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SUEÑOS DE LA OSCURIDAD
Afueras de Alantea, año 248 D. N. C.
La noche había resultado tremendamente agitada.
No fue hasta la llegada de las primeras luces del alba que la joven hechicera pudo atreverse a conciliar el sueño, libre del opresivo acoso de los seres que habitaban en los oscuros rincones de su habitación. Éste era otro de los motivos que habían llevado a Kieveiann a adoptar este atípico ritmo de vida en el que empleaba las horas nocturnas para realizar sus tareas y las de la mañana a dormir y tratar de descansar. Al parecer, a las sombras, no les agradaba hacerse notar una vez amanecía, aunque se mostraban inquietas e incluso furiosas las horas previas al alba. Al menos así ocurría con las que poblaban su alcoba. Las que se cruzaba en Alantea no daban la sensación de padecer la más mínima contrariedad por manifestarse en cualquier momento del día; por costumbre, en las circunstancias más inoportunas.
La medio hykar se desperezó con desgana y se incorporó en la cama, frotándose los ojos y lanzando un quedo suspiro. Los rayos del sol del mediodía que se filtraban entre los tablones que cubrían la ventana herían sus rojizos ojos almendrados, frágil herencia de su sangre mestiza. Bostezó profundamente, provocando que unas incipientes lágrimas hicieran brillar sus pupilas con una malicia que no guardaba en su interior. Apartó las sábanas con descuido, dejando que arrastraran por el suelo, más preocupada por acomodar sus ojos a la luz y en desentumecer los agarrotados músculos. Cuando se dio por vencida, enfundó sus piernas en las confortables calzas negras que vestía mientras estaba en casa y se anudó el cabello en una larga coleta antes de abandonar la habitación.
Tras satisfacer con resignado hastío sus abluciones matutinas, saqueó sin piedad las indefensas provisiones que aguardaban escondidas en la despensa. No tuvo ocasión para más. Antes de que pudiera terminar de limpiar los platos reconoció cómo aquella desagradable sensación que experimentara el día anterior comenzaba otra vez a recorrer su espalda, subiendo hacia su cabeza. Sorprendida lejos de su enclave mágico, escaleras arriba, depositó el cuenco que tenía en las manos sobre la primera superficie que encontró libre y cerró los ojos para plantear sus defensas arcanas.
La sierpe mágica culebreaba sobre su piel, sin llegar a rozarla, siempre ascendiendo y sin acusar la presencia de los hilos que Kieveiann iba tejiendo a su alrededor. Tensa, pero con la mente más lúcida que en la vez anterior, ejecutó un hechizo que evidenciaría la naturaleza de la irrupción. Para su sorpresa, descubrió que el ente tintineaba con los iridiscentes tonos plateados propios de la esencia divina. Y sus matices, los intrincados aunque serenos patrones que trazaba en el aire a su paso, pertenecían de forma inequívoca a la diosa Anaivih. Desarmada por esta asombrosa revelación, descuidó su concentración y los muros protectores que la envolvían se disolvieron al instante. La sierpe aprovechó aquel fugaz titubeo para coronar la cabeza de la semihykar y colarse por las circunvalaciones de una de sus puntiagudas orejas hasta penetrar en su interior.
La punzada que recibió en el cerebro la hizo tambalearse y la obligó a buscar apoyo en el respaldo de una silla, aunque se resistió a tomar asiento. Sin embargo, tan pronto como había aparecido, el dolor se fue, y un leve zumbido ocupó su lugar.
«¿Kievi?».
La voz de Kylanfein volvió a resonar en su cabeza, tan cerca como si estuviese susurrándola al oído, a pesar de que no había nadie en la cocina con ella. Haciendo acopio de toda su fuerza de voluntad y férrea disciplina, se preparó para contener la furibunda rabia que de pronto se había adueñado de su pensamiento e intentar afrontar aquellos despreciables sucesos con fría neutralidad.
«¿Puedes oírme, Kieveiann?».
—Te oigo —masculló entre dientes la hechicera.
«¿De verdad eres tú, Kievi? No sabes lo feliz que soy de oírte».
Aquel que hablaba parecía sinceramente ilusionado por aquella extraña reunión, aunque el recelo de la mestiza no hacía más que crecer.
«Kieveiann, ¿me oyes?».
—Sí, te oigo.
«¿No me reconoces? Soy yo, tu hermano, Kylan».
—Mi hermano desapareció.
La joven maga no había podido soportarlo más. Aquella burla la estaba sacando de sus casillas y ni toda la disciplina de Aekhan podría ya impedir que cual pantera Kieve se arrojase sobre su presa y la destripara con garras y dientes.
La voz debió captar el temblor que vibró en la súbita declaración de la semihykar, pues sus siguientes palabras ganaron en cautela y sumisión.
«Sí, desaparecí, incluso llegué a morir… o algo semejante. Pero ahora estoy vivo. ¿No os contó nada el abuelo?».
—¿El abuelo? —aquella pregunta sorteó la guardia de la mestiza, haciéndola dudar.
«Por lo que sé, Kyallard estaba al tanto de mi situación. Incluso me facilitó poder contactar contigo por este medio».
«Por descabellado que parezca, lo que dice tiene cierto sentido», concedió ella. «El insólito modo en que el abuelo acogió la noticia de la desaparición de Kylan, el trazo de la magia de Anaivih… ¿Puede ser cierto?».
—Kylan, ¿de verdad eres tú? —un hálito de esperanza se inflamó en el alma de la medio elfa.
«Lo soy, Kievi, y necesito tu ayuda».
—¿Pero qué pasó? ¿Dónde has estado todo este tiempo? ¿Dónde estás ahora?
«Es por eso que necesito que me ayudes. Estoy en Xolah, en La Garganta del Lobo, en el sur de Aekhan».
—¿Pero cómo demonios has llegado hasta allí? —Kieveiann trató de ubicar en su mente la aproximada localización de la ciudad, cercana al brazo de tierra que servía de paso hacia las tierras dominadas por los raigans.
«Ésa es una larga historia, Kievi. Ahora lo que me preocupa no es cómo llegué, sino volver, regresar a casa. ¿Conoces algún hechizo de translocación?».
—¿Translocación?
La joven maga guardó silencio unos instantes, buceando en su memoria en busca de un sortilegio que cumpliese tal fin. Revisó la totalidad del repertorio mágico, mas no halló nada que se pareciera. Desanimada, negó con la cabeza.
—Me temo que no, Kylan —admitió decepcionada—. Nunca he sentido interés por estudiar esa rama de lo arcano.
«¿Pero podrías hacerlo? ¿Llegar a dominarlo?».
—Para dominarlo precisaría de largos años de preparación, pero para ejecutar tan sólo alguno de esos hechizos…
«¿Eso es un sí?».
—Lo es —afirmó la mestiza, enumerando ya en su mente los diversos tomos relativos a la transferencia de cuerpos apilados en los estantes de la biblioteca mágica de Alantea.
«Nunca ha habido nada que se te resistiera, hermanita».
—Espera, no tan deprisa.
«¿Qué sucede?».
—No cuentes con tenerlo para mañana —sentenció ella—. Primero he de descubrir el hechizo adecuado. Después familiarizarme con sus singularidades y hacerme con los ingredientes necesarios. Luego memorizarlo y ensayarlo hasta que pueda ejecutarlo sin error. Y, por último, realizar unas cuantas pruebas para asegurarme de que funciona como debería.
«¿Cuánto tiempo crees que necesitarás?».
—Dame una semana. A partir de entonces te iré poniendo al tanto de mis progresos.
«Lo que consideres preciso, Kievi. Aún así, entretanto me gustaría que siguiéramos en contacto. Te he echado mucho de menos, hermanita».
—Yo también a ti, Kylan —se restregó una solitaria lágrima que había resbalado por su mejilla—. Ha pasado mucho tiempo.
«Demasiado».
Kieveiann percibió que su hermano continuaba hablando, pero era incapaz de entender lo que decía, pues el zumbido retumbaba cada vez más fuerte en su cabeza.
—¿Kylan? ¿Estás ahí, Kylan? ¡No consigo oírte!
El silbido había aumentado hasta niveles intolerables y amenazaba con taladrar su mente. Pronto se vio forzada a interrumpir la comunicación por su propia seguridad, pero antes logró escuchar algunas palabras, dos días y misma hora.
—De acuerdo, esperaré tu llamada dentro de dos días a la misma hora —dijo para sí—. Mientras, veré qué puedo hacer.
La mañana había resultado productiva.
Dyreah se había despertado con una idea en la cabeza, así que desde muy temprano había recogido su cosas y se había encaminado hacia la ciudad de Xolah. Aún con cierta reticencia, Ravnya había accedido a quedarse en el bosque, en el fondo agradecida por no tener que acudir a aquel lugar infernal, pero mucho más recelosa por dejar sola a su decidida compañera.
Sin embargo, no tuvo oportunidad de preocuparse mucho, pues la semielfa no tardó en regresar.
Por lo que pudo percibir, la bolsa casi vacía que se había llevado consigo abultaba ahora bastante más a su espalda. Nada más llegar, Dyreah la saludó con una sonrisa, al parecer satisfecha de haber llevado a buen fin el objetivo de su repentina marcha. No tardó en echar el morral al suelo y arrodillarse sobre la hierba, ansiosa por abrirlo y revelar su contenido.
Había estado en Xolah de compras, consciente de la necesidad de disponer de un vestuario adecuado para Nya que resultase menos llamativo. Para este fin, había tenido que rebuscar en los almacenes de varias tiendas de ropa y de otros establecimientos menos convencionales. Creía conocer lo suficiente a la joven para confiar en lo acertado de sus pesquisas.
Lo primero que extrajo de la bolsa fueron unas calzas de un suave tono marrón y gruesa tela que esperaba fueran de la talla de su compañera. Se había visto obligada a compararla con sus propias ropas para decidirse, teniendo que salvar las distancias, pues aunque la holgura de cintura pudiera ser bastante pareja, no tanto sucedía así para las piernas, y mucho menos de longitud. A ella esta prenda le quedaría algo amplia e irremisiblemente corta. A continuación sacó unas botas, de tono pardo parecido al de las calzas, aunque un poco más oscuro, y bajas, al contrario que las suyas de caña alta. Supuso que este calzado le resultaría más cómodo y le concedería mayor desenvoltura en sus desplazamientos que esas rígidas botas que llevaba ahora.
Para terminar, mostró la última de las prendas que había adquirido para la muchacha. Se trataba de una pequeña y gastada guerrera de color hueso que formaba parte del uniforme oficial de los Hijos del Fénix, la milicia de Adanta. Provista de faldón, se abrochaba al frente con una fila de corchetes que cerraban la prenda hasta el cuello. Tras lanzar un rápido examen a la prenda y confrontarla con la postura y relajados modos de su compañera, tiró de las deshilachadas costuras de las mangas hasta lograr desprenderlas del todo. No le supuso demasiado esfuerzo conseguirlo, dado el estado en el que se hallaba la guerrera, y pronto se sintió conforme con el resultado.
Ravnya había estado observando con curiosidad los progresos de la mestiza, permitiendo que la certeza le fuera robando sitio a las sospechas. Nada más hubo que imaginar cuando Dyreah le tendió los diferentes artículos, con una esperanzada sonrisa pintada en los labios.
Sin hacer preguntas, la joven tomó las prendas entre sus manos y se dispuso a librarse de las que vestía en aquel momento. Haciéndose la distraída, Dyreah apartó la mirada con cierto recato cuando la muchacha se sacó sin desabotonar el blusón por la cabeza y pataleaba después para desprenderse, sin perder el equilibrio, de las negras botas y de las calzas que cubrían sus piernas. Se produjeron unos instantes de lucha, con los ruidos propios del forcejeo de las telas al frotar entre sí y contra la piel, y algún que otro quejido y jadeo frutos del esfuerzo. Incluso pudo apreciar el característico crujido de la hierba, cuando la muchacha necesitó sentarse. Sin embargo, la tranquilidad volvió pasados unos momentos.
—¿Me ayudas?
La semielfa se dio la vuelta, para encontrarse a Nya ya vestida y calzada, pero con la guerrera abierta, manifestando con un bufido su completa incapacidad para dominar el uso de los corchetes.
—No te preocupes, no es difícil —señaló la mestiza con ternura en su voz—. Mira, sólo tienes que enganchar esto con esto, así, uno por uno… ¿Lo ves?
—Sí… —murmuró la joven sin demasiado convencimiento—. Déjame a mí.
Ravnya tanteó con los dedos los enganches metálicos, imitando los movimientos que acababa de ver realizar a su compañera. Habiendo averiguado su funcionamiento, no le costó mucho cerrar el primero y, a continuación, el resto de los corchetes. La verdad era que a ojos de Dyreah, la muchacha vestida con su nuevo atuendo presentaba un aspecto espléndido. Así lo debió entender Ravnya, pues con una tímida sonrisa bajó la mirada y se puso a alisar modestamente sus ropas. Algo erróneo debió encontrar en ellas, pues una mueca de disgusto alteró su dulce rostro. Sin mediar palabra, se retrajo sobre sí misma y comenzó a raspar con las uñas de forma compulsiva un pequeño emblema cosido con un desvaído hilo rojizo la casaca a la altura del pecho. No se detuvo hasta que de la insignia —pues de la insignia de los Hijos del Fénix se trataba— no quedaron más que raídas hebras sueltas.
Dyreah no quiso interrumpirla, tan afectada como se había arrojado a su destructiva labor. Pero no cabía duda de que aquella inesperada reacción evidenciaba la existencia de un trauma de una naturaleza tan profunda que había logrado alterar a su sosegada compañera de aquel modo tan violento. Desfigurada la enseña, Nya había recuperado la calma y se mostraba de nuevo tranquila y relajada, incluso contenta por el vestuario, ejecutando diversos movimientos destinados a que el tejido se adaptara a su menudo cuerpo. Siendo así, la semielfa decidió no preguntarle al respecto y olvidar el asunto. No comentaría nada mientras no fuera la propia muchacha quien sacara el tema a colación.
Complacida por sus progresos, Ravnya lo celebró con una amplia sonrisa, sorprendiendo a Dyreah con un fuerte abrazo que la pilló desprevenida.
—Gracias —susurró la muchacha.
—Me alegro de que te gusten. Pensé que te vendrían bien.
—No son tan incómodas como las otras, con éstas me muevo mejor —explicó complacida—. ¡Y no son tan negras!
Una vez concluida la inesperada entrega de regalos, la actividad regresó a su plácida normalidad.
No hacía mucho tiempo que Dyreah había retomado la costumbre de realizar periódicos ejercicios con la espada para mantenerse en forma y no perder habilidad con la esgrima. Practicaba con suavidad uno tras otro los movimientos que conocía, tanto de defensa como de ataque, despacio pero sin descuidar la guardia, alternando el manejo del arma con una o dos manos según lo requiriese su postura en aquel momento. Para esto siempre se enfundaba en las manos sus viejos guantes de cuero sin dedos, necesarios para protegerse las palmas de dolorosas ampollas, rozaduras que la magia de su armadura curaría sin permitir nunca que la piel encalleciera. Estos ejercicios no demandaban grandes esfuerzos de su parte, pero los prolongaba tanto que al finalizar los músculos de su cuerpo se estremecían crispados, llevados al límite de su resistencia. La hoja acababa pesando en su brazo como si en lugar de haber sido forjada en metal, la hubieran cincelado en piedra.
En ocasiones alternaba la espada con el arco, practicando su puntería contra rocas y troncos de árboles caídos. Al contrario de lo que ocurría con la otra arma, tensar la cuerda para que la flecha volara recta hacia su objetivo y no se perdiera lejos en la espesura, exigía un importante trabajo para sus brazos y torso, a la par que una firme concentración. Cuando sus disparos alcanzaran el destino deseado, éste estallaba en una violenta lluvia de esquirlas o astillas, dependiendo de la naturaleza del blanco en cuestión.
No siempre acertaba el tiro, ocurriendo a veces que una de sus flechas terminara enterrándose profundamente en la tierra o se extraviara en el bosque sin remisión. Sin embargo, nunca se detenía antes de que le sangraran las yemas de los dedos, lanzados ya un elevado número de proyectiles.
Ravnya tampoco permanecía ociosa, aunque la índole de sus actividades era bien distinta.
La muchacha desde muy temprano se internaba en la floresta para recoger bayas y otros frutos, aunque estas escapadas también respondían a intereses más privados, acostumbrada como estaba entre otras cosas a realizar rondas de vigilancia y exploración del entorno más cercano. Una vez regresaba de su paseo, se sentaba sobre la hierba a observar los disciplinados ejercicios de su compañera, o bien, se entregaba a su peculiar labor de recoger hojas y reunirlas en curiosos montoncitos.
Tras cerca de dos horas de intensa labor, la semielfa decidió poner fin a su jornada de adiestramiento y guardó la espada en su funda con un sonoro soplido. Dio unos cortos y cansados pasos hasta la orilla del Araden, se sacó las botas y los guantes, tirándolos a un lado con descuido, y se sumergió en las aguas hasta las rodillas. Despacio, Dyreah se inclinó para refrescarse los brazos y limpiar su rostro de sudor. Sentía el agua helada al contacto con la piel, aunque la aceptó de buen grado. Una leve tiritera se apoderó de su cuerpo cuando las frías gotas resbalaron de la cara y se deslizaron por su pecho y espalda bajo el blusón. Antes de abandonar las remansadas aguas del río lavó y frotó su cabello hasta que se vio suelto y libre del polvo que lo apelmazaba.
Una vez en tierra, recogió los guantes y botas abandonados y se aproximó a su compañera. Nya se levantó y salió a su encuentro antes de que la mestiza se dejará caer sobre la hierba. La tomó de la mano y tiró de ella hasta la base de un grueso tronco de lisa corteza. La joven se echó al suelo y se buscó el apoyo del árbol contra su espalda, invitando a Dyreah a que se sentara y recostara la cabeza sobre su pecho. Así lo hizo ésta, acomodándose con deleite, agradecida por lo placentero de aquel sencillo gesto. Su regocijo aumentó, casi relamiéndose los labios de anticipación, cuando Nya descubrió de detrás del tronco una pequeña bandeja rebosante de bayas confeccionada a partir de hojas frescas. Sin permitir que la semielfa alterara su cómoda postura, Ravnya cogió uno de los frutos y lo llevó hasta los labios de su compañera, que lo mordió con una sonrisa de satisfacción. No recordaba haberse sentido tan feliz en toda su vida como en aquellos momentos. La muchacha comía también, repartiendo las bayas una para cada una, disfrutando igualmente de la situación.
Los frutos terminaron por acabarse, saciando de forma temporal el apetito de ambas. Sin embargo, no cambiaron de posición, permaneciendo ambas en un reposado y pacífico silencio. Nya había comenzado a acariciarla el pelo, por lo que la mestiza no tuvo más remedio que rendirse a cerrar sus ojos. Impelida por uno de sus típicos ademanes, Dyreah apartó el húmedo mechón de negros cabellos que le caía sobre el rostro y le hacía cosquillas, para llevarlo hasta detrás de una de sus puntiagudas orejas. Una disimulada risita gorjeó en sus oídos.
—¿De qué te ríes? —preguntó Dyreah abriendo un ojo y girando un poco la cabeza para mirar a la otra.
—¿Por qué siempre haces eso? —contestó Nya.
—¿El qué? ¿Qué es lo que hago?
—El pelo. Apartártelo de la cara.
A diferencia de ella, la joven acostumbraba a lucir algún que otro mechón de su níveo cabello cayéndole rebelde por delante de los ojos, pese a los reiterados intentos de la semielfa por peinarla. Y, para incomprensión de Dyreah, no parecían molestarla en absoluto. Sufría con sólo verla.
—No sé. Siempre me ha molestado, desde pequeña —explicó la mestiza recuperando su postura anterior—. Si me cae el pelo sobre la nariz o los ojos me hace cosquillas y me pone nerviosa. No entiendo cómo tú lo soportas…
Dyreah no terminó de pronunciar la frase, paralizada por las placenteras sensaciones que súbitamente recorrieron su ser. Porque mientras hablaba, Nya había comenzado a surcar su cabello con los dedos y a deslizar los húmedos labios por su nuca.
La semielfa sintió cómo se estremecía de nuevo y brotaba de su boca un involuntario murmullo.
—¿Te molesta que juegue? —un atisbo de duda asomó a la voz de la muchacha.
—N-no… —reconoció Dyreah, con la respiración más agitada a medida que Ravnya continuaba con sus mimos, prodigando besos y caricias por su piel.
—¿De verdad que estás bien? Estás nerviosa. Puedo parar.
—No se trata de algo malo, Nya… —se detuvo para recobrar el aliento—. Es sólo que… nadie me había tocado así y… me hace sentir…
—¿Cómo?
Incapaz de ofrecer una respuesta adecuada, la semielfa se incorporó un poco y se giró para observar a su compañera. En sus brillantes ojos no encontró recelo alguno, sólo curiosidad. No había lugar para la desconfianza en su mirada.
Nya ladeó un poco la cabeza, a la espera de una explicación. La mestiza alzó una mano hasta los labios de ella, rozándolos con la yema de los dedos.
—¿Puedo…?
—¿Sí…?
Sin decir más, Dyreah se removió, arrodillándose frente a ella, y la besó con dulzura, en pequeños sorbos, para después recorrer su mejilla, la barbilla, hasta alcanzar su cuello. Allí empezó a rozar su piel con los labios y a depositar nuevos besos, aún leves, que despertaron la agitación de la muchacha. No se detuvo en aquel punto, sino que progresó por su garganta persiguiendo alcanzar la zona posterior de su oreja, provocando ahora los escalofríos de su compañera.
Dyreah continuó, sumergida como estaba en el delicioso sabor de su piel, ligeramente almizclado, en el aroma de su cabello, perdida en las sensaciones, tanto propias como las que causaba en Nya. No obstante, la joven pareció detenerla y apartarla de sí durante un momento. Pero sólo lo hizo para reclamarla y encararse de nuevo con ella, mirándola a los ojos, pues en esta ocasión algo muy distinto relucía, latía, en ellos. Llevó también sus dedos a tocar los finos y azulados labios de la semielfa, advirtiendo en el roce su tersura y calidez, como si las percibiera por primera vez, antes de unirlos a los suyos en un gesto que al fin comprendió y que pudo apreciar en toda su esencia y valor.
La mestiza se mostró en un principio cautelosa, asombrada por la exaltada reacción de Ravnya, aunque después no dudó en dar rienda suelta a unas emociones previamente encendidas. El fuego que prendió en el interior de su pecho la condujo a beber de sus labios, a mordisquearlos con íntima delicadeza, a entregarse ambas a una coreografía no ensayada que las arrastró lejos del árbol, hasta dejarse caer sobre la hierba, una junto a la otra, mientras sus cuerpos se entrelazaban por propia voluntad anhelando una cercanía imposible, abrazándose con pasión, sin que sus labios se separaran por un instante.
Dada su mayor corpulencia, Dyreah aprovechó para alzarse sobre la otra. Desde esta aventajada posición regaló de besos y caricias su rostro y cuello, privada ésta de toda voluntad por resistirse, echando para atrás la cabeza y dejándose hacer. Pero Ravnya no valía para quedarse quieta durante mucho tiempo, así que no vaciló en echar mano al extraordinario vigor que escondía en su menudo cuerpo para volver las tornas y encaramarse sobre su compañera, proporcionando con gusto las atenciones recibidas, si era posible, con mayor intensidad.
En una tregua en el que ambas yacían tumbadas de lado, rodeándose con los brazos y mirándose fijamente, necesitadas de unos momentos para recuperar el resuello y las fuerzas, Dyreah levantó una de sus manos para acariciar el rostro de Nya, que se frotó zalamera contra ella, persiguiendo su contacto. Trató de apresarla con la barbilla cuando ésta bajó por su cuello y cerró los ojos a la vez que exhalaba un inesperado gemido cuando los dedos se deslizaron por encima de la tela que cubría su pecho. La mestiza notó cómo los músculos del vientre de la muchacha dieron un involuntario espasmo cuando la palma de su mano recorrió su estómago, girando allí para ascender de nuevo por su torso, despertando idénticas sensaciones a medida que avanzaba.
Cuando volvieron a cruzarse sus miradas, no hubo nada ya que impidiera que Dyreah comenzara a desabrochar los corchetes de la guerrera de la joven. Ni que, a continuación, Ravnya soltase los botones que cerraban la blusa de la semielfa.
Con una sonrisa en los labios, el semielfo de la sombra había abandonado la habitación de la posada, pagada por unos cuantos días más, y se había puesto camino a los exteriores de la ciudad.
Ni siquiera las suspicaces miradas que despertaba a su paso, procedentes de los aldeanos acostumbrados a desconfiar de los extranjeros que cruzaban sus tierras portando armas —en particular de aquellos que tenían orejas puntiagudas y tez oscura—, lograron menoscabar su alegre estado de ánimo.
Parte de su entusiasmo procedía de las buenas noticias que portaba en calidad de mensajero. Pero además se debía a la nueva oportunidad que dispondría de reunirse con Dyreah. El primer encuentro podría no haber resultado como él esperaba, mas no perdía la esperanza de que este segundo discurriera por diferentes —y más agradables— derroteros.
Era ella, estaba viva. Sólo eso era suficiente para justificar su alborozo.
No le costó dar con el Araden. Las granjas que se extendían al norte de la población lindaban con su ribera y sus gentes aprovechaban la corriente de sus aguas para mover ruedas de molinos e irrigar campos. Las lavanderas ejercían su labor en las orillas, extendiendo los retales en bobinas alineadas y encajadas en resistentes tablones de madera sobre los que ejercían su brioso empeño.
Dejándolas ocupadas en su quehacer y sin querer llamar innecesariamente su atención, el mestizo tomó el margen sur del río y comenzó la caminata.
No tenía idea de cuánto tiempo tardaría en alcanzar el punto de encuentro, aunque para tratarse de una zona lo suficientemente tranquila y solitaria tendría que estar a una considerable distancia de Xolah.
Aunque no tardó en dejar atrás los campos de cultivo, aún quedaba patente la huella de la civilización, bien en la deforestación indiscriminada del bosque o por las diferentes sendas de caza practicadas en el terreno. A decir verdad, todavía no había vislumbrado la presencia de ningún animal de considerable tamaño, sólo algunas laboriosas ardillas y rastros recientes del paso de liebres y conejos.
Al menos el río se veía a aquellas alturas indemne de todo daño, lo cual resultaba un alivio para la vista. Observar las tranquilas aguas en su plácido transcurrir, arrastrando hojas y ramitas sueltas, y escuchar el rumor de las aguas, constituía un bálsamo reparador para el espíritu del semihykar. Después del período que había permanecido bajo tierra transformado en elfo de la sombra, la necesidad de contemplar el cielo abierto sobre su cabeza y sentir el aire fresco en su rostro se había convertido en imperiosa e indispensable. Comprendía perfectamente que su abuelo hubiera decidido escapar de la claustrofobia de aquel despiadado mundo.
Aún echaba de menos los fríos bosques de su tierra, tan diferentes a éstos del sur. Pero se consolaba pensando que pronto regresaría a ellos, con su familia.
No mucho más adelante observó cómo el río describía una pronunciada curva, aunque según se fue aproximando descubrió que el cauce se ensanchaba conformando un pequeño remanso de aguas tranquilas. El bosque había conquistado la ribera oriental casi hasta el nivel del cauce, aunque a la izquierda ofrecía unos cuantos pasos de terreno despejado.
No encontró rastro de ninguna de las dos mujeres, pero no le cupo duda de que había llegado al punto de encuentro.
—¡Hola! ¿Dyreah? —gritó para hacerse oír.
Nadie contestó. Era posible que se hubieran alejado a explorar o en busca de comida. O quizá, no le habían escuchado.
Avanzó unos cuantos pasos más en dirección al claro, llamando de tanto en tanto.
—¿Hola?
Fue en esta ocasión, estando ya mucho más cerca, cuando le pareció advertir cierto movimiento en la floresta, apenas en el interior.
—¿Estáis ahí?
El mestizo comenzó a ponerse nervioso. Allí había algo, pero no recibía respuesta. Podría tratarse de un animal que hubiera acudido al río para saciar su sed, pero bien podría tratarse de cualquier otra cosa. Sin embargo, no hubo necesidad de preocuparse por más tiempo. Alguien le contestó, una voz que enseguida reconoció.
—Sí, Kylan. Aquí estamos.
Siguiendo el origen de la voz de Dyreah, dio unos últimos pasos en dirección al bosque, superando la frontera inicial de frondosa vegetación. No tuvo que caminar mucho hasta dar con ambas féminas.
Dyreah se encontraba sentada sobre la hierba, calzándose las botas, con el pelo suelto y mojado cayéndole por los hombros y espalda. A escasa distancia de ella, Ravnya permanecía en pie, observándole. Lucía un atuendo bastante distinto al que vistiera el día anterior, aunque no fue éste el motivo que llamó la atención del semielfo oscuro. La casaca que la cubría estaba sin abrochar, permitiendo entrever una exigua franja de la pálida piel de su torso que descendía desde la garganta hasta el estómago. No fue lo que se mostraba lo que retuvo por unos segundos su mirada, sino lo que se insinuaba. Nunca imaginó que una prenda masculina pudiera resultar tan sugestiva.
Súbitamente avergonzado por su comportamiento, Kylan apartó la vista de inmediato, pero por un instante se cruzó con los ojos la muchacha. Éstos le contemplaban de manera indiferente, velada. Privada. Necesitó devolver su atención a Dyreah para escapar del embrujo de aquella misteriosa mirada.
La mestiza parecía algo nerviosa, casi exaltada. Sin embargo, unos segundos más tarde había recuperado la compostura y examinaba con calma al medio hykar.
El mestizo vestía las mismas ropas que el día anterior, aunque la expresión que se adivinaba en su rostro era bien distinta. Al menos así lo adivinó Dyreah nada más verle.
—Lo conseguiste, ¿verdad? —inquirió antes siquiera de terminar de ponerse las botas.
Kylan devolvió una cálida sonrisa a modo de respuesta, tomando asiento de inmediato sobre la hierba, próximo a ella.
Dyreah se le quedó mirando, a la espera. Ravnya no le imitó, continuó en pie, decidiendo mantenerse aparte de la conversación, distraída en sus propias ocupaciones.
—Esta mañana, en realidad justo antes de venir —comenzó él—, intenté volverme a poner en contacto con mi hermana. Esta vez, logré entablar comunicación.
—¿Y bien? ¿Qué te dijo? ¿Es posible?
A Dyreah le costaba controlar su ansiedad.
—Me ha dicho que sí, que es posible —una sonrisa comenzó a dibujarse en los azulados labios de la mestiza—. Pero, también me ha explicado que se trata de un hechizo que desconoce y que le llevará un tiempo familiarizarse con él.
—¿Un tiempo? ¿Cuánto tiempo? —insistió, ya no tan sonriente.
—No te preocupes. Según Kieve, una semana o poco más.
Dyreah no se mostró muy convencida con aquello.
—No conoces a Kieve —continuó el semihykar—. Si ella dice una semana, ten por seguro que lo tendrá listo para entonces. Quizá antes.
—Bien. —Dyreah se recostó en el suelo—. En ese caso, supongo que permaneceremos una temporada en este lugar.
—Así es, aunque parece que ya te habías anticipado a esta posibilidad.
—Di un paseo por la ciudad —declaró la medio elfa, lanzando una mirada a su compañera y evaluando satisfecha el resultado de sus esfuerzos. Nya no sólo no se mostraba incómoda ante el cuidadoso escrutinio, sino que incluso correspondió al mismo con una amplia sonrisa—. No es conveniente llamar la atención.
Kylan se sorprendió observándola, sintiéndose un tanto culpable por su fugaz decepción al encontrarla ahora con la guerrera abotonada hasta el cuello.
—Me resulta difícil creer que seas capaz de pasar inadvertida —aventuró Kylan con cierto atrevimiento, devolviendo así su atención y pensamientos a Dyreah.
—No te confundas —zanjó al punto la mestiza—. En caso de necesitarlo, dame una sombra y desapareceré delante de tus ojos.
En el caso de haber escuchado aquella jactanciosa aseveración de boca de otra persona, el semielfo la habría tomado como una simple bravata. Pero fue el tono y el brillo que rieló por los ojos de la mujer los que le convencieron de que sería más que capaz de cumplir lo que decía.
—Te creo, Dyreah —aceptó, algo cohibido. Decidió cambiar de tema—. He traído comida. ¿Queréis tomar algo?
—Por mi parte no, gracias —declinó con suavidad el ofrecimiento—. ¿Y tú, Nya?
La joven se encogió de hombros negando con la cabeza, poco dispuesta a quebrar su silencio.
—La verdad es que ya habíamos comido antes de que llegaras.
—¿Es que habéis dado con una fonda mejor en el bosque? —bromeó Kylan, cambiando de postura.
—Como si en el bosque hicieran falta fondas.
Las dos mujeres cruzaron una mirada de complicidad.
—Ajá, comprendo.
«En el bosque», se quedó pensativo el aspirante a guardabosques. «La última vez que la vi, dependía de las raciones de camino para alimentarse, raciones a las que les hacía ascos aunque tratase de disimularlo. Y ahora prefiere buscar comida en el bosque antes que en una posada…».
—¿Y tú? ¿Has comido algo? —interrumpió Dyreah sus pensamientos.
—¿Qué? No. Compré algunas cosas, con la intención de compartirlas con… vosotras.
No le resultó fácil rectificar a tiempo y abstenerse de decir contigo. Por el momento, prefería andarse con cautela.
Kylanfein empezó a rebuscar en su morral y extraer cosas de su interior. La semielfa no logró evitar sentirse curiosa y se inclinó para mirar. Nya no se movió del sitio, mostrando una actitud de aparente indiferencia hacia la conversación.
—¿Qué habías traído?
—Una hogaza de pan, queso y unas lonchas de carne asada —fue enumerando mientras enseñaba la comida.
El estómago de la medio elfa había quedado más que satisfecho con las bayas que había saboreado un rato antes. Sin embargo, se sorprendió al reparar en cómo se le hizo la boca agua cuando el apetitoso aroma sedujo su sentido del olfato.
No se había parado a pensarlo, pero… ¿cuánto tiempo hacía que no probaba una tajada de carne? Desde que vivía con Ravnya su dieta se había limitado a los frutos que ofrecían las zarzas y otras plantas. Ahora, ante la oportunidad de poder degustar aquellas lonchas de estofado, acompañadas de tierno pan y de una porción de oloroso queso, apenas fue capaz de contenerse. Quizá aún tuviera ánimo para probar algo más.
Kylan creyó interpretar el ansia reprimida de la mestiza. Sonrió.
—¿Seguro que no te apetece? Es mucha comida para mí solo.
Dyreah, que no deseaba mostrarse demasiado ávida, buscó una rápida vía de escape. La encontró en su distraída compañera.
—¿Nya? —llamó su atención. Tomó una loncha y se la ofreció—. ¿Quieres un poco?
La muchacha no contestó, sino que se acuclilló y olfateó la carne que le tendía. La forma en que arrugó la nariz, junto a la mueca de desagrado que se dibujó en sus rasgos, fue una respuesta más que suficiente. Volvió a levantarse y se apartó a un lado, asqueada.
La medio elfa, que no se esperaba aquella reacción, por un instante no supo qué hacer. Al final optó por devolver la tajada junto al resto, perdido el apetito.
—¿Me das un poco de pan? —pidió sin mucho interés.
—Claro.
Kylan partió la hogaza con las manos y le entregó una porción. Ella le dio las gracias con un leve cabeceo y comenzó a masticar despacio, con desgana, mientras él daba cuenta de su ración.
Nada de lo ocurrido pasó desapercibido para el preocupado semihykar.
El malestar de Dyreah era evidente, por mucho que se esforzara en disimularlo. Una sola palabra, el menor de los gestos por parte de aquella extraña niña-mujer, era capaz de hacerla saltar de alegría. O sumirla en la más profunda melancolía.
Semejante influjo, el poder que aquella pálida criatura ostentaba sobre su antigua compañera, le asustaba. Creía conocerla lo suficiente como para afirmar que no formaba parte de su carácter mostrarse tan susceptible e inestable. Ella nunca se había comportado así.
Kylan comió unos bocados más, distante y en silencio. Sólo cuando terminó dedicó una fría mirada a la muchacha. No pensaba perderla de vista.