26

TRAIDOR

Aeral, año 249 D. N. C.

—Vamos, demos un paseo.

La semielfa caminaba al lado de Kylan, su mirada fija en el suelo que pisaba. No así su compañero, que no hacía más que lanzarle miradas de soslayo, esperando quizá hallar en ella una señal que rompiera aquel incómodo silencio.

—¿Sabías algo de todo esto? —preguntó ella de improvisó.

—¿Me crees capaz de saberlo y no decirte nada? Por todos los dioses, Dyreah, si lo hubiese sospechado siquiera…

—Pero Kyallard estaba al tanto de todo. Por eso me miraba así, deseo y repulsión a un tiempo. Y yo creyendo que se debía a Nyrie, cuando era por… mi hermana.

—Lo siento. Nunca he sabido nada de mi abuela —explicó Kylan—, ni la conocí ni nadie quiso habladme de ella, ni decirme su nombre. Supuse que habría muerto muchos años antes de que yo naciera. En realidad, ignoro si aún vive.

Poco a poco se iban aproximando a los alrededores de su campamento, lejos de los presuntuosos ridyan.

—¿Qué pudo hacer para que Kyallard deseara desterrarla de su memoria?

—Conozco a mi abuelo. Créeme si te digo que fuera lo que fuese, tuvo que ser muy grave. ¿El qué? No alcanzo a imaginarlo.

—En fin —zanjó Dyreah con un resoplido—, el caso es que nosotros estamos aquí, en Aeral, y ella no. Por mi parte, puede quedarse donde esté. Lo único que he recibido de ella supongo que sois… vosotros.

La débil sonrisa que se dibujó por unos instantes en los labios de la semielfa consiguió que el pecho de Kylan se hinchara de satisfacción.

—Así que, después de todo, eres algo así como mi…

—No lo digas…

—Como mi tía abuela —terminó él ignorando la sucinta advertencia en su tono.

—Oh, Alaethar divino —se lamentó ella haciendo teatro.

—Y, lo nuestro…

—Fue tal y como debía ser —sentenció Dyreah, mientras él asentía a sus palabras—. Siempre existió cariño entre nosotros, un vínculo especial, y siempre lo habrá.

Aunque Kylanfein parecía aceptar aquella verdad, una honda tristeza amenazaba con apoderarse de su corazón.

—Eh, Kylan, vamos. —Dyreah se volvió hacia él, obligándole a detenerse, y apoyó las manos sobre sus brazos—. Esto es bueno. Éramos jóvenes, tú todavía lo sigues siendo —sólo el inesperado cariño que brotaba de la mestiza le permitió encajar aquella broma—, nos conocimos sin que nada supiéramos aún de la vida, y… ocurrió. Era inevitable, tenía que pasar, no podía ser de otro modo. Y nos confundimos. Creímos cosas que no eran, dejamos que una ilusión se apoderara de nosotros, de nuestros sentimientos.

El semihykar quiso bajar la cabeza, pero ella no se lo permitió. Le sujetó con firmeza el mentón y le obligó a que la mirase a los ojos.

—Pero ahora lo sabemos —prosiguió Dyreah—. Ahora conocemos la verdad. Y comprendemos que es así, que es cierto, que nos queremos, aunque no se trate de ese otro tipo de amor que pretendíamos. ¿Te parece mal que sea así? ¿Que seamos familia? ¿Que yo sea tu —hizo una mueca— tía abuela?

No le resultó fácil, nada fácil, dar aquel decisivo paso, por el simple hecho de que no respondió sin más, sino que antes de contestar deseó sentirlo de veras.

—Te quiero, Dyreah. Y no, no me parece mal. Creo que empieza a gustarme la idea de que cuando piense en mi familia, tú también estarás allí. Porque quiero que estés allí, y que no desaparezcas —en ese momento fue Kylan quien reclamó la mirada de ella—. Nunca.

Y dando rienda suelta a unas emociones que mantenía sepultadas en lo más hondo de su ser, Dyreah se abrazó contra el conmovido semielfo. Lágrimas de ternura asaltaron los rostros de ambos.

—Nunca, Kylan. Nunca.

Permanecieron juntos, uno en brazos del otro, hasta que no necesitaron prolongarlo más. Con mal disimulada timidez y vergonzosas sonrisas compartidas, fueron apartándose pero sin terminar de soltarse.

—Entonces… —el mestizo se mordió la lengua, pero Dyreah le animó a que continuara—, definitivamente Ravnya no era un monstruo ni te tenía hechizada. Y perdona que te la nombre, pero…

—De algún modo sí que me hechizó —admitió la semielfa, con un aire de ensoñación en sus resplandecientes ojos—, porque me enamoré de ella.

—Luego ya no tiene sentido que siga teniendo celos de ella y tratando de protegerte de su pérfido influjo.

—No, ningún sentido.

—Entonces, hermana —recalcó intencionadamente—, os deseo lo mejor, a ti y a… ella.

—No te puedes imaginar lo mucho que agradezco que me digas eso —asintió Dyreah con sincero reconocimiento.

—Pero quiero que me prometas que, una vez te hayas reunido con Ravnya y compruebes que se encuentra bien, recuerdes que nos has de visitar. Kievi y padre querrán saber de todo esto y conocerte mejor.

—Tienes mi palabra de que cuando viajemos por las tierras del norte, pasaremos a visitaros.

—Oído queda, tengo tu palabra —la apuntó Kylan con el dedo, serio pero feliz al mismo tiempo, como si se hubiese quitado un enorme peso de encima.

—Claro que sí, hermanito —aceptó maliciosa la semielfa.

—No, tú también no…

El recuerdo de Kieveiann tomó forma en la mente del mestizo, aunque sus ojos siguieron distraídos cómo la silueta de una figura que le resultó familiar se alejaba del cercano campamento y se perdía por una de las callejuelas aledañas. Un inesperado alarido lo sacó de su abstracción.

Al punto ambos corrieron hacia su origen, uno de los recobrados edificios que la compañía había reclamado para asentarse. Accedieron a su interior para encontrarse a Kyallard postrado en el suelo con las manos aferrándose el vientre. La sangre manaba entre sus dedos y se derramaba sobre las losas del piso. Arrodillada a su lado, Gara Eiytry trataba de socorrerlo.

—¡Fue un hykar! —exclamó la sacerdotisa al identificar a los recién llegados—. ¡Lo sorprendí y salió huyendo!

La última pieza del rompecabezas encajó en la cabeza de Kylan y, sin mediar palabra, abandonó la casa en persecución del agresor.

—¡Kylan, espera! ¡Kylan! —intentó llamarlo la semielfa, pero al no recibir respuesta se echó al suelo con la intención de auxiliar al herido.

Kyallard boqueaba como si le faltase el aliento y de sus labios brotaba una espuma carmesí. Su cuerpo se sacudía víctima de convulsiones, tanto era así que Dyreah tuvo que ayudar a Gara a sujetarlo. La elfa de la sombra, angustiada, negaba con la cabeza.

—Lo han envenenado —dictaminó la mujer—. La ponzoña está extendiéndose por su cuerpo. O la detenemos pronto o le matará antes de que se desangre.

En ese momento asomaron por la puerta Zithra y Tarani. La menuda elfa se llevó las manos a la boca, mientras su compañera, sobrecogida por el creciente círculo de sangre que manchaba el suelo, ahogaba un grito.

—¡Id a buscar a Faiss, rápido! —fue la urgente orden que les dio la seguidora de Anaivih, que acataron de inmediato.

Kyallard, entre agónicos gorgoteos, atrapó el brazo de Dyreah con una mano engarfiada y quiso hacerse escuchar.

—¡Alaethar! —balbuceó, los ojos escapando de las órbitas—. ¡Se presentó como emisario de Alaethar!

Bien podía estar delirando, próxima la muerte, mas el modo en que había extraído fuerzas de flaqueza para sujetarla la indujo a pensar que se trataba de algo importante. Apartó con cuidado su mano y se levantó tras cruzar una significativa mirada con Gara, que asintió.

Dyreah se cruzó con Faiss y las otras que llegaban apresuradas cuando salió al exterior. Zithra y la sacerdotisa entraron, pero Tarani pareció interpretar la duda que se reflejó en el rostro de la semielfa, pues apuntó con el dedo hacia una de las zonas de la muralla que rodeaban la ciudad.

—¡Por allí! ¡Ve!

Dyreah se lo agradeció y partió a la carrera.

Sin embargo, no precisó de muchas más pistas para dar con él.

En torno a Kylanfein y al hykar asesino se había formado un perímetro delimitado por aquellos que presenciaban su lucha. Cada vez eran más los que se reunían a su alrededor, curiosos que se acercaban interesados por los motivos del duelo. Entre ellos localizó a Veren, acompañado por Se’reim, que jaleaba a Kylan con entusiasmo. Sus ojos relampaguearon cuando advirtió a la mestiza.

—¡Dyreah! —la llamó, haciendo gestos con los brazos—. ¡Ven con nosotros, te estás perdiendo un magnífico combate!

—¡Por todo lo sagrado, Veren! —exclamó ella, exasperada—. ¡Está luchando a muerte!

—Sus razones tendrá para enfrentarse con ese elfo de la sombra al que no conozco —señaló encogiéndose de hombros. Se’reim hizo un tanto de lo mismo.

—¡Maldito seas! Vengo del campamento, donde ese hykar acaba de apuñalar a Kyallard. ¡Agoniza mientras vosotros disfrutáis con esto!

La expresión de sus rostros se endureció al instante, aunque tampoco demostraron ninguna intención de querer intervenir en la liza.

—Hum… Supongo que eso lo cambia todo. Aún así, el joven Kylan ha proclamado que era un asunto de familia, apelando a las antiguas leyes y estableciendo los márgenes de un duelo de carácter personal —explicó el ridyan—. De ahí que su lucha privada sea respetada por todos los presentes y nadie se atreva a intervenir. Pero no te preocupes, ese hykar no escapará de aquí con vida. Si se le resiste a Kylan, ya lo mataré yo.

Y ante el tono de sus palabras y la enajenada sonrisa que el elfo exhibió, Dyreah no supo qué contestar.

Su corazón se encogió en un puño cuando se percató de la identidad del anónimo asesino. Sin duda se trataba de ese maldito hykar que muchos años atrás los atacó cuando intentaban recuperar el Orbe de la cueva, y que mucho más recientemente había estado a punto de acabar con la vida de la hermana de Kylan. ¿No tendría más opción que contemplar el combate y rogar por un favorable desenlace?

En el interior del círculo, ambos espadachines desplegaban su arte en un veloz intercambio de fintas y estocadas que les servía para medirse mutuamente. Aunque ya se conocían sobradamente. Mientras el mestizo enarbolaba sendas espadas con un rictus de concentración en el rostro, la mueca de Thra’in manifestaba su regocijo por cómo se estaban desarrollando los acontecimientos. Armado con espada y cuchillo, la misma hoja envenenada que poco antes enterrara en el estómago de Kyallard, el hykar no desperdiciaría esta inesperada oportunidad para acabar con su jurado enemigo.

—Después de nuestras aventuras en Tzavkar —habló en su cerrada lengua el asesino—, y será entre los tuyos donde vas a morir.

—Esta vez no podrás huir como acostumbras —replicó Kylan en ev’Hykari—. Esto acabará aquí y ahora.

—Siéntete afortunado, morirás por la misma arma que segó la vida de tu pariente. Tan sólo un pequeño roce…

El elfo de la sombra acompañó sus palabras con un violento tajo del cuchillo. Kylanfein se apresuró a retroceder, consciente del peligro que entrañaba aquella hoja. Thra’in amagó con repetir el mismo movimiento, aunque en el instante que el mestizo se apartó, lanzó un rápido golpe con la espada que a punto estuvo de sorprenderlo.

Kylan trastabilló y se vio obligado a soltar una de sus armas para apoyar la palma en los adoquines del suelo y no caerse. Recuperó el equilibrio y de inmediato adoptó una postura defensiva. Sin embargo, aquel lance había hecho mella en su aplomo.

—Esto terminará pronto —se jactó el hykar.

Y estaba en lo cierto, porque no hubo acabado de pronunciar aquella sentencia cuando un astil emplumado tembló al clavarse en su pecho. Thra’in bajó la mirada desconcertado, contemplando el penacho que se agitaba al ritmo de su respiración. Antes de que la comprensión iluminara su cerebro y la sangre comenzara a brotar de la herida, una segunda flecha lo alcanzó, bastante próxima a la anterior.

Más indignado que asustado, el elfo de la sombra alzó los ojos y los fijó crueles en la única figura entre los presentes que empuñaba un arco, con un tercer proyectil dispuesto para morder su carne. Dyreah, lejos de amedrentarse, liberó la flecha que voló con su característico silbido y se hundió con las otras dos en el torso de Thra’in.

Fatalmente herido, exhaló un ronco gruñido e intentó dar un paso hacia la semielfa. Las rodillas le fallaron y cayó a tierra. No se rindió. Levantó la mano con la que sujetaba el cuchillo e hizo intención de lanzarlo. El vibrante astil que penetró en la articulación de su hombro se lo impidió, provocando que el asesino aullara de dolor y que el arma repicara sin peligro al precipitarse contra el suelo.

Dyreah tomó una nueva flecha, decidida a ponerle fin a aquello. No obstante, a pesar de la inusitada rabia que infundía fuerzas en el ensangrentado cuerpo del hykar, éste exhaló su último desafío antes de desplomarse sin vida sobre el pavimento.

Muerto Thra’in, la atención de todos los presentes, incluido Kylanfein, se volcó en la mestiza.

Dyreah respiró hondo y bajó el arco. Restituyó el proyectil que no había necesitado utilizar a la aljaba y devolvió el arma a un sorprendido Veren.

—Era un asunto de familia —proclamó.

A sus espaldas, se elevó un murmullo de discrepantes voces, algunas a favor y más aún en contra, que no dudaron en manifestar sus opiniones al respecto de lo sucedido.

—Maldita mestiza que no atiende a las reglas del honor…

—Honra a los suyos, defiende la familia.

—La lucha debería haber quedado entre los hykars, que se mataran entre ellos.

—Porta la armadura, los dioses le han otorgado el derecho a erigirse como juez y verdugo.

—Ninguna mestiza debería portar una de las sagradas armaduras…

Indiferente a las críticas que pudiera recibir, la semielfa decidió hacer oídos sordos a los irritantes comentarios y encaminó sus pasos lejos de aquel alboroto.

—¡Señora!

Dos elfos de largos cabellos rubios y pulcras armaduras le salieron al paso. Sin duda uno parecía mayor que el otro, pero tratándose de elfos nunca resultaba fácil de estimar. Fue éste el que se dirigió a la mestiza.

—Disculpadnos, dama Dyreah —por fin alguien la trataba con un mínimo de educación y respeto—, mas os agradeceríamos que nos ayudarais a aliviar la incertidumbre que nos aqueja.

La semielfa se detuvo y los observó con extrañeza, cruzándose de brazos.

—Bien, decidme.

—Antes de nada, presentarnos. Me llamo Aszij y éste es mi primo Qiune —ambos saludaron con una inclinación de cabeza, a la que correspondió Dyreah—. Formamos parte de las fuerzas comandadas por Elvhay Sekfize, que no sé si estaréis al tanto pero ha sido recientemente honrada con el nombramiento de Custodio de Aeral, y velará a partir de ahora por la seguridad del Ninsda’a Tereh.

«Al menos esa labor ha recaído en buenas manos», reconoció para sí la mestiza. Era obvio que aquellos hombres rebosaban de orgullo en favor de los logros de su líder.

—Fue él —señaló a su pariente— el primero en advertirlo, cuando os dirigisteis a las tropas antes del ataque. Admito que yo no me había dado cuenta, mas tras avisarme me fijé mejor y admití que tenía razón.

—Lo siento —intervino Dyreah—, pero no sé de lo que estáis hablando.

—Oh, claro, por supuesto. Perdonadme, me refería al broche que lucís prendido en vuestras ropas.

—Es el distintivo de nuestro linaje —declaró Qiune, hablando por primera vez—. El Sol Naciente de Invierno, Elanan.

—El broche…

La semielfa acarició la joya con la yema de los dedos, recreándose en su belleza. Una sonrisa animó su taciturno rostro cuando en las serias caras de aquellos dos elfos reconoció los sobrios y nobles rasgos de Galoran. De inmediato se ganaron su simpatía.

—Sí —retomó Aszij, algo nervioso—, nos preguntábamos qué motivaba que vos, heredera del linaje Anaidaen, exhibierais la insignia de nuestra familia. No es que nos incomode en modo alguno, bien lo saben los dioses que no, pero comprended que no es lo habitual.

—Fue un querido amigo quien me lo regaló —explicó Dyreah—. Y si lo llevo a la vista de todos es como muestra de lo honrada que me siento al disfrutar de su estima.

—Oh, vaya —exclamó el mayor de los dos, visiblemente satisfecho con aquella emotiva exposición—. Siendo así sois vos quien honráis a nuestra casa.

—Pero reveladnos, os lo ruego, la identidad de vuestro benefactor.

—¡Qiune! ¡Nos avergüenzas! ¿Cómo se te ocurre preguntar semejante cosa?

La regañina de Aszij provocó que el rubor abordara el rostro de su primo y prendiera en sus afiladas orejas. La semielfa tuvo que llevarse la mano a la boca y simular un carraspeo para reprimir la risa y no abochornar aún más al joven.

—Olvidadlo, no tiene ninguna importancia —le quitó hierro al asunto—. Y os contestaré, pero mejor será que busquemos un lugar más reservado. Hay una historia que deberíais conocer.

Y así fue como aquellos dos herederos del linaje Elanan, encantados por la atención que les dispensaba la heroína del momento e ilusionados ante la promesa de un misteriosa confidencia, supieron de la existencia de su antepasado, no vivo pero tampoco muerto, y de con qué valentía éste se había enfrentado a los padecimientos de su maldición. Tampoco olvidó Dyreah comentar cuánto le debía, así como su colaboración en el hallazgo de la ubicación de la perdida Aeral.

—¿Y lleva viviendo tantísimos siglos solo, en el exilio? —preguntó un asombrado Qiune.

—Creo recordar cierto relato, poco más que un cuento para asustar a los niños —rememoró el otro—, que hablaba de un joven que, arrastrado por una inagotable sed de conocimientos, había ignorado las advertencias de sus mayores y decidido perseguir sus aspiraciones hasta sus últimas consecuencias. Y que aquella ambiciosa búsqueda le había costado el alma.

—En nuestra juventud, todos cometemos errores —pronunció la semielfa—. Sin embargo, en ocasiones el precio que tenemos que pagar por ellos es desmesurado.

—Así es.

—Estoy de acuerdo.

Unos instantes de honda reflexión sumieron a los tres en un atribulado silencio. Permanecieron sentados en torno a la destruida fuente, cada cual perdido en sus propios pensamientos.

—Señora, no sé cómo agradeceros que nos hayáis confiado la realidad de esta terrible historia —manifestó Aszij, mientras el otro asentía con pesar—. Si en nuestra mano hubiera algo que pudiéramos hacer…

—Podéis —afirmó Dyreah para su sorpresa. El fuego color jade de sus ojos pareció avivarse cuando una repentina idea cruzó por su mente—. Y precisamente se halla al alcance de vuestra mano cumplirlo.

Los elfos se inclinaron hacia ella, ansiosos por ser partícipes de lo que fuera que se le hubiera ocurrido a la mujer.

—Veréis, muy pronto me marcharé de aquí —informó Dyreah, hecho que entristeció a los herederos Elanan—, y sucede que asuntos personales me conducen a visitar justamente a vuestro pariente. No se me ocurre mejor regalo que recibir una carta de parte de su familia.

El modo en que se iluminaron sus rostros le sirvió a la semielfa de prueba más que suficiente para constatar lo acertada que había resultado su propuesta.

—Atesoráis todos los dones, señora —alabó Aszij, que no pudo menos que levantarse para besar la mano de Dyreah—. Nos entregaremos de inmediato a tan dichosa tarea, ¿verdad, primo? Tan sólo dadnos aviso de vuestra partida y os haremos entrega de la misiva. Ahora nos marchamos, no queremos abusar por más tiempo de vuestra gentileza. Y, ante todo, gracias.

—Sé que le agradará. Eso me basta.

Con el puño en el corazón, los dos soldados se cuadraron y saludaron a su heroína con los mayores honores.

Dyreah pudo observar cómo, radiantes, se alejaban a vivo paso mientras intercambiaban sonrisas e ideas para el contenido de la carta. Ella no se movió del lugar, pues desatadas emociones se agitaban en su pecho. Y una única imagen se adueñó de su pensamiento.

Ravnya.