30
DESPEDIDA
Alrededores de Aeral, año 249 D. N. C.
Plácida era la noche.
Fresco se sentía en la piel el viento que agitaba las altas ramas de los árboles, sin llegar a resultar molesto. Sin capa ni mayor abrigo que el que le proporcionaban sus ropas de campaña, la elfa de la sombra permanecía expuesta a los elementos, satisfecha, aunque meditabunda.
Su introspectivo estado de ánimo la había impelido a buscar refugio en la soledad del bosque, lejos de los demás. No estaba de humor para chanzas, y mucho menos para insinuaciones de dudosa índole. En momentos como aquél, los vivaces sonidos de la foresta le concedían el marco ideal para dar salida a sus reflexiones.
Le agradaba volver a notar el peso del sable colgando de la cadera. Atado alrededor de la cintura lucía de nuevo su pañuelo del color de la arena, tan limpio como sus prendas de cuero. Había conservado los cuchillos de los que se valiera para llevar a cabo su cometido, guardados ahora en la caña de sus botas. Sin duda, estaba completa.
¿Entonces, por qué aquella sensación de pérdida?
Alzó los brazos y estiró los músculos de la espalda, resentidos por su rígida postura. Abrazó sus rodillas al recogerlas contra el pecho y en el valle que formaban apoyó la barbilla. Los ojos dorados se perdían de vista bajo sus largas pestañas, observando la foresta, aunque sin mostrar verdadero interés.
Quizá porque se hallase distraída, o a causa del sigilo del que hizo gala el intruso, pero lo que sucedió fue que la hykar no se percató de su presencia hasta que no lo tuvo detrás y la habló por encima del hombro.
—Hola, Tarani.
—As’tara pess! —exclamó la elfa mientras rodaba por el suelo y pugnaba por extraer el sable de su vaina, dispuesta a vender cara su vida.
Ya con el arma en su mano y apartándose el pelo con la otra, se enfrentó al asaltante que había logrado sorprenderla en la noche. Perpleja quedó al reconocer su identidad.
—¿Dyreah?
Como una estatua, la asombrada mestiza se había limitado a contemplar cómo Tarani ejecutaba en un instante una serie de piruetas y cabriolas hasta que hubo ganado distancia y pudo adoptar una posición defensiva con el sable en alto.
—Impresionante. Ahora comprendo mejor cómo conseguiste vértelas con semejantes demonios —alabó Dyreah, escapando de su estupor—. Aunque de haberlo sabido hubiera hecho más ruido. Lo lamento, pensé que me habías oído. No quería asustarte.
La hykar negó con la cabeza, enfundando el arma y acercándose de nuevo. Respiró un par de veces para tratar de calmar su agitado corazón.
—Me pillaste desprevenida —admitió la muchacha, que se sentó e invitó a la otra a que la acompañara—. Cr’eme qu’ no esperaba a nadie, y menos a t’. Eres buena, lo rec’nozco.
—Tengo una buena maestra —comentó con una sonrisa—. Y eso que gritaste… ¿fue en lengua hykar? No pude entenderlo.
—Sí, y no esperes qu’ te lo tr’duzca —avisó, algo avergonzada.
—No te preocupes, quedará entre tú y yo. Y yo ni siquiera comprendo su significado.
El ánimo regresó al rostro de Tarani, aunque la incertidumbre no tardó en recorrer sus exóticos rasgos.
—¿Por qu’ has regresado? Te cr’ia al sur. —Al recordar los motivos que la habían impulsado a partir con tanta premura procedió con mayor prudencia—. ¿Fue todo… bien?
—Tan bien como podía haber ido.
Percibir cómo se le iluminaba la cara a Dyreah bastó para que la hykar también sonriera. Su satisfacción era sincera, no le deseaba ningún mal a esta mujer que con su simple actitud y complicadas circunstancias se había ganado sus simpatías.
—Y si he vuelto ha sido porque aún me quedaban asuntos pendientes por resolver.
—Sí, claro —murmuró Tarani, mirando en dirección a la ciudad. Tomó aire antes de continuar—. Supongo qu’ te interesará saber qu’ Kyallard sigue igual. Las sacerdot’sas lo mant’enen en ese estado de parada, sin qu’ sus cuidados y plegarias hayan logrado tener ningún efecto sobre él. Y el grupo no anda en su mejor momento. La pérdida de tantos de los nuestr’s ha debilitado el ánimo general, y Anthar, entr’ los más afectados, ha decidido unirse a las levas imperiales. C’n Faiss ausente en sus responsabilidades para c’n Anaivih y Varashem recluido c’n los otr’s magos en su afán de c’mpart’r c’nocimientos arcanos, la c’mpañía amenaza c’n disolverse.
»En fin, parece qu’ los vientos cambian y soplan hacia nuevos rumbos —murmuró, resignada—. También Kylan ha anunciado su part’da, al poco de qu’ tú te fueras. Ya verás, terminaré qu’dándome sola. O c’n Veren, y no sé qu’ es peor.
—¿Y no te has planteado marcharte con Kylan? —aventuró Dyreah—. Seguro que, además de contar con tus diestras habilidades con las armas, apreciaría tu compañía.
—No sé yo… —dudó Tarani, bajando la mirada a la par que el rubor ascendía por sus mejillas—. Si se va es para socorrer a esa mujer…
—Yshara.
—Sí… Yshara —torció el gesto al pronunciarlo—. Para mí qu’ allí no terminaría yo de encajar. Además, la cháchara del pequeñajo me da dolor de cabeza. No, paso.
—Está bien, lo comprendo. Aún así algo tendrás que hacer con tu vida. Tu lealtad te empuja a permanecer en Aeral, para velar por Kyallard, pero no sabemos cuándo se recuperará. Y me da la sensación de que no te sientes muy cómoda en este lugar.
—Buff… ¿tanto se nota? —renegó la elfa de la sombra, sacando la lengua en una mueca de fastidio—. Sí, al principio era la heroína, todos querían qu’ les c’ntase mis aventuras, la historia de c’mo me había colado en el Templo y había devuelto el Orbe a su sagrado pedestal… Después, no sé cuándo ni por qu’, el sent’miento cambió, y pasé a ser c’nsiderada c’mo el codiciado tr’feo del momento, pretendida por todos, sin tr’gua. Quiero largarme de aquí.
—Antes —intervino la semielfa— te dije que el motivo de volver era que tenía asuntos pendientes. Lo que no te dije fue cuáles.
Se soltó la bolsa y se la tendió a la elfa de la sombra, todavía cerrada. Tarani la recogió, más por curiosidad que por interés, y miró en su interior.
—Supongo que el contenido no te resultará desconocido.
—¿Para mí? —preguntó, sorprendida, mientras extraía del morral la hermosa capa de ribetes plateados. A ésta le siguieron las mágicas tiras de cuero que permitían trepar por lisos muros con la facilidad de una araña.
—¿Para quién si no? —bromeó la mestiza.
—Dyreah… no puedo aceptar…
Los balbuceos de pretendida modestia no conseguían enmascarar la ilusión que como una bengala prendió en sus ojos dorados al contemplar aquellos maravillosos regalos.
—Son tuyos —zanjó Dyreah—. Yo ya ni los quiero ni los necesito, así que decide tú qué hacer con ellos.
—Vaya, no sé qu’ decir…
—No digas nada, sólo muéstrame los brazos.
—¿Cómo…?
Aunque desconcertada por lo extraño de la petición, nada la llevaba a recelar de las intenciones de la mestiza, mucho menos después de que la hiciera entrega de algunas de sus más valiosas pertenencias. No obstante, el asombro dio paso al pánico cuando observó cómo Dyreah, metódicamente, desprendía los brazaletes de plata de sus muñecas.
—Oh, no… —exclamó la hykar, retirándose un tanto. La otra la capturó por las manos antes de que pudiera escaparse.
—Confío en ti —proclamó Dyreah con firmeza—, y algo me dice que la armadura también reconocerá lo que yo he sabido ver.
—Pero… pero… —sobrecogida como estaba, la muchacha no atinaba a articular palabra—. ¡Pero si soy hykar!
—Shh, tú calla y veamos qué sucede.
Sin tenerlas todas consigo, Tarani hizo intención de adelantar sus brazos. A medio camino se detuvo, tomó un par de bocanadas de aire y cerró los ojos antes de continuar.
Transcurridos unos instantes, un tacto frío rodeó sus muñecas, y cuando tuvo la certeza de que su fin era inminente, que un rayo caería del cielo y la reduciría a cenizas allí mismo por su afrenta, una cálida sensación ascendió por sus brazos y colmó su ser de una embriagadora sensación de bienestar como nunca había experimentado antes.
—Oh… dioses, es… ¡Oh!
—Qué envidia me das, cuando yo me los puse por primera vez apenas conservaban magia —se burló divertida la semielfa al presenciar los síntomas que exhibía la joven al contacto con las vigorizadoras emanaciones del metal.
—¡No te rías de mí! —se defendió la otra—. Si tú supieras… ¡Oh! ¡Si tú supieras!
—Olvídate de toda marca o cicatriz que tengas, en poco tiempo habrán desaparecido de tu piel, así como viejas dolencias o daños del pasado —explicó Dyreah—. Además de protegerte, te renovará por completo.
Cuando adivinó el alcance de las facultades regenerativas de la fabulosa armadura, Tarani involuntariamente se llevó las manos a la boca, acordándose esperanzada de su lastimada lengua.
—¿Tú cr’es…? —se volvió hacia su amiga, en busca de apoyo para asentar sus nuevos ánimos.
—No tengo la menor duda —aseveró la mestiza.
Suspirando agradecida, la muchacha elevó el rostro hacia las estrellas. Cerraba los ojos y una expresión de genuina paz suavizaba sus bellos rasgos de elfa.
—Gracias. Haré qu’ te enorgullezcas de mí.
—Me bastará con que no dejes que te maten. —La broma encerraba un tinte de verdadera preocupación que no escapó a los finos oídos de la hykar—. A partir de ahora deberías extremar precauciones, después de todo eres una Vain Sin-Tharan Agn Dalein. Y elfa de la sombra, circunstancia que para muchos fundamentalistas no será plato de gusto, aunque demuestres que has renegado de tu herencia demoníaca.
»Recuerda que la armadura es poderosa, pero aún así no podrá escudarte de cada peligro que te amenace.
Tarani asintió solemne, recorriendo con la yema de los dedos las filigranas grabadas en los brazaletes. Las advertencias de la mestiza no caerían en saco roto. Las sumaría a los sabios consejos que conservaba de su padre.
—Por otro lado —retomó Dyreah, cambiando de tono y con cierta malicia crepitando en los llameantes pozos verdes que eran sus ojos—, quizá haya llegado el momento de que una hykar reclame un puesto de honor en la Serena Corte.
—Hum… —murmuró reflexiva, una incipiente sonrisa bregaba por asomar a sus labios—. Me has dado algo en lo qu’ pensar.
—Plantéatelo, es sólo otra de las muchas opciones que puedes tomar.
—Cr’eme qu’ lo haré —se interrumpió cuando un aullido cercano resonó en la foresta—. Vaya, parece qu’ te llaman.
Una sonrisa de complicidad flotó entre ambas.
—Así es —asintió la semielfa, azorada como una niña pequeña.
—Entonces ve. ¡A qu’ esperas! —la apremió Tarani, que contempló fascinada cómo su figura se convertía en la de un ágil felino y partía rauda a reunirse con su amada—. Y sé feliz, Dyreah. Sé tan feliz c’mo puedas.