28
EL PRECIO DE LA VERDAD
Antiguos Bosques, año 249 D. N. C.
No dudó la semielfa en echarse a correr tan pronto cruzó el portal mágico que la llevaría hasta los bosques entre los que se ocultaba el wampyr.
Una opresiva sensación había ido haciendo presa de su pecho a medida que se acercaba el momento de la partida. Un sentimiento de urgencia desmedida, de fatalidad irremediable, que no hacía más que espolearla en su carrera. Pero sin dejar de presentir que ya nada importaba; que era demasiado tarde.
Los árboles, oscuros y tenebrosos en la noche, parecían querer prenderla con sus nudosas ramas, enganchándose a la ropa y arañando su piel, alzando raíces retorcidas para que sus pies tropezaran y se trabaran en la maraña. Dyreah apartaba a manotazos los apéndices de su cara, trastabillaba y se veía obligada a hundir las manos en la tierra para no caer, una corrupta tierra que se adhería viscosa a sus dedos como el légamo de un cenagal. Y a cada paso mal dado maldecía porque se le acababa el tiempo; y no hallaba la manera de evitarlo.
Advirtió furtivos movimientos que se deslizaban entre la maleza. Fue a echar mano de su espada mágica, pero al extraerla de su vaina la descubrió rota. Recurrió entonces al devastador arco que colgaba de su hombro, mas la madera negra se astilló entre sus dedos y la cuerda, al desprenderse, le abrió un profundo corte en el brazo. Ahogó un grito mientras dejaba caer el arma y se sujetaba la extremidad herida.
En derredor suya la actividad no cesaba, aunque dio la impresión de concentrarse en un mismo lugar. Hacia allí sintió que debía conducir su avance, sólo para distinguir a cerca de una decena de nauseabundos smudz arracimados alrededor de una desgraciada víctima, que aún chillaba y pataleaba. De las bocas deformes de las criaturas chorreaban sangre y trozos de carne a medio masticar, carne blanca que resplandecía a la trémula luz de la luna. No quería pero lo hizo, se aproximó más y más, hasta que se alzó sobre el orgiástico festín que se celebraba a sus pies. Se repartían en torno a su figura, entregados con frenesí a la tarea de desgarrar la pálida piel para alcanzar los tejidos más blandos del interior. Nadie podía sobrevivir a aquella carnicería, sin embargo, el horadado pecho de la mujer aún se levantaba en rápidos y violentos espasmos, y mudos gemidos escapaban de sus labios entreabiertos. Esos labios que en tantas ocasiones había besado. Pues los implorantes ojos de Ravnya la miraban, lacrimosos, suplicando un misericordioso final.
Dyreah se llevó las manos al rostro, horrorizada al comprender que había fracasado, que no había logrado llegar a tiempo, que por su culpa y antes de morir, Nya iba a sufrir el peor de los tormentos imaginables.
Devastadora fue su conmoción cuando al retirar la barrera que conformaban los dedos frente a sus ojos, todo había desaparecido. Ni Ravnya, ni los smudz, ni el pequeño claro en medio del bosque estaban allí ya. En su lugar se erguía la torre de Galoran, aún detrás de su ilusión de ruina y derrumbe.
No quiso pensar más, ni descubrir qué significado tenía aquello. Atravesó el espejismo y de inmediato se encontró en el interior del edificio, sólo que al contrario de como recordaba, los muebles de madera se caían a pedazos de pura decrepitud y de los tapices no quedaban más que los soportes de los que una vez habían colgado. Hilos desmadejados cubiertos de una gruesa capa de polvo eran todo cuanto había sobrevivido de la antigua alfombra que antaño había revestido el piso.
La sensación de abandono era absoluta.
—¡Galoran! ¡Ravnya! —exclamó con toda la fuerza de sus pulmones.
Nadie contestó, ni cuando llamó por segunda ni tercera vez. Ya se disponía a enfilar los derruidos escalones que subían hacia la planta superior cuando una figura, desde lo alto, comenzó su descenso.
Era Ravnya la que parecía flotar mientras bajaba envuelta en las frondosas telas de un refinado vestido de gala que arrastraba al caminar. Entre el níveo cabello, que llevaba recogido en un intrincado peinado, la piel tan ausente de rubor y el blanco impoluto de las prendas, aquella visión semejaba la de un fantasma. Tanto fue así que la semielfa corrió a su encuentro, temerosa de que Nya fuera a desvanecerse en una nube de polvo.
—Galoran no está —musitó la joven, su rostro triste y apagado—. Ya sólo estoy yo.
—¡Nya! —quiso abrazarla, pero no pudo, algo, una barrera invisible, se lo impidió—. ¿Qué ha ocurrido? ¿Te encuentras bien?
—Tardaste mucho en regresar, Dyreah —continuó Ravnya, indiferente a los esfuerzos de su compañera por llegar hasta ella—. Te estuve esperando, tiempo y tiempo, pero no volvías. No pude soportarlo más.
—¿Qué… qué quieres decir? ¿Qué no pudiste soportar?
—El hambre —respondió, revelando sus largos colmillos en una mueca.
—No…
Sobrecogida, Dyreah retrocedió un peldaño. Ravnya lo avanzó.
—Galoran fue el primero. No tuve opción, él lo entendió; debía alimentarme para continuar esperándote.
—No…
La mestiza negaba con la cabeza, retirándose escalón tras escalón, al mismo paso que descendía la otra. Pronto no hubo más escalones que bajar, sólo los duros bloques de piedra que formaban el piso y las desnudas paredes que daban límite a la estancia.
—Después fueron otros, humanos, elfos, decenas, cientos, los que me sostuvieron al coste de sus propias vidas.
Algo crujió bajo las botas de la semielfa. Al mirar se asombró al descubrir que había partido una blanqueada costilla y que los huesos de las víctimas de Ravnya alfombraban siniestramente el suelo.
—Pero ya estás aquí —exhaló la muchacha—. Has llegado. No tengo que seguir esperando más. Ahora ya puedo morir. Mátame, te lo ruego. No quieras prolongar mi agonía.
Así la joven cerró los ojos, rindiéndose, a la par que ladeaba la cabeza para dejar expuesto su albo cuello.
—Hazlo.
Dyreah deseó gritar que no, que nunca haría tal cosa.
Y, sin embargo…
Algo prendió en su interior, una presencia subyugada pero no erradicada. Una fuerza irresistible que recorrió su ser e inició una transformación que reverberó en cada fibra de su ser.
Y, antes de ser siquiera consciente de ello, sus terribles fauces se precipitaron ansiosas sobre la indefensa garganta de Nya…
La semielfa se detuvo.
Pocos instantes habían transcurrido desde que se embarcaran en mágico viaje hasta los lejanos bosques del sur. Dyreah había emprendido el camino hacia la torre de Galoran en cuanto hubo superado las náuseas de la súbita traslación. No obstante, terminó interrumpiendo sus pasos cuando a su mente regresaron vívidas imágenes de la pesadilla que insistentemente la había perseguido la noche anterior.
El nudo de su estómago se intensificaba por momentos.
Atrás había quedado Aeral… y todos aquellos que ahora habían decidido alojarse tras sus murallas.
Elvhay Sekfize había accedido de buena gana a complacer las perentorias peticiones que la semielfa le había expuesto. Comprendía los motivos de su urgencia y, dado cuánto Dyreah había sacrificado por la reconquista de la ciudad, no se la podía exigir nada más. Todo lo contrario. De inmediato puso a trabajar a sus hechiceros para realizar el primer encargo y, para el segundo, no dudó en destacar a su propia sobrina, Alerye, también una mestiza con sangre humana en sus venas, para que la trasladara mediante las artes arcanas hasta su anhelado destino.
Decir adiós no había resultado fácil para Kylan, que había fracasado en su intento por contener las lágrimas y la había rodeado en un fuerte abrazo. Con idéntico gesto se había despedido Tarani, a todas luces afectada no sólo por la partida de Dyreah, sino por lo que parecía también la inminente marcha de Kylanfein, en auxilio de aquella humana, Yshara Ferr. Menos efusivos se mostraron los demás, aunque no faltó el descarado guiño que le dedicó el insufrible Veren, que lamentó no haber podido ser obsequiado con el fabuloso arco negro, roto y olvidado en las galerías subterráneas.
No se informó de su salida a los diferentes mandos elfos, a excepción por supuesto de Elvhay, pieza fundamental en la consecución de aquella trama, pues Dyreah había rogado que se realizara en el mayor de los secretos. Nada deseaba menos la mestiza que nuevos altercados y trifulcas relacionados con su persona. Por lo que a ella concernía, era su punto final en aquel asunto.
En cambio sí recordó enviar aviso a los Elanan, que raudos acudieron no sólo a hacer entrega de su fascinante misiva, sino a colmar de atenciones y agradecimientos a la mujer que de la noche a la mañana se había convertido en su heroína, a la que idolatraban de manera incondicional.
Hubo un momento, mientras se atendían los preparativos finales para su viaje, que se percató no sólo de la ausencia del desastrado saquillo afianzado a su cadera, sino además de la trenza que ya no descendía sobre su puntiaguda oreja. Que se quedaran con una, pero la más valiosa de aquellas dos piezas pensaba recuperarla muy pronto.
Y todo estuvo dispuesto.
Era noche cerrada y Anaii, apenas un arco de plata, ya había aparecido en la bóveda celeste. Alerye le pidió a la semielfa que se acercara y tomó su mano, preguntándole con un gesto si estaba lista para partir. Dyreah recorrió las caras que la observaban con su refulgente mirada, deteniéndose para sonreír a algunas, y asintió.
La maga entonó los últimos versos de su conjuro y la imagen a su alrededor se tornó borrosa, distorsionada, hasta desvanecerse por completo en una espiral de luces y sombras.
En cuanto recobró la percepción de sus ojos y el espacio se pobló de figuras nítidas y sólidas, supo que había alcanzado su objetivo.
—¿Os encontráis bien? —La joven taumaturga se había aproximado a ella, alertada por su repentina parada—. Si os sentís trastornada y aquejada de vértigo es normal. Ha sido una traslación bastante dura.
—No se trata de eso… —contestó Dyreah al cabo de unos segundos, tragando saliva.
—Dioses, espero no haber errado en el destino —se angustió Alerye, malinterpretando los síntomas que presentaba la semielfa.
—No, éste es el lugar. Aquí termina todo.
La mujer tenía la mirada perdida y el ritmo de su respiración amenazaba con resultar sofocante.
—¿De verdad que estáis bien? —La preocupación de la maga era sincera, así como su deseo de ayudar—. Si puedo asistiros de algún modo…
Finalmente Dyreah pareció escapar del estupor en el que había caído y reaccionar, aunque su rostro aún estaba tenso y había desaparecido el azulado rubor de sus labios.
—Gracias por haberme traído, Alerye. Y exprésale también mi agradecimiento a Elvhay cuando regreses. Mi deuda con ella no hace más que incrementarse —añadió con una cálida sonrisa.
—Os habéis ganado su respeto, y creedme cuando os digo que eso no ocurre con frecuencia —confesó la joven, orgullosa de su mentora—. Satisfecha se sentirá de haber podido seros de utilidad. Así que, si me decís que todo está bien y no necesitáis más de mis servicios… marcharé de regreso para dar informe de que el desplazamiento ha transcurrido sin incidentes.
—Lo que queda a partir de ahora, ya es cosa mía. Que disfrutes de un tranquilo viaje de regreso.
—Que la Fortuna os sonría, Dyreah Anaidaen.
Dicho esto, la maga elevó su cántico y se esfumó de la vista de la semielfa.
Sola, bajo los tenebrosos auspicios de una luna en decadencia, encaminó sus pasos al encuentro de aquello que los caprichosos dioses hubieran escogido para ella.
El smudz alzó el desfigurado semblante para observar el paso de la semielfa.
Su podrido cerebro ya sólo era capaz de diferenciar entre dos aspectos: lo que era comida y lo que no lo era. Sin duda, los restos del cadáver que apresaba entre sus garras sí que lo eran. Hedía a sangre coagulada y carne en descomposición. Al morderlo se podía apreciar cómo los huevos que las moscas habían depositado en las vísceras habían comenzado a eclosionar y las larvas nacidas reventaban jugosas en la cavidad bucal al ser masticadas. Sí, sin duda se trataba de comida.
Sin embargo, aquello que se le acercaba nunca lo sería.
Dos aborrecibles olores se conjugaban en la criatura, a cual más repulsivo. Cierto que también desprendía otros mucho más apetecibles y satisfactorios, pero quedaban irremediablemente vedados a causa de los primeros. Bien podrían comerse los gusanos su cadáver corrupto, el sol desecar su piel hasta arrancarla a tiras y los pájaros picotear los relucientes ojos en sus cuencas, que el smudz ni siquiera se atrevería a probarlo, por muy hambrienta que estuviera.
Una lástima, porque cuando terminase de engullir su actual presa, precisaría de un nuevo suministro de carne.
Dyreah, consciente de no portar más arma que un cuchillo escondido en su bota, continuó su aproximación hacia la espeluznante criatura.
Por grotesca que fuera la idea, necesitaba asegurarse. Y no lo haría hasta que no comprobara la naturaleza de aquello de lo que se alimentaba el engendro.
La miraba con sus ojos nublados y estúpidos, rumiando parsimoniosamente el fibroso tejido de su último bocado. No daba muestras de pretender atacarla, mas confiarse ante la voracidad de tales monstruos suponía a la postre un error que bien podía ser definitivo. La peste, no sabía muy bien si procedía del cadáver o del propio ser, castigaba crudamente su sentido del olfato, amenazando con asaltar sus fosas nasales y descender hasta su boca. En vano pretendió escudarse tras las mangas de su blusón, en un fútil intento por protegerse de aquella inmunda afrenta a todo lo salubre.
Venciendo al sentimiento de repugnancia a cada paso que daba, la mestiza estuvo por fin lo suficientemente cerca como para identificar por la forma de los huesos roídos la presa a la que habían pertenecido. Aquellos putrefactos despojos a medio devorar correspondían a un herbívoro de buen tamaño, quizá un venado, distinguible por el aspecto de las ancas y la longitud de sus extremidades posteriores.
No era ella. No era su cadáver.
Su pecho se había contraído a causa de la angustia dejándola sin aire, y necesitó aspirar una profunda bocanada a pesar de la hediondez reinante. Tosió después repetidas veces, conteniendo a duras penas las náuseas mientras escapaba a toda prisa de allí. Y aunque finalmente le sobrevino el vómito, no le importó tras el alivio que experimentó en su interior.
No tenía sentido seguir alimentando sus temores pululando por el bosque.
Enfiló la dirección que recordaba la conduciría hacia la morada de Galoran, primero a vivo paso, después avanzando al trote, para terminar recorriendo la distancia que la separaba del lugar a la carrera.
Como una exhalación cruzó la ilusión que enmascaraba el verdadero estado de la torre y arremetió contra la desvencijada puertecilla de madera para penetrar entre sus muros.
Todo estaba tal y como evocaba su memoria, el mobiliario, las telas y las figurillas de madera, pero nada de todo ello le importaba un ápice en aquellos momentos.
—¡Galoran! —gritó, con la respiración entrecortada. Aún así logró recobrar el suficiente hálito para lanzar un segunda exclamación—. ¡Ravnya!
Y las imágenes se repetían, poblaban su mente de un angustioso presentimiento de inevitabilidad, rememorando cada detalle y comparándolo febrilmente con lo que en aquellos instantes sucedía. Hasta el punto que, cuando advirtió una sombra de movimiento en el piso superior, volvió a contemplar la etérea figura de Nya ataviada de aquella extraordinaria manera.
No obstante se equivocaba. Pues quien se apresuró a descender la escalera fue Galoran, con su anacrónico aspecto de siempre. En él sí cabía que pareciese flotar mientras bajaba sin hacer ruido los viejos peldaños.
—¿Dyreah? ¡Qué grato vuestro regreso…! —la alegría del extraño elfo se borró de sus aristocráticas facciones en cuanto se percató de que la semielfa se hallaba al borde del colapso—. ¡Por los dioses! ¿Qué mal os aqueja?
—¡Por favor! ¡Ravnya! —atinó de articular entre violentos jadeos—. ¿Dónde está Ravnya?
—Mi señora —explicó Galoran, aún confuso—, la joven Ravnya ya no descansa entre los achacosos muros de esta anciana torre.
«Llegué tarde».
—¿Qué…?
Todo rastro de color desapareció del rostro de Dyreah, que quedó lívido como la muerte. Tan intensa fue su reacción que Galoran temió que tendría que sostenerla, al creer que se desmayaría allí mismo.
—¡Dyreah! —exclamó alarmado el wampyr—. ¡Alaethar divino! ¿Qué os sucede?
—¿Qué… pasó?
«Que llegué tarde».
Dada la inestable situación de su invitada, decidió conceder respuesta a sus preguntas antes de exponer las suyas propias. Quizá de ese modo se tranquilizaría.
—Debo entender que os referís —empezó el elfo, con el tono de voz más pausado del que era capaz de emplear— al lapso de tiempo transcurrido desde que vos trajisteis a la joven Ravnya hasta el día de hoy.
El asentimiento de la semielfa consistió en un brusco cabeceo.
—En tal caso, debo informaros que durante las primeras semanas la joven, valerosa y pertinaz como el más heroico paladín, se enfrentó cara a cara con la muerte y no consistió en ceder terreno en momento alguno. Tal es así que seriamente me desasosegó la idea de que tan épico empeño desempeñase un trágico papel en su vida, al mermar desmesuradamente sus fuerzas. Mas así no aconteció. Ravnya, en un alarde de bravura, resolvió no poner punto y final a su existencia y sí abrir los ojos a un nuevo renacer.
—Entonces… —interrumpió Dyreah, angustiada tras haber escuchado lo de aquel nuevo renacer—, ¿qué sucedió para que luego… nos abandonara?
—¿Suceder? Nada de digno de mención, supongo —expuso el wampyr—. A riesgo de equivocarme, siempre tuve la impresión de que durante sus estancias el permanecer un período prolongado en este edificio no era plato de gusto para sus ansias de libertad. Y dicho sea me aventuro a señalar que lo expreso sin ánimo de reproche alguno por mi parte. Dichoso me siento al gozar de vuestra compañía, pernoctéis o no bajo la gastada techumbre de mi morada.
—Galoran —pronunció de pronto, todo su ser pendiente de las próximas palabras—, por favor os lo pido. Una única respuesta: ¿Ravnya vive?
El elfo permaneció unos instantes en silencio, como si evaluara el contenido de una cuestión que le resultara ajena o extraña. Finalmente, contestó.
—¡Por supuesto que Ravnya vive!
La tensión que alivió el sonoro resoplido que exhaló Dyreah a punto estuvo de dar con sus rodillas sobre la alfombra. De buena gana lo hubiera concedido, así como también chillar y rodar por el suelo. Nada hubiera bastado para expresar la arrebatadora alegría que sentía en aquellos instantes.
—¡Maldita sea mi estampa! —abjuró Galoran, que al fin vio la luz en aquel sinsentido—. ¿No habríais creído que…? ¿No me digáis que os había hecho creer que…? ¿Que a consecuencia de lo que yo expresé vos pensasteis…? ¡Los dioses me perdonen! ¡No habrase visto tamaño zopenco ni en mil años! ¡Cómo compensaros! ¡En qué modo el necio que se avergüenza de recibir vuestra atención podría resarciros ante el tremebundo pesar causado!
La semielfa posó las manos sobre los hundidos hombros del wampyr y lo alentó a que accediera a mirarla, pues tenía algo que pedirle.
—Sólo de una manera, Galoran —susurró, la esperanza latiendo otra vez en su pecho—. Sólo de una. Llévame con ella.
—Me complace el saber que llevasteis a buen término buena misión, Dyreah, y que el gobierno de Aeral reposa otra vez en manos elfas.
Galoran, tras sugerirle a la mestiza que a buen seguro hallarían a Ravnya cerca de las orillas del Araden, había insistido en acompañarla hasta el lugar y asegurarse así de mitigar el daño que habían provocado sus torpes explicaciones. Dyreah había aceptado, pero ahora, tan cerca, sólo deseaba correr hasta el río y la presencia del wampyr le ponía freno.
—Más tarde os explicaré todo cuanto ocurrió —contestó ella, deseando que el elfo se percatara de la urgente impronta que acompañaba a sus palabras.
—Por supuesto, por supuesto. Que mi inoportuna impaciencia no suponga un obstáculo para vos —concedió Galoran—. Tiempo habrá durante ésta o postreras noches para que tengáis a bien relatarme todo cuanto ha acaecido desde vuestra precipitada visita.
—Os prometo que lo haré.
El wampyr asintió, sin que nada perturbara su silencioso avance sobre la hojarasca que cubría la tierra.
—Pero hay algo que no entiendo y me preocupa —en esta ocasión fue ella quien preguntó.
—Adelante, os lo ruego.
—Los smudz. Sé que siguen ahí, me topé con uno de camino a la torre. Y si Nya hace días que dejó de cobijarse en vuestro hogar y, al contrario que como sucedía con vos y conmigo, a ella sí trataban de darle caza —planteó embargada por una terrible sospecha—, ¿cómo ha hecho para evitarlos?
—Oh, mis centinelas. No permitáis que su impía existencia turbe vuestra paz —desestimó el elfo sin darle importancia a una circunstancia que antes resultaba tan grave—. Desde que dejasteis a la joven Ravnya a mi cuidado, no han dado muestras de pretender importunarla.
«Si a mí me respetaban por poseer sangre elfa, como Galoran… ¡Oh, Nya!», fue la trágica conclusión a la que llegó Dyreah.
Con la cabeza gacha, no volvió a pronunciar palabra en el tiempo que tardaron en acercarse a los márgenes del Araden.
La oscuridad que reinaba aquella noche al parecer no suponía un impedimento para la vista preternatural del wampyr, pues inesperadamente, cuando aún únicamente se alcanzaba a escuchar el rumor de las aguas, se detuvo y reclamó la atención de la semielfa.
—Dyreah. Ahí adelante os espera —indicó tras la última línea de árboles que guardaban la ribera del río—. No la hagáis esperar, pues ya sabe de vuestra presencia. Id, no tardéis más.
Algo en el tono del elfo la empujó a avanzar, presa del temor y la angustia, acobardada del destino que la aguardaba apenas unos pasos más allá. Con el corazón a punto de salirle por la boca, tragó saliva y luchó por asentar un único e inalterable pensamiento en su cabeza: la amaba, y seguiría amándola en lo que fuera que se hubiese convertido.
Más decidida, resopló y se lanzó a salvar la distancia que las separaba.
Y entonces la vio.
Se mantenía de cuclillas, la mirada baja, concentrada en las hojas que sus hábiles manos amontonaban según algún tipo de orden establecido. Pero ningún esplendoroso traje envolvía sus menudas formas, vestida como estaba con las mismas calzas y el mismo blusón que llevaba cuando la rescató del wampyr; sólo que ahora parecían limpios de sangre.
Los plateados cabellos, aunque parcialmente recogidos, caían en una gruesa cascada ocultando su rostro de la inquisitiva inspección visual de la mestiza. La piel, de natural pálida, no ofrecía prueba alguna que desestimase sus sospechas.
No terminó de dar otro paso cuando la joven alzó el rostro y pintó una dulce sonrisa en sus labios. Se levantó despacio, abandonando con inherente facilidad su forzada postura. Ante sus pies desnudos quedó olvidada la selecta recopilación de hojas. Atrás cuando marcharon ligeros al encuentro de la semielfa.
Dyreah no se lo podía creer. Tras todo cuanto había sucedido, tantos peligros, tantos miedos, no podía menos que recelar de que fuera cierto, de que estuviese realmente ocurriendo. Permanecía a la expectativa, los sentidos alerta a que sobreviniera el desastre. Sin embargo, allí se hallaban ellas dos, solas, sin asesinos que amenazaran sus vidas, sin más intrusos en el bosque que Galoran, que discretamente se había rezagado para no interferir en su íntimo reencuentro. Cuando Nya la alcanzó y se abalanzó sobre ella, no lo hizo con la intención de morderle el cuello, sino que fue su abrazo lo que anhelaba y a él se entregó, sin condiciones, refugiándose en el calor de su pecho. Sus ojos, lejos de mostrarse ávidos e inyectados en sangre, reflejaban su natural candidez y una insondable tristeza que se derramaba por sus mejillas en la forma de gruesos lagrimones. Al besar sus labios se preparó para sentir los colmillos de la joven rasgando su piel, mas sedoso fue el roce y en su boca no descubrió más amenaza que las cautivadoras tentaciones que ya tan bien conocía. En cuanto alzó su mano y la posó sobre el corazón de la muchacha, notó que éste latía, indómito y salvaje. Y que latía por ella.
Cuando al fin se separaron, Ravnya se enjuagó las lágrimas con el dorso de las manos, sorbiendo por la nariz. Sus plateados ojos brillaban de incontenible emoción. Las palabras pugnaron hasta escapar de entre sus labios temblorosos.
—Te he echado mucho de menos…
—Yo también te he echado de menos, mi vida —suspiró Dyreah, estrechándola de nuevo entre sus brazos—. No sabes cuánto…
—Así tan aprisa regresáis, tan aprisa os despedís.
El elfo, en cuanto hubo orientado a la semielfa, había regresado a su torre. Horas después, próximo ya el amanecer, se presentaron ambas féminas, radiantes y luciendo sendas sonrisas de afectuoso júbilo. El modo como se miraban hablaba a las claras de su sentimiento mutuo.
—Pero al fin libre, Galoran —declaró Dyreah, llevándose a los labios la mano de su compañera, que rebulló complacida—. Y feliz.
—Qué decir, pues —alegó el wampyr, paseándose inquieto por la sala ante la inminente partida de las jóvenes mujeres que sentía como sus allegadas y protegidas.
—Mucho, pues es infinita la deuda que tengo con vos. Por mí, por Nya…
—Callad, callad —negó haciendo aspavientos con la mano—. Satisfecho estoy por haber sido de utilidad a ojos de a quien le era preciso amparo.
—Aún así…
La semielfa comenzó la frase, pero no la continuó hasta después de rebuscar y extraer un pliego de su bolsa. El elfo y la muchacha observaron sus evoluciones con curiosidad.
—Aún así, os debo algo. —Antes de que Galoran lograra replicar, prosiguió—. Sabed que entre las filas de soldados que reconquistaron Aeral, la Fortuna quiso que me cruzara con dos elfos, parientes entre sí, que luego averigüé que pertenecían al linaje Elanan.
El interés que cobró la narración para el wampyr tras la mención de aquel nombre ascendió suficientes grados como para que en lo sucesivo se olvidara de parpadear.
—El tiempo cura todas las heridas, por muy graves que le parezcan a uno. Les hablé de vos, les conté vuestra historia —un aura de palpable tensión rodeó su mayestática figura—, y ellos, Aszij y Qiune son sus nombres, quisieron escribiros esta carta.
Ningún wampyr de las leyendas del folclore popular tembló tanto ante la visión de una imagen consagrada como lo hizo Galoran a la hora entre de tomar aquella misiva.
Al fin la sujetó entre sus esbeltos dedos, que con sumo cuidado desdoblaron el pergamino y expusieron las líneas escritas frente a sus ojos.
—Mejor será que os dejemos unos momentos a solas —indicó Dyreah, tirando de una confusa Ravnya hacia el exterior—. Volveremos para despedirnos antes del amanecer.
El elfo nada contestó mientras abandonaban la construcción, absorto como estaba en la lectura.
Ya fuera, la muchacha la interrogó con la mirada.
—Es un regalo, de su familia —explicó la semielfa—. De seres queridos a quien no ve desde hace muchísimo tiempo.
—Oh, comprendo —asintió Nya. Una sonrisa afloró a sus labios—. Es un gran regalo. Le hará mucho bien.
—Eso espero. Confío en no haberme equivocado.
—No entiendo por qué. Se siente solo, saber de los suyos es lo que necesita —argumentó la muchacha. Ladeó la cabeza y estudió a su compañera—. ¿Tu qué necesitas?
—Sólo a ti —declaró un tanto arrebolada Dyreah.
—Entonces no necesitas nada, porque a mí ya me tienes.
Pero Ravnya no le dio oportunidad de reaccionar. Un pícaro destello relució en sus ojos.
—Pero antes… ¡tendrás que cogerme!
Y una enorme loba salió a la carrera, en dirección al bosque. Su pelaje resplandeció plateado a la frágil luz de Anaii, a excepción de un hirsuto mechón del color de la sangre que nacía en su cuello.
Pronto, una entusiasmada felina se sumó a la persecución.