4
FAVORES
Afueras de Alantea, año 248 D. N. C.
—¿Por qué?
La oscura semielfa estaba perdiendo la paciencia con rapidez. Desde un primer momento la reunión con el maestre de la especialidad había resultado del todo absurda. Aquel enclenque y raquítico viejo la había mirado con desdén desde que posara sus ojos en ella, para después tratarla con evidente y nada disimulado desprecio. Quizá a causa de su sangre hykar. Quizá porque se trataba de una mujer. Quizá sólo porque era un individuo tan amargado que tenía que volcar su inmundicia sobre todo aquel que no fuera él mismo.
Pero a Kieve no le quedaba otra opción. Tenía que tragarse su orgullo y soportar sin pestañear todas y cada una de las afrentas a las que estaba siendo sometida tras el comienzo de la conversación. Se lo debía a su hermano. De otro modo, aquel decrépito despojo no hubiera tenido ocasión de añadir una palabra más sin antes disfrutar de primera mano de todas y cada una de las lindezas que con pérfido ingenio y cruel intención hubieran brotado de boca de la mestiza. Ya con anterioridad muchos otros habían sufrido en sus carnes el veneno de su lengua viperina, y poco de ellos eran capaces ahora de enfrentar su mirada cuando se cruzaban con ella. Optaban por girar la cabeza y mascullar crueles maldiciones por lo bajo. Mejor eso que provocar un segundo encuentro.
—Maese Ongbar, sigo sin comprender…
—Y dudo que llegues a comprender nunca —la interrumpió con brusquedad el anciano. Sus ojos lechosos la examinaron de arriba a abajo, queriendo evidenciar con aquel gesto lo absurdo de cualquier pretensión de entendimiento por parte de la semielfa—. Ya me he pronunciado al respecto. No.
La inusual escena había comenzado a llamar la atención de alumnos y visitantes que recorrían los corredores cercanos. Los cuchicheos empezaban a propagarse, primero con timidez, después con descaro, entre los presentes. No era habitual que aquel tipo de enfrentamientos se diera en las herméticas salas de la biblioteca, ni siquiera en sus proximidades, menos aún si estaba implicado un maestro de la talla de Ongbar, también reconocido por su desabrido y despectivo talante tanto hacia los estudiantes como entre sus iguales.
—¿Y a qué se debe esta negativa? —Kieve no estaba dispuesta a desistir tan fácilmente.
—No te corresponde a ti —casi pudo oír la palabra mujer—, cuestionar mis decisiones.
—No las cuestiono. Sólo intento averiguar su naturaleza para paliar cualquier falta existente por mi parte.
La silenciosa mirada con la que Ongbar la obsequió encerraba su miserable parecer. Empieza por volver a nacer.
Mil cuchillos pugnaron por escapar de sus labios, cada uno más afilado y letal que el anterior. Si su sangre hykar no hubiera estado diluida por su mestizaje humano, sus ojos hubieran relucido con un furioso brillo rojizo. Sin embargo, haciendo acopio de su férrea disciplina, logró poner rápido freno a su desaire y tornar su gesto en una sonrisa rebosante de sobria arrogancia. Su confiada mirada y lo hermoso de sus oscuras facciones se encargaron de transmitir el resto del mensaje.
Aquel desplante fue más de lo que el arrogante hombre estaba dispuesto a soportar. Con un bufido y una energía impropia del enfermizo cuerpo que a simple vista evidenciaba, el anciano dio la espalda a la joven hechicera y se alejó de allí.
La reunión había concluido.
La mestiza abandonó su pose y la sonrisa se borró de su rostro en cuanto el viejo Ongbar se hubo marchado. Había actuado como una estúpida, permitiendo que su desmesurado orgullo se interpusiera en sus intereses. No obstante, el viejo se lo había ganado.
«Veamos, ¿qué otras posibilidades tengo?».
Kieve había decidido pasear por los jardines en tanto ponía en orden sus pensamientos. Le costaba quedarse quieta mientras reflexionaba. Deambular por los alrededores de la gran biblioteca siempre la ayudaba cuando se sentía confusa. Además, la baja temperatura que hacía en el exterior invitaba a los estudiosos a permanecer al resguardo de los gruesos muros del edificio, así que su caminata rara vez era interrumpida u observada.
«No me puedo creer que el cretino de Ongbar me haya impedido acceder a esa ala de la biblioteca. Maldito bastardo». La mestiza era muy capaz de ocultar sus emociones, por muy intensas que éstas fueran. Nadie que la hubiese contemplado en aquellos instantes hubiera podido siquiera sospechar la rabia contenida en su delicado cuerpo. «¿Entonces qué? Si me descubren me prohibirán volver a acceder a los manuscritos y mis estudios arcanos habrán llegado a su fin. Pero si no puedo entrar por las buenas, entraré por las malas…».
—¿Así que tratando de ganaros el favor del viejo Ongbar?
«¿Qué?».
Cuando Kieve alzó la mirada descubrió a Dushel, que la había interceptado en su recorrido y se acercaba a ella con su habitual y molesta suficiencia. Se arropaba con un pesado ropón que lo cubría por completo. Sólo dejaba al descubierto la nariz y los ojos, que le lagrimeaban a causa del frío. Resultaba extraño encontrarle en los jardines, aunque eso demostraba que las razones que justificaban su presencia allí fueran aún más sospechosas.
—Reconozco que sois única haciendo amigos, Kieveiann —aduló con ironía el rotundo hombrecillo—. Vuestra inherente cordialidad y la cortesía de la que de manera inherente hacéis gala siempre me han parecido de lo más encantadoras. Incluso sugestivas.
—Te lo advierto, Dushel. No es el mejor momento.
—¿Y cuándo lo es? —celebró el otro—. Al menos nunca lo es cuando la fortuna decide que nuestros caminos coincidan.
—¿Y eso no te da que pensar? —el tono de voz de la semihykar se fue endureciendo por momentos.
—Tonterías —restó importancia con un ademán de su mano—. Lo que sí me ha sorprendido es vuestro súbito interés por las artes de la transmigración. Translocación, alteración del espacio, expedición remota de objetos… Ya lo creo, se trata de materias muy distintas de las que soléis frecuentar. ¿A qué se debe este inesperado cambio?
—No es asunto tuyo. Y deberías dejar de entrometerte en asuntos que no te incumben.
—Quizá así debería hacerlo, pero… creo que no. —Dushel se frotaba las manos con fuerza a causa del frío, mas parecía estar disfrutando de la situación a pesar de todo—. Con mayor motivo cuando dispongo de algo que, vos, necesitáis.
—¿Y qué es ese algo que, yo, puedo necesitar de ti? —cuestionó la mestiza con evidente sarcasmo.
—¿Acceso a cualquier ala de la biblioteca?
Por una vez, el rostro de Kieve reflejó a las claras los pensamientos que bullían en su interior. Aunque una mueca de indiferencia regresó a sus facciones de inmediato, el humano degustó con satisfacción los frutos de aquella pequeña victoria.
—Tú no tienes acceso a toda la biblioteca —puso en tela de juicio la semielfa de la sombra.
—Ah, sí. Ahora sí —se pavoneó el hombrecillo—. No os imagináis lo agradecidas que pueden mostrarse algunas personas cuando se actúa de forma solícita y complaciente con ellas y sus quehaceres cotidianos.
—Eso tiene nombre. Se llama servidumbre.
—Yo lo llamo política de favores. Pero, si no me equivoco, no es la semántica la cuestión que nos ocupa —apuntó reconduciendo la conversación—. Hablábamos sobre la posibilidad de acceder a determinados contenidos…
—Sí —lo apremió Kieve.
—Acceso a determinados contenidos relativos a la transmigración, área de la cual es maestre el docto Ongbar —recordó Dushen intencionadamente.
—¿Puedes consultarlos sí o no?
La paciencia de la mestiza estaba a punto de agotarse. Hasta Dushen reconocía que rebasar según qué límites con Kieveiann era peligroso. Y su instinto le decía que estaba demasiado próximo de traspasarlos.
—Sí, puedo.
—Bien…
—Pero hay dos asuntos que tratar antes de realizar ningún movimiento. —El orondo hombrecillo advirtió cómo la mujer aspiraba dispuesta a arrojar sobre él toda clase de invectivas e improperios, así que prosiguió sin pérdida de tiempo—. Lo primero, sería conveniente que me aleccionarais sobre la naturaleza exacta de los hechizos que precisáis. Como podéis comprender, no puedo apoderarme de la totalidad del repertorio arcano del área sin despertar sospechas.
A Kieve no le quedó más remedio que asentir ante aquel razonamiento.
—Y segundo… Bueno, cómo decirlo. Me deberíais un favor.
Cuando el semielfo abandonó aquella mañana la habitación de la fonda, una única idea hacía presa de su pensamiento: ahondar en el misterio que envolvía a aquella sospechosa muchacha.
Para ello decidió partir con antelación a su punto de destino y cobrar una ventajosa posición que le permitiese progresar en su encubierta investigación. Ahora que conocía el camino se mostraba más tranquilo y confiado, a la par que avanzaba con mayor rapidez. Los árboles le hablaban en una lengua practicada por pocos, al menos en aquel continente, y le indicaban sin posibilidad de error el camino hacia su destino.
Se esforzaba por mostrarse tranquilo, pero en su fuero interno hervía de ansiedad. No se debía sólo a la arriesgada empresa que se disponía a emprender, sino por el creciente deseo de regresar a su tierra. En el norte estaría en su elemento, dispondría de mejores medios y podría ofrecer un apoyo más satisfactorio a Dyreah. En aquellas latitudes se sentía desplazado, fuera de lugar, no más que un mero acompañante para la comprometida semielfa. En tanto continuaran en los boscosos aledaños de Xolah, la mujer lobo impondría su dudosa influencia sin auténtica oposición por parte del mestizo.
Sin embargo la partida estaba próxima. Su hermana así se lo había confirmado apenas un rato antes. En aquellos instantes a buen seguro Kieveiann estaría durmiendo, pero en unas pocas horas se entregaría con abnegación al estudio del hechizo que ya obraba en su poder. Aunque, según había dejado entrever, no le había resultado sencillo acceder al mismo. No había entrado en detalles; de todas formas, nunca lo hacía. Podía revelar sus logros, pero rara vez se detenía a explicar la manera de alcanzarlos. Celosa de sus secretos, sólo Kylan era capaz de vislumbrar algo a través de la tupida capa tras la que se resguardaba.
Además existía un asunto pendiente, un cabo suelto que se balanceaba ya desde hacía demasiado tiempo. Dudaba de si sería capaz de atraparlo, mucho menos amarrarlo, pero deseaba intentarlo antes de emprender el largo viaje.
Inmerso en estos y otros muchos pensamientos, el semielfo oscuro arribó a los alrededores del punto de reunión. El sonido de risas y chapoteos disfrazados en el rumor de la corriente lo alertó y puso en guardia. Consciente de su cercanía, Kylan decidió no dar un paso más en aquella dirección. Sin dudarlo un momento se encaramó a la rama baja de un árbol y comenzó a trepar con soltura por su tronco. Se trataba de un enorme ejemplar de ruda corteza y férreos apéndices, que le concedió la posibilidad de ascender hasta gran altura y avanzar sin peligro de caer por la maraña que conformaba su ramaje. Inesperada fue la imagen que contemplaron sus ojos.
Sumergidas, en la zona más profunda del río, se hallaban las dos féminas, disfrutando de la satisfacción de un baño. Sus hombros desnudos asomaban sobre las aguas, la piel mojada a cual más clara y resplandeciente. En sus rostros se pintaban alegres sonrisas mientras esgrimían una fingida lucha con las manos. Kylanfein contemplaba todo aquello embelesado, cautivado por el radiante alborozo con el que ambas mujeres disfrutaban de sus inocentes juegos, reían, compartían abrazos… Y en ocasiones, besos. Besos frugales, ligeros, en los que sus labios se encontraban con la misma y franca naturalidad con la que continuamente se reunían sus manos o se cruzaban miradas. Queriendo considerar en su fuero interno estos expresivos gestos como cariñosas muestras de afecto entre mujeres, aún no pudo evitar que un estremecimiento recorriera su cuerpo.
Sin embargo, en un mal movimiento fruto de su abstracción, el mestizo desplazó uno de los pies sobre una vieja rama quebradiza que no soportó su peso y ésta protestó con un seco chasquido que provocó que un par de pájaros alzasen el vuelo. Tenso y temeroso de moverse de nuevo, Kylan estudió con aprensión las consecuencias de su descuido, temiendo apreciar en ellas alguna reacción que evidenciase que había sido descubierto. Tras unos segundos de incertidumbre, el semihykar respiró tranquilo, convencido de que no había sido detectada su presencia, prestándose a su atenta observación.
Poco después advirtió cómo Ravnya le decía algo a la otra y se encaminaba rumbo a la orilla. Quedaba así Dyreah sola en las aguas remansadas. Inconsciente de las motivaciones que impulsaban sus actos, Kylan dejó que su mirada perdiera a la mestiza y siguió el avance de la muchacha hasta emerger del río. El larguísimo y blanco cabello chorreaba a su espalda, aunque antes de que pudiera advertir más detalles de su figura la silueta de un lobo plateado reemplazó a la joven y se internó veloz en el bosque.
Al percatarse de que no dispondría de una oportunidad mejor que ésta para abordar a solas a Dyreah, el mestizo se apresuró a descender del árbol. Las aguas concedían al pudor de la semielfa un frágil parapeto ante su intromisión, así que Kylan avanzó hasta alcanzar la linde de la floresta y desde allí lanzó su llamada.
—¿Hola?
Dyreah, sorprendida, giró la cabeza en su dirección, cubriendo instintivamente su desnudez con los brazos a pesar de continuar sumergida.
—¡Kylan!
—¡Oh! ¡Perdón! —se excusó de inmediato el mestizo al abandonar la fronda, dándose la vuelta—. ¡Mis disculpas!
—Está bien, no ocurre nada —apaciguó ella, más calmada, pero hundiéndose hasta que las aguas quedaron a la altura de su boca.
Inseguro de cómo obrar, el joven guardabosques abandonó la protección del bosque y dio unos vacilantes pasos hacia la orilla, dispuesto a detenerse en cuanto así le fuera requerido. No ocurrió. Se paró junto a las ropas y demás pertenencias de Dyreah.
—No quería molestar. De haber sabido que…
—Da igual —interrumpió la semielfa, que negó con la cabeza—. Llegaste pronto. Eso es todo. Pero estoy empezando a sentir frío y me gustaría salir a secarme. Si no te importa…
—¡Oh! Por supuesto —contestó Kylan, algo azorado—. ¿Prefieres que me vaya o bastará con que me vuelva? Te doy mi palabra de que…
—No. Creo que con que te vuelvas será suficiente.
Tras ponerse de frente a la foresta, el mestizo escuchó un suave chapoteo que acarició sus oídos con dulces fantasías. Su mente era incapaz de esbozar otra cosa que no fueran cautivadoras imágenes de Dyreah saliendo de las aguas, acercándose a él sin más protección que el reflejo del sol sobre su piel mojada. Los livianos pasos se detuvieron muy cerca de donde él se encontraba. Tuvo que echar mano a toda la fuerza de voluntad que atesoraba en cada fibra de su ser para no volverse y contemplarla. Escuchó el roce de telas, así como el sonido de un cuerpo que tomaba asiento sobre la hierba. La tortura se prolongó lo que pareció una eternidad, hasta que al fin recibió las palabras que lo eximían de su condena.
—Ya puedes girarte.
Dyreah lucía sus habituales calzas negras y una camisa sin mangas a medio abotonar por el cuello y la cintura, pero que sólo dejaba lugar a la imaginación. Entre la tela apenas cruzada se advertía en su vientre la blanquecina línea de una profunda cicatriz, mucho más acusada que las otras dos trazadas en sus hombros. De las tres marcas, sólo conocía el origen de una. Aquella del hombro parecía mejor curada y no resultaba tan evidente a la vista. Las otras eran sin duda mucho más recientes. La voz de la mestiza dio fin a su minucioso examen.
—Como ves, me has sorprendido. No te esperaba tan temprano. ¿Ha ocurrido algo?
—¿Eh? No, nada en especial —reaccionó Kylan—. Mi hermana asegura que tendrá todo dispuesto para la fecha fijada.
—Eso está bien. —Dyreah perdió por un instante la vista más allá de los árboles que cubrían el horizonte—. No sabes cuánto deseo llegar al norte y que nos pongamos ya en camino.
—Yo también —la mestiza le dedicó una curiosa mirada—. Comprende que hace mucho tiempo que no veo a mi familia. Les echo de menos.
—Claro, es comprensible.
Aquellas palabras brotaron con demasiada naturalidad de los labios de la mujer. Sin embargo, se encontraba muy lejos de compartir lazos semejantes. Su única familia no era tal; un padre adoptivo del que no sabía nada desde hacía varios años.
—Verás, Dyreah —espetó de pronto el semihykar, reclamando la atención de ella. Su voz había adquirido un tono de solemne gravedad que impresionó a una distraída mestiza.
—¿Sí, Kylan?
—¿Puedo sentarme?
—Sí, claro…
—Verás… —se decidió por fin—. Como bien sabes, es mucho lo que hemos pasado juntos. Todavía recuerdo aquella polvorienta carretera, cuando te vi rodeada por aquellos dos matones…
Dyreah asentía con la cabeza, sin saber muy bien adónde quería llegar Kylan con todo aquello, pero sin querer interrumpirlo. Sus razones tendría. De paso, podía abrir su memoria a algunos buenos recuerdos de un pasado distante para ella.
—Y la que se organizó después en la taberna, que por cierto —se detuvo un instante—, aún no te he dado las gracias porque me defendieras ante la guardia local. De no ser por ti no me hubieran dejado en libertad.
La semielfa le quitó importancia, sonriendo y encogiéndose de hombros.
—Aunque lo que más me alegró fue que volviéramos a encontrarnos en la Garganta del Lobo. No lo que ocurrió después, sino ese encuentro y otros preciosos momentos que compartimos luego. Al menos, yo los viví así. Aún se me encoge el estómago cuando recuerdo cómo estuviste a punto de despeñarte por aquel barranco.
Con suavidad, despacio, casi pidiendo permiso en la aproximación, Kylan tomó una de las manos de la mestiza. Ésta no rehuyó su contacto, ni tampoco las frágiles caricias con que la regaló después mientras hablaba, pues Dyreah en aquellos momentos estaba más atenta a sus palabras y al brillo de sus ojos.
Durante un latido, la semielfa se evadió de la conversación y se dejó capturar por aquellos rasgos que conocía tan bien y que temía haber olvidado. Su atractivo rostro, de jóvenes facciones pero ya curtido en la batalla, manifestaba en sus gestos una emoción apenas contenida. La sonrisa se perfilaba tímida, pero dulce y sincera, rebosante de promesas. Desaconsejada por su propio juicio, se desprendió de las defensas que franqueaban su corazón y dio vida a las sensaciones que bullían en su interior. Se permitió disfrutar del momento y apreciarlo en su totalidad, valorando cada una de sus facetas, en lugar de desdeñarlo y tacharlo de esfuerzo vano.
—Y si, tal y como debió ocurrir, tú eras aquel gato que se convirtió por unas horas en mi confidente, conocerás los sentimientos que abrigaba entonces hacia ti.
Esta vez fue el turno de la semielfa en reaccionar, pero lo hizo quedándose sin habla, aturdida y confusa por el inusitado curso que había tomado la conversación. Azorada mientras asimilaba el significado entretejido en las palabras del mestizo e iba atando cabos, respondió ahora a las cálidas caricias de sus manos y bajó la mirada.
—Sólo quería decirte que —continuó él, armándose de valor—, los sentimientos siguen ahí. Los he reprimido por demasiado tiempo y por nada deseo que continúen así.
Se aproximó un poco más a Dyreah, a su rostro, a sus ojos, tomando sus manos entre las suyas. Un súbito estremecimiento recorrió la espalda de la mestiza, un presagio de lo que inminentemente iba a suceder.
—Dyreah, te quiero.
Apenas necesitó inclinarse para besarla.