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CONFESIONES

Curso del río Araden, Grandes Bosques, año 248 D. N. C.

—Dyreah, te quiero.

El beso no fue fugaz. Años de dilación y de ilusiones contenidas se condensaron en aquel íntimo contacto. Los ojos de ambos permanecieron cerrados. Los dedos de sus manos, entrelazados. Cuando al fin sus labios se separaron, Kylan exhaló un suspiro que llevaba una eternidad sofocando. Dyreah, por su parte, deslizó la mirada hacia el suelo, a un lado.

—Kylan —musitó ella en apenas un hilillo de voz, como si no encontrase aire en sus pulmones para hablar.

—¿Sí? —el mestizo no pudo evitar preguntar, a sabiendas de que debería haber permanecido en silencio, pero llevado por la ansiedad del momento.

—Kylan… —Lo intentó de nuevo. Esta vez no fue interrumpida, así que se vio obligada a hacer una pausa para volver a mirarle a los ojos antes de continuar—. Yo también te quiero. Te quiero, Kylan.

El semielfo no cabía en sí de gozo. Sus sueños parecían hacerse realidad frente a sus atónitos ojos. Nunca había perdido la esperanza, nunca, ni siquiera mientras se hallaba cautivo en los reinos oscuros y su vida pendía de un gastado hilo. Pero la espera había merecido la pena. Sentirla ahora a su lado, junto a él, habiendo saboreado el jugo de sus labios y participado de la calidez de su hálito. Su siguiente impulso no fue otro que el de regresar a ella, rodearla en un íntimo abrazo y reclamar nuevos besos de su boca. No obstante, cuando Dyreah entreabrió sus labios no lo hizo a modo de deseosa anticipación, sino para esbozar una única palabra.

—Pero…

Eruditos de todas las tierras y razas han proclamado desde el comienzo de los tiempos la certeza del poder que reside en las palabras. Bardos y poetas también se han hecho eco de esta afirmación, haciéndola suya y condensando todos sus miedos en un sencillo aunque nocivo vocablo, resonante en sus pesadillas románticas. Se trataba del mismo término que Kylan acababa de oír pronunciar a su amada. Un súbito temor provocó que los cimientos que sustentaban sus ilusiones temblaran y se sacudieran por un instante.

—¿Pero?

—Pero no así, no de esta forma —terminó ella. Y los sueños de Kylan terminaron de derrumbarse.

No se trataba de una resolución tomada al azar. Ni siquiera de una decisión apoyada en la razón. Aún degustaba el sabor que bañaba sus labios, tan íntimo y personal, pero carente de las evocadoras emociones que en ella despertaban los besos de Ravnya. Así descubrió, supo, que quería a Kylan, que disfrutaría de su cariño, de su amistad y confianza, pero que era a Nya a quien realmente amaba.

—¿De esta forma? Lo siento, perdona si te he ofendido —se disculpó al punto el joven guardabosques, visiblemente agitado—. No debí besarte, me precipité…

—No, espera. Escucha —le frenó ella, hablando con dulzura—. No lamento que me besaras ni te culpo por ello. Ha estado bien —deslizó una suave sonrisa, pero evitó su mirada—. Y creo que… incluso, debo darte las gracias por ello.

Kylanfein no supo cómo reaccionar ante aquella afirmación. Había recreado en su mente aquel instante innumerables veces, pero en su imaginación nunca se contempló que Dyreah pronunciara aquellas palabras.

—¿Darme las gracias? No tienes que…

Ella liberó una de sus manos y le detuvo con un gesto, implorándole que la dejase continuar.

—Estoy segura que lo que voy a decir no es lo que querrías oír, pero debes escucharme. Por favor.

El mestizo aceptó con un leve cabeceo, expectante.

—Cuando me besaste… en fin, no me lo esperaba —declaró ella—. Me sorprendiste.

»Pero también me has hecho pensar —sus dedos jugaban sobre la hierba, recogiendo hojas dispersas y acumulándolas en un montón—. Me has ayudado a comprender cosas que hasta este momento no era capaz de aceptar. Lo siento, se me da mejor manejar la espada que poner orden en mis sentimientos. Lo que quiero decir, lo que intento hacerte entender es el gran cariño que siento hacia ti, lo mucho que confío, pues así te has hecho merecedor y me lo has demostrado siempre.

»Pero… —otra vez aquella palabra resonó como un trueno en los oídos del mestizo—. No es amor lo que siento hacia ti, Kylan. Perdóname, pero no deseo engañarte.

El semihykar guardó silencio mientras trataba de asimilar todo aquello. En apenas unos instantes había pasado de estar volando entre las nubes a chocar irremisiblemente contra el suelo, con las alas cortadas.

Exhaló un sonoro suspiro, casi un bufido, fruto de la impotencia. Una media sonrisa se perfiló en su boca.

—No me va a resultar fácil aceptar esto —advirtió Kylan—. Dyreah, ¿estás convencida de lo que me acabas de decir?

La joven no se apresuró en contestar, mas cuando asintió con un cabeceo, acompañó el movimiento de cierta vehemencia.

—Sí, lo estoy.

Kylan se descubrió imitando aquel gesto de manera inconsciente. Quizá debía suceder así, no podía ocurrir de otro modo. El desencanto resultaba evidente en su atractivo rostro. Dyreah fue a hablar, pero el mestizo se lo impidió al anticiparse.

—Yo he mostrado mis cartas y tú las tuyas, no hay mentiras ni engaño entre nosotros. Lamento que esto haya acabado así. Te juro que no es lo que esperaba… o lo que deseaba. Pero así es y así hay que aceptarlo. —De nuevo Dyreah intentó decir algo, temerosa del significado de aquellas amargas palabras. Sin embargo, la oportunidad le fue negada de nuevo—. Aunque, muy hipócrita sería yo si tras proclamar mi amor me muestro incapaz de brindar mi amistad.

»Lo daría todo porque me amaras y me besaras ahora —fijó sus ojos con intensidad en los de ella—. Pero sería injusto que me sintiera desdichado si me dejas seguir a tu lado y disfrutar de tu confianza. Aún así, ¿permitirías ahora que te abrazara?

Dyreah, desconcertada al principio, sólo pudo responder de una forma. Abandonó su postura sentada sobre la hierba para arrodillarse frente al semielfo y fundirse después con él en un sentido abrazo. Las emociones que latían en el corazón de Kylan amenazaban con desgarrarle por dentro. El amor que por ella profesaba, la amargura por no sentirse correspondido, tenerla entre sus brazos, acariciar su espalda, pero sin poder rozar sus labios. Ajeno a su propia voluntad, depositó un beso sobre la nívea piel de su cuello, mientras el fino y oscuro cabello de la joven cosquilleaba por su rostro. Para su alivio, ella no pareció reaccionar ante aquel atrevido gesto.

Finalmente el momento pasó. Ambos se separaron, quizá Kylan con cierta reticencia, mas cruzaron una amistosa mirada.

—Creo que ahora me iré —declaró él.

—No hace falta que…

—Dyreah, no —el mestizo movió las manos restándole importancia al asunto—. Créeme, es lo mejor.

—No quiero que te marches así —afirmó sincera la medio elfa, aún preocupada.

—Estate tranquila, no me siento mal. Es sólo que… no sé. No es algo fácil de explicar.

Dyreah asiente, comprensiva, no queriendo echar más sal a la herida.

—En cierto modo —continuó Kylan—, me he quitado un enorme peso de encima. Pero por otro…

—Te sientes decepcionado. No es lo que esperabas.

—No es lo que esperaba —confirmó con pesar—. El paso del tiempo te concede la posibilidad de pensar en muchas cosas, todas distintas, en cómo ocurrirá, qué pasará. Intentas imaginar el momento, el lugar, en si tendrás el valor suficiente para hacerlo. En cómo reaccionará… ¿Por qué sonríes?

—Porque te comprendo bien. Sé a lo que te refieres.

—Ah, bien —respondió el mestizo, sin entender muy bien el significado que se ocultaba en estas palabras. Hizo intención de levantarse—. Si me disculpas, ahora necesito marcharme y pensar sobre todo esto.

—Preferiría que te quedaras. —Dyreah se incorporó a su vez.

—Lo sé —una triste sonrisa se dibujó en los labios de Kylan—, y te lo agradezco. Pero me marcho. Ya queda menos para que emprendamos nuestro viaje, ¿verdad?

—Así es.

La semielfa no se movió del sitio, pendiente de la partida de Kylan hasta momentos después de que lo perdiera de vista en la fronda.

sep

Ravnya no hizo ningún ruido cuando abandonó su aventajada posición. Había estado observando cuanto ocurría en la orilla del río, pendiente y alerta ante cualquier eventualidad, refugiada tras la maleza que circundaba el bosque.

Contrariada, lanzó una última mirada a Dyreah antes de sumergirse en la floresta a la carrera tras el mestizo.

sep

—¿Y cómo demonios quieres que lo consiga?

Dos días atrás, Dushel al fin le había proporcionado un escrito que reunía los aspectos necesarios que permitirían concebir el hechizo de translocación. En ocasiones, para ejecutar tales sortilegios bastaba con pronunciar con precisión ciertas palabras e inflexiones de la voz. En cambio, en otros casos resultaban necesarios algunos componentes mágicos, o incluso tejer en el aire o en la tierra intrincados símbolos y constelaciones con las manos. Para este hechizo, Kieveiann precisaría de un correcto uso de las manos a la par que entonaba una salmodia de extraños vocablos. Y que Anaii brillase plena en el cielo.

Pero la entonación se le estaba resistiendo.

Sus manos danzaban con pletórica destreza mientras trazaba enrevesados diseños invisibles para todos aquellos ajenos a las artes arcanas. Sin embargo, sus cuerdas vocales se negaban a alcanzar los tonos más agudos que requería el sortilegio. No había cosa que más le frustrara a la mestiza que descubrir sus propias limitaciones.

—Tenéis que tranquilizaros —intentaba apaciguarla el rechoncho hombrecillo—. No lograréis nada perdiendo la calma.

—¡Ja! ¡Como si que me mostrase más o menos tranquila iba a cambiar en algo esto!

A pesar de hallarse en el interior de la floresta, a cierta distancia de la ciudad, Dushel no pudo evitar mirar por encima de los hombros esperando que alguien se sintiera alarmado ante los exacerbados gritos de la mujer. Por supuesto, no descubrió a nadie que pudiera escucharlos.

—Cierto, pero lamentarse no nos llevará a ninguna parte. Lo que tenemos que hacer es buscar soluciones. Además, el problema está sólo en un canto.

El humano abrió la boca dispuesto a entonarlo él mismo. La fría mirada que recibió por parte de la medio hykar se la cerró de golpe.

—Con un solo canto que no sea capaz de pronunciar, el conjuro no funcionará. O funcionará mal.

Un ominoso silencio puso en relieve el riesgo que existía ante los inciertos y siempre peligrosos efectos que podía desentrañar un hechizo mal ejecutado. Ante un sortilegio de iluminación, el mayor accidente que podía ocurrir era que sólo produjera un leve chispazo o que la oscuridad se adueñara de todo. Pero con un hechizo de translocación… las consecuencias serían fatales.

Pobre pajarillo que no sabe cantar. No imaginas lo afligida que me siento.

Kieveiann tuvo que apretar los dientes con fuerza para no soltar un exabrupto. Aún así, Dushel advirtió cómo se marcaban los músculos de la mandíbula en el rostro de la fémina, aunque malinterpretó el motivo de aquella reacción.

—Aún disponemos de tiempo, ¿verdad? —alentó Dushel—. Dos días al menos. Seguro que habréis dominado el hechizo para entonces. Y aún si no fuera así, no se trata de un caso de fuerza mayor, se podría postergar…

¿Así que no serás capaz de ayudar a tu pobre hermanito? Qué lástima. Pobre niña bastarda, útil para nada.

—Dije una fecha —aseveró Kieveiann, con la mirada baja—. No voy a cambiarla. No esperaré otro ciclo lunar.

—En todo caso, siempre podría acompañaros y ejecutar yo el sortilegio…

¡Sí! Seguro que esa bolsa de grasa puede hacer lo que tú no puedes. Y se mofa de ti, poniendo en evidencia tu torpeza. ¿Notas cómo se ríe? ¿Ves lo superior que se siente a tu lado, zorra hykar?

—¡Lo ejecutaré yo! ¡No necesito que hagas nada por mí, ¿entiendes?! —estalló la mujer, sus ojos brillando peligrosamente rojizos—. No necesito la ayuda de nadie…

Eso ya me gusta más. Esconde tus miedos, no demuestres lo débil que eres, porque entonces te tendrá a su merced.

—Por supuesto que no, por supuesto que no. Lamento haberos ofendido —se excusó el hombrecillo, tratando de congraciarse otra vez con la airada joven—. Nada más lejos de mi intención poner en tela de juicio vuestras sobradamente probadas competencias en el Arte.

Mentiroso. Mentiroso. Pútrido gusano mentiroso.

—Sólo deseaba expresaros mi interés en colaborar en la medida de mis posibilidades.

¿Y requerir sus amorosos favores después, verdad? Asquerosa babosa…

—Dushen —exclamó la mestiza. Alzó una mano, con la intención de poner punto y final a aquel asunto—. Déjalo. Basta.

Se concedió unos segundos para recuperar la calma antes de continuar.

—Tienes razón, lo que necesito es una solución.

El rotundo humano pareció sentirse satisfecho con el nuevo giro que había tomado el voluble carácter de la semielfa. Conocía bastante bien aquellos erráticos ataques de rabia, así como sabía que desaparecían tan pronto llegaban. Nunca duraban demasiado, aunque a decir verdad le asustaban un poco. La primera vez que ocurrió estando él presente fue en los jardines que rodeaban la gran biblioteca. Creyó que Kieveiann iba a estrangular con sus propias manos a aquel pobre y estúpido muchacho que se había atrevido a insultarla en su propia cara a consecuencia de su ascendencia hykar. El imberbe alumno había salvado el pellejo, mas no su orgullo, que fue duramente apaleado. Dushen nunca se había sentido tan feliz de vivir en su propio cuerpo, por rollizo que éste fuese.

—Se me ocurre una idea —aventuró el hombre—. ¿Os gusta cantar?

sep

—¿Dyreah?

El mestizo elevó la voz en su llamada antes de superar la linde del bosque. En esta ocasión no había necesidad de sigilo ni de andarse con miramientos. Otros pensamientos ocupaban la cabeza de Kylanfein.

Dyreah en seguida salió a su encuentro. No mucho más allá permanecía expectante Ravnya, como siempre inquietante por su espectral aspecto e impasible actitud.

—¡Kylan! —le saludó la semielfa. El medio hykar no se había presentado el día anterior y se alegraba de verlo. Estaba preocupada por él, por lo que había sucedido días atrás. Se detuvo cuando estuvo frente a él—. Hola, Kylan. ¿Estás…?

—Bien, no te preocupes. Hola, Dyreah —saludó con una sonrisa, casi paladeando el nombre en sus labios en tanto lo pronunciaba. Pero la sonrisa se evaporó en cuanto cruzó la mirada con su antagonista.

—Sobre lo que hablamos el otro día…

—Está bien —repitió él—. De verdad, no te preocupes. No he venido por eso. Traigo noticias.

—¿De tu hermana? —se interesó de inmediato la mestiza—. ¿Has hablado con ella?

—Sí, no hace mucho, poco antes del amanecer.

Por un momento el joven guardabosques perdió la mirada, abstraído por una idea fugaz que cruzó como un torrente por su cerebro. Guardó silencio, aunque se mordió el labio como si se mostrara preocupado por algo.

—¿Y bien? ¿Algo marcha mal? ¿Qué te dijo?

Kylan esbozó una media sonrisa antes de contestar.

—Será esta noche.

sep

Ésta era la gran noche.

Se había pasado el día anterior poniendo a prueba su dominio del hechizo de translocación. Primero se había dedicado a trasladar objetos pequeños, como piedras, a lugares donde alcanzaba su vista. Una vez superada su inesperada tara tonal, no había resultado demasiado complicado.

Aún sentía cómo la vergüenza hacía presa en ella y encendía el rubor de sus oscuras mejillas. Había tenido que cantar. ¡Había tenido que cantar! Y para colmo de males, con Dushel marcándole los tiempos y haciéndole los coros. Por supuesto, tan pronto como pudo, dio por terminados los ejercicios musicales con su compañero del Arte para practicar, abochornada, en la profunda soledad del bosque.

Pero había resultado, y eso era lo que importaba.

Después llegó el momento de ejecutar el sortilegio sobre sí misma, y enviarse a una corta distancia. Como punto focal había escogido unas cuantas piedras que previamente había amontonado por encima de la densa hojarasca que cubría el terreno. Consciente de que ya en aquel ensayo ponía su vida en juego, tuvo buen cuidado en la preparación del hechizo. Repasó mentalmente la salmodia una y otra vez hasta que se sintió segura y reclamó después la magia que precisaría para poner en práctica aquella rotura de la realidad. Una vez ejecutado, la negrura la rodeó y perdió todo sentido del equilibrio. Sin embargo, la luz regresó de inmediato, aunque terminó tirada en el suelo. El encantamiento había surtido efecto, mas su interpretación había resultado demasiado precisa y había ido a reaparecer justo sobre las piedras apiladas, tropezando con ellas y provocando su caída. No existía motivo de vergüenza en aquel traspié, incluso se permitió imprimir en su rostro una sonrisa de triunfo mientras se levantaba. A pesar del malestar que revolvía su estómago, se sentía pletórica. El experimento había sido todo un éxito.

Aún así, debía obrar con cautela. La prueba que tenía que pasar para llegar hasta su hermano entrañaría todavía más riesgos. No dispondría de un marco visual del entorno, ni un emplazamiento o accidente del terreno que le sirviera de referencia. Qué demonios, ¡no había visitado aquella región en su vida! El único vínculo que poseía era el propio Kylan… y la magia que emanaba del pendiente que colgaba de la oreja de su hermano. Kyallard se había mostrado muy oportuno, haciéndole llegar esa baratija a Kylanfein. A la semihykar nunca le habían gustado los juegos en los que andaba metido su abuelo y empezaba a sospechar que ésta no era más que otra de sus enmarañadas maquinaciones. Pero no era momento para pensar en aquellas cuestiones. Tenía preparativos que hacer y se le echaba el tiempo encima. Plena y resplandeciente, reclamando su dominio crepuscular en la bóveda celeste, Anaii esperaba.

El regreso lo efectuaría en un amplio claro que se abría no lejos de su hogar, limpio de obstáculos u otros inconvenientes que pudieran frustrar su vuelta conjunta. Sin embargo, la partida la realizaría desde su propio sanctasanctórum, desde la alcoba de su casa. No le comentó nada a Tsavrak, ni siquiera le mencionó sus intenciones, a pesar de que si todo salía bien, ella desaparecería sin dejar rastro de su dormitorio. De sobra sabía que su padre se alarmaría en caso de estar al tanto de sus arriesgadas pretensiones y pondría el grito en el cielo. Mejor así, no ganaría nada asustando al pobre hombre.

Fiel a sus costumbres, se quitó la amplia túnica para realizar los rituales de purificación, aunque no la tiró muy lejos. La necesitaría después para el viaje. Tras entonar diversos ensalmos preparatorios para comprobar su cómodo acceso hasta el caudal de magia, se recostó en su jergón y dedicó unos largos instantes a analizar lo que se proponía hacer. Era tarde para echarse atrás. Cuando tomaba una decisión la llevaba a cabo hasta el fin de sus consecuencias. Pero no era la duda ni el miedo lo que la incitaba a replantearse el asunto. Se trataba de la certeza de que en el caso de cometer un error, su vida habría acabado. Sin más. Un instante aquí y un momento después, ¿dónde? ¿En el fondo de un océano? ¿Entre las rocas de una montaña? ¿Sepultada bajo tierra? Aquellas regiones se encontraban en la costa, al norte de los Mares del Fénix. Y por lo que recordaba, las Montañas del Hacha Afilada tampoco se hallaban demasiado lejos. Además, con ese tipo de conjuros nunca había que descartar la posibilidad de acabar enterrada en vida. O reaparecer entre las nubes, con una fatídica caída por delante. ¿Y si, simplemente, no regresaba?

Demasiadas preguntas. Y muy pocas respuestas.

Al menos se sentía en paz consigo misma. Aceptó el peligro el día que decidió estudiar el Arte. Formaba parte de ella, sentía el poder arcano recorrer sus venas. ¿Herencia hykar? Quizá. Pero aun siendo así, aceptaba con gusto su réprobo legado con tal de continuar experimentando cómo la magia inundaba su ser. Como sucedía ahora, con la luna llena impregnándolo todo con sus lazos de embriagadora esencia plateada.

Puso fin a sus reflexiones. Estaba dispuesta.

Se incorporó con ímpetu del camastro y no tardó en deslizarse la negra túnica por la cabeza. Dos largas exhalaciones precedieron a un suave ejercicio con el que estimuló sus músculos. Se aclaró la garganta y probó a templar el timbre de su voz. Un escalofrío se abrió paso por su columna cuando trajo a su memoria los momentos previos a que su hermano lograra entablar contacto con ella. Recordó con asco la degradante sensación de aquella detestable sierpe sorteando sin dificultad sus defensas y de cómo, al penetrar en su cuerpo, ultrajaba la propia esencia de su ser. Las ocasiones posteriores no habían resultado más agradables, pero al menos ya conocía la procedencia y las intenciones que se escondían tras la aparente agresión. Al evocar aquellos sucesos rescató con nitidez la pauta que se repetía en los trazos del conjuro que alimentaba a la serpiente arcana y la grabó a fuego en su cabeza. Sin este patrón como guía, estaría perdida una vez lanzara el hechizo.

Alzó las manos y entonó los primeros versos. A pesar de permanecer con los ojos cerrados, sus dedos comenzaron a tejer las hebras que darían sustento al conjuro. Intrincados diagramas titilaron en el aire antes de desaparecer, para dejar paso a los nuevos diseños que la mestiza iba sucesivamente urdiendo. Percibía cómo un nimbo de energía se enroscaba alrededor de su figura, electrizando su piel y despertando excitantes percepciones. Advirtió un fuerte tirón en su fuero interno cuando localizó la fuente mística de la que emanaban los haces de plata. La rodeó con una mano imaginaria y cerró el puño con fuerza, no dispuesta a dejar que escapara. Entonces pronunció los últimos versos, a la par que su tono adoptaba una octava más alta tal y como requería el conjuro. Pese a su incertidumbre inicial, su voz no se quebró y logró concluir la salmodia, aparentemente sin cometer ningún error. Aunque eso lo sabría con certeza en unos instantes.

La habitación se esfumó ante sus ojos. El jergón, los libros, al alfombra, el suelo mismo desapareció envuelto en densas sombras. Una abrumadora sensación de vértigo hizo presa de su estómago en tanto era arrastrada hasta el que creía era su destino. La impresión fue fugaz, mas no por ello menos violenta, pues de pronto sintió su cuerpo precipitarse hacia la tierra a increíble velocidad. Sin embargo, no fue tanto una caída; fue más bien como si fuera arrojada por una catapulta. E igual de abrupto resultó el aterrizaje. Tuvo que hacer verdaderos esfuerzos para no perder la verticalidad, pues aunque tenía los pies firmemente plantados en el suelo, su cabeza no detuvo su empeño en empujarla hacia adelante hasta que la hizo caer y postrarse de rodillas.

Sus manos palparon tierra, algunas briznas de hierba se enredaron entre sus dedos. Hacía mucho calor, el sudor frío que había perlado su frente se tornó pronto en sofocante transpiración a pesar de lo tardío de la noche. Casi pegó un brinco cuando advirtió que alguien se acuclillaba junto a ella.

—Hola, Kievi.

Cuando alzó la mirada sufrió un leve mareo, pero reconoció sin asomo de duda las facciones del semielfo de la sombra que le tendía una mano para levantarse. Kieveiann la aceptó y se incorporó después, adecentándose los pliegues de la túnica con las manos. Exhaló un suspiro antes de encararse con su hermano.

—¿Cómo que hola, Kievi? —estalló la semihykar—. ¿Tú sabes por todo lo que nos has hecho pasar? ¿Lo preocupados que hemos estado por ti? ¿Sin saber dónde demonios estabas? ¿Sin saber si estabas vivo o muerto? ¿Y ahora me vienes con hola, Kievi…? —se detuvo un instante para recuperar el aliento—. Te he echado mucho de menos, hermanito.

Sin dejarle siquiera posibilidad para contestar, Kieveiann abrazó con fuerza a Kylan y le dio un beso en la mejilla, sofrenando las lágrimas que pugnaban por brotar de sus ojos. Él la correspondió con igual cariño al estrecharla entre sus brazos.

—Yo también te he echado mucho de menos, Kievi.

—Ejem —carraspeó la heredera hykar—, lo de Kievi… No. Ya es hora de que me llames Kieve.

—¿Y eso a qué viene?

—¿Es que no te resulta obvio? El tiempo ha pasado.

Con un gesto del brazo trató de abarcar toda su figura, intentando hacer resaltar —a pesar de la amplitud de la túnica que disimulaba sus formas— los cambios sufridos en su fisonomía durante los años transcurridos.

—Bueno, a decir verdad —comenzó Kylan—, es cierto que te noto más…

—Di vieja y te quemo las cejas.

—Estaba pensando en madura. Más madura, sí.

—Di mejor más mujer —amenazó la aprendiz en el Arte—. Pues mira que tú sigues pareciendo un crío. ¿Es que no piensas crecer nunca?

—Me parece que eso se te da mejor a ti —apostilló con intención.

—Por tu bien… vamos a zanjar este asunto aquí. Pues, por si no lo has notado, tenemos compañía y estamos esperando a que nos presentes —señaló lanzando una mirada a las otras dos mujeres.

Dyreah, con Ravnya a su lado, había permanecido expectante al intercambio de palabras de los hermanos, sin desear interrumpir su afectuoso reencuentro. Por un momento pensó en qué se sentiría al tener familia, un hermano o hermana. Al escuchar la última alegación de la medio hykar, dio un paso adelante. Nya no tardó en situarse detrás suya.

—Tienes razón, lo siento —se disculpó azorado el mestizo, aún sorprendido de tener a su hermana allí con ellos. No había sido consciente de cuánto la había añorado.

»Dyreah, ésta es Kiev… —no terminó de pronunciar ante la amenazante mirada que le lanzó la hechicera. Pudo rectificar a tiempo—. Es Kieveiann. A Dyreah la conocí por casualidad, en un altercado que sufrimos en una polvorienta carretera. A partir de entonces, nuestros caminos parecen discurrir entrelazados.

Sin acusar la notable diferencia de estatura, Kieveiann estuvo largos instantes observando fijamente a la semielfa, aunque ésta no se amedrentó. Aquellos ojos rojizos la examinaban con feroz intensidad, quizá evaluándola o midiendo quién era. No sabía muy bien qué sería capaz de ver en ella, pero no tenía nada que esconder. Así lo demostró con la mirada que le devolvió a la maga.

Una media sonrisa tensó los afilados rasgos de la menuda —pero fiera— fémina y puso fin a aquel duelo de voluntades.

—Encantada de conocerte, Dyreah —dijo al fin—. Supongo que tienes buena parte de culpa en la larga ausencia de mi hermano.

La semielfa hizo una mueca. La pícara pulla, por puro azar, había rozado tejido demasiado sensible en el pecho de la endurecida guerrera. No podía olvidar que sus actos habían sido los causantes de la muerte de Kylan. Que él, por raro que fuese, volviera a estar vivo, no aliviaba ni un ápice su carga.

—Lo mismo digo, Kieveiann —respondió con involuntaria frialdad.

—Por favor —añadió la otra—. Kieve, sólo Kieve.

Dyreah aceptó la corrección con un cabeceo.

No obstante, la joven hechicera aún no había terminado. Ahora le tocó el turno a la cauta muchacha de singular aspecto que permanecía tras la medio elfa.

—¿Y ella es…?

Ante la actitud recelosa que dio la impresión que adoptaba su hermano, desvió la vista hacia Dyreah y enarcó una ceja.

—Se llama Ravnya —reveló, tomándola de la mano. No añadió nada más.

En esta ocasión fue Kieve quien dio su conformidad con un asentimiento de la cabeza. Sin embargo, advirtió algo en el ademán de la semielfa que anotó en su memoria para analizarlo con detenimiento más tarde.

—Pues hola, Ravnya —saludó con simpatía la semihykar. Mas no esperaba ser víctima de un intenso escrutinio por parte de la muchacha. De tan claros que eran, sus ojos resultaban vacuos, pero dotados de una naturaleza tan extraña que provocó que se le erizara el fino vello de la nuca.

Me está mirando. Esa maldita zorra albina me está mirando. Me ve. ¡Me ve!

No entendía el motivo, pero algo en su interior, tal vez su instinto, le sugirió que no pusiera en duda sus las afirmaciones. Que haría bien en andarse con ojo.

¡No es humana! ¡Mátala! ¡Acaba con ese engendro! ¡Hazlo antes de que nos destruya!

Kieveiann empezó a preocuparse de veras. Nunca la había escuchado tan agitada, tan asustada. Podía captar el pánico en su chirriante voz. ¿Qué podía causar tal pavor en un espíritu pérfido y cruel como ella?

—Cumplidas las presentaciones —retomó Kieve la palabra, decidida a poner fin a aquella situación—, tal vez deberíamos ir preparándonos para el viaje. Ya tendremos tiempo de sobra para hablar cuando lleguemos a…

¡Arrójate al suelo, niña oscura! ¡Al suelo! ¡Ya!

«¿Qué?».

sep

Odiaba aquellos bosques. Los odiaba con toda su alma.

Ardía en deseos de encender diversas hogueras y arrasar al menos buena parte de la fronda. Pero no esta noche. En estos momentos el abundante follaje le resultaba muy útil para permanecer oculto. Y sin embargo, le tenía a la vista. A su alcance.

Había vigilado su reiterado deambular del bosque a la ciudad, aunque sin la suerte de encontrarlo a solas o en una situación a todas luces ventajosa. Aquel bastardo era afortunado, muy afortunado. Estaba convencido de que tras el sangriento desenlace ocurrido en la ciudadela hykar, no dispondría de una nueva oportunidad para saldar cuentas. Una vez se trató de un asunto de trabajo, otra misión beneficiosa para los intereses de la familia. Pero dado lo que sucedió en Tzavkar, la cuestión se había convertido en algo personal. Incluso ya desde antes había comenzado a tomar ese cariz, aunque tras Tzavkar…

No le había sorprendido que se reuniera con su amiguita zneis, tan bastarda como él. A la que no conocía era a la otra, a la chica pálida, que a no ser que se tratase de una maga, no suponía ningún peligro. En cambio, aquella mujer que acababa de surgir de la nada, envuelta en ropones negros, estaba claro que era practicante de lo arcano. Sacerdotisa o hechicera, lo mismo daba, aunque su aspecto no era el propio de las rameras seguidoras de Anaivih. Y, por otro lado, dudaba que adorase a Maevaen. Hechicera, entonces. Su magia podía dar al traste con todo. Amartilló el cierre de la ballesta y apuntó despacio antes de apretar el gatillo.

Sería la primera en morir.

sep

¡Al suelo! ¡Ya!

«¿Qué?».

Kieveiann no hizo caso de la advertencia de su huésped, pero no pudo evitar girarse en busca de la posible amenaza. Aquel movimiento significó la diferencia entre que el virote asesino atravesara su pecho, a que se incrustara en su hombro con un violento crujido. La explosión de dolor que nació en lo alto de su brazo y se propagó como aceite hirviendo por todo su cuerpo dejó su garganta seca, incapaz de gritar. Cuando se percató del proyectil que sobresalía de su hombro, la angustia se adueñó de su estómago y se desmayó. Se hubiera derrumbado y caído a tierra si Kylan no la hubiese recogido antes.

—¡Kievi! —exclamó el mestizo.

Todos se volvieron en dirección al origen del virote, donde descubrieron al hykar, que ya no se ocultaba en la espesura. Thra’in tiró la ballesta a un lado y extrajo espada y daga de sus vainas, dispuesto para el combate. Sin embargo, sus adversarios no reaccionaron como él esperaba.

Mientras Kylanfein sostenía el cuerpo de la hechicera herida, Ravnya alteró su aspecto al de loba y exhaló un gruñido antes de lanzarse en pos del encubierto asesino. Si la transformación de la albina había sorprendido a Thra’in, la presteza con que la semielfa resplandeció protegida con una armadura que antes no vestía, se descolgó el arco del hombro y le disparó una flecha, estuvo a punto de acabar con su vida. Echó cuerpo a tierra en el último momento, salvando así su pellejo de una muerte certera. La flecha estalló a su espalda, convirtiendo en astillas el árbol que se elevaba detrás. Con la bruja fuera de juego, estaba preparado para entablar combate, fuera con uno, dos o tres oponentes. Pero si era objeto de proyectiles mágicos y sus rivales tornaban sus cuerpos en el de peligrosas fieras… Entonces, aquélla dejaba de ser su lucha. Ya mataría al sucio zneis en otra ocasión.

Poco antes de que la loba plateada alcanzara su posición y una segunda flecha volara en dirección a su cabeza, toqueteó una banda de cuero que lucía en su antebrazo y desapareció de la vista.

sep

Ravnya llegó hasta el lugar donde hacía escasos instantes yacía el elfo de la sombra, aún furiosa y mostrando los dientes. Olfateó la hojarasca intentando localizar alguna señal, cualquier pista que pudiera llevarla hasta donde fuera que hubiese huido el asesino. Distinguió su olor corporal, inconfundible entre el resto de emanaciones de la floresta. Pero no halló nada más, ningún rastro que delatara dónde podía haber ido el hykar. Aún así ahora conocía su olor, y no lo olvidaría.

—¡Ravnya! ¡Vuelve!

La loba alzó la cabeza y miró a Dyreah. Aún recelosa, husmeó el entorno por última vez antes de regresar junto a su compañera. Una vez allí recuperó su forma humana.

—¿Dónde está? —preguntó la semielfa—. ¿Se ha ido?

—Ya no está —fue cuanto contestó la muchacha, que no perdía de vista las inmediaciones.

Confiada de los sentidos de Nya, Dyreah replegó su armadura de plata y guardó el arco.

—¿Cómo está tu hermana, Kylan?

—Sigo viva —expresó ésta, haciendo acopio de fuerzas para levantarse. No lo hubiera conseguido de no haber contado con ayuda—. Pero esto duele como mil demonios.

—No deberías moverte —indicó el mestizo—. Tienes el virote encajado en la articulación.

—No me lo recuerdes. Como lo mire me desmayaré de nuevo.

—Entonces no lo mires —dijo Kylan, tratando de mostrarse animado a pesar de la preocupación que sentía—. Lo importante es llevarte ahora…

—Lo importante —interrumpió la hechicera—, es que cierres la boca y me saques este condenado trozo de madera del hombro, antes de que se me inflame la herida y me resulte imposible ejecutar el hechizo.

—¿Es que pretendes…?

—¿Me vas a ayudar, o tendré que hacerlo sola?

Kieveiann parecía inflexible en su resolución.

—Está bien —accedió Kylan a regañadientes. Ayudó a su hermana a sentarse y volvió a examinar la herida—. La punta está fuera. Bastará con partirla y tirar. Te va a doler.

—¿Me lo prometes? —señaló Kieve con sorna. Los espasmos de dolor se reflejaban en su rostro.

—Dyreah, ¿podrías sujetarla mientras yo lo extraigo?

La semielfa se arrodilló junto a los dos mestizos de hykar, examinando ella misma la lesión.

—Déjame hacerlo a mí —indicó ella—. Tú podrás sujetarla mejor. Nya, vigila que no nos ataquen mientras, por favor.

Conforme, la joven se transformó en loba y fue a inspeccionar en derredor.

—¿Preparado? —el mestizo asintió—. ¿Y tú, Kieve?

—Hazlo ya.

—Entonces vamos a ello.

Sin demasiado miramientos y segura de lo que estaba haciendo, Dyreah acomodó la postura del hombro, desestimando las muestras de sufrimiento de la semihykar. Sin previo aviso, dio un brusco tirón que arrancó el astil de la carne. Kieveiann gritó de dolor, pero a fuerza de voluntad y respirando profundamente logró no desmayarse. La sangre manó ahora abundante de la herida abierta. La semielfa ató el hombro con varias de tela que sacó de su bolsa. Ató los nudos tan prietos que no ayudaron a aliviar el suplicio de la aprendiza de maga.

—¿Habéis acabado —balbuceó Kieve—, o pensáis continuar torturándome un rato más?

—Hemos acabado —dictaminó la otra, incorporándose y limpiándose la sangre de las manos en una de las vendas—. Intenta levantarte y comprueba si puedes utilizar el brazo.

A pesar del apoyo de Kylan, a duras penas alcanzó la perpendicularidad. Aunque una vez en pie, consiguió sostenerse por sí misma. Le resultaría necesario si quería ejecutar el conjuro. Trató de girar el hombro y al punto advirtió su error. Tendría que bastarse con la articulación del codo y el movimiento del otro brazo.

—¿Cómo te sientes?

—¿Estás preparado para viajar, hermanito? —respondió Kieveiann con una fatigada sonrisa en los labios—. Dyreah, llama a tu amiga. Y ya me puedes cuidar bien en cuanto lleguemos, Kylan. Volvemos a casa.

sep

Mientras Kieveiann se preparaba para efectuar el hechizo, Dyreah lanzó una apreciativa mirada a su reencontrado compañero. Cuando ganó su atención, le planteó la pregunta que llevaba un rato rondando por su mente.

—Así que también está vivo…

Kylanfein no necesitó que le explicara de quién estaba hablando.

—Sí.