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PURGA SACRA

Frondas del Ocaso, año 249 D. N. C.

Frente a las murallas de la perdida Aeral, unos pocos magos y clérigos de Anaivih, con la cobertura de un número mayor de arqueros y ballesteros, se enfrentan a letales criaturas voladoras que se precipitan sobre ellos en picado desde los cielos, causando inestimables bajas entre los elfos, dedicados como están a la labor de ofrecer apoyo y socorro a unas tropas que, a pie, tratan de adentrarse en la ciudad por el cuello de botella que sus compañeros han logrado abrir entre las defensas enemigas.

Varashem Nanfae gesticula apresuradamente para interceptar con un hechizo al demonio que lo embiste desde las alturas.

No terminó de lanzar el conjuro.

sep

En el interior de la urbe, Maren Lorac espolea a su caballo por las sucias calles, acompañado de los pocos que aún conservan sus monturas, a fin de atraer con su frenética carrera las fuerzas del enemigo y así dispersarlas y alejarlas de zonas estratégicamente más importantes.

Escucha el alarido de uno de sus hombres, al que han derribado de la silla y sobre el que se agolpan una gran cantidad de seres para alimentarse con su carne.

En un arranque de insensata valentía, tira de las riendas y detiene el galope de su corcel para dar la vuelta y cargar, con la espada en alto, contra los demonios amontonados.

Nunca llegó al lugar donde el soldado había caído.

sep

En los aledaños del Templo, agotados elfos combaten contra las huestes demoníacas en alarmante inferioridad numérica. La cohesión en su formación es lo único que impide que sean aniquilados de inmediato; eso y que son conscientes de lo cerca que se hallan de su objetivo. Están dispuestos a entregar sus vidas, al más alto coste, con tal que su sacrificio sirva al propósito de la incursión. Así se lo demuestran a las diabólicas criaturas a las que se enfrentan.

Algo más allá, entre la columnata que da paso al interior del profanado edificio, Anthar sostiene el cuerpo sin vida de Ashara entre sus brazos, indiferente a los gigantescos demonios que se disponen a aplastarlo con un golpe de sus martillos.

Golpes que nadie llegó a detener.

sep

En las galerías que recorren el subsuelo de Aeral, Kyallard y sus compañeros pelean por sus vidas.

El túnel es suficientemente angosto como para que ellos cuatro puedan ofrecer un frente sólido, pero la embestida de aquellos diabólicos seres es tan brutal, despreocupados ante la posibilidad de morir y empujados de todos modos por los que vienen detrás, que los elfos pronto se ven superados y retroceden para no ser pisoteados.

Apartados de la carga principal, Kuztanharr sigue interrogando a Dyreah sobre la ubicación del Orbe de Luz Eterna, ignorante de que por cada segundo que la semielfa mantiene su silencio, más próximo está el fin del archidemonio. Mas el castigo que está sufriendo la mestiza a manos de su padre es tan violento que su vida comienza a correr peligro. No aguantará durante mucho más tiempo.

Tampoco será necesario que lo haga.

sep

Tarani sonríe.

Sus manos siguen en contacto con la fabulosa esencia del Orbe, que al fin vuelve a descansar sobre su sagrado pedestal.

Está postrada, de rodillas, tan débil se encuentra que no podría levantarse ni aunque los huesos de sus piernas hubieran salido indemnes. Tose, brota sangre de su boca, de su nariz, y se derrama por su barbilla. Pero sonríe, los blancos dientes teñidos de carmesí. Escucha al demonio guardián bramar frustrado a los pies de la escalinata, lo oye ensañarse con los peldaños, a golpe de martillo. Y ella ríe, aunque tras cada carcajada un puñal se clave en su pecho. Es feliz. Lo ha conseguido. Ha cumplido las expectativas puestas en ella. Ahora sabe que Dyreah no se equivocó al confiarle su carga más pesada.

Y un agradable hormigueo empieza a recorrer sus dedos, que aún acarician la cristalina superficie del Orbe, extendiéndose con creciente calidez por sus brazos hasta propagarse por todo su cuerpo como ardientes llamas.

Entonces grita.

sep

Y un estallido de gloriosa luz, que los recios muros del Templo no lograron contener, colmó avenidas e inundó edificios, hasta sumir a Aeral en una cegadora incandescencia.