente así, dado que el maldito hykar no la perseguía a ella, sino a Kylan. Y la idea del hechizo de traslación tampoco había sido suya.
No tenía sentido pensar en todo aquello. Lo importante era que ya no peligraba la vida de la joven; y que ella se hallaba mucho más cerca de su objetivo.
Las noches así parecían querérselo recordar.
Las pesadillas habían vuelto, más atroces de lo que era capaz de recordar. La trama no variaba: crueles asesinatos, salvajes incursiones a pueblos y aldeas, a veces como protagonista, como directa perpetradora de los sangrientos crímenes cometidos, en otras como ávida espectadora. Los elfos eran siempre sus presas y apenas necesitaba esforzarse para paladear el sabor de su cálida y jugosa carne. Es más, su pugna consistía en escapar de aquellas vívidas sensaciones que frecuentemente la conducían al vómito.
Ravnya no soportaba permanecer entre las paredes del caserón. Allí pernoctaba, junto a Dyreah, en aquella habitación, pero apenas una hora antes del alba abandonaba la construcción y se perdía en los bosques. Había advertido el desasosiego que hacía presa en su compañera durante la noche. Una desazón que había alterado su suave carácter. Velaba su sueño, pero al clarear el cielo sentía el irrefrenable impulso de escapar. Aquellas personas le resultaban extrañas, en especial la chica de piel sombría. Tenía dos caras. Una de ellas, la de dentro, le inspiraba percepciones tan tenebrosas como el color de sus ojos. La cara de fuera, oscura aunque noble, daba la impresión de tener sometida a la interior. Dyreah permanecería a salvo las pocas horas que estuviera ausente.
Las preocupaciones se desvanecían en cuanto salía al exterior. Una extrema blancura lo cubría todo, el terreno, las ramas, incluso sus temores. El helor que entumecía sus patas resultaba molesto, a veces hasta doloroso, mas lo aceptaba con alegría en compensación por el placer que sentía corriendo entre los árboles. El vaho, que únicamente escapaba de su boca en las noches frías de sus bosques de origen, aquí era constante. Los moradores de aquellos lares se mostraban más cautos y escurridizos, pero eso sólo hacía el juego más divertido. Las ruidosas ardillas silenciaban sus voces en cuanto advertían su presencia. Un mapache se atrevió a hacerle un desplante, antes de precipitarse veloz a un refugio cercano. Aún se mostraba torpe en aquel terreno, cometía errores que delataban su proximidad. No obstante, poco a poco iba descubriendo los secretos de aquel entorno.
El súbito encuentro con un zorro hizo las delicias de la joven loba, así como la manada de venados a la que sorprendió abrevando en un riachuelo. Aunque le desilusionó no hallar en la nieve rastro de ninguno de los suyos.
Ravnya regresaba de uno de sus tempraneros paseos cuando reparó en la silueta de una figura que rondaba la casa. Aún se encontraba a bastante distancia, pero pudo observar cómo el individuo rodeaba la construcción y se introducía en una de las pequeñas cabañas aledañas. Al salir portaba algo entre las manos y se encaminó a la puerta principal. No lo dudó, a la carrera saltó y le salió al paso, gruñendo y mostrando los dientes.
Para cuando la joven identificó al extraño, ya era tarde.
Los leños se esparcían alrededor de Tsavrak, cuyas manos no habían sido capaces de sostenerlos tras aquel inesperado susto. No obstante, la madera caída era la menor de las preocupaciones del elfo en aquel momento: un enorme lobo plateado se interponía entre él y la entrada a la casa, y dudaba de sus pretensiones.
Por un instante pensó en agacharse y recoger los troncos, pero se lo se lo planteó mejor, considerando que aquel gesto podría ser considerado como hostil. Observando las poderosas armas naturales que lucía aquella criatura, era lo que menos le convenía. Sorprendente fue advertir cómo el lobo agachaba las orejas, apesadumbrado, y más aún que éste se transformara en una menuda joven de rostro compungido.
—Lo siento.
¿Había amanecido ya?
La luz que penetraba en la habitación a través de la ventana y hería sus ojos así lo corroboraba, pero el agotamiento que sufría a lo largo de su cuerpo hablaba de manera muy distinta. Sin duda había vuelto a soñar, aunque por fortuna en esta ocasión no recordaba la trama de sus pesadillas. Se incorporó levemente en la cama… para dejarse caer de nuevo. No se trata de simple holgazanería; se sentía francamente abatida.
Muy a su pesar, extrajo fuerzas de flaqueza y abandonó el sencillo catre, dispuesta a afrontar un nuevo día. Y lo que éste trajese consigo.
Al menos en esta ocasión la animaba la expectativa de visitar la ciudad en busca de información sobre Aeral. Siendo Alantea el último bastión elfo —o, al menos, el único que en aquella época ostentaba cierto prestigio— del continente, no habría sitio mejor para recabar datos relacionados con su misión.
Así lo había acordado con Kylan el día anterior. Su hermana se encontraba casi recuperada; su afilada lengua y fuerte temperamento lo atestiguaban. Kieveiann protestaba rabiosa al verse obligada a permanecer en cama, pero después de la fracasada fuga clandestina que había ido a dar con sus huesos en el piso del pasillo, daba la sensación de haberse resignado y entrado en razón. Pareció hallar alivio a su cautiverio cuando su padre, a regañadientes, accedió a entregarle su grimorio, consciente de que se aplicaría a su estudio más allá de lo que su estado de salud aconsejaba. Al menos ya no tendría que preocuparse de sus escapadas.
Dyreah no había acudido a visitarla.
Se había ofrecido a hacer alguna guardia cuando la herida revestía mayor gravedad, mas padre y hermano, aunque agradecidos, se habían negado en redondo. A partir de entonces, no había sentido la necesidad de ir a saludarla. Apenas la conocía y nada que ella hiciera podría serle de ayuda. Dadas las actuales circunstancias y su momento de debilidad, a buen seguro que prefería no tener que soportar la presencia de una extraña.
El frío reinante la hizo estremecerse. El suelo estaba helado bajo sus pies desnudos. Sus ropas no eran las adecuadas para aquel fiero clima y sólo bajo las mantas y haciéndose un ovillo a duras penas dejaba de tiritar. De inmediato se vistió con las gruesas ropas que le había cedido Kylan de su propio vestuario. Éstas no se acomodaban bien a su esbelto cuerpo, pero las de su hermana le hubiesen quedado pequeñas. Por otra parte, las prendas de Kieveiann tampoco ofrecían un corte muy femenino.
Sin dejar de temblar, se calzó las botas y abandonó la habitación.
—Aunque eso sucedió hace mucho tiempo.
Allí, en el modesto salón de la casa, estaba Tsavrak, de espaldas a ella y sentado en un taburete, avivando las llamas en torno a unos troncos reacios a prender. Pero lo que la sorprendió fue encontrar allí a Ravnya, acuclillada a su lado, absorta en aquello que le estuviese contando el elfo. No obstante, nada escapaba a los agudizados sentidos de la muchacha, que al instante se volvió para brindarle a Dyreah una de sus radiantes sonrisas.
—De todos modos… —Tsavrak se interrumpió al percibir el gesto de la joven y miró a su vez—. Buenos días, Dyreah. Deseo que hayas pasado una buena noche.
—Buenos días —contestó ella, aún no muy segura de cómo interpretar aquella escena—. ¿Está todo bien, Nya?
Ravnya asintió con un cabeceo, sin perder la sonrisa.
—Seguro que te apetece sentarte un rato frente al fuego —la invitó el elfo, que se levantó para ceder su privilegiado asiento—. Iré a preparar el desayuno.
La semielfa no llegó a contestar, sólo se aproximó a la chimenea, a Ravnya. Cuando llegó a su lado, se inclinó para depositar un dulce beso en sus labios. La joven la correspondió después con un tierno abrazo, y no la soltó hasta que dejó de tiritar.
—Temblabas.
—Gracias, ahora me siento mejor —susurró Dyreah con una titubeante sonrisa.
Ravnya la cogió de la mano y tiró para sentarla en el taburete, frente a la chimenea. No la liberó de su cálida presa, agazapándose a su lado.
—¿Qué…? ¿Qué te estaba contando?
La joven primero la miró confusa, hasta que comprendió a qué se refería.
—Me contaba cosas de cuando era joven.
«¿Más aún?», pensó la semielfa. «Si hasta yo parezco mayor que él».
—Me hablaba de Riannhe —continuó Nya—. La quería mucho.
—¿Riannhe? ¿Es la madre de Kylan?
—Sí, pero murió —sus labios se fruncieron en un apenado mohín.
Dyreah no sabía nada de aquello. Conocía con anterioridad de la existencia de Tsavrak y de Kieveiann, incluso de un abuelo, pero nada más. Nunca se había preocupado por averiguar otros aspectos de la vida de Kylan, ni tan siquiera se había percatado de la ausencia de una madre. Quizá porque ella no había conocido a la suya.
—Me ha extrañado verte aquí —declaró la semielfa—. Con él.
—Estaba paseando por el bosque. Me gusta. Es raro, no es como el mío. Hay muchos olores nuevos, todo es distinto —había recuperado la sonrisa, pero la perdió al instante—. Le asusté.
—¿Le asustaste? ¿A quién asustaste? ¿Cómo?
—A él —señaló hacia la cocina—. Creí ver a alguien alrededor de la casa y le gruñí. Era él. Me vio y se asustó. Se le cayeron todas las ramas para el fuego.
Dyreah reconstruyó la escena mentalmente. A Tsavrak, cargando con los leños, y enfrentado de manera inesperada con un enorme lobo que le amenazaba y le enseñaba los dientes. Si el resultado de su reacción había sido tan sólo unos cuantos maderos tirados por el suelo, demostraba tener valor.
—No quería asustarle. Me sentí mal.
—Y por eso le acompañabas…
—Sí —confirmó Ravnya—. Además me gusta escucharle.
Esa última frase quedó resonando en la cabeza de Dyreah, cuando unos pasos sonaron descendiendo por la escalera.
—Dyreah, ¿preparada para irnos?
Se trataba de Kylan.
—Tu padre acaba de entrar a la cocina —comentó la semielfa—. Creo que fue a preparar el desayuno.
—Bien, iré a ayudarle —terminó de bajar las escaleras y se dirigió a reunirse con Tsavrak—. En cuanto hayamos comido algo nos iremos, ¿te parece bien?
—Sí, claro —confirmó con una débil sonrisa mientras el joven desaparecía de su vista.
No tardó en devolver su atención a Ravnya, que permanecía a su lado en la misma postura, mirándola desde el fondo de aquellos ojos de plata.
—Nya, tú…
—Me quedo.
—¿Estás segura?
La muchacha cabeceó afirmativamente, sin perder la sonrisa.
—Quizá sea lo mejor. Sé que no te gustan las ciudades, las aglomeraciones de gente, el bullicio reinante. —Dyreah parecía estar convenciéndose a sí misma—. Además, pasaremos la mayor parte de tiempo entre techos y muros.
—Si quieres que vaya, iré.
—No, tienes razón —aceptó con un suspiro—. Estarás mejor aquí. No volveremos muy tarde, ¿de acuerdo?
—De acuerdo —confirmó Nya.
Acompañó las palabras con un beso, mitigando así los temores de la semielfa.
—Lo lamento. Aquí no tenemos nada referente a lo que están buscando.
El adusto elfo no había concedido lugar a la réplica. Tan pronto anunció su negativa, cerró la puerta, dejándolos fuera.
Kylan se dispuso a llamar de nuevo, pero Dyreah se lo impidió.
—No insistas, ya nos han dicho todo cuanto piensan decirnos.
—Pero si no nos han dicho nada…
—Exacto.
—¿Por qué? —el mestizo estaba cada vez más confuso, a la par que frustrado.
—Volvamos.
Habían recorrido todas las bibliotecas, registros, incluso habían abogado por solicitarles una audiencia a los venerables de Alantea, pero siempre habían recibido la misma respuesta: puertas que se cerraban a su paso, con menor o mayor gentileza. A unos apestados no se les hubiera dispensado peores maneras.
Un incómodo silencio les rodeó de regreso al hogar de Tsavrak. Kylan no comprendía lo que había sucedido. Siempre que había acudido a la ciudad había gozado del trato cordial de sus habitantes. No entendía el cambio que se había obrado desde la última vez que la visitara. ¿Qué circunstancia tan terrible había ocurrido durante sus años ausente para provocar semejante reacción?
Por su parte, Dyreah tenía una idea bastante más clara de la situación.
—Al parecer, mi legado me precede —murmuró.
—¿Cómo tu legado?
—Sí —el tono de Dyreah se había vuelto frío, distante—. Anaidaen.
—¿Qué tiene que ver el nombre de tu familia con todo esto? —preguntó Kylan, tratando de seguir el hilo de sus pensamientos.
—Mucho. Todo —ella desvió la mirada al suelo, para después perderla en la lejanía—. ¿No te has planteado que estamos recabando información sobre una ciudad cuya destrucción fue originada por los actos de mi madre?
—Pero eso ocurrió hace muchísimo tiempo…
—¿Qué es el tiempo para un elfo? —argumentó al punto Dyreah.
—Además, —Kylan no estaba dispuesto a rendirse sin más—, no tienen motivos para pensar que tengas relación con lo que sucedió allí.
—¿No te basta con que estemos preguntando al respecto?
—Cierto, pero es posible que sólo estuvieras recopilando información respecto a tus raíces. No tienen por qué pensar que…
Dyreah negaba ya con la cabeza antes de que él terminara la frase.
—La casa Anaidaen se extinguió. Todos murieron, todos. La única que escapó con vida fue mi madre, lo que precisamente no facilita las cosas.
El paseo terminó cuando alcanzaron su meta. La semielfa pateó con fuerza contra los primeros tablones de la entrada para quitarse la nieve que cubría sus botas. No esperó a Kylan para entrar, ávida del tenue calor que sobrevivía en el interior de la casa. Abrió la puerta y entró, seguida del semielfo.
—Aún así, no entiendo cómo han averiguado que tú eres una Anaidaen —continuó él, desprendiéndose de algunas de las capas de ropa que lo envolvían.
—Caynar —afirmó la semielfa con seguridad, acudiendo al fuego de la chimenea. No se desprendió del abrigo, sólo trató de calentar sus manos al calor de las perezosas llamas—. Ella los puso sobre aviso.
—¿La dama Caynar?
—¿No viste su reacción cuando escuchó mi nombre? ¿Cómo le cambió el gesto?
Dyreah no olvidaba la rabia que había relampagueado en los ojos de la elfa cuando la miró.
—Pero ¿por qué habría la dama Caynar de hacer nada así?
—¿Es posible que, tras todo lo que me has contado de tu paso por las ciudades hykar, sigas siendo tan ingenuo, hermanito?
Fue Kieve quien los interrumpió, apoyada en el marco de la puerta, casi parecía una aparición espectral, con el rostro macilento y la amplia túnica oscura que la cubría.
Antes de que Kylan pudiera iniciar una réplica, prosiguió.
—Incluso la espléndida Alantea, que se vanagloria de su abierta tolerancia para con todas las razas unidas bajo el único estandarte del saber, guarda en profundos arcones cerrados con llaves de ira sus resentimientos y prejuicios. ¿Acaso crees que a mí, que llevo desde siempre visitando el interior de sus muros, me lo ponen fácil? No, soy hykar.
—Yo no recuerdo haber sufrido tantas trabas las veces que he recorrido la ciudad…
—Tú no has tratado de profundizar en sus conocimientos —apuntó Kieve—. Sólo has sido un viajero más, alguien que estaba de paso y no abrigaba mayores pretensiones. Yo sí, y al igual que vosotros hoy, se me han ido cerrando las puertas una tras otra, a medida que progresaba en mi estudio. No van a permitir que un posible enemigo se nutra de su propio saber.
—¿Tú una enemiga? ¿De qué estás hablando, Kieve? —Kylan sacudió la cabeza en confusa negación y se giró hacia su padre, que también se había sumado a la reunión, en busca de ayuda. Tsavrak no dijo nada. Su triste silencio daba la impresión de corroborar las palabras de su hija.
—Déjalo estar, hermanito. Pero ten en cuenta que ya no eres un niño, ya ni te ven ni te considerarán como tal. Así que ve acostumbrándote a este nuevo trato. Y tú —añadió al clavar su mirada en Dyreah—, no te rindas tan fácilmente. Aún así, creo que podré ayudarte.
—En ese caso —alzó sus ojos verdes hasta cruzarse con los ella—, por favor, dime cómo.
—Hay alguien que puede acceder a aquellos fondos a los que yo no tengo acceso —aclaró Kieve, aunque sólo pensarlo perfiló un gesto de fastidio en sus orgullosos aunque demacrados rasgos—. Pero si tengo que ir a verlo mañana, mejor será que abandone mi confinamiento y salga a dar un paseo. Padre, ¿me acompañas?
—Por supuesto, Kieveiann.
Tsavrak se apresuró a coger ropas de abrigo para ambos, en especial para su hija.
—Tsavrak, espera —lo interrumpió Dyreah—. ¿Y Ravnya? ¿Dónde está?
La semielfa dio por supuesto que Tsavrak lo sabría. No se equivocó.
—Salió a dar un paseo por el bosque —respondió el elfo—. No parece que le guste permanecer mucho tiempo bajo techo.
—No, no le gusta —replicó ella, algo molesta, haciendo acopio de calor frente a la chimenea antes de disponerse a abandonar la casa y enfrentarse al frío.
—Le hablé de unas cuevas que hay al norte de aquí, no muy lejos. Es posible que haya ido a explorarlas.
—Gracias —contestó Dyreah antes de salir.
Kieveiann se arrebujaba capa sobre capa. No lo admitiría ante nadie, pero tenía frío. Estaba helada.
Mala señal.
El hombro le daba pinchazos a cada paso que daba, pero no era nada que no pudiera soportar apretando un poco los dientes. Al menos las bajas temperaturas entumecían la sensibilidad de la articulación.
Tsavrak caminaba a su lado, muy cerca, pendiente de todos sus movimientos. Al menor titubeo el elfo ya se lanzaba a su rescate. Por supuesto, una vez advertía que la joven no iba a desplomarse, se retiraba. No deseaba despertar su furia.
—Parece buena chica, ¿verdad? —señaló Tsavrak.
—¿Quién? —el inesperado comentario había pillado por sorpresa a la mestiza.
—Dyreah. Hablaba de Dyreah.
—Ajá.
—Además —continuó el elfo—, es bastante atractiva. Y educada también.
—Ajá.
Kieve no solía mostrarse muy expresiva cuando desconocía los derroteros hacia los que se dirigía una conversación. Por su parte, Tsavrak sabía muy bien de lo que estaba hablando.
—Lo que quería decir es que… parece que al fin nuestro Kylan ha tenido suerte.
—¿Kylan? —preguntó la mestiza, confusa—. ¿Qué sucede con Kylan?
—Sí. Kylan y… Dyreah. Parece que ya han compartido algo juntos.
Tsavrak no logró comprender por qué su hija lo miró de aquel modo. El resplandor de aquellos iris rojizos podía resultar de lo más inquietante.
—No te has dado cuenta —afirmó Kieve más que preguntó.
Ahora fue el turno de Tsavrak de sorprenderse.
—¿De qué tendría que haberme dado cuenta?
La joven exhaló un suspiro.
—Dyreah y Ravnya. Son pareja.
—¿Cómo? ¿De qué estás hablando, Kieveiann? ¿Dyreah y Ravnya? Si ambas son mujeres…
Otra vez el fuego de aquellos ojos atravesó los suyos y no cesaron hasta taladrar su cerebro. Casi fue capaz de escuchar la nota de reproche que se filtró en su cabeza: ¿y qué?
—Quiero decir que, —Tsavrak trató de explicarse—, siendo así, no podrán…
—¿No podrán qué? ¿Tener descendencia? ¿Y en qué cambiarían las cosas de ser Kylan y no Ravnya? Padre, te recuerdo que los mestizos no podemos…
El elfo la interrumpió con un gesto. No deseaba escuchar la conclusión de aquella condena, condena de la que se sentía culpable.
—Lo lamento, Kieveiann. No sabes cuánto lo siento. Cuando ocurrió fue maravilloso. Pero no lo pensamos, nunca nos planteamos lo que supondría para vosotros. Si…
—Olvídalo. Ya sabes cómo pienso. No me interesa traer a este mundo a una criatura que no haga más que lloriquear, ensuciarse y que me distraiga de mis estudios —sentenció la mestiza, con la intención de aparcar aquel espinoso tema—. Pero no estábamos hablando de mí.
—Lo sé, pero…
—¿Pero? —la joven detuvo sus pasos en la nieve para hablar—. La próxima vez que las veas juntas fíjate en ellas, en sus gestos, en las miradas que se cruzan. Se quieren. ¿Acaso no es eso lo más importante?
Tsavrak observó el rostro de su hija, arrebolado por el frío y por la intensidad que había prestado a su exposición. Un suspiro fue el síntoma de su rendición.
—Supongo que sí, Kieveiann —concedió—. Aún así no deja de resultarme extraño. No es lo normal.
—¿Y qué es normal? —rió la joven al tiempo que reemprendía el paso—. ¿Que se junten una humana y un mestizo de hykar y dalyan?
El elfo desistió de seguir razonando. Una espléndida sonrisa de suficiencia curvaba los labios de Kieve.
—Supongo que no. Me has dado algo sobre lo que reflexionar.
—Tú espera que no tome yo el mismo rumbo —aventuró Kieve—. Porque visto el percal…
A Tsavrak no le quedó más remedio que guardar silencio, ante lo lamentablemente cierto del comentario de su hija.
El familiar crujido de la nieve bajo sus pies los acompañó a su regreso. Sin embargo, el elfo lo quebró antes de que alcanzaran la casa.
—¿Y tu hermano? ¿Está al corriente de… las circunstancias?
—Ajá.
—Y sus sentimientos para con…
—Ajá.
Tsavrak se mesó los cabellos, preocupado.
—Y… ¿cómo lo lleva?
Kieve se detuvo antes de ascender los peldaños que subían hasta la puerta principal. Se volvió y miró a su padre, encogiéndose de hombros.
—Padre, es Kylan.
El crujido de la nieve bajo las botas reverberaba cruelmente en su cabeza.
Le dolía la mandíbula de tanto apretar, pero aún así no lograba reprimir el castañeteo de sus dientes. Había escondido las manos bajo las mangas en un vano intento de conservar el calor, sin éxito. Caminaba encorvada, escondiendo el cuello entre los hombros y respirando a través del embozo de su capa. Con la capucha echada sobre la cabeza, sólo los ojos quedaban expuestos al inclemente clima. No dejaba de parpadear, buscando aclarar la vista y evacuar sus lágrimas sin tener que usar las manos. Quizá cristalizaran antes de llegar a derramarse.
¿Cómo podía gustarle salir a explorar con semejante frío?
Por lo que sabía, Ravnya al igual que ella procedía de climas templados. O, al menos, los inviernos no resultaban demasiado severos en la región de los Grandes Bosques. ¿Sería sólo la curiosidad ante nuevos horizontes la que impelía a Nya a reaccionar así?
Por fortuna, las cuevas no estaban lejos. El terreno pronto se elevaba en una abrupta ladera de blancas paredes escarpadas que se alzaban hasta aquel cielo plomizo. A sus pies, entre la tupida floresta, se abrían oscuras perforaciones que se internaban en la montaña. Estaba a punto de gritar el nombre de su compañera, cuando advirtió un par de pequeñas y reconocidas huellas que se hundían en la nieve un poco más allá de donde ella se encontraba.
Temblando de frío, se arrebujó con fuerza bajo la capa y siguió el rastro hasta el interior de la gruta.
Para su sorpresa, dentro el ambiente estaba mucho más caldeado, y la sensación de calor aumentaba a medida que profundizaba en la cueva. No comprendía el motivo de esto, pero lo agradeció de sobremanera. Se retiró la capucha y estiró despacio los doloridos hombros, incluso se atrevió a exponer las manos congeladas al exterior.
Sin huellas que seguir sobre la piedra caliza del suelo, Dyreah se limitó a caminar en dirección opuesta a la salida.
Sus ojos luchaban por atisbar algo en aquella penumbra. Esta vez era un gorgoteo el que asaltaba sus oídos, el suave arrullo de una corriente de agua y de las gotas al filtrarse entre la roca. Sin duda, un arroyo subterráneo bañaba y calentaba el corazón de aquellas montañas.
Justo a su orilla encontró a Ravnya, de cuclillas junto a las aguas, libre de las ropas de abrigo. Estaba jugando con unas pequeñas piedras redondeadas que había sacado del río. La semielfa no pudo menos que sonreír al contemplar tan familiar escena. Igual de acogedora fue la sonrisa que le dirigió la muchacha cuando la vio llegar, sin problemas a pesar de la exigua luz.
—Hola.
—Hola, Nya. Te estaba buscando.
Tras apartar a un lado sus nuevos juguetes, Ravnya se incorporó en un ágil movimiento que la entregó directamente en brazos de Dyreah. Estas muestras de afecto tan súbitas como inesperadas lograban derrumbar por completo las defensas de la mestiza. Era imposible no querer a una criatura tan dulce. Pero en su caso, los sentimientos iban mucho más allá.
—¿No tienes calor? —preguntó Ravnya examinando las gruesas ropas que cubrían a su compañera.
—Aquí sí, fuera hace un frío del demonio —respondió ella al tiempo a que accedía a desprenderse de la capa y del abrigo, que fueron a reunirse con las prendas tiradas de la muchacha—. De camino a aquí no podía comprender cómo eras capaz de disfrutar saliendo a pasear con este tiempo. Ahora, viendo este lugar, reconozco que estaba equivocada.
Nya no contestó, sólo esbozó una de sus peculiares sonrisas a modo de respuesta. Tomó de la mano a su compañera y tiró de ella hacia una estalagmita que nacía del suelo. La muchacha se sentó en su base y apoyó la espalda, dejando que Dyreah se recostara sobre su pecho. La semielfa no opuso resistencia, agradecida.
—¿Encontraste lo que buscabas?
Dyreah negó con la cabeza. La rabia ante la manifiesta intolerancia de aquellos elfos engreídos aún latía con fuerza en su interior, aunque no lo mostrara. Era muy hábil escondiendo sus sentimientos, pero no a Ravnya.
—No, fue inútil. No quisieron decirme nada.
—¿Y por qué hacen eso? —insistió. En ocasiones su natural inocencia suponía una traba para su comprensión del mundo y las gentes que lo habitaban.
—No lo sé —la semielfa optó por no hacérselo entender.
Ravnya no permanecía ociosa mientras charlaban. Sus hábiles dedos recorrían el negro cabello de Dyreah, tejiéndolo en trenzas que hacían las delicias de su compañera. Era en momentos mágicos como aquél cuando la semielfa se abandonaba y daba rienda suelta a sus miedos y preocupaciones.
—Pronto nos iremos —anunció—. Empezaremos el viaje hacia el sur. Si nos podemos fiar del mapa que encontramos, cruzaremos los bosques del norte hacia las grandes montañas. El camino será largo y duro, pero una vez lleguemos al lugar…
»Kieveiann, la hermana de Kylan, me ha prometido conseguir algo más de información, algo que nos pueda ayudar —continuó Dyreah—. No es que desconfíe de ella. De quien no me fío es de esos malditos elfos. ¿No se dan cuenta de que precisamente lo que trato de hacer es liberar una de sus antiguas ciudades? ¿Erradicar el mal que invade Aeral y solucionar el error que cometió mi madre hace ya tantísimo tiempo? Hay ocasiones en que juro que…
La semielfa interrumpió su disertación de forma abrupta. De pronto contuvo la respiración y no la recuperó hasta instantes después, en un prolongado y audible suspiro. Nya, que advirtió al punto su extraña reacción, de inmediato se preocupó por ella.
—¿Dy? ¿Estás bien?
—Sí, tranquila. Sólo que… —se volvió para mirar a Ravnya—. ¿Qué hiciste?
—¿Hacer? —cuestionó la muchacha.
—Sí, justo antes, mientras hablaba.
—No sé, sólo fue…
El mismo espasmo recorrió el cuerpo de la semielfa cuando Nya repitió su gesto, privándola momentáneamente del hálito.
—¿Fue por esto? ¿Te duele?
—No es dolor. Bueno, quizá sí. —Dyreah aún estaba confusa por la descarga de sensaciones desatadas que había experimentado—. Pero no ha sido algo malo…
—No lo volveré a hacer…
La muchacha parecía afectada, se sentía culpable, pero Dyreah no sabía cómo hacerla salir de su error. Había escuchado chismorrear sobre aquello, concretamente del brutal efecto que obraba sobre las elfas y su particular fisonomía. Aún así, nunca había sospechado ni por asomo nada semejante. Se giró para encarar a su arrepentida compañera.
—Shh, Nya, mi vida, no ha sido algo malo, todo lo contrario —la susurró mientras tomaba su rostro entre las manos y la sonreía—, ha sido muy agradable. Y quiero demostrártelo.
Ante la cariacontecida expectación de Ravnya, la semielfa besó sus labios. Después fue recorriendo la línea de su barbilla hasta alcanzar su meta. Se detuvo un instante antes de empezar a mordisquearle el lóbulo de la oreja y explorar luego el laberinto del oído con la punta de la lengua. La reacción de la muchacha fue inmediata y apenas menos violenta que la suya.
Repuesta del trance inicial, Nya reclamó la mirada de Dyreah.
—¿Yo t-te hice e-eso? —la joven casi tartamudeó.
La mestiza respondió con un cabeceo, satisfecha de que las dudas fueran borrándose del rostro de su compañera.
De lo que se percató tarde fue de la pícara sonrisa que se pintó en los labios de la muchacha, justo antes de que se abalanzara sobre ella, bien dispuesta a poner en práctica su último descubrimiento. Ante semejante ofensiva, Dyreah sólo pudo estremecerse, entornar los párpados y exhalar ahogados gemidos de placer, incondicionalmente rendida en brazos de su amada.
«Seré un ingenuo, pero sigo siendo muy capaz de seguir cualquier rastro e infiltrarme en una caverna sin que me descubran».
Kylan había profundizado poco en la gruta. No necesitaba avanzar más. Desde aquel lugar podía escuchar perfectamente la conversación de las dos mujeres y recrear en su mente una imagen bastante exacta de cuanto allí sucedía.
«Dyreah no es así. No sé qué tipo de brujería has lanzado sobre ella, pero Dyreah nunca hubiese hablado de ese modo ni actuado de esa manera», pensaba con rabia el mestizo. «Aún ignoro cómo, pero la liberaré del dominio que ejerces sobre ella, demonio».