7
UN HOGAR EN EL NORTE
Alantea, año 248 D. N. C.
Frío.
La semielfa casi podía sentir cómo una fina película de escarcha comenzaba a cubrir su piel, insensibilizándola de todo excepto de aquel frío terrible que atravesaba su carne hasta los huesos. Mantenía los ojos cerrados, tratando de mitigar la horrible angustia que se había apoderado de su estómago. Primero aquel penetrante silbido, luego la sensación de caída, después… Nada. Un aterrador vacío había reemplazado el mundo a su alrededor, ahogando cualquier sonido e impresión. Y para cuando por fin regresó, fue aquel espantoso helor el que la atrapó entre sus garras.
Presa de una violenta tiritera, Dyreah despertó a la refulgente luz de la luna llena, abrazándose a sí misma con fuerza, en un vano intento de protegerse de las bajas temperaturas. Necesitó de unos segundos para enfocar la mirada, pues sus párpados insistían en cerrarse para guarecerse de aquel inhóspito clima. El frío hacía que los ojos le doliesen de sólo mantenerlos abiertos.
No sin gran esfuerzo, la semielfa fue capaz de alzar la cabeza y mirar en derredor.
De no haber sido por la profusa maraña que anegaba el espacio entre la base de los troncos y porque los árboles eran más espigados que los que ella conocía, habría pensado que continuaban en el mismo lugar. Y, por supuesto, de no haber sido por el grueso manto de nieve que cubría sus manos y la hacía temblar sin remisión.
No tardó en localizar a Ravnya, no muy lejos de donde ella estaba, en forma de lobo y visiblemente nerviosa, inspeccionando los alrededores en busca de posibles amenazas. La noche reinaba sobre aquel ignoto paraje y no contribuía a mitigar los recelos de la joven. Kylanfein estaba arrodillado junto a su hermana. Kieve, tumbada sobre la nieve, no se movía.
—¿Cómo está? —se interesó la medio elfa, que acudió a su lado.
—Se ha desmayado —comunicó Kylan—. Ejecutar el hechizo ha supuesto un esfuerzo demasiado grande.
—¿Y la herida?
—Sigue sangrando.
No era una buena señal. La nieve alrededor de su cuerpo se iba tiñendo de rojo a medida que la sangre brotaba del humeante orificio que perforaba su piel. No habían conseguido detener la hemorragia con el precipitado vendaje, sólo frenarla. Si no encontraban ayuda pronto, el desenlace podría ser fatal.
—Entonces lo mejor será que busquemos auxilio o un refugio lo antes posible —dictaminó Dyreah arrebujándose con los brazos—. ¿Todo bien, Ravnya?
La loba capturó su mirada y asintió con un cabeceo. De inmediato devolvió sus sentidos a la floresta, escudriñando sus secretos y pateando con energía sobre aquel curioso polvo que mojaba sus patas. Aquel paraje entrañaba un sinfín de misterios para sus sentidos y deseaba aprehenderlos todos tan pronto como fuera posible.
—No alcanzo a distinguir ninguna construcción, ni el humo de hogueras y chimeneas —señaló Dyreah—. ¿Sabes dónde estamos?
Kylan no contestó de inmediato, tratando de poner en orden sus recuerdos.
—Sí —levantó en brazos a su hermana mientras echaba un rápido vistazo en derredor. Una sonrisa se fue abriendo paso en su rostro—. Conozco muy bien este sitio. Vamos, mi casa no está lejos.
Sosiego.
Si alguien intentase describir la existencia de Tsavrak Fae-Thlan mediante el uso de una sola palabra, la tildaría sin duda de sosegada. Y aquel día no había sido la excepción, al menos no hasta aquel momento.
Habituado a su rutina diaria, una vez terminó de degustar los platos de la cena y dejar apartada una generosa ración, reclamó el refugio que le brindaba su sillón favorito. Se trataba de una pieza sencilla, labrada en madera y austeramente acolchada, pero que satisfacía a la perfección sus humildes expectativas. Allí sentado frente a la chimenea, con un libro abierto sobre el regazo, el elfo encontraba solaz para sus atribulados pensamientos.
Quizá no manifestase su pena en presencia de nadie, especialmente de su hija, temeroso de despertar la lástima ajena, pero en su fuero interno la ausencia de Riannhe continuaba atormentándole sin piedad. Todos sostenían que el tiempo curaba las heridas del corazón, pero los años pasaban con desgarradora lentitud y su dolor no daba síntomas de menguar.
Y por si fuera poco, se produjo la posterior desaparición de Kylan.
No, no quería pensar en aquello. Con una lacerante herida sangrando en su corazón tenía suficiente. Se obligaba a creer que estaba bien, en algún lejano lugar, rodeado de buenas gentes y satisfecho con su nueva vida. Temía plantearse siquiera que algo malo le pudiese haber ocurrido, que su dilatada ausencia se debiese a motivos ajenos a su propia voluntad. Que quizá nunca fuera a regresar…
Desagradables pensamientos a los que no deseaba dar cabida en aquellos instantes. Replegó su mente y la dejó encerrada a buen recaudo, dispuesto a seguir haciendo frente a las atenciones del día a día. Se lo debía a Kieveiann, pues a pesar de su manifiesta independencia e indómito carácter, era consciente de que una gran carga pesaba sobre sus delgados hombros. Desconocía la naturaleza del problema que la hostigaba, que la hacía removerse en sueños e incluso gritar en ocasiones como si le estuvieran robando el alma. Su actitud premeditadamente hosca ante la exposición de sus debilidades la escondía mejor que cualquier coraza y la hacía impenetrable a escrutinios externos. Pero Tsavrak permanecería dispuesto, preparado, para ayudarla cual fuera el mal que la afectara… en cuanto ella así lo solicitara.
No podía evitar pensar que la culpable de todo era la magia, y lo mucho que Kieveiann se sentía atraída por ella. Ni Riannhe ni él habían estudiado nunca el Arte, así como tampoco Kyallard había hecho nunca alarde de disponer de dichas habilidades. Y por lo poco que conocía de su madre, dudaba que ésta hubiera sido practicante de magia. Siendo así, no entendía de dónde le había venido esta abrumadora predilección a su hija. Estaba entregada en cuerpo y alma al estudio de las artes arcanas, día tras día de manera incansable, ajena a cualquier otro interés.
Como padre que era, esperaba sufrir el incansable coqueteo y atenciones de los muchachos para con su hija, del todo inevitables tratándose de una joven no exenta de atractivo y dotada de buen porte y apariencia. Sin embargo, éstos no se habían presentado, al menos en su presencia. En ocasiones había advertido la ojeada de algún mancebo dirigirse hacia Kieveiann, para desviarla violentamente de inmediato, haciendo acuse de algún tipo de castigo. Tsavrak era consciente de lo virulentas que podían llegar a ser las miradas de su hija. Y qué decir cuando daba rienda a su lengua. Pero… ¿hasta tal extremo?
Fue entonces cuando advirtió que no había escuchado a su hija desde hacía horas. Kieveiann, como de costumbre, se había encerrado en su desván con el mudo ruego de no ser molestada. Aún así, siempre era capaz de apreciar el deambular de sus pasos por la habitación, los delatores crujidos de la madera que evidenciaban su invisible presencia en la casa. Una vez más, Tsavrak quiso alejar todo oscuro temor de su cabeza y no pensar en posibles accidentes que desembocaran con su hija desplomada sobre el piso afectada por los dioses sabían qué mal. Nada lograría dejándose llevar por sus propios miedos, por lo que tomó las riendas de su pensamiento y lo encaminó por cauces más positivos.
Así lo pretendía y puso todo su empeño en conseguirlo, mas una voz en su interior le decía que algo iba mal, terriblemente mal. Venciendo sus habituales reservas, puso rumbo a las escaleras de subida en dirección a la habitación de Kieveiann, pero antes de que hubiera ascendido el primer tramo de escalones escuchó voces y el familia ruido de la puerta de la casa al abrirse.
Nada más bajar descubrió allí a una mujer de espaldas a él, ocupada en algo que quedaba oculto al otro lado, en el exterior. No se fijó tanto en su aspecto como sí en la armadura que vestía y en la sólida espada que pendía de su cadera. Tsavrak no era un hombre de acción, no disponía de ningún arma con la que defenderse, y de haberla tenido, tampoco habría sabido cómo utilizarla. En este aspecto se había mantenido firme pese a la firme oposición de su padre; y ahora se preguntaba hasta qué punto no debería haberle prestado algo más de atención.
La mujer no parecía haberse percatado aún de su presencia, ocupada como estaba en su cometido. Sin duda, su intención era flanquearle el paso a alguien más, como así se demostró cuando un individuo, también armado, cruzó el acceso con un cuerpo yacente en sus brazos.
Ni siquiera se preocupó por la cuarta persona que, con precaución, se internó en su casa, atónito como estaba por la identidad de los otros dos.
—Kylan…
Tsavrak hubiese querido parpadear para asegurarse de que los ojos no le estaban jugando una mala pasada, pero de tan conmocionado se encontraba que no era capaz más que de mantenerse allí, en pie, aferrado a la barandilla de la escalera para no desplomarse.
—¡Padre, rápido! —alentó Kylan al advertir el titubeo de su padre—. ¡Kievi está herida!
No necesitó más. Dejando a un lado todo asombro como quien corre una cortina, Tsavrak se precipitó hacia donde estaban y tras percibir las ropas teñidas de sangre y la palidez en el rostro de su hija, los condujo sin demora por la casa. Aún inconsciente, Kylan llevó a su hermana hasta el dormitorio de sus padres, ocupado sólo por Tsavrak desde hacía muchos años, y la acostó sobre la cama. Kieveiann se estremeció de dolor cuando la acomodaron. Nadie se preocupó en apartar las telas exquisita y amorosamente bordadas que cubrían el lecho.
—¿Cómo… qué sucedió? —preguntó Tsavrak mientras examinaba la herida. Sus dedos se movieron con extremo cuidado, consciente del sufrimiento que hacía presa en su hija a la mínima manipulación de los vendajes. La herida continuaba sangrando de manera alarmante.
—Un disparo de ballesta —explicó Kylan—. Arrancamos el virote y le vendamos el hombro. Pero ella no se resignó, quiso ejecutar el conjuro a pesar de su estado. Entonces parecía fuerte, muy entera. No se lo debí permitir…
—¿Conjuro? Ya me contarás más tarde. Me contarás todo más tarde —con la mirada abarcó tanto la presencia de su hijo perdido como la de las otras dos mujeres que lo acompañaban, una por cierto de actitud y aspecto bastante extraños—. Pero ahora debemos centrarnos en tu hermana.
Acudió a su vestidor y se echó una gruesa capa por encima.
—No tiene buen aspecto —contestó a la pregunta no formulada de Kylan ante su inminente partida—, y yo no dispongo de los recursos ni los conocimientos para atenderla. Me voy a la ciudad en busca de ayuda antes de que se haga más tarde.
»Quédate cuidándola. Presiona la herida si la hemorragia no se detiene y… reza porque todo salga bien —indicó Tsavrak, con tono apesadumbrado. Dedicó una última mirada a su hijo antes de abandonar la habitación—. Volveré lo antes posible.
—Capitán, piden permiso para cruzar el portón.
El superior levantó los pies de la banqueta y se restregó la cara con las manos en un vano intento de espabilarse. Quienquiera que fuese el que lo hubiese molestado a semejantes horas, por su bien ya podía tener una buena razón que lo respaldara.
—¿Y de quién se trata esta vez, de un borracho que apenas se tiene en pie? ¿De una parejita de regreso de su escapada nocturna? ¿De un ávido comerciante que en su afán de adelantar el amanecer y anticiparse a los suyos ya no es capaz de respetar los horarios nocturnos?
—No, señor. Se trata de Tsavrak Fae-Thlan. Dice que es una urgencia.
—¿Tsavrak? —se preguntó extrañado.
Pese a su solitaria existencia, el hombre gozaba de una buena reputación entre los habitantes de la ciudad. No ocasionaba problemas, se ocupaba de sus asuntos y siempre se mostraba amable, aunque circunspecto. En definitiva, el tipo de ciudadanos que gustaban al capitán Siurd.
Una pena lo de su esposa, una mujer hermosa, según recordaba. También lo de su hijo, no parecía mal chico, hasta que desapareció sin dejar rastro. Pero su hija era otro asunto bien distinto. Menuda pájara. Se paseaba por la ciudad como si fuera suya y miraba a todos con desprecio. Algún día le tocaría bajarle un poco los humos y meterla en cintura allí donde su padre no lo hacía; aunque en el fondo prefería que no llegara ese día.
—Señor, ¿entonces…?
—Deja, me ocupo yo.
Cuando el capitán abandonó el cálido refugio de la garita, se encontró con un Tsavrak bastante fatigado y tembloroso, arrebujado en una capa y con el rostro serio.
—Capitán Siurd —no esperó un instante—, lamento mi inoportuna llegada, pero me es preciso entrar en el recinto de inmediato.
—Tsavrak, ya conocéis las normas al respecto de las entradas nocturnas…
—No os molestaría de no tratarse de un asunto de gravedad —interrumpió Tsavrak—. Mi hija necesita con urgencia los servicios de la dama Caynar.
—¿Qué le ha sucedido? —se interesó Siurd, al ser Kieveiann la causante de todo aquel revuelo—. ¿Algún accidente de naturaleza mág…?
—La han atacado, está herida. Le contaré todos los detalles que desee, capitán, ¡pero déjeme antes hablar con la dama Caynar o dé aviso de ir a buscarla!
Este inesperado estallido proveniente de un hombre de naturaleza tan serena dio fin a la morbosa curiosidad de Siurd y despertó su sentido del deber.
—Sin duda así se hará. —El capitán se asomó al interior de la garita—. ¡Denra! Trae a la dama Caynar y dile que hacen falta sus servicios en la hacienda Fae-Thlan con premura. ¡A paso ligero, Denra! ¡A paso ligero!
No había esperado que su regreso a casa sucediera de aquella manera.
Nunca creyó que al solicitar la ayuda de su hermana la estuviera poniendo en peligro. También era cierto que creía a Thra’in bajo tierra, en uno u otro sentido, y no que éste anduviera aún tras él. Mientras observaba a su hermana, con la respiración entrecortada y el rostro lívido, sólo podía recordar que le había perdonado la vida una vez. No cometería por segunda vez ese error.
¿Pero de qué le serviría si Kieveiann moría?
Por otro lado estaban Dyreah y Ravnya.
En una región remota, con gente desconocida… No quería mostrarse como una desagradecida. Precisamente quien yacía en la cama era la persona que se había ofrecido a ayudarlas y que les había ahorrado numerosísimas jornadas de viaje. Pero se sentía fuera de lugar en aquella casa o, al menos, se sentía extraña. En verdad que deseaba que la gravedad de la joven no fuera tal y no tardara en recuperarse, pero no llevaba ni unas pocas horas allí y ya echaba de menos el bosque.
Para Nya permanecer allí encerrada estaría siendo algo mucho peor.
Dado que tanto ella como Ravnya permanecían en la habitación como meras espectadoras y no creía que, al menos por el momento, sirvieran de ninguna utilidad, decidió brindar a su compañera una vía de desahogo.
—Nya, no es necesario que te quedes. Puedes salir fuera si te apetece —la sugirió Dyreah—. Te llamaré si ocurre algo, ¿de acuerdo?
La joven en un principio se mostró reticente, sin embargo terminó asintiendo con la cabeza y abandonó con silenciosos pasos la habitación, dubitativa pero también aliviada.
—¿Cómo está?
Kylan exhaló un hondo suspiro. Llevaba varias horas en tensión y el hecho de que Kieveiann no hubiera recuperado aún la consciencia lo inquietaba. Le preocupaba la pérdida de sangre, aunque la hemorragia no había vuelto a abrirse.
—No lo sé. Ahora se encuentra más calmada, más relajada, no parece que sufra. Y eso me asusta más. Es una luchadora —añadió con desespero—, no quiero pensar que esté dando la batalla por perdida.
—Quizá no sea así. Quizá sólo se deba a que ha pasado lo peor, o que —argumentó la semielfa— simplemente está exhausta. La ejecución del hechizo exigió mucho de ella. A buen seguro estaría también agotada de no haber resultado herida.
—Es posible, pero no me tranquiliza. Sólo cuando…
No pudo terminar la frase, aunque el gesto que dedicó hacia su hermana fue inequívoco para Dyreah. Ésta prefirió cambiar el rumbo de la conversación.
—Y este joven, el que partió en busca de un sanador, ¿quién era? ¿Algún amigo de la familia? Porque sin duda era elfo, pero no elfo…
—¿Elfo de la sombra, quieres decir? ¿Hykar? —concluyó Kylan por ella—. ¿Al contrario que mi hermana o yo?
—Sí.
Carecía de sentido añadir nada más.
—Los rasgos propios de los hykar, como el tinte oscuro de la piel o la palidez del cabello, no se presentan en todas las generaciones, al menos no cuando se producen mestizajes —explicó él.
—¿También él es un mestizo?
En su voz no se demostró rechazo o desprecio alguno, como sí hubiese ocurrido en boca de otros. Que ella también lo fuese, y de una unión aún más terrible, era una buena razón.
—Sí, pero no como nosotros. —Nada más pronunciar estas palabras se percató con pesar de que dicha afirmación excluía a Dyreah, dados sus oscuros orígenes. Lejos de tratar de enmendar su error y enfatizar así su torpe comentario, continuó—. Por ambas partes, es heredero de elfos, de dalyan y de hykar.
—¿Dalyan y hykar? Entonces no comprendo que se le considere mestizo, pues es totalmente elfo —arguyó, extrañada.
—La mayor parte de los elfos te condenarían a muerte por el mero motivo de considerar a los hykar miembros de su raza. Lo que te harían los elfos de la sombra sería mucho peor —comentó con ironía—. Y el hecho de que las uniones que raramente se dan entre unos y otros sean fértiles no les convence de lo contrario. Allá ellos con su obsesión.
»A todo esto, el joven, como tú decías, se llama Tsavrak. Es mi padre.
—¿Tu padre? —Dyreah se quedó sin palabras, confusa—. Pero, parece tan joven…
—Tan joven como parece cualquier elfo de poco más de ciento cincuenta años —sonrió Kylan.
—Supongo que así es, nunca antes me había detenido a pensar en la larga existencia de los elfos. Crecí entre humanos y creo que me habitué a sus costumbres.
A Kylan le chirrió el modo en que pronunció la palabra humanos.
—Sí, ellos ven pasar centurias donde nosotros décadas. Al menos, los mestizos disfrutamos de una vida algo más larga que los humanos.
—Sí, los mestizos de elfo y humano.
¿Cuánto viviría la heredera elfa de un demonio? Esta pregunta no formulada flotó entre ambos, como un muro de silencio. Por fortuna, el incómodo momento se interrumpió cuando Ravnya se asomó por la puerta, ganando la atención de ambos.
—¿Nya?
—Viene alguien.
Kylan no tardó en salir al exterior, entre ansioso y esperanzado, esperando encontrarse con su padre. Sin embargo, lo que halló fue un carruaje tirado por caballos del que descendió Tsavrak seguido de una mujer. Cuando ésta se acercó pudo apreciar su porte erguido, las elegantes ropas que la envolvían y los bien cincelados rasgos que definían su augusto rostro. La reconoció, de cuando era pequeño y caía enfermo. Recordó al punto su voz firme cuando le habló y clavó sus acerados ojos en los suyos.
La dama Caynar.
—Llévame hasta tu hermana.
La sanadora solicitó que todos abandonaran la estancia mientras ella practicaba su arte. Kylan se mostró remiso a hacerlo, sintiéndose responsable del estado de Kieveiann, pero fue su padre quien le tomó del hombro y lo acompañó fuera de la habitación.
Una vez en la pequeña estancia que cumplía las veces de salón, padre e hijo se reencontraron después de tantos años.
La espera no había sido tan larga ni tan angustiosa para Kylan como para Tsavrak, mas supo entender todo ese dolor tan pronto como leyó miró los ojos de su padre.
—Padre, no sé cuánto tiempo he estado fuera. No tuve oportunidad de enviar mensaje, de daros noticias mías. Yo…
—Kylan, olvídalo —negó Tsavrak con una sonrisa—. Ya tendrás ocasión de relatarme tus aventuras. Lo importante es que has vuelto.
Dicho esto lo abrazó, las lágrimas a punto de brotar de los almendrados ojos de Tsavrak.
—Padre, han ocurrido tantas cosas…
El elfo hizo un ademán, restándole importancia a lo que Kylan tuviera que contarle. No le importaba. Estaba vivo, y estaba allí, en casa.
—No te preocupes, luego más tarde tendremos tiempo. Ahora —dijo, dirigiendo su atención a aquellas dos mujeres que habían llegado con su hijo y se mantenían a una respetuosa distancia—, es el turno de las presentaciones. Mi nombre es Tsavrak Fae-Thlan, sed bienvenidas a mi hogar.
No hubo lugar a la réplica, pues la puerta del dormitorio se abrió y dio paso a la sanadora elfa, que se reunió con ellos.
—Dama Caynar, por favor, decidme. ¿Cómo se encuentra Kieveiann?
—Grave —sentenció la mujer—, pero fuera de peligro. El mal no radicaba tanto en la herida en sí como en el veneno que corría por sus venas.
—¿Veneno? —exclamó el elfo, sorprendido. Dedicó una mirada a su hijo, en busca de una posible explicación.
—Fue un hykar el que nos emboscó —admitió Kylan.
—Sin duda así fue —confirmó Caynar—, porque la ponzoña que cubría el virote que le extrajisteis es de uso habitual entre los hykar.
Dyreah creyó leer entre líneas: al menos no me has mentido.
—¡Hykars! —volvió a exclamar Tsavrak—. Al parecer sí que tendrás que contarme muchas cosas, Kylan. Pero primero atendamos a tu hermana. Dama Caynar, ¿entonces Kieveiann está ya a salvo?
—Puedes estar tranquilo, Tsavrak, tu hija vivirá —confirmó la sanadora para alivio de los presentes—. Neutralicé el veneno y suturé el corte. No deberían producirse nuevas hemorragias. Bastará con lavar la herida y cambiar las vendas tres veces al día. Por supuesto, deberá permanecer en reposo durante al menos dos semanas.
—¿Está…? —se aventuró Kylan.
—Ahora duerme. Dejad que descanse y vigilad tan sólo que no le suba la fiebre.
—Os lo agradezco, dama Caynar. Y nuevamente disculpadme por haber perturbado vuestro merecido reposo de esta manera.
—Calla, Tsavrak —negó la mujer—. No dormía, y aunque así hubiera sido, esta urgencia lo justificaba.
—Aún así —reiteró él—, gracias. Si hay algo que pueda hacer por vos…
—Ahora que lo dices, me vendría bien algo caliente. —Caynar se arropó en su gruesa capa de lana—. El helor nocturno penetra hasta los huesos.
—En seguida lo traigo. Por favor, tomad asiento.
Kylan la acompañó hasta el cómodo sillón de su padre. Él, por su parte, se arrellanó en un banco cercano y Dyreah se acomodó junto a él. Ravnya prefirió mantenerse en pie, detrás de su compañera.
—Hasta mí llegaron noticias de tu desaparición —rompió el silencio la sanadora—. Tenías muy preocupado a tu padre, jovencito.
—Lo sé, y lo lamentó. Nunca fue ésa mi intención —trató de disculparse.
—Intención o no, el resultado es el mismo. Confío en qué seas consciente de todo el pesar que has provocado.
—Lo siento, dama Caynar —aceptó bajando la cabeza.
Dyreah no daba crédito a lo que veía. Estaba atónita. Se maravilló del poder que aquella mujer ejercía sobre el mestizo, al que era capaz de intimidar con una simple mirada. Aunque no le gustaba en absoluto el modo en que la ejercía. Por un momento recordó el respeto que le infundía su padre, su padre adoptivo, al que no se atrevía siquiera a replicar. Aunque claro, eso había ocurrido cuando ella era apenas una niña, hacía ya muchos años.
—Además, por lo que veo —prosiguió en su acometida—, no has regresado solo.
Caynar dedicó una apreciativa mirada a las dos muchachas, como si hasta aquel instante no hubiera reparado en su presencia. El escrutinio fue severo y el resultado no pareció agradar a la sanadora. Para empezar, no era costumbre que le sostuvieran la mirada. Aquel gesto denotaba insolencia y falta de la debida deferencia hacia ella.
—Tu amiga, ¿por qué no se sienta? —inquirió en referencia a Ravnya.
—Mi amiga —intervino Dyreah— quizá prefiera estar donde está. Y además tiene nombre, se llama Ravnya.
—Ya veo —musitó Caynar. El tono de su voz había descendido unos grados—. ¿Y el tuyo es?
—Dyreah Anaidaen.
—¿Anaidaen? —fue la respuesta que dieron al unísono la mujer y Tsavrak, que regresaba con una taza humeante entre las manos.
Caynar se levantó al punto del sillón, no sin antes dedicar una recelosa mirada a la semielfa.
—Disfrutaré de la infusión en otra ocasión, Tsavrak. Ahora debo marcharme.
—Sí… claro —contestó, confuso—. Como gustéis, dama Caynar. Os acompaño al carruaje.
Al regreso de Tsavrak, la estancia seguía en silencio. Sólo fugaces miradas se cruzaban unos con otros.
Por un lado, Kylan no comprendía lo que había sucedido. Cierto que Dyreah se había mostrado fiera y directa, pero ni mucho menos ofensiva para provocar tan violenta reacción en la sanadora; una mujer a todas luces serena, aunque de modos enérgicos.
Por otra parte, la semielfa tenía un desagradable presentimiento. Había sido su apellido, el apellido de su madre, el desencadenante de aquella incómoda escena. ¿Acaso los fantasmas de su herencia iban a perseguirla hasta aquellas remotas tierras del norte? En tal caso, debería andarse con prudencia a partir de entonces.
En otras circunstancias, Tsavrak se habría interesado por conocer los motivos de lo ocurrido, pero su mente andaba perdida en otros pensamientos.
—A buen seguro que estaréis agotados después de vuestro viaje —señaló el elfo—. Lo mejor será dar el día por terminado y que marchemos a descansar.
—Padre, ¿y Kievi?
—Me quedaré con ella, Kylan. Tú ve a la cama.
—Pero… —insistió el joven, preocupado por su hermana.
—Ve y descansa. Mañana será otro día.
—De acuerdo —aceptó con resignación.
—Nuestras invitadas se alojarán en tu antigua habitación, Kylan —anunció Tsavrak—. Está tal y como la dejaste. Y tú ve a la habitación de Kieveiann, a la alcoba. Y procura no tocar nada, ya sabes cómo se pone. Lamento no poder ofreceros nada mejor —ahora se dirigió a Ravnya y Dyreah—, pero mi casa es humilde.
—Gracias por hospedarnos, seguro que estaremos bien —afirmó la semielfa.
—Te llamabas Dyreah, ¿verdad?
—Sí.
—Vamos —indicó Kylan—, es por aquí.
Dyreah Anaidaen, había susurrado el elfo.