25
AMANECER
Aeral, año 249 D. N. C.
En silencio.
Una pesada quietud se había enseñoreado de la ciudad, ahogado los gritos y acallado el metálico estrépito de las armas. Si alguien hubiera estado escuchando, habría podido escuchar el sonido del viento meciendo las hojas del alejado bosque, así como los ecos de la bulliciosa vida que en él habitaba.
Pero nada rasgaba el silencio en Aeral.
Las murallas, antes exultantes de actividad, habían quedado no sólo mudas, sino también desiertas. Ninguna criatura vigilaba ni combatía parapetada tras sus almenas, abandonadas al calor del sol. No pocas avenidas exhibían igual sensación de desolación, sucias calles en las que la brisa barría y levantaba nubes de polvo, mudo testimonio de los elfos que habían perecido en aquel lugar. Porque polvo era lo único que subsistía a la extinción de sus cadáveres una vez que eran acogidos en el seno de los dioses.
La sangre no manchaba pavimentos ni paredes. Allá donde habían combatido elfos hasta morir a manos de sus enemigos, sólo las solitarias armas que yacían abandonadas por el suelo daban muestra de la cruenta lucha que había acontecido.
Pues los demonios también habían desaparecido.
Tras el estallido producido en el Templo, la gloriosa luz había inflamado sus deformes cuerpos, los de los muertos y los de los que aún vivían, enzarzados en combate o como pletóricos observadores de la tragedia, hasta incinerarlos por completo en apenas un instante. Ninguno había sobrevivido a la conflagración divina, ni por debajo ni sobre la superficie de la tierra.
Sí, en cambio, habían permanecido con vida algo menos de la mitad de los elfos que iniciaron el ataque.
Órganos perforados, cráneos partidos, extremidades cercenadas, huesos aplastados, nada de todo esto importaba, siempre y cuando en el momento en que el Orbe liberó su gracia redentora el corazón aún continuara latiendo. De ser así, por graves que fueran las heridas, éstas habían sanado de manera milagrosa.
Cuando los elfos al fin despertaron de su letargo reparador, lo hicieron por su propio pie, ignorantes de cuanto había sucedido y, a la postre, admirados por su prodigioso restablecimiento.
No todos.
Entre ellos, hubo un guerrero que ante las puertas del Templo, abrazado a un montón de polvo, lloraba preguntándose por qué había tenido que seguir con vida, cuando ella no.
Aeral volvía a estar en poder de los elfos.
Antes de que la alegría se desatara y diera rienda suelta al frenesí entre los supervivientes, los diferentes líderes llamaron al orden y procedieron a realizar una estimación de las bajas sufridas. Reunidos en la plaza central para facilitar la labor, el entusiasmo pronto cedió paso al pesar cuando las compañías de soldados y grupos de guerreros se percataron de a cuántos de ellos no se les permitiría disfrutar de aquel memorable día.
Dyreah, que con Kyallard y los suyos habían terminado por encontrar el pasadizo de ascenso y abandonado los subterráneos, fue recibida con ovaciones por los allí congregados nada más se aproximó al corazón de la ciudad.
¡Vain Sin-Tharan Agn Dalein!, gritaban exaltados, en honor a la portadora de la armadura mítica que los había conducido a la victoria. Dyreah, a todas luces incómoda por aquella desproporcionada admiración de la que era objeto, dejó que fuera Kyallard quien se abriera paso mientras ella le seguía algo más rezagada.
El avezado guardabosques no tardó en dar con los suyos en aquel mar de rostros y brazos alzados. Faiss, su porte orgulloso y sus ojos lavanda por una vez interesados en su entorno, los saludó con un complaciente cabeceo y el asomo de una sonrisa, que hizo las delicias del hykar. Junto a ella, de brazos cruzados e igual de altanero que de costumbre, se hallaba Varashem. Tuvo que ser Veren quien le propinara un codazo para que sus labios se abrieran en una mueca y consintiera en saludar a la semielfa en muestra de reconocimiento. Como era de esperar, el rapsoda espadachín se carcajeó de su arisco compañero y le lanzó un descarado guiño a Dyreah. Zithra reía, contagiada del clamor y los aplausos que resonaban en la plaza y encantada de que fuera su grupo —ella incluida— el foco de atención del momento. Anthar permanecía ligeramente apartado del resto, su rostro mustio y apagado, con los brazos caídos y la cabeza gacha. La notoria ausencia de Ashara hablaba sobradamente de su estado de ánimo. Evidente también resultaba la no comparecencia de Janaan. Al parecer, el druida había dado su vida defendiendo a Faiss de los demonios alados. Kylan y Se’reim recibieron una calurosa bienvenida, pero no mayor que la dispensada a Iral, aún desconsolada por la muerte de su hermano. Zithra se adelantó y la envolvió en un emotivo abrazo, dejando que la menuda exploradora derramara sentidas lágrimas sobre su hombro.
Y sin embargo, ¿dónde estaba Tarani?
Dyreah se aproximó a Kyallard y le susurró al oído su preocupación por la joven. Éste asintió y, junto a la semielfa, partieron de inmediato.
Ante su inminente marcha, aumentó el griterío, a la voz de Vain Sin-Tharan Agn Dalein. Tanto se apiñaron en torno a ella que impidieron su avance. Presa de los nervios y creciendo su inquietud por el bienestar de Tarani, levantó los brazos reclamando la atención de los presentes. Al interpretar que tenía la intención de hablar, el vocerío fue descendiendo paulatinamente.
—Como sabéis, Aeral está salvada —proclamó Dyreah, provocando con sus palabras un estruendoso alboroto de regocijo en los elfos. Pero no había terminado—. Pero supongo que os preguntaréis cómo es posible que el Orbe, el Ninsda’a Tereh, haya sido restituido si yo todavía no he entrado en el Templo. Por favor, haceos con unas cuerdas y acompañadme. Os necesito.
No hubo quien no respondiera al llamamiento de su heroína de mirada llameante, por lo que en un abrir y cerrar de ojos una bien pertrechada multitud se encaminó, gozosa a la par que curiosa, tras los apresurados pasos de la mestiza.
Tan pronto llegaron a la columnata que antecedía al interior del sagrado recinto, Dyreah impartió órdenes para que las sogas fueran amarradas a las desvencijadas puertas. Estas formidables hojas de madera, que cuatro siglos atrás podían ser abiertas con facilidad por la mano de un niño, ahora se hallaban trabadas más allá de todo remedio —salvo que fuera un gigantesco demonio quien forzara su apertura—. Siendo así, un nutrido grupo de elfos se armó con cuñas, palancas y todo tipo de enseres, al tiempo que otra cuadrilla aferraba las cuerdas y se preparaba para tirar. A un grito de Dyreah, todos se entregaron a su labor con máximo empeño, jaleados por los que, sin sitio para prestar su apoyo, debían contentarse con mirar.
Tras los dos primeros intentos, la puerta se mostró testaruda en su afán de no ceder. Fue a la tercera tentativa, después de un sonoro crujido que los puso a todos sobre alerta ante el peligro de un desfallecimiento de la arcaica madera, cuando la hoja saltó de sus bisagras y se abrió al exterior.
A los vítores les sucedió un respetuoso silencio. Ante ellos, dentro del edificio, debía encontrarse el fabuloso Ninsda’a Tereh. Preocupada, Dyreah no quiso esperar más y sin más ceremonia entró, seguida de Kyallard y sus compañeros.
Y allí, en lo más alto de la escalinata, Tarani esperaba, con la barbilla apoyada sobre las manos, sentada en los últimos peldaños. Tras sus hombros, refulgía el fabuloso Orbe.
—Hola, chicos —los saludó la hykar sin abandonar su postura—. Pensaba qu’ ya os habíais olvidado de mí.
No pocos elfos preguntaron intrigados por la identidad de aquella exótica hykar que bajaba la escalinata del Templo en compañía de Dyreah.
La elfa de la sombra gesticulaba con las manos, a lo que la otra asentía con entusiasmo. Las sonrisas y cuchicheos privados cesaron en cuanto las dos féminas quedaron expuestas a la patente expectación de la multitud allí reunida. Tarani, que tan recientemente se había enfrentado a dos monstruosos demonios, estuvo ahora a punto de retroceder un paso y parapetarse tras la figura de la semielfa, acobardada. Dyreah se lo impidió y la obligó a ponerse delante.
—Fue Tarani —anunció la mestiza alzando la voz a la par que sujetaba por los hombros a la joven para que no se escabullera— quien, sola, burló a los demonios y restituyó el Orbe al lugar que le correspondía. Pero seguro que ella os podrá contar mucho mejor cómo lo hizo.
La hykar dirigió a su compañera una aterrada mirada, como si la hubiera abandonado en medio de una jauría de lobos. No tuvo ocasión de decirle nada, pues la muchedumbre prorrumpió en vítores y comenzaron a entonar su nombre a modo de triunfal himno. Mientras Dyreah se alejaba para tratar ciertos temas con Kyallard, Tarani fue reclamada por los elfos reunidos que la animaron a que narrase su historia.
Tímida como era, y acomplejada por su forzada pronunciación, la joven hykar apenas lograba tartamudear al principio. Sin embargo, tras comprobar que su dicción no era censurada ni se convertía en motivo de burla, tan pendientes como estaban de ser partícipes de su aventura, fue relajándose e inició su relato.
A las pocas horas, hasta quien no había podido oír la historia de labios de Tarani, conocía con pelos y señales todo por cuanto había pasado la joven para devolver el Orbe. El reconocimiento ante el valor demostrado al infiltrarse entre las fuerzas enemigas palidecía cuando se comparaba a su enfrentamiento con los guardianes. Aquellos guerreros que se habían sobrecogido de terror cuando dos de aquellas monstruosas criaturas habían salido del interior del Templo se apresuraban a dar fe de la pesadilla que la hykar había tenido que padecer, encerrada allí dentro con dos de aquellos seres. Por unos momentos, Tarani olvidó sus temores a ser rechazada a consecuencia de su raza, pues no sólo hykars habían acudido para conocerla, pues también elfos, incluso ridyans, se dirigían a ella con el mayor de los respetos, sus ojos claros radiantes de admiración.
Como no podía ser de otra forma, Zithra no dudó en sumarse al evento, aseverando cuánto había ella influido en las fabulosas aptitudes que exhibía su compañera.
—Bien hecho, Tarani —fue Kylan el primero del grupo en felicitarla. La joven bajó la mirada y asintió con un cabeceo, notando que el rubor afloraba en sus mejillas.
—¿Y cómo debo llamarte ahora? —intervino Veren con el tono mordaz que le era propio y su demente sonrisa—. ¿Exterminadora de demonios? ¿Adversaria del Averno? ¿O algo más heroico, como Libertadora de Aeral?
—Sabes que, en tu caso, Veren, prefiero que te limites a no llamarme.
La teatralmente hastiada respuesta resultó tan convincente, que el elfo no pudo menos que darle un fuerte abrazo y depositar un beso en su frente. Tarani no se resistió, sino que lo aceptó de bien grado y pudo exhalar un sonoro suspiro.
—Lamento comunicarte la muerte de Janaan —pronunció Varashem cuando se aproximó a ella—. Respecto a lo demás, bien, es lo que había que hacer.
Perdida buena parte de su entusiasmo a causa de las inoportunas palabras que le dirigió el mago, la joven hizo balance de quiénes faltaban por felicitarla. Faiss, en su papel de sacerdotisa de Anaivih, a estas alturas seguramente estaría ya entregada a las labores de su cargo. En cuanto acabase todo aquel revuelo visitaría a Iral e intentaría reconfortarla. Tan unida como estaba a su hermano, no le costaba imaginarse lo sola que debía sentirse. Casi pudo contemplar a Ashara, digna en su postura a pesar de la aparatosa armadura, mirándola a los ojos y haciéndole saber lo orgullosa que estaba de ella. Pero sólo casi. De todas aquellas muertes, sin duda la que mayor hueco había dejado en su corazón había sido la de la altiva guerrera. Anthar… Le dolía sólo pensar en él. Y de Se’reim, después de lo que había ocurrido entre ellos, no esperaba ningún gesto por su parte.
Poco a poco el enardecimiento general fue concentrándose en pequeños grupos de amigos y compañeros, concediéndole así una tregua a una agotada Tarani. Aún quedaba mucho que celebrar.
A la sombra de un edificio se reunió con Kylan, Dyreah y Zithra, que compartían anécdotas referentes a la incursión. Se derrumbó sobre las baldosas y recostó la cabeza contra la pared.
—¿Debo entender que voy a ser la única a la que no vas a contar tu magnífica aventura? —preguntó maliciosa Dyreah.
—Por favor, hablad vosotros —rogó la hykar, sin querer siquiera abrir los ojos—. Yo me sentiré muy honrada de escucharos.
—Estaba contando, antes de que llegaras, —Zithra lo expresó como si la única intención de Tarani hubiera sido interrumpirla—, cómo tuvimos que defendernos de las oleadas de demonios voladores. Por si no lo sabes aún, fue durante uno de esos ataques cuando mataron a Janaan.
«Janaan, siempre Janaan, ni aun muerto deja de perseguirme», pensó molesta, aunque de inmediato lamentó su crueldad.
—¿Y cómo sucedió? —concedió Tarani, buscando enmendar su error.
—Fue terrible.
Envidiosa de la fama que se había labrado su compañera, Zithra resolvió que aquellos breves momentos de gloria mitigarían el a todas luces injusto maltrato sufrido. Así que adornó el trance hasta los límites de lo creíble y, por supuesto, se otorgó uno de los trágicos papeles protagonistas.
—Bien lo saben los dioses que no pude hacer más, ocupada como estaba abatiendo demonios a pares con mis flechas.
—Una lamentable pérdida —terció Kylan, que no había tenido grandes oportunidades de conocer al elfo.
Todos guardaron respetuoso silencio.
—Aún siento escalofríos cada vez que recuerdo lo que contó Veren.
—Si fue Veren, cr’e la mitad —apostilló Tarani. Ante el mutismo de los demás, preguntó—. ¿Qu’ c’ntaba?
—Cómo murió Ashara —explicó Dyreah.
—Al parecer —tomó el relevo Zithra—, no fue el garrotazo de uno de los demonios guardianes lo que acabó con su vida. El golpe tuvo que romperle huesos, costillas y los dioses saben qué más, pero murió asfixiada.
—¿Cómo asfixiada? —inquirió la hykar, echándose para adelante, en tensión—. ¿Las heridas internas le encharcaron los pulmones, impidiéndole respirar?
—Ante semejante impacto, heridas internas fijo que debía tener, pero fue su propia armadura la que se encargó de rematarla —sentenció la menuda feryan—. Ésta había quedado tan abollada, el metal combado hacia dentro, que impedía que el pecho de Ashara pudiera tomar aire. El pobre Anthar no logró quitársela a tiempo. Ya veis, muerta por aquello que debía resguardar su vida.
—De todos modos —intervino la semielfa—, culpar a la armadura me parece absurdo. Si no la hubiera llevado puesta, ya el primer mazazo hubiera resultado fatal. Al menos la coraza le concedió una oportunidad, aunque insuficiente en este caso.
—Claro, no todos disponemos de una armadura como la tuya…
Dyreah no tuvo ocasión de aclarar qué había querido decir con aquello Zithra, pues Kyallard apareció de la nada y los instó a levantarse.
—Vamos, rápido, acompañadme. Os lo explicaré después.
Los cuatro seguían los pasos del guardabosques, que los condujo casi a la carrera por las calles de la ciudad. Se mostraban inseguros por cuanto pudiera estar ocurriendo para alterar de ese modo a Kyallard.
—¿Qué pasa, abuelo?
—Las respuestas luego, Kylan. Ahora venid.
El motivo de tantas prisas lo encontraron en el interior de uno de los mayores edificios de Aeral. Sin duda uno de los enclaves de poder político en su época de apogeo, ahora acogía una solemne y discreta reunión presidida por un séquito de nobles elfos que, dados sus fastuosos ropajes, a buen seguro no habían participado en la contienda. Junto a ellos, a su derecha, se erguía Maren Lorac. A la izquierda permanecía Elvhay Sekfize, un tanto ajena a todo aquello.
—¿Qué es esto? —quiso saber Kylan—. ¿Y quiénes son ésos?
—¿No lo hueles? Aún no hemos celebrado los ritos a nuestros muertos y ya se están repartiendo el botín, como buitres.
—¿Qué quieres decir?
El avezado hykar soltó un bufido antes de contestar.
—Tan pronto como fue confirmada la conquista de la ciudad, Lorac se encargó de que un despacho fuese expedido por medios mágicos a Alyanthar. Éstos, en respuesta, han enviado a una delegación de los suyos, en representación de la Corte Imperial y con la potestad para juzgar en su nombre.
—¿Y qué tienen que decidir? —se preguntó Zithra.
—¿No es obvio? Quién se va a quedar con qué —replicó Kyallard asqueado—. De no haber sido por Elvhay, nada hubiese sabido de esta reunión.
—¿Y c’mo es qu’ no hay ningún hykar presente? —Tarani se dio cuenta de lo ridículo de su pregunta tan pronto salió de su boca—. Oh… ¡uag!
—Sigo sin entender en qué nos afecta esto, Kyallard —comentó Dyreah—. ¿Por qué nos has traído aquí?
—Dyreah Anaidaen, de la Casa Anaidaen —pronunció uno de los nobles en lengua élfica—. Se os convoca a esta augusta Asamblea. Presentaos.
—Ahí tienes el motivo —indicó el hykar—. Adelántate.
Puesto que no se contemplaba que la aludida fuera a comparecer, el consejero procedió a continuar.
—En ausencia de la citada Dyreah Anaidaen, es mi deber… —se interrumpió al advertir los murmullos que había provocado la mujer pertrechada para la batalla que se aproximada al estrado—. ¿Cómo osáis alterar el orden de esta venerable Asamblea? ¿Quién sois?
—No oso, tan sólo acudo a vuestra llamada —alegó ella, con su limitado conocimiento de la Nythare—. Soy Dyreah Anaidaen.
—Eso es lo que vos decís, ¿pero hay algún digno representante en esta sala que pueda corroborar vuestra identidad?
Kyallard retuvo a los suyos cuando todos a una hicieron intención de hablar en su favor.
—Yo confirmo que la identidad de esta mujer es Dyreah Anaidaen, de la Casa Anaidaen.
La fría mirada que Maren Lorac brindó a Elvhay hablaba a las claras de lo que opinaba de su intervención. La taciturna elfa le correspondió con absoluta indiferencia.
—Bien, bien —farfulló el delegado, rehaciéndose ante el inesperado giro que habían tomado los acontecimientos—. En tal caso, Dyreah Anaidaen, de la Casa Anaidaen, esta honorable Asamblea os saluda y os da la bienvenida.
»Como única representante conocida del linaje Anaidaen —prosiguió—, es sobre vuestros hombros sobre los que recae la responsabilidad de todo cuanto ha acaecido durante los últimos cuatro siglos sobre las piedras que demarcan la que en su día fue la más hermosa y floreciente ciudad en la Marca Septentrional. Nyrie Anaidaen, vuestra madre, fue la precursora del infame delito que tuvo como fatal resultado la condenación de todos los sueños, ilusiones y esperanzas que se amparaban entre éstos antes blancos muros. Nyrie Anaidaen no tuvo a bien reparar su desmedida falta, y consintió en fallecer antes de ser juzgada y castigada por su capital delito…
«Juzgada y castigada», retumbaron las palabras en la cabeza de la semielfa.
—Y, sin embargo, cometió una ofensa más al mantener oculto el abyecto nacimiento de su prole, una hija, mestiza…
«Mestiza».
—… Fruto de sus depravadas relaciones carnales con criaturas del Averno. Prole que fue entregada a un humano cómplice de su siniestro pecado. Revelada la verdad, pues ninguna afrenta elude la suprema observancia del divino Alaethar, os reconocemos a vos, Dyreah Anaidaen, como legítima heredera de la difunta Nyrie Anaidaen, junto a todas las cargas y responsabilidades que subyacen a este nombramiento.
«¿Y qué demonios significa eso?».
—Esta solemne Asamblea —el elfo parecía disfrutar de su papel de portavoz— ha estudiado minuciosamente vuestro caso y tenido a bien advertir vuestra participación en los hechos que, a nosotros, el Imperio del Sol Entre las Hojas, nos ha permitido recuperar algo que por derecho nos pertenecía y que nos habíase arrebatado. Es por esto que, habiéndoos personado en esta vista y dada la espléndida bondad que caracteriza a este tribunal, una vez redimido el delito, se os concede el indulto por los crímenes de vuestra madre y no seréis castigada por su causa. Podéis marchar en paz, Dyreah Anaidaen, de la Casa Anaidaen. Alaethar os guíe.
«Recupero el Orbe, lucho contra demonios para protegerlo, pongo mi vida en juego… ¿Y después de todo pretendían castigarme por faltas que yo no cometí?», pensó indignada. La semielfa tuvo que apretar los dientes para no montar en cólera allí mismo. Consciente de estar al límite de su paciencia, se dio la vuelta, dispuesta a abandonar a grandes zancadas tan zafio conciliábulo.
—No obstante —la detuvo el consejero antes de que se marchara—, existe otro asunto en lo que a vuestro linaje compete, que debe quedar resuelto sin más demora. Observando lo estipulado en nuestras venerables Leyes, cada una de las familias asentadas en esta ciudad antes de su infame toma y profanación, ostenta de modo inalterable derechos de posesión entre los límites de la urbe. Así será siempre y cuando presente al menos a dos miembros de su linaje.
«Por todos los dioses, ¿dos miembros de su linaje? Parece que ya entiendo vuestro juego…».
—Dyreah Anaidaen, sois la única heredera del linaje Anaidaen, y dada vuestra condición de mestiza, también la última —determinó el satisfecho portavoz—. Por lo que, según la Ley expone, no tenéis derecho a reclamar posesión entre los muros de Aeral.
«Ya está hecho. Sellaron la trampa».
Sin volverse a mirar, la semielfa continuó caminando entre la nube de murmullos que se apoderó de la sala. Las voces de algunos manifestaban su conformidad ante la sentencia, en particular la de aquéllos más allegados a Lorac. Sin embargo, no pocos se sintieron molestos por la injusticia que se estaba cometiendo, hombres y mujeres que aún veían en Dyreah a su heroína. Pero nadie hizo intención de defenderla.
—¡Eso no es justo! —proclamó Tarani cuando su compañera llegó hasta ellos.
—No te preocupes, no tengo ningún interés en esto —restó importancia Dyreah, negando con la cabeza—. Que se queden con su maldita ciudad. Mi hogar me espera muy lejos de aquí…
Aquél era el momento que aguardaba Kyallard para tomar partido en la contienda.
—Distinguida Asamblea, solicito que se me conceda la palabra, pues necesito haceros llegar una duda que me asalta.
De todos los presentes, Kylan era el único que conocía suficientemente bien a su abuelo como para tomar en consideración el astuto brillo que repentinamente había cobrado vida en sus ojos.
—Se os reconoce, Kyallard Fae-Thlan, en calidad de embajador de nuestros hermanos perdidos —el hykar ignoró el apenas simulado insulto encerrado en aquel saludo—. Esta Asamblea os escucha.
—Me ha parecido entender, corregidme si me equivoco, que el problema que impide al linaje Anaidaen reclamar posesión en las tierras de Aeral se debe a la imposibilidad de presentar a dos de sus miembros, ¿verdad?
—Estáis en lo cierto, embajador.
—Ajá.
El veterano guardabosques reflexionó durante unos instantes, y cuando dio la sensación de haber resuelto sus dudas y acabado su exposición, habló de nuevo.
—Entonces… ¿sólo y exclusivamente por dicho motivo? —insistió con gesto confuso—. ¿Ninguna otra antigua cláusula ni eventualidad alguna impide a Dyreah demandar el mencionado derecho más que la supuesta extinción de su linaje?
—Así es, Kyallard Fae-Thlan —reiteró el dignatario, colmada su paciencia—. Es por esto, que esta Asamblea dictamina que…
—¡Esperad! —exclamó Kyallard, despertando los rumores en la sala—. No consintáis que la precipitación os induzca a cometer un error. Dejad que os ampare en este lance.
—¿Un… error? No alcanzo a comprender qué error puede estar cometiendo esta espléndida Asamblea. Hablad si tenéis algo más que decir, embajador, o en caso contrario permitidnos continuar, loado sea Alaethar.
—Así lo haré, consejero, pues un grave error iba a cometerse aquí mismo, en esta magnífica Asamblea, ante la suprema y ecuánime observancia del divino Alaethar —cierto revuelo se levantó entre los presentes ante aquella polémica proclama que rayaba en la blasfemia—. Pues me atrevo a dar legitimidad a la existencia de al menos otro integrante del linaje Anaidaen vivo. Y, además, ¡asistente a la reunión!
Decenas de ojos buscaron por la sala a aquel sujeto que había permanecido fuera de la vista hasta el momento. El estupor de Dyreah era total.
—Kylan, adelántate, muchacho —le pidió su abuelo—. Deja que te vean.
—¿Pero qué…? —el desconcierto del semihykar no era menor.
—¿Qué significa esto, embajador? —inquirió el noble, ya irritado—. ¿Qué es lo que tiene que revelar vuestro nieto a la sala en concierto a lo que nos atañe?
—Él nada, señores, pero yo sí —aclaró Kyallard, con una taimada sonrisa impresa en los labios—. Y procederé a hacerlo de inmediato.
Ganada la atención de todos, en especial la de Dyreah y Kylan, el hykar comenzó su explicación.
—Nyrie Anaidaen, reconocida su identidad por los aquí presentes, cuya cautela y prevención no lograron ocultar el nacimiento de su hija semielfa ante vuestros perspicaces ojos —los nobles asintieron, sin saber muy bien qué pretendía—, sí en cambio evitó que nada se supiera de su anterior embarazo. Dyreah, aquí presente, obvia decir que no es la primogénita, pues Nyrie lamentablemente murió a consecuencia del parto.
«¿Tengo un hermano?», se cuestionó asombrada la mestiza.
—A raíz de sus amorosos lazos con un elfo dalyan, oriundo de lejanas tierras, llamado Furanthalas Aumar Tyran, Nyrie dio a luz, también escondida y a salvo de miradas ajenas, a una niña puramente elfa, que permanecería junto a sus padres hasta la edad adulta. Tras este período, marchó persiguiendo sus propios deseos, muy lejos respecto a los deberes para con Aeral.
«¡Tengo una hermana elfa! Y Furanthalas… Ahora comprendo el alcance de sus sentimientos cuando me miraba».
—No pronunciaré su nombre, no ante esta Asamblea —indicó Kyallard. Su animoso rostro había adquirido un frío matiz de desagrado—. Juré que nunca volvería a salir de mis labios. Es un derecho que me reservo para mi propio pesar. Pero sí diré que mi hijo, Tsavrak, fue el único fruto de nuestra malhadada unión. Y que Tsavrak, en Alantea, tuvo a su vez dos hijos de su matrimonio, uno de ellos mi nieto, Kylanfein.
Ambos mestizos, que poco a poco habían ido atando cabos a medida que Kyallard exponía su historia, se observaron con tensa incertidumbre.
—Así que, hijo de mi hijo, si deseas renunciar a la estirpe de tu abuelo y reivindicar la de tu abuela, ¡podrás proclamar con orgullo que tu nombre es Kylanfein Anaidaen!
Los fuertes resoplidos de sorpresa que a la par exhalaron Zithra y Tarani sólo fueron acallados por el alboroto que estalló entre los espectadores de la reunión. Kylan observaba a su insospechada pariente con el mismo estupor que si se hallase en presencia de una bestia mítica, pues igualmente increíbles sonaban a sus oídos las declaraciones de Kyallard. Más tarde se arrepentiría de no haberle dedicado algún gesto de cariño a Dyreah, cogerle de la mano o brindarle una sonrisa, como reconocimiento a aquel parentesco recién descubierto que compartían. Ella, por su parte, había decidido alzar una protectora barrera a su alrededor que la permitiese resguardarse de aquel desbordado caudal de circunstancias que amenazaba con arrastrarla bajo sus agitadas aguas.
No dispuesto a desaprovechar el efecto que habían provocado sus palabras, el hykar continuó.
—Si esta insigne Asamblea no encuentra oportuno poner en duda la veracidad de mis alegaciones, agradecería que se considerara resuelto el dilema de los derechos de posesión del linaje Anaidaen, así como su aprobación.
—Un linaje condenado a la extinción —replicó venenoso Lorac—, pues está representado por dos mestizos…
—Dudo mucho que dicho apunte esté contemplado en la Ley —defendió Kyallard—. Y de todos modos, aunque así fuera, la supervivencia del linaje estará asegurado mientras mi hijo Tsavrak, de Alantea y también un Anaidaen por herencia de sangre, viva.
Atrapados por la vehemencia de sus propias aseveraciones, los representantes destacados por el lejano gobierno de Alyanthar se vieron obligados a guardar silencio y aceptar a regañadientes lo allí expuesto, pese a las insistentes protestas de Maren Lorac.
—Dicho esto, pido disculpas a esta ilustre Asamblea por haber reclamado su atención y ocupado su tiempo —agradeció el muy satisfecho guardabosques, mientras reunía a los suyos para abandonar la reunión—, aunque espero de buen grado haber evitado un posible y grave error. Por favor, prosigan con sus quehaceres.
—¿Qué significa todo esto?
Tan pronto salieron del edificio, Dyreah se había adelantado unos pasos, aún sumida en sus pensamientos, para encararse después a Kyallard, implacable.
—Bueno, necesitábamos un lugar donde vivir, ¿no os parece?
El actitud jovial y desenfadada del elfo de la sombra venció las reservas de la mestiza. Abatida, dejó caer los hombros y sólo su férrea voluntad evitó que se derrumbase allí mismo. Fue Tarani quien se acercó para ofrecerle tan necesario apoyo. Kylanfein no supo reaccionar a tiempo y permaneció junto a su abuelo.
—Pero…
—Bienvenida a la familia, Dyreah. Si lo deseas, hablaremos luego.
Kyallard no añadió más. Se despidió con un cabeceo y se marchó en dirección al campamento hykar, llevándose con él a Zithra y Tarani.
Dyreah y Kylan tenían asuntos que tratar.