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FINALES Y COMIENZOS

Aeral, año 249 D. N. C.

—¿Cómo está?

En la antesala al recinto que de manera precipitada se había constituido en hospital de campaña, los miembros de la compañía esperaban. Sus rostros denotaban diferentes estados de ánimo, desde la expectación a un absoluto autismo. Sin duda, las noticias no eran buenas.

—Faiss sigue con él —informó Tarani, que se levantó del suelo ante la llegada de su amiga y compañera—. Varias sacerdot’sas de Anaivih han acudido para ayudar. Llevan mucho rato ahí encerrados. Pero aún no sabemos nada.

Dyreah asintió, sin contestar.

—Está dentr’ —adivinó la hykar, captando la intención que la mirada de la mestiza dirigió entre los presentes—. También Varashem, por si sus artes pudieran prestar algún servicio.

Dyreah aguardó pensativa, aún tratando de aceptar la idea de que aquel taimado hykar era de algún modo pariente suyo. Consciente era de que debía sentírsele agradecida, pues el éxito de la devolución del Orbe era en gran medida gracias a él. Sin embargo, algo los distanciaba, un infranqueable muro que se interponía entre ambos y le impedía mostrarse afectada por la gravedad de su estado de salud.

—Oye, Dyreah… —Tarani interrumpió el hilo de sus pensamientos al posar la mano sobre su brazo—. Veren me ha c’ntado lo qu’ pasó cuando os marchasteis, c’mo acabaste c’n el asesino. Sólo qu’ría decirte qu’ yo hubiese hecho lo mismo.

¿Qué fascinante magia poseería aquella joven, que lograba despertar su simpatía y hacerla sonreír incluso en los momentos en los que su mente se replegaba sobre sí misma y se abstraía de todo cuanto la rodeaba? Eran sus ojos, aquellos maravillosos orbes dorados que relucían de inocencia y transmitían tan calmada sinceridad que no daba oportunidad al recelo. Por eso la muchacha lograba sortear sus murallas y se había ganado su confianza. Porque su forma de mirar le recordaba a la de Ravnya. Porque cuando Dyreah se perdía en los claros iris que rodeaban sus pupilas sentía que no tenía nada que temer, que no habría engaño ni mentira, que ninguna doble intención aguardaba a la espera de encontrar el momento idóneo de hundir una daga en su pecho. Así le ocurría ahora, impelida por la desbordante franqueza de esta elfa de la sombra.

—Gracias, Tarani —correspondió la mestiza, suavizando la tensión que había endurecido sus rasgos—. No me importa que puedan reprochar mi acción. No era la primera vez que ese hykar trataba de matarnos, acababa de apuñalar a Kyallard y la vida de Kylan corría peligro. Había que hacerlo. Y lo hice.

Sus palabras resonaron en la estancia más alto de lo que ella había pretendido. Sin embargo, no despertaron reacción alguna en ninguno de los presentes, con la salvedad de Iral, que asintió con vehemencia ante el vivo recuerdo de su hermano caído.

—Espero que Kylan sepa entenderlo —deseó Dyreah, sin intención de ofrecer una segunda alternativa.

—Seguro qu’ lo hará —terció Tarani al punto, siempre conciliadora.

Nada pudo añadir la mestiza, pues en ese instante abrieron la puerta de la habitación y de su interior salieron, silenciosas, las sacerdotisas hykar. A ellas las siguió Kylanfein, con el rostro contrito, que cerró la puerta tras él.

Un mutismo de expectación se adueñó de la antesala, ante la espera de unas noticias tranquilizadoras que aliviasen la preocupación de la compañía. Con la mirada baja, el semihykar se mordisqueó los labios antes de decidirse a hablar.

—No está bien —declaró—. La herida, aunque profunda, no hubiese resultado fatal al haberle sido atendida la herida con tanta premura. Sin embargo, la hoja estaba embadurnada de veneno, y las sanadoras no consiguen dar con la naturaleza de la toxina que amenaza con matarlo.

—Kylan, discúlpame —intervino Dyreah—. ¿Pero has pensado que quizá se trate de lo mismo con lo que envenenó a tu hermana?

—Sí, les he contado lo que me explicó la dama Caynar, pero no es eso. Dudan de su origen, no logran comprender qué pueda ser. Las supera.

El joven se veía desalentadoramente derrotado.

—Entonces —se interesó Zithra—, ¿va a morir?

—Lo han dormido —evadió tan oscura respuesta—. Dicen que ahora lo importante es impedir que el veneno corra libre por sus venas e infecte su corazón. Así que lo han sometido a una especie de sueño mágico que lo mantendrá en letargo hasta que den con la solución. Sólo entonces lo despertarán.

—¡Pues arriba esos ánimos! —exclamó Veren, con una sonrisa de oreja a oreja—. El viejo no la va a diñar y Faiss se ocupa de él. ¡Eso son estupendas noticias!

El alborozado estallido del alocado elfo no se contagió a sus compañeros, pero al menos les impregnó de cierto ánimo tras las sombrías palabras de su nieto. Anthar abandonó la estancia y pronto Se’reim imitó su gesto. Veren rodeó con un brazo los hombros de Zithra y entre sonrisas salieron a celebrar la buena nueva. Sólo permanecieron allí Iral y Tarani, pues la semielfa se aventuró también a salir a las amplias avenidas de Aeral y Kylan partió tras ella.

—Dyreah, espera.

La mujer demoró sus pasos hasta que la alcanzó. Caminaron juntos, en silencio, durante varios minutos, sumidos cada uno en sus propios pensamientos. Fue ella la primera en manifestar la índole de sus inquietudes.

—Tengo que marcharme.

Kylan cabeceó de forma afirmativa, aunque nada satisfecho por la revelación.

—Si no lo he hecho aún, es porque deseaba conocer la suerte de Kyallard y no quería distraer a Varashem de sus ocupaciones —explicó Dyreah—. Pero no puedo esperar por más tiempo. Hablaré con Elvhay y le pediré el favor de que uno de sus magos me traslade a la torre de Galoran. De no ser posible, apelaré a mi rango y requeriré los servicios de un hechicero de las filas de Lorac.

—Me gustaría ponerte excusas y darte motivos para que retrasaras tu viaje —se sinceró Kylan—, mas entiendo los sentimientos que te impulsan a irte y no sería justo por mi parte convertirme en otro obstáculo.

—Gracias por comprenderlo. Ya no puedo soportar más no saber cómo está, qué le ha ocurrido, si se ha transformado en un monstruo, o si… si…

—Estará bien —aseguró él, girándose para quedar cara a cara con ella y posando las manos sobre sus hombros—. Ya lo verás.

—Debería ser yo quien te estuviera tranquilizando a ti y no al revés. Con Kyallard en ese estado… Perdóname.

—El abuelo es duro, ni con una puñada han logrado acabar con su vida —intentó restarle importancia—. Anaivih le contempla con buenos ojos y ahora se encuentra en las manos de sus elegidas.

—Saldrá de ésta.

—Seguro.

Durante un rato permanecieron así, reconfortándose cada uno en la compañía del otro. Kylan habiendo superado sus pasiones de juventud; Dyreah empezando a creer que en verdad podría llegar a confiar en él.

—Y ahora —propuso él—, encontremos a ese mago que necesitas.

sep

No contaban ambos mestizos con que, para cuando llegaron, los ánimos de los soldados iban a estar agitados.

Al preguntar por el motivo, uno de los milicianos, una vez hubo reconocido la identidad de la semielfa, saludó formalmente y contestó que se había producido un atentado contra las vidas de los miembros de la Asamblea.

—¿Otro asalto? —se sorprendió Kylan.

—Así es —confirmó el elfo, observándole con cierta suspicacia—. Al parecer el incursor recurrió a algún tipo de artefacto arcano para sortear las defensas mágicas y acceder al interior del edificio. Aunque los nuestros reaccionaron con la suficiente rapidez para que no tuviéramos que lamentar pérdidas.

—No ha bastado con que lográramos erradicar a los demonios de Aeral; ahora debemos cuidarnos de las serpientes que se ocultan entre los nuestros.

—No sé muy bien a qué os referís, pero no cabe duda de que no debemos confiarnos y sí extremar precauciones. Ha costado demasiadas vidas recuperar este reducto como para descuidarnos ahora —replicó solemne el soldado—. Ese pequeñajo pagará cara su osadía.

—¿Pequeñajo? —se preguntó Dyreah, extrañada.

—Sí, señora. El agresor no me llegaría ni a la mitad del pecho, y… la verdad sea dicha, no tenía un aspecto muy amenazador. Casi enclenque, diría yo —apuntó, a modo de confidencia. Sin embargo, su reticencia a proporcionar información menguaba por momentos—. Menudo charlatán estaba hecho, no bastó con atarle de pies y manos, también hubo que amordazarle para que se callara un rato.

Cuando Kylan desvió la mirada hacia su compañera, ésta ya lo observaba con cierta confusión reflejada en su cara.

—Después de que desapareciera —planteó ella sus sospechas—, ¿volviste a saber de él? ¿Lo que le ocurrió?

—Nada más supe.

El soldado analizaba su velada conversación sin ni siquiera intentar disimular, buscando entender a qué se referían.

—¿Podría ser él?

—Supongo que no lo sabremos hasta que no lo hayamos comprobado —señaló el mestizo encogiéndose de hombros—. Merece la pena que salgamos de dudas.

—¡Kylanfein Fae-Thlan!

Los dos se volvieron para averiguar quién le reclamaba de manera tan imperiosa, aunque Dyreah pronto había reconocido el timbre de voz de su poseedor.

Maren Lorac se aproximaba enérgicamente hacia ellos, escoltado por un nutrido grupo de soldados de la milicia que se hallaba bajo su mando. El rictus de su rostro no presagiaba nada bueno.

—Kylanfein Fae-Thlan, Anaidaen o como queráis llamaros. Quedáis arrestado por complicidad en el fallido intento de asesinato perpetrado contra miembros de la augusta Asamblea —sentenció el oficial para asombro del semihykar, haciendo un gesto a sus hombres—. Lleváoslo.

—No tan deprisa.

Los soldados no hubieran dudado a la hora de acatar las órdenes de su superior e ignorar la intervención de la mestiza, de no haber sucedido un hecho insólito. Ante su estupefacción, una exquisita armadura fluyó por el cuerpo de ésta hasta revestirla por completo. Siendo así, recelaron de su propósito e incluso dieron un paso atrás. El fuego abrasador que refulgía en sus ojos de demonio tampoco los alentaba a actuar.

—Comienzo a hartarme de todo esto —su hosco tono así lo refrendaba—, y particularmente tú has terminado por agotar mi paciencia, Lorac.

La visión de la fría rabia desatada de la mestiza de infame linaje bastó para amedrentar al curtido capitán elfo, que a punto estuvo de desenfundar la espada.

—¿Qué vas a hacer? —presionó Dyreah enfrentándose al altanero ridyan, imponiendo su mayor estatura y acortando el espacio que los separaba—. ¿Empuñarás tu espada contra una Vain Sin-Tharan Agn Dalein? ¿Eso es lo que harás? ¡Contesta!

Todos los presentes, incluido Kylan, se habían convertido en petrificados espectadores ante la implacable exhibición de poder enfocada en el oficial de la que inesperadamente hizo gala la mujer, ofreciendo una pequeña muestra de lo que yacía en su interior.

Maren renunció a extraer la hoja, aunque retrocedió tratando de ganar distancia, casi tropezando en el intento. Aún así fue capaz de recomponerse y plantar cara, mas el modo en que sus ojos evitaban los de la semielfa delataban su derrota.

—Bien —concedió Dyreah, una vez hubo esclarecido el grado en la jerarquía que ocupaba cada cual—. Ahora me dirás a qué viene esto y qué razones tienes para acusar a Kylanfein de nada.

—Kylanfein Fae-Thlan ha sido inculpado como cómplice en el atentado frustrado de hace unas pocas horas —reiteró Lorac, humillado en su orgullo pero sin dar su brazo a torcer.

—Eso ya lo dijiste antes —replicó ella al punto, no dispuesta a aflojar la presión que en aquellos momentos ostentaba sobre el elfo—. Lo que quiero que me expliques es qué pruebas tienes en su contra.

—No hay mejor prueba que la declaración del propio perpetrador de tan vil acto —se jactó, orgulloso de poder esgrimir esa arma—. Fue su nombre el que repetía sin cesar cuando fue capturado. Que lo conociera y buscase su ayuda evidencia en toda regla su implicación en lo sucedido.

—Eso está por ver.

Por un instante apartó la mirada del capitán para depositarla sobre uno de los expectantes milicianos. Éste dio un respingo al sentirse objeto de tal atención.

—Ve a buscar al prisionero y tráelo aquí.

En su fuero interno, el soldado antes de hacer nada deseaba comprobar qué opinaba su superior al respecto, mas aquellas incandescentes brasas de jade acaparaban toda su voluntad y sólo pudo responder de una forma.

—¡Sí, señora!

—¡Tú y tú! Id con él —ordenó Lorac, en una vana muestra de autoridad que sirvió para aplacar su ego.

—Dyreah —le susurró el mestizo, aún sintiéndose bastante incrédulo por cuanto estaba ocurriendo—. Quizá…

—Aguarda, Kylan —le interrumpió, sin querer perder vista al capitán, que permanecía con los brazos cruzados frente al pecho en un gesto de mal disimulada indiferencia—. Espera a que terminemos con esto.

—Está bien.

A los pocos minutos los tres elfos de la guardia regresaban escoltando al reo entre ellos. Casi arrastraban al hombrecillo, que a duras penas mantenía el paso tal y como estaba atado de pies y manos. Sus vestiduras eran extravagantes y resplandecían con los vivos colores del arco iris, tan menudas como el sujeto que las lucía.

—Aquí está el prisionero —manifestó el soldado saludando y presentándose ante Dyreah. Aunque, en última instancia, cayó en la cuenta de demostrar el debido respeto también a su capitán, antes de tratar de escurrir el bulto entre sus compañeros.

El hombrecillo, inmovilizado como estaba, anadeó torpemente para entender lo que pasaba a su alrededor. Tan pronto vio a Kylan, sus ojos se abrieron como platos y, a pesar de la mordaza, emitió un potente alarido.

—¡Mmm!

Con una torcida sonrisa en sus labios, Dyreah se dirigió al oficial.

—¿Éste es vuestro cruel asesino? Soltadlo, entraña tanto peligro como cualquier niño dejado sin vigilancia en una tienda de dulces.

En esta ocasión los guardas sí que consultaron a Lorac y descubrieron a su superior con el rostro inflamado por la ira.

—¡Asaltó el edificio donde se hallaban los miembros de la Asamblea! ¡Las intenciones de este engendro del demonio no podían ser otras que las más terribles!

—Veámoslo —cuestionó la semielfa. Acto seguido, se acuclilló para quedar a la altura del preso—. Rid… porque eres Rid, ¿verdad?

El hombrecillo asintió con tanta energía que poco faltó para que perdiera el equilibrio y se cayera de bruces contra el suelo. Dyreah evitó que así sucediera.

—Estos elfos sostienen que apareciste de improviso en uno de sus edificios. ¿Es cierto?

Riddencoff afirmó con un cabeceo.

—¡Lo veis! —exclamó Maren Lorac—. ¡Ni siquiera trata de negarlo…!

Dyreah hizo oídos sordos y prosiguió con sus pesquisas.

—¿Sabías dónde estabas cuando apareciste?

Esta vez el hombrecillo se apresuró a negar.

—¿Conocías a los que se hallaban allí dentro?

Reitero su negativa.

—¿Tenías algo en su contra? ¿Deseabas arrebatar alguna de sus vidas? ¿Portabas siquiera algún arma para intentarlo?

A todo esto negó Rid con la cabeza.

—Es más —continuó la mestiza, pero ahora interrogando a los soldados—, ¿alguien lo vio en algún momento en actitud de querer atentar contra los miembros de la Asamblea? ¿Pudo alguien verle empuñar un arma o se encontró alguna entre sus pertenencias?

El silencio que se hizo fue la más sonora de las respuestas.

—Me lo imaginaba…

—¡Eso no significa nada! —objetó el oficial, casi fuera de sus casillas—. ¿Para qué utilizar un arma? ¡Podría tratarse de un brujo del Inframundo, que con su abyecta magia quisiera someter nuestras almas a la peor de las suertes!

—Y yo que pensaba que instaurar el Ninsda’a Tereh supondría la erradicación de toda presencia maligna y demoníaca de Aeral… —zahirió sarcástica Dyreah.

—No tanto si vos misma permanecéis aquí.

La tensión que provocaron aquellas palabras enmudeció a todos los presentes. Maren Lorac era consciente de haber cruzado la última frontera, mas al advertir que la semielfa no reaccionaba, permitió que una socarrona sonrisa perfilara sus labios.

Sin embargo, Dyreah sólo estaba sopesando qué decisión tomar.

—Kylan, dame tu espada —demandó, ofreciendo la palma abierta de su mano—. Acabemos con esto de una vez por todas.

El medio hykar no acertó a interpretar lo que vio en sus ojos, pero le entregó una de sus armas sin rechistar. Con la empuñadura ya en su mano, sopesó el equilibrio de la hoja y se aprestó para el combate. El público asistente abrió un círculo en torno a ellos y aguardó expectante la resolución de aquel conflicto.

Lorac, no obstante, no desenvainó su arma.

—No lucharé con vos —declaró.

—Puedes elegir, que sea un duelo a primera sangre o que sea a muerte —ofreció la mestiza, avanzando a su encuentro.

—¡No lucharé con vos!

—¡Entonces retráctate de tus palabras!

—¡Lo que dije lo mantengo porque es la verdad! —sostuvo el capitán, guardando las distancias con la semielfa, pero sin intención de reclamar su espada.

—¿Así que además de un estúpido, eres un cobarde? Porque ya me he enterado de lo acertado de tu ataque contra las puertas de la ciudad. —Dyreah estaba dispuesta a llevar aquello hasta sus últimas consecuencias—. ¿Cuántas familias deberán pagar con lágrimas el coste de tus delirios de grandeza? ¿Cuántos de tus hombres han tenido que hacerlo con su sangre y con sus vidas?

—Zorra Ivriss… —masculló el elfo ante el murmullo de la milicia, extrayendo por fin el arma de su vaina.

Pero ése era el momento al que la mestiza lo había estado empujando desde el comienzo de las hostilidades, manteniendo una separación que le confiriese a su adversario una falsa sensación de seguridad, hasta que llegara el instante en que decidiera desenfundar. Fue entonces cuando leyó el movimiento de su hombro y se precipitó sobre él, golpeando con su espada la hoja aún a medio liberar de Lorac. Aquella repentina acción desconcertó al oficial que, desarmado, nada pudo hacer para defenderse de la sucesión de golpes de acorazados puño y antebrazo que se repartieron por su torso y cabeza, dejándolo en unos pocos instantes ensangrentado y postrado sobre el empedrado.

—No mereces ni que acabe con tu miserable vida.

Dicho esto, Dyreah estrelló la cruz de la empuñadura de la espada contra la sien del caído, privándole así de la escasa consciencia que animaba su cuerpo.

Regresó con Kylan, al que devolvió el arma. Recuperó de manos de uno de los guardias el zurrón que le había sido requisado al cautivo y se puso a liberar al inquieto darlan.

Nadie se opuso.

Tan pronto como lo hubo librado de sus ataduras, y antes de quitarle la mordaza, la semielfa se dirigió a los soldados presentes.

—Sabed que, pese a que no haya pruebas ni se haya demostrado que este joven sea culpable de los crímenes que se le imputan, como Vain Sin-Tharan Agn Dalein me hago responsable de su vigilancia y custodia. Podéis retiraros y volver a vuestras ocupaciones.

Los milicianos respondieron positivamente a aquel gesto que velaba por la conservación de las formas castrenses en medio de todo aquel disparate. Se cuadraron ante su superiora en señal de respeto y la multitud que se había congregado a consecuencia del espectáculo no tardó en disolverse.

No hubo quien se preocupara de asistir al vapuleado oficial.

—¡Ey! ¡Hola, chicos! ¡No sabéis cuánto me alegro de veros! —estalló Rid en cuanto logró quitarse el trapo que le retenía la lengua—. ¡Y además a los dos juntos! Oye, ¿qué pasó con el otro elfo? ¿Y con la elfa ésa de piel tan negra como el hollín? ¿También andan por aquí? Bueno, ya los veré más tarde. ¡Pero qué suerte que he dado con vosotros! Ah, y gracias por ayudarme con esos tipos. No sé qué manía les había entrado con que yo era no sé qué demonios y pretendía asesinar a no sé qué honorables, soberbios, excelentes y yo qué sé cuántos epítetos más miembros de una cofradía. ¿O se trataba de un gremio? Bueno, lo mismo da. El caso es que ellos ahí, emperrados en que mis intenciones eran matar a todo eso que he dicho antes. ¡Cuando yo sólo te andaba buscando y, mira por donde, justo fui a caer en medio de todo aquel fregado! Pero ya estoy libre y, de paso, con vosotros. Objetivo cumplido. Y ya veo lo que dicen de lo bien que se conservan los elfos. ¡Kylan, chico, estás igual! ¡Por ti no pasan los años! Vaya, por ti sí, Dyreah. Pero espera, no te precipites, ¡que eso no es malo! Se te ve más… más… ¡eso! Se te ve más mujer, más acabada, aunque tan guapa como siempre. Y bonita esa joya que luces en la frente, ¿cómo hiciste para ponértela? Es como la que llevo yo en la mano…

—Por todos los dioses, Rid, ¿dónde has estado? —preguntó el mestizo, extrañado por la presencia del darlan después de tanto tiempo.

Al percibir cómo el hombrecillo hacía acopio de aire para ofrecer una de sus dilatadas respuestas, Kylan se arrepintió al punto de su interrogante y decidió atajarlo antes de que fuera demasiado tarde.

—Mejor será que nos alejemos de aquí, y ya en lugar seguro, me contarás tus aventuras.

—¡No! —se rebeló el darlan ante la idea de marcharse—. ¡Hay algo que no puede esperar! Me hizo prometerlo, y quiero que quede constancia de que cuando Riddencoff Spaktoch hace una promesa, ¡la cumple! Vale, es cierto que puedo olvidarme. Hay muchas distracciones que pueden atrapar la mente de un joven despierto como yo. Como por ejemplo aquella vez que, teniendo que dar aviso al curandero de mi poblado (mi padre y sus excesos con las bayas silvestres, mira que se lo tenemos dicho, no más de quince puñados, pero él erre que erre, y luego está que explota sin poder explotar, no sé si me entendéis…). Pues eso, que camino al curandero mira por donde que la fortuna quiso que me encontrara un abrojo de puntas oxidadas en medio del camino, peligroso donde los haya, ya que un paseante despistado bien podría haber sufrido el efecto de… Pero, esperad, ¿no tenía algo urgente que contaros? ¡Sí!

A la velocidad del rayo, Rid reclamó su bolsa y se puso a revolver en ella. Nada satisfecho con su búsqueda, terminó dando la vuelta al zurrón y volcando su exótico y variado contenido sobre las piedras del suelo. Y entre unos raídos y descoloridos mapas dibujados a mano extrajo lo que parecía ser un pergamino plegado varias veces sobre sí mismo.

—Toma, es para ti, Kylan —dijo, tendiéndole la misiva al mestizo.

—¿Para mí…? —cuestionó él, desplegándola con cuidado de no romperla.

—Sí, es de una duquesa, o de la duquesa. Ya no me acuerdo muy bien, la verdad.

«La Duquesa», pensó para sí Dyreah.

—Aunque sí me dijo que te dijera, ¡uy!, ¡qué raro ha sonado eso!, que te diera un nombre: Yshara.

«Yshara Ferr», reflexionó Kylan, que se apresuró a desdoblar la carta.

—¿Te dice algo ese nombre? Quien me dio el pergamino tenía pinta de ser toda una señorona, bien puesta y a la que no le faltaba el dinero. Llegué hasta ella buscándote a ti, Kylan, que mira que resultas resbaladizo, muchacho. ¡No había forma de dar contigo! Pero al parecer ella te conocía y me pidió que si te encontraba te entregara eso. ¡Me lo hizo prometer! Tenía unos ojos muy bonitos, verdes, muy semejantes a los tuyos, Dyreah. Bueno, semejantes a los que tenías antes, créeme que si hubiese visto a otra persona con unos ojos como ésos la recordaría…

Kylanfein recorría con atención las líneas contenidas en la misiva, su tranquilo rostro cada vez más preocupado y circunspecto.

—¿Qué sucede, Kylan? —se interesó la semielfa.

—Es de Yshara. Por lo visto, siguió tu consejo y fue a ver a Ayleen Warh, en Xolah —explicó él sin dejar de leer—. Daba la impresión de que todo le iba bien, hasta que la cosa se estropeó. Se ha metido en problemas y necesita ayuda. Mi ayuda.

—¿Y qué harás?

—No lo sé. Tengo que pensarlo.

—Si lo que te preocupa es cómo llegar, ¡descuida! ¡Con mi juguetito estaremos allí en un santiamén! —propuso el darlan acariciando el dorado dije que lucía en su mano.

—Lo tendré en cuenta, Rid —aceptó Kylan—. Pero de momento no nos precipitemos.

—Oh, está bien. Cuando te hayas decidido me lo dices ¡y salimos volando para allá!

Con el hombrecillo revoloteando aquí y allá, explorando felizmente las deslustradas construcciones de Aeral y dibujando bocetos de sus calles, eran Dyreah y Kylan quienes comprendían que, ahora que se sentían más próximos que nunca, el destino definitivamente había dictaminado que tomaran caminos distintos. No se puede luchar contra lo inevitable.

—Dyreah, voy a regresar con los otros, a ver si la salud del abuelo ha sufrido algún cambio.

—Ojalá sea así —deseó la semielfa—. Yo… tengo que hablar con Elvhay. Son dos cosas las que necesito pedirle.