6
TRATOS A MEDIA LUZ
En algún lugar
Algo no marchaba bien.
Tras invocar el poder mágico de su brazalete, debería haber reaparecido en una zona boscosa que previamente había explorado y marcado en su memoria, a una distancia prudencial del claro donde se había reunido el mestizo con los otros. En cambio, el lugar que ahora le rodeaba no concordaba en absoluto con lo que el hykar había esperado.
Sin duda, algo había salido mal. El suelo que pisaba era liso, de apariencia cristalina pero oscuro, y no alcanzaba a ver paredes o muros que lo encerrasen. Tampoco encontraba pilares ni columnas que sostuvieran un techo en lo alto, por lo que tuvo que admitir que era el cielo lo que resplandecía sobre su cabeza. Pero no un cielo que él lograra reconocer.
La luminosidad era escasa, apenas una penumbra de aspecto brumoso y cambiante. No debería resultar un obstáculo para sus afinados sentidos y extraordinarias capacidades de su raza. Y sin embargo, lo era. Esto lo inquietaba más que ninguna otra cosa.
No tardó en empuñar sus armas en cuanto advirtió que no estaba solo.
Los pasos eran silenciosos, apenas un roce sobre el piso, mas en cierta forma infundían seguridad. Quienquiera que estuviera aproximándose a él, no le tenía ningún miedo.
Las sombras se apartaban ante la llegada del extraño, como si recelaran rozar siquiera la figura de aquel luminoso ser. Una intrincada —a la vez que hermosa— armadura dorada lo revestía de los pies a la cabeza, aderezada de refulgentes runas que dañaron los sensibles ojos del hykar. Las majestuosas alas que brotaban de su espalda incitaban a la veneración. Sin embargo, aquellos cabellos rubios que se deslizaban sobre su pecho y las orejas puntiagudas que despuntaban en lo alto de su cabeza despertaron una reacción de rechazo y aversión alentadas desde su nacimiento. Ridyan, decían. Trató de verle la cara, captar su mirada para exponer a las claras su ancestral reto, pero el resplandor que la envolvía era tan intenso que borraba los rasgos de su rostro. Sólo creyó vislumbrar unos iris de un imposible color… ¿blanco?, ¿azul?, ¿verde? Ya no se mostraba tan seguro de cuanto le revelaban sus sentidos.
El ser se detuvo a poca distancia de donde Thra’in aguardaba agazapado, con una espada curva en una mano y un cuchillo en la otra, preparado para saltar en una vorágine de punzadas y cuchilladas. Si disponía de una sola oportunidad, la aprovecharía fueran cuales fuesen las consecuencias.
Sólo que no se le concedió ninguna.
—Ante mí, aparta ahora tus armas.
Thra’in Kala’er era un veterano de mil batallas, un eficaz asesino carente de escrúpulos que no se postraría ante poder ni autoridad alguna. Así lo repetía una y otra vez en su mente mientras sus manos, ajenas a su consentimiento, envainaban las armas en las respectivas fundas. Le flaquearon las piernas, la cabeza amenazó con decaer lánguidamente. Sin embargo, el orgullo hizo latir con fuerza el corazón en su pecho y le proporcionó las fuerzas necesarias para resistir. Ya en anteriores ocasiones brujos dotados de formidables poderes habían tratado de socavar su voluntad y convertirlo en un peón para satisfacer sus ambiciosos designios. No le costaba reconocer cuándo la magia ejercía su impío tirón y amenazaba con usurpar su propia identidad.
Éste no era el caso.
Sentía cómo una presencia foránea quería hacer presa de su alma y sofocarla, como se apagaría la llama de una vela encerrándola en el puño. Se veía tan insignificante…
Sacudió la cabeza con fuerza, intentando apartarse aquellas extrañas ideas de la mente. No se rendiría ante semejante juego. Alzó el mentón, dispuesto a enfrentarse cara a cara con aquel ser. Si la muerte tenía que llegar, no le sorprendería arrodillado.
—Encomiable, aunque patético —se jactó el ente.
Poderosa magia teñía las trazas de su voz. Hasta para un neófito como el hykar resultaba evidente la profunda inmersión en el Arte del ser que relucía frente a sus ojos. Tuvo que echar mano hasta el último ápice de su coraje para atreverse a hablar.
—No sé qué eres, pero si…
—Silencio.
No necesitó alzar la voz. La suprema autoridad que impregnaba su tono hacía imposible cualquier demostración de rebeldía. Sólo podía callar y escuchar lo que aquel ser tuviera intención de decirle. No obstante, no agacharía la cabeza ni apartaría la mirada.
—Mejor —convino el señor de aquel plano—. Más de lo que esperaría en una despreciable criatura como tú.
La protesta murió en su garganta incluso antes de nacer.
—Mi existencia se extendía a miles de ciclos antes de que tu infecta estirpe sacrificara la pureza de la raza por mí escogida, y mezclara su sangre con la de los Impíos —anunció grandilocuente el ser—. Mi nombre es Alaethar, al que llaman el Visionario. Y te postrarás ante mí, mortal.
A pesar de las airadas protestas de su cerebro, Thra’in se descubrió humillándose al hincarse primero de rodillas y después apoyar la frente contra el suelo, en señal de absoluta sumisión. Sus dientes chirriaban de rabia. Jamás había imaginado que sería su propio cuerpo el que lo traicionaría. Pero tras su impotencia inicial, una idea se abrió paso por su cabeza. Si aquel ente no le mentía, se hallaba en presencia de un dios, el dios de los malditos nanhyks, nada menos. Sólo así era capaz de explicar su momentánea vulnerabilidad, aunque no la justificase. ¿Podría morir un dios? Cuánta gloria atesoraría si la deidad de los elfos caía por su mano. Una mano que por otro lado, se negaba a atender la menor de sus demandas.
—Ahora estás en disposición de escuchar mis palabras —juzgó Alaethar—. Posteriormente, acatarás mis deseos.
—N-no… tienes p-poder sobre mí… —logró mascullar el elfo de la sombra.
La deidad alzó la mano y la cerró después en un puño. La etérea fuerza que constriñó al hykar lo hizo gritar de dolor.
—Recapacita en tu pobre razonamiento. Tu destino me pertenece.
—Puedes matarme, sí —aceptó Thra’in, presa del sufrimiento—. Pero no me convertiré en tu marioneta.
—Todavía me asombro de hasta qué punto la sangre demoníaca ha corrompido vuestro intelecto. Insensibles, crueles, desprovistos de moral, aunque estúpidos y obstinados. Las perfectas marionetas de Maevaen.
—No soy una marioneta de Maevaen —rebatió el hykar—. Mi alma no es suya.
—Y en tu infinita necedad, guardas la ególatra creencia de que tal nimiedad inquieta el réprobo sueño de la Antagonista.
Una creciente furia amenazaba con enloquecer al elfo de la sombra.
—Para ella, no eres más que un insecto que aplastar cuando la incomode. No te equivoques, para mí también lo eres —le despreció el dios—. Con la salvedad de que yo puedo recabar una utilidad a tu ínfima existencia. Soy sabedor de los motivos que gobiernan tu vida, los necios anhelos que te impulsan, la abyecta ansia de sangre que corroe tus venas. Persigues un objetivo, una muerte. Fae-Thlan.
Thra’in se tensó al oír aquel nombre. Una nítida imagen se formó en su mente, una imagen que quería teñir con el rojo de la sangre, una y otra vez. No cesaría hasta que del bastardo no quedasen más que despojos.
—Ha huido. Como en anteriores ocasiones, ha vuelto a escapar a tu hostigamiento —reveló con deliberada intención.
—Dónde está…
—Fuera de tu alcance. Al menos, de tu alcance inmediato. Dudo de tu capacidad para trasladarte a enormes distancias a voluntad.
—La bruja —comprendió Thra’in—. La bruja se lo llevó.
—Sí, la bruja. Otro engendro zneis —hizo hincapié en el término de la lengua Ev’Hykari para designar a los mestizos de humano.
—¿Dónde está ahora? ¿Adónde se lo ha llevado? —esta información parecía haberle infundido nuevos ánimos.
—Lejos… para ti.
—Pero no para un dios… —apuntó el hykar—. Si cumplo tus requerimientos, me enviarás hasta donde se esconde el mestizo. Y debo entender que, al igual que has interceptado mi traslación, de no cumplirlos harás que reaparezca en cualquier otro lugar.
Alaethar no contestó, pero algo en su postura —quizá un gesto sutil, pues se mostraba tan impertérrito como en un principio— constató sus sospechas.
—Qué tengo que hacer.