23
SEÑUELO
Frondas del Ocaso, año 249 D. N. C.
Iba a ser la caza de su vida.
Pero en esta ocasión ella sería la presa.
Tarani repasó mentalmente cada detalle, cada pormenor que debía tener en cuenta antes de emprender la partida. Enumeró mentalmente los puntos de los que ella se servía para localizar a sus capturas y descubrió que, a excepción de algunos aspectos muy generales, la elfa de la sombra solía fiarse principalmente de su instinto. Dedicó unos instantes de su precioso y peligrosamente escaso tiempo a elevar una plegaria a Anaivih para que sus inminentes cazadores no contaran con un instinto tan fino como el suyo.
Hizo inventario de sus pertenencias, abandonando en el campamento todo aquello que resultara superfluo para la misión. Comió con frugalidad y repartió los víveres para el viaje, frutos secos en su mayoría, entre sus oscuras ropas. Se abasteció de varios odres de agua, de limitada capacidad, de los que se iría desprendiendo a medida que los fuera agotando. Ni mantas ni mullidas pieles formarían parte de su equipaje. La próxima noche iba a resultar muy fría.
Comprobó con detenimiento que ninguna pieza metálica de los enseres que portaba quedara sin ajustar, ante el temor de un inoportuno tintineo. Embadurnó a su vez de humus y tinturas vegetales todo aquello que pudiera reflejar la luz, por tenue que ésta fuera. Su sable no estaba incluido en el proceso, pues debería aguardar su retorno junto al resto de sus pertenencias. Aún no se había marchado y ya lo echaba en falta, su tranquilizador peso tirando familiarmente de la cadera. No se había separado de él desde que… desde que lo heredara de su padre. De su difunto padre. Desde aquella fatídica noche en la que el destino decidió por ella y la privó de una vida por la que en ocasiones todavía derramaba amargas lágrimas. Deslizó una mano por la empuñadura del arma decidida a no volver a pensar en ella hasta su regreso. Si es que regresaba. En su lugar, Kyallard le había entregado dos largos cuchillos de hoja ancha y resistente, enfundados en sendas vainas de cuero negro. Su manufactura era sencilla y se ajustaban bien a sus manos. Tendrían que bastar. Manchó sus filos hasta que dejaron de emitir brillo y sólo entonces los ciñó en torno a su figura.
Dada la oscura pigmentación de su piel, no tuvo que preocuparse por disimularla. En cambio, los mechones castaños que se repartían por su níveo cabello no bastarían para camuflarla de miradas adversas.
Tras un discreto bufido de inconveniencia, derramó el agua de una de las bolsas en el suelo. Hundió las manos en la tierra y amasó el barrillo resultante antes de restregarlo por su pelo. Si el efecto conseguido era tan mugriento como lo percibía al tacto, sería suficiente.
No satisfecha con las precauciones tomadas, se dejó caer y comenzó a revolcarse sobre el fértil mantillo que cubría el terreno, del mismo modo que lo haría un perro sobre los restos en descomposición de un animal muerto. No sólo bastaba con disfrazar su aspecto, también debía enmascarar su olor. Deseó por lo más sagrado que nadie estuviera observándola durante aquellos humillantes instantes.
Cuando ya se sintió sobradamente asqueada de su propia persona, supo que había llegado la hora de partir.
Segura de no olvidarse nada, recogió la capa ribeteada de plata y la deslizó sobre sus hombros. Era una noche sin luna, o casi, pues un curvilíneo haz argénteo aún relumbraba en el cielo. Anaii no haría acto de presencia a lo largo de la próxima jornada nocturna, circunstancia que era primordial para sus propósitos. Al menos así se lo había garantizado Dyreah en el momento que le había confiado la prenda mágica. Su negrura la envolvería y la escudaría de la vista de todos mientras se desplazase entre las sombras. Parecía muy convencida de lo que hablaba. Ojalá estuviera en lo cierto.
Se caló la capucha sobre la cabeza, respiró hondo y se puso en marcha.
Aeral la esperaba.
Nunca creyó que fuera capaz de dormir en territorio hostil, aún más impensable a plena luz del día, pero lo había hecho. Además de forma satisfactoria.
Consciente de que sólo dispondría del período nocturno para progresar en su avance, había apurado hasta las primeras luces del alba para aproximarse a las lindes de la ciudad ocupada. No había tomado extremadas precauciones, confiada de sus sentidos, hasta que estuvo a punto de toparse de bruces con una partida de demonios. Estaba compuesta por tres de ellos, cada cual más grotesco que el anterior, y habían permanecido tan inmóviles y silenciosos que la hykar apenas los había localizado a tiempo. Nunca hubiera sospechado que sus exploradores pudieran acercarse tanto al perímetro del campamento sin ser advertidos.
A partir de entonces, Tarani caminó con pies de plomo, zigzagueando entre la maleza y buscando el amparo de la penumbra cada vez que distinguía un movimiento furtivo por el rabillo del ojo o escuchaba un crujido que no lograba identificar. La mayoría de las veces no se trataba de ningún peligro, como el vuelo de una lechuza, el correteo de los ratones o un jabalí con problemas de insomnio. Sin embargo, hubo una ocasión en la que su paranoica cautela la salvó de ser descubierta.
Pronto amanecería y el agotamiento comenzaba a hacer mella en ella. Sus pasos, aunque no erráticos, habían perdido buena parte de su firmeza. La tensión que suponía ejecutar cada movimiento sin romper el sigilo, torturaba sus nervios y debilitaba sus fuerzas más allá de lo que la afectaría ninguna dura jornada de viaje en las peores condiciones posibles del terreno. Aunque a decir verdad, aquéllas eran sin duda las peores condiciones que podía imaginar. Pero su concentración la jugó una mala pasada y su pie se apoyó sobre una quebradiza rama, que se partió con un chasquido que retumbó en sus oídos con más estrépito que un trueno.
De inmediato, sin pensarlo siquiera, se agazapó en la oquedad que ofrecían las gruesas raíces de un árbol caído. Instantes después, una sibilina figura reptó hasta el lugar donde permanecía la rama rota. La zarandeó con una de sus garras prensiles y alzó la escamosa cabeza para husmear el aire en derredor. Al no hallar rastro alguno que revelase la existencia de intrusos, la criatura continuó su ronda.
Tarani, aferrada a los rugosos apéndices, petrificada, comprendió que los dioses le habían concedido una segunda oportunidad.
Con los nervios a flor de piel y el corazón a punto de saltar de su pecho, decidió que sería demasiado arriesgado seguir adelante. Sin embargo, el escondrijo había cumplido su cometido de manera eficaz y, dada su orientación, si escarbaba un poco en la corteza podrida, podría esconder su cuerpo de la acción directa de los rayos solares. Una tupida cortina de hojas terminaría de ocultarla y haría las veces de ropa de cama. Podría soportarlo, con anterioridad había pernoctado en posadas con sábanas más mohosas que aquéllas, y con más chinches viviendo en ellas.
Así que fue toda una sorpresa cuando despertó, los músculos doloridos por la incómoda postura y la humedad reinante, pero a fin de cuentas sana y salva.
Le bastó echar un vistazo al cielo para adivinar que no tendría que transcurrir más que una hora, a lo sumo dos, antes de que anocheciera. Siendo así, Tarani no se la jugaría exponiéndose a la luz innecesariamente. Aguardaría en su refugio mientras fuera preciso. En realidad, una vez que consiguió desentumecer sus extremidades y se libró del insistente ciempiés que se empecinaba en introducirse por sus fosas nasales, el lugar no resultaba tan desagradable.
Tan pronto la claridad adoptó tintes mortecinos, reemprendió la marcha.
Sería aquella noche.
Exhaló un gemido cuando la fronda se abrió abruptamente ante sus ojos.
Del mismo modo que se extraviaba por las calles de toda ciudad que visitaba, la cazadora era capaz de orientarse en el bosque sin más punto de referencia que las estrellas sobre su cabeza. Y sus dotes tampoco la habían defraudado en esta ocasión.
No obstante, ante ella se extendía una amplia franja de terreno deforestado que se prolongaba hasta el pie de las murallas. Las murallas de la perdida Aeral.
Sucios, desgastados, derribadas algunas de sus estructuras más elevadas, los muros permanecían obstinadamente en pie, sin visos de querer desmoronarse o mostrar brechas en la intrincada filigrana que conformaban sus piedras. Porque su obra de cantería no se basaba en enormes bloques encajados por la fuerza de su propio peso. Muy al contrario. El secreto de su fortaleza residía en el mosaico entretejido de menudas rocas labradas con la forma de precisas figuras de perfecto engaste. Sin ranuras. Sin fisuras. La pesadilla de un escalador. Pero ya se enfrentaría a esa dificultad cuando llegase el momento.
Cerró los ojos para recrear en su mente los planos que había estudiado en el campamento. Quizá a otro le hubiera parecido sencillo encontrar similitudes entre los bocetos y la transformada estructura que se erigía ante su mirada. Sólo los fuegos encendidos tras las murallas favorecían su escrutinio, de otro modo imposible en una noche sin luna. Aunque, si el torreón que se elevaba tras aquel vértice de la fortaleza era uno de los que guardaban el paso principal, su objetivo debería hallarse más allá de la siguiente esquina de su derecha.
Desconocía cuándo tendría ocasión de volver a alimentarse, así que echó mano de sus parcos víveres y agotó uno de sus últimos odres. A fin de cuentas, si desde aquel instante hasta la conclusión de la misión daban con ella, nutrirse sería la última de sus preocupaciones. Fue entonces cuando Tarani se hizo cargo de la relevancia de su cometido, del inconmensurable peso que recaía sobre sus débiles hombros, de lo ridículo que ahora le parecía que fuera capaz de llevar a buen término el encargo que le habían confiado. Comenzaron a temblarle las piernas, el estómago se le encogió hasta el punto de estar en un tris de vomitar los frutos que acaba de ingerir y la histeria amenazó con adueñarse de su voluntad. Imágenes de cuerpos descuartizados a medio devorar desfilaron por su mente, entre ellos el suyo propio, a merced de una masa demoníaca toda provista de garras y colmillos que vorazmente le arrancaba la carne de los huesos. Presa de incontenibles jadeos, tuvo que morderse la lengua y ensañarse con ella para recuperar el control. El sabor de la sangre le devolvió buena parte de su presencia de ánimo. Se trataba de una socorrida técnica de autodominio que no beneficiaba en absoluto sus ya de por sí lastradas destrezas vocales. Tragó saliva y se frotó los párpados con los dedos. No volvería a suceder; al menos no durante esta incursión.
Recobrado el aplomo, rodeó el claro sin abandonar el refugio del bosque hasta que pudo encarar el franco deseado de la ciudadela. Se envolvió meticulosamente con la capa y dio un primer paso sobre la tierra sembrada de tocones de árbol. Ningún grito, ninguna señal de alarma, nada que delatara que había sido descubierta. Así que avanzó un segundo, un tercero, un cuarto paso, sin que nada ocurriera. Al divisar una patrulla se quedó inmóvil, aguantando la respiración en un lapso que se le hizo eterno, pero los demonios cruzaron frente a ella sin reparar en su existencia. Una vez los perdió de vista, reemprendió la marcha hasta alcanzar la muralla.
Acuclillada en su base, liberó uno de los cinturones que se repartían por su figura. Junto con él se soltaron cuatro bandas de cuero tachonadas de gastado aspecto. De nuevo, debería resignarse a mantener su fe en las aseveraciones de la semielfa. No le quedaba otra opción. Se quitó las botas, ajustó dos de las tiras en torno a sus pies y dos en las manos, alrededor de las palmas. Después se sirvió del cinturón desechado para amarrar el blando calzado a su pecho. Y sin más preámbulos, apoyó los dedos en el pulimentado muro.
Quizá esperase que sucediera algo, que brotaran extraños apéndices de sus manos o que el tacto se volviera escamoso, mas nada pasó. Desalentada, al tratar de mover los dedos para retirarlos se percató de que no podía, que era del todo incapaz de deslizarlos por la lisa superficie de la piedra. Armándose de valor, elevó uno de los pies desnudos y lo afianzó contra la roca. Cuando subió el otro y se vio encaramada a la muralla, prodigiosamente desarraigada del suelo, tuvo que contenerse para no gritar de júbilo.
Al principio torpe, tras unas cuantas tentativas adoptó una cómoda cadencia que le permitió ascender por la pared a buen ritmo. Sin embargo, coronar la cima entrañaba sus riesgos. Tan pronto se aupara a la muralla, su silueta podría ser advertida por las patrullas. Así que, aplastó el estómago contra el borde y se arrastró como un lagarto por la superficie de la almena hasta alcanzar el margen opuesto. Cabeza abajo y venciendo a duras penas la sensación de vértigo, inició el descenso por la cara interior del muro.
Tan pronto tocó el suelo con las manos, continuó reptando sobre la tierra, muy despacio, usando brazos y piernas para impulsarse en dirección a una de las construcciones más cercanas. Justo a tiempo, pues un demonio alado revoloteó a media altura sobre ella y terminó posándose en la muralla. Quiso la Fortuna que su deforme testa decidiera orientarse en dirección al bosque.
Con un ojo pendiente de las posibles reacciones de la criatura y el otro escudriñando las irregularidades del terreno, Tarani prosiguió su agónico avance. Tan importante era que eligiera con extremo cuidado dónde posaba cada mano y cada pie, que un error daría al traste con todo. No sólo por el ruido, pues una afilada arista inadvertida podría cortar su piel. La sangre que manara de la herida sería suficiente reclamo para que los demonios de los alrededores se lanzaran en su busca de inmediato. Y únicamente porque logró desplazar su peso a un lado, pudo evitar que su brazo rozara contra una piedra que se levantaba enhiesta del suelo. Pero no se trataba de una simple piedra. Una hilera de formaciones semejantes se alineaba junto a la primera, y Tarani no precisó de mayor estudio para comprender que estaba observando los restos de una antigua caja torácica reventada. Se apartó apresuradamente de la blanqueada costilla.
Un relámpago cruzó el cielo, seguido por un trueno que hizo retumbar los cimiento de la ciudad. Comenzó a llover.
En su trayecto descubrió más huesos a medio enterrar en el barrillo que se formaba a causa del chaparrón. Falanges, tibias, racimos de vértebras y risueñas calaveras, en mejor o peor estado, que la saludaban a su paso. Ecos fosilizados de un horror que todavía reclamaba su justa venganza. Y ella… Ella los complacería.
Pero debía darse prisa. El amanecer cada vez estaba más próximo y, con él, desaparecerían sus opciones de victoria. Agazapada, el agua deslizándose por su capucha, se asomó por una esquina del edificio y reprimió un suspiro. Frente a sus ojos, al otro lado de la solitaria avenida, se alzaba la cúpula de la zona posterior del profanado Templo.
Dio un traspié cuando se vio obligada a retroceder precipitadamente el paso que había adelantado hacia la calle y resbaló sobre los húmedos adoquines. Un grupo de demonios dobló la esquina de la vía posterior al santuario y avanzaba a grandes zancadas hacia la hykar. Ésta apuntaló las manos en la cornisa de una ventana que se abría sobre ella en el último instante para evitar caerse. ¿La habrían descubierto? Además, portaban antorchas encendidas que chispeaban rabiosas al contacto con las gotas de la fría lluvia nocturna. ¿Conseguiría ocultarla la capa? Mas no había tiempo para ataques de pánico. No podía retroceder. Tenía que actuar. Y rápido.
La diabólica partida gruñía con violencia en su brutal dialecto. Al contrario que la mayoría de los miembros de su abominable raza, éstos no se confiaban a sus mortíferos apéndices y portaban burdas hachas y enormes garrotes entre sus ganchudas garras. La expresión de sus rostros, aunque bestial, exhibía una fiera determinación nada habitual entre los suyos. No era inteligencia, pero en sus crueles ojos se apreciaba cierto grado de astucia.
Implacables en su movimiento, los demonios recorrieron la avenida a vivo paso, pero se detuvieron al alcanzar la primera intersección. El que hacía las veces de líder ladró una serie de instrucciones y dos de ellos continuaron por la vía lateral. O lo hubieran hecho si otro demonio, asomado a la ventana donde antes se sujetara Tarani, no les hubiera detenido y vociferado también. Intercambiaron roncos gruñidos y, tras otro furibundo bramido del cabecilla, el de la ventana se encerró tras los postigos y los otros se apresuraron a cumplir sus órdenes.
Ninguno reparó en la delgada figura embozada de negro que, por encima de ellos, se apretaba a la sombra del tejadillo que emergía de la fachada, a escasa altura de la ventana.
Una vez se hubieron alejado, Tarani abandonó su posición al amparo de la lluvia, poniendo buen cuidado al descender de evitar los límites de los postigos. Apartó su atención del repiqueteo de la lluvia y afinó el oído, con la intención de advertir nuevas patrullas. Segura de que no se toparía con ninguna otra, cruzó la amplia avenida tan rápido como fue capaz sin comprometer su discreción. Al otro lado, su espalda en contacto con las sagradas piedras del Templo y convencida de seguir a salvo, inició la escalada.
Tras haber permanecido suspendida boca abajo, trepar por la superficie redondeada de la cúpula no suponía un gran esfuerzo. Pronto coronó lo que sería el tejado y localizó los estrechos tragaluces que se repartían a intervalos regulares en lo más alto del edificio. Por donde ahora entraba el agua, en poco tiempo se filtrarían los primeros haces del alba. Y por una de esas mismas aberturas, iba a colarse la joven hykar.
Se asomó por la abertura y oteó el interior. No alcanzó a ver nada de lo oscuro que estaba. Sin más dilación, se inclinó por el borde, tanteando cómo lo iba a hacer. Tomó aliento y estiró los brazos retorciendo el cuerpo hasta posar las palmas en la pared interna, hacia lo alto. Sin embargo, el tragaluz era demasiado angosto y a duras penas logró introducir los hombros por el agujero. Su esbelta figura de elfa, de delgados huesos y suaves caderas, le facilitó el resto del proceso, aunque hubo momentos en los que se vio forzada a contorsionarse y exhalar todo el aire que albergaban sus pulmones para no quedar atorada.
Pero lo consiguió, y pronto Tarani estuvo dentro de la cúpula, adherida al muro como una salamanquesa a la caza de insectos.
Estaba aterida.
La capa había resguardado su cuerpo de la lluvia en su mayor parte, aunque la humedad había logrado calar en las prendas y bañar su piel. Guarnecía alternativamente una de sus manos bajo la ropa en busca de calor, pero tenía los pies congelados. Los dientes comenzaban a castañetearle, le lagrimeaban los ojos y una penetrante y gélida sensación iba apoderándose lentamente de su nariz. ¿Después de tanto esfuerzo, iría a resfriarse ahora y estropearlo todo por culpa de un estúpido estornudo?
Tiritó, los escalofríos convulsionaron su cuerpo y la fiebre hizo arder su piel. Pero no tosió ni estornudó.
Acurrucada en lo alto, Tarani esperaba, convencida de que ese amanecer que antes se temía tan próximo había decidido ahora no comparecer en aquel nuevo día. Ni tan siquiera se permitía contemplar el interior del edificio, pues pensaba que el rojizo resplandor de sus ojos en la oscuridad podría delatar su presencia. Así que observaba la piedra que se extendía a su alrededor y trataba de entretenerse recorriendo los surcos de las junturas. Cuando esto perdió su utilidad y se descubrió mirando de soslayo el interior de la inmensa cámara, cerró los ojos con fuerza y se maldijo por su descuido.
Pero creía haber visto una escalinata, una sólida construcción que se encumbraba hasta buena altura en el centro de la estancia. Y allí, donde terminaba la escalera, se hallaría el pedestal, esperando el ansiado regreso del precioso Orbe. Aquello era lo que la habían explicado, el recuerdo que quedaba de antes de la caída de la ciudad. Pero… ¿y si ya no estaba allí? ¿Y si había sido destruido y ya no la aguardaba más que una tosca hendidura en la roca? Quizá debiera examinar el lugar durante un instante, para asegurarse…
No. No miraría. Se sometería a la voluntad de los dioses, depositaría su fe en que la peana seguía intacta, en su sitio, inmune al paso de los siglos y a las atrocidades de los demonios. De todos modos, nada ganaría en caso de descubrir que se equivocaba, que su misión estaba destinada al fracaso. Porque no había marcha atrás. Si no era capaz de restituir el Orbe, estaría todo perdido. Tampoco podría volver a burlar la guardia de los centinelas y regresar a tiempo para dar aviso. La batalla era inminente, independientemente de lo que ella hiciera o dejara de hacer.
Confianza. Eso era lo que había adivinado en el severo rostro de Dyreah cuando le entregó el desastrado saquillo. En un principio creyó leer incertidumbre o incluso recelo al parecer que no deseaba desprenderse del poderoso artefacto. Pero no, la semielfa no albergaba tales sentimientos hacia ella. Ahora lo comprendía. De no confiar en ella jamás habría depositado aquella carga en sus manos. Dyreah no sintió alivio alguno al librarse del Orbe, sólo temor a estar faltando a su propia responsabilidad. Mas no era una cobarde, no arrojaba a su espalda la fruta podrida y corría a esconderse. La propia mestiza sería el cebo que esperaba que mordiese su padre, aunque su vida le fuese en ello. Así lo había dispuesto.
Su padre, el demonio. ¿Cómo sería una vida así, conociendo aquello? ¿Cómo acostarse todas las noches sin saber qué la aguardaría al despertar? Normal que ofreciese esa actitud tan áspera, tan distante para con todos. Era su forma de defenderse del exterior, del rechazo de los demás. Pero no se había portado así con ella. Cuando su mundo se hacía pedazos y sólo recibía miradas de lástima en el mejor de los casos, Tarani no había dudado en acercársele, no por un sentimiento de compasión, sino con el deseo de ayudar a alguien que la necesitaba. Y la semielfa, aun sumergida en su abismo de dolor, había respondido favorablemente al gesto.
¿Tan difícil resultaba hacer tan poco?
Por lo visto, a los demás sí. Su padre siempre le había hablado de los beneficios que proporciona efectuar pequeñas buenas acciones. Que no hacía falta realizar grandes gestas, que bastaba con cuidar leves detalles, que a ojos de otros resultarían insignificantes, para obtener la más profunda de las satisfacciones. Que lo más importante, el secreto más valioso, residía en no esperar nunca nada a cambio de nuestras obras, pues de otro modo, en caso de no recibir recompensa, la decepción empañaría el brillo de nuestros corazones. Si, por contra, la acción nacía de un sincero impulso altruista, ¡qué gozo cuando nuestros nimios esfuerzos recogían insospechados frutos!
Y ése era el principal legado de su padre, no riqueza, ni siquiera el magnífico sable que ahora se hallaba en el campamento, sino aquellas inestimables lecciones que Tarani había adoptado en su modo de ver la vida.
Al principio no lo advirtió. Sin embargo, una tenue claridad comenzó a derramarse a través de los ventanucos. En apenas unos instantes la total negrura adquirió tintes grisáceos y los relieves fueron perfilándose con mayor nitidez, tornando vagas sombras en formas definidas. Y allí estaba, en lo alto de la escalinata, presidiendo la tarima que hacía las veces de altar. El pedestal. Ni se percató del hecho, pero el hondo resoplido de desahogo que exhaló bien podría haber sido advertido de manera oportuna por un diligente guardián.
Consciente de que la luz anulaba la iridiscencia de sus ojos, giró lentamente el agarrotado cuello y estudió al detalle cómo se repartía el espacio de la cámara, atenta a descubrir posibles rincones donde pudiera esconderse ella o esperaran agazapados ávidos demonios. Respecto a lo segundo pronto dejó de preocuparse, pues cuatro colosales criaturas se alineaban en parejas de a dos frente al acceso al Templo y al comienzo de la escalera. Como pétreos centinelas, los monstruos habían escapado del primer escrutinio de la hykar, pese a su inmenso tamaño, a causa de su absoluta inmovilidad. La respiración apenas agitaba sus pechos bajo la deslustrada armadura que cubría sus grotescos cuerpos. Los brazos guardaban un imposible reposo mientras sostenían unos gigantescos martillos que en nada desmerecían el tamaño de sus portadores.
Tarani tuvo que soltar una de las manos de la pared y llevársela a la boca para acallar el gritito que estuvo a punto de escapar de sus labios al reparar en los funestos guardianes.
Negó con la cabeza. Imposible. ¿Qué podía hacer ella contra semejantes monstruos? ¿Cómo sortearlos para ascender por la escalinata? Porque pensar siquiera en abatirlos resultaba del todo absurdo, incluso ridículo. No, no, tenía que haber otro medio, alguna manera, algún modo de cumplir lo que había venido a hacer.
¿Pero cómo?
Y el tiempo para pensar se acabó.
Hasta ella llegaron los bien reconocibles sonidos de batalla. Los rayos de sol se desbordaban por la cámara, colándose a través de las aberturas del techo y del despejado acceso cuyo portón décadas atrás había sucumbido a los estragos del tiempo. Y con la luz, también se filtraron los alaridos de muerte y el característico estrépito del metal.
Sus compañeros habían llegado.
Cerró los ojos y elevó una silenciosa plegaria a Anaivih. Más le valía que la diosa la escuchara. Con delicados movimientos apartó una de las manos de su agarre en la piedra y deslizó los dedos por su ropa, hasta que dio con la bolsita que buscaba. La desprendió de un preciso tirón que deshizo los nudos que la amarraban y pronto se hizo con su contenido. Una pequeña perla plateada descansaba en su palma. El obsequio de Faiss. En ella se concentraba el poder redentor que purificaría su cuerpo de la corrupción. Bastaría con que se la metiera en la boca y la apretara con los dientes para que su sagrada esencia se derramara por su interior y la limpiara así de la maldición que pendía sobre su raza. Y tan pronto esto pasara, los monstruosos demonios de allí abajo se percatarían de su presencia. Era un suicidio, Tarani era plenamente consciente de ello, pero moriría en el empeño.
Tenía ya la perla sobre la lengua cuando dos de los centinelas quebraron su hierático reposo. Sin más ceremonia dirigieron sus pasos hacia las puertas del edificio, que abrieron para salir al exterior y después volvieron a clausurar. Ahora ya sólo quedaban dos. Qué importaba, con semejante tamaño uno bastaba para que ante la mera idea de un enfrentamiento cara a cara —o cara a muslo, en este caso— sintiera que le faltaba el aire en los pulmones. Tragó saliva y a punto estuvo de engullir al tiempo la píldora. Reprimiendo toses y arcadas, a duras penas pudo recuperar el mágico remedio antes de que se deslizara irremediablemente por su garganta. Harta de sobresaltos, respiró hondo, exilió de su mente todo pensamiento ajeno a su cometido y relajó los crispados músculos de su cuerpo.
Mordió la perla.
Transcurridos unos instantes algo cambió en la actitud de los guardianes. Rompieron su letargo y se pusieron en posición de alerta, sus crueles ojillos escudriñando las puertas cerradas. Sus hocicos se arrugaron en súbitos espasmos y comenzaron a olfatear la estancia. Cuando el primero dio con el rastro y giró el cuello hacia las alturas, lo último que alcanzó a ver fue cómo la hykar se precipitaba contra él y caía sobre sus hombros, hundiendo con la fuerza del movimiento sendos hojas en sus cuencas oculares. Antes de que el demonio se desplomara, instantáneamente muerto con el cerebro perforado, Tarani se impulsó lejos de él en un intento de alcanzar la escalinata aprovechando el factor sorpresa.
No funcionó.
El segundo coloso de inmediato se interpuso entre ella y el ascenso hasta el pedestal y blandió el colosal martillo en su busca. Despojada de los cuchillos, la hykar se concentró en esquivar los terribles golpes y poner la máxima distancia posible con su iracundo perseguidor. Trató de alejarlo de la escalinata y granjearse así una ruta de acceso, pero el monstruo siempre lograba interponer su formidable corpachón en su camino. Entre salto y pirueta recordó aquella máxima que decía que cuanto más alcance tenía el arma de tu enemigo, más cerca te convenía permanecer de él para aventajarle en tiempo de reacción y velocidad de movimiento. Aquello quizá tuviese sentido de haber contado con su sable, pero desarmada como estaba, la única opción consistía en rehuir el combate. Y, sin embargo, se le ocurrió una idea.
Encomendándose a la Diosa, se arriesgó a que una de las furibundas descargas de la gigantesca criatura estuviera a punto de golpearla, sólo para rodar por el suelo y fingir que estaba herida. De hecho, el martillo sí que había llegado a rozarla, arrancando tejido y piel de su espalda, aunque el arañazo sufrido no revestía gravedad. Pero el demonio había mordido el anzuelo y se abalanzó para rematar a su víctima con un terrible golpe descendente de su arma. Ágil como un gato, Tarani aguardó hasta el último instante antes de reaccionar y arrojarse a los pies de su enemigo. El suelo tembló tras el brutal impacto, haciéndola rebotar, mas logró escabullirse entre sus piernas y corrió hacia los escalones con la intención de subirlos a saltos. No había llegado muy lejos cuando una manaza la agarró del tobillo y, con una sacudida, la hizo volar un buen trecho antes de aterrizar aturdida y magullada a partes iguales.
Cuando quiso moverse una punzada se clavó en su pecho y los pulmones se negaron a tomar aire. Inhaló con un doloroso esfuerzo, para después arrancar a toser y escupir saliva sanguinolenta.
No pudo prestar más atención a la importancia de sus heridas ya que una sombra la advirtió a tiempo de poder zambullirse a un lado y así evitar el embate de la maza. Ésta se estrelló en el espacio que la elfa acababa de abandonar, quebrando las losas del Templo y provocando una lluvia de afiladas esquirlas que abrieron cortes en su carne.
Con heridas tanto externas como internas, la fatiga fue apoderándose de sus extremidades, volviéndolas torpes y pesadas. Sentía cómo el aire raspaba sus pulmones en cada resuello y un pitido se adueñó de sus oídos como presagio de una inminente pérdida de consciencia. Parpadeó repetidas veces para hacer desaparecer las motas que enturbiaban su vista. No tenía remedio, lo había intentado y había fracasado. Nunca podría colocar el Orbe en su pedestal mientras el monstruoso demonio impidiera que se aproximara al escalonado tramo. Y aunque lo burlara de nuevo, no tardaría en atraparla y matarla después. De nada había servido el sacrificio de sus compañeros. Todo había sido en vano. Por su culpa.
Se rindió al fin, bajó la cabeza y espero el golpe definitivo que acabara con su vida. Fue entonces que a su memoria regresaron ciertas palabras: el Ninsda’a Tereh, lejos de su podio, puede emitir un único pulso de luz cada muchos meses, incluso años. Sin nada que perder, Tarani tomó el ajado saquillo entre sus manos y extrajo de entre sus raídas telas el reverenciado Orbe. Lo observó fascinada de su belleza durante unos instantes, perdida en las cambiantes mareas de su interior, pero por mucho que rogó y rezó porque despertara de su letargo, nada sucedió. Permaneció mudo, ajeno a sus desesperadas súplicas, condenándola a su aciaga suerte.
Sin embargo, algún efecto sí hubo de tener, pues la letal descarga que debería haber aplastado su cuerpo, se desvió incomprensiblemente en el último instante e impactó a apenas un paso de donde ella yacía inmóvil y agazapada. Espoleada por un repentino presentimiento, cuando el guardián tironeó del mazo para recuperarlo y atacar de nuevo, la elfa de la sombra alzó una mano y la posó en la rugosa superficie del arma. Al levantar el martillo, el demonio arrastró consigo a Tarani, adherida al oxidado metal por el poder mágico de las bandas de cuero. Y del mismo modo que el niño que, jugando con un insecto, descubre que éste se ha aferrado a su ramita y decide agitarla en lugar de aplastarlo sin más llevado por su primer impulso, el gigante zarandeó a la pequeña hykar, intentando que se soltara.
Tarani no debía demorarse mucho, pues el brazo que utilizaba como anclaje estaba recibiendo un severo castigo y el centinela no tardaría en cambiar de estrategia al comprobar lo inútil de sus tentativas. Rechazó el dolor que recorría su cuerpo y la sensación de vértigo que hacía presa en su estómago y, cuando creyó reconocer el momento idóneo, permitió que su mano se soltara y ella saliera despedida por los aires lejos del demonio; en dirección a la escalinata.
Trató de girar y contorsionarse mientras volaba, con la intención de dar contra los peldaños de la forma menos aparatosa posible. Aún así, el choque fue atroz y el crujido de huesos, inevitable. Incapaz de absorber el impacto por completo, resbaló por los pulidos escalones y quedó suspendida con los dedos del borde, a buena altura del suelo.
Los estrechos peldaños, pensados para ser hollados por pies elfos, se convirtieron en un firme obstáculo para las tremendas botas que calzaba el diabólico guardián. No obstante, nada le impidió rodear la estructura de la escalinata y encarar el lateral donde Tarani forcejeaba para no caer. El martillo retumbó al colisionar contra la pared bajo las piernas de la hykar. Entre violentos accesos de tos, ésta se balanceó y a duras penas logró evitar que el siguiente golpe la alcanzara. Apoyó el pie para impulsarse hacia lo alto, pero tuvo que apartarlo de inmediato cuando otra brutal descarga amenazó con aplastarlo contra la piedra.
Apenas le otorgó el demonio un momento, Tarani desoyó las innumerables protestas que partían de órganos lacerados, músculos desgarrados y huesos fragmentados e hizo un último esfuerzo que nubló sus ojos, pero que la permitió encaramarse a la escalera. Se concedió un mínimo instante para recobrar el aliento y escupir sangre y, afianzándose en codos y rodillas, terminó de ascender el espacio que la separaba de su meta.
Los vociferantes alaridos de rabia del demonio taladraban sus oídos cuando sus dedos, temblorosos, tomaron el Orbe y lo alzaron hacia el pedestal.