22

BAJO TIERRA

Frondas del Ocaso, año 249 D. N. C.

Si en alguna ocasión aquel pasaje había presentado un aspecto sólido y sus galerías se habían mostrado como un ventajoso medio para transportar y almacenar mercancías, todo aquello se había perdido estrepitosamente siglos atrás.

Para empezar, no resultó sencillo localizar una entrada al subterráneo.

Tras un minucioso estudio de los pergaminos, habían recorrido el perímetro de la perdida Aeral en busca de los accesos que aparecían señalados en los mapas. Con el paso del tiempo, capas y más capas de tierra se habían ocupado de cegar el primero de ellos. El segundo lo hallaron en forma de cueva, horadado en la cara de una escarpada pared montañosa. Sin embargo, no se habían internado unos pocos pasos cuando descubrieron que un corrimiento de rocas bloqueaba la entrada. La idea de despejar el túnel resultaba impensable, acuciados por el limitado margen de tiempo del que disponían. Resignados, se vieron obligados a retroceder y buscar otro umbral.

El tercero ni siquiera pudieron encontrarlo.

Fue el cuarto, practicado en un afloramiento rocoso y únicamente obstruido por matorrales y secos arbustos, el que se abrió ante ellos y les concedió paso al mundo subterráneo. También era el que se emplazaba más alejado de la ciudadela, por lo que deberían darse prisa en recorrer sus túneles.

Los hermanos exploradores no tardaron en tomar la delantera y desaparecer de la vista. Pese a las pocas oportunidades que había tenido para tratarlos —o, al menos, contemplarlos juntos—, Dyreah había aprendido a distinguirlos, aunque las diferencias, tal y como vestían, con similar indumentaria y el rostro embozado, eran sutiles y en extremo difíciles de advertir. Si bien ambos avanzaban agazapados y no dudaban en echar cuerpo a tierra cuando la situación lo requería, las zancadas de Arem eran más enérgicas y seguras. No era que a su hermana le faltasen habilidades o confianza, sin embargo, la marcha de Iral parecía más liviana, sus botas se deslizaban sobre la tierra en lugar de hollarla. Además, los ojos de ella centelleaban de un modo que no lo hacían los de su hermano. Ahora que lo pensaba, desde que los conociera, todavía no les había oído pronunciar palabra alguna.

Kyallard caminaba a su lado, sus ojos perdidos en la negrura que se extendía al frente más allá de la luz de las antorchas. Aún así, la semielfa lo había sorprendido en más de una ocasión mirándola, aunque no fue capaz de interpretar las emociones de su rostro marcado. Líder nato y de carácter impasible en el combate, daba la sensación de que la cercanía de Dyreah lo perturbaba. Se había encerrado en un hosco mutismo desde que abandonaran la superficie y los gestos de su cuerpo hablaban de una convulsa lucha interior. Recordó la conversación que habían mantenido días atrás, en el campamento. ¿En verdad podía confiar en él?

Detrás, Se’reim cerraba la marcha. Ceñudo, el hermético hykar permanecía aislado del resto, balanceando la enorme hoja de su hacha a cada paso que daba. A la semielfa nunca le había gustado aquel individuo, sus bruscas maneras, su actitud jactanciosa a la par que distante. Estando al servicio de La Duquesa, Dyreah había conocido a hombres arrogantes como Se’reim, demasiado pagados de sí mismos como para someterse al dictamen de otro. Y, no obstante, el elfo de la sombra acataba con franca sumisión la capitanía de Kyallard. Había sido éste quien insistiera en que los acompañara, pese a las dudas de la semielfa. A la postre había terminado por transigir, pero ahora, encerrada en aquellas oscuras galerías y dirigiéndose hacia un incierto desenlace, temía haberse equivocado.

Y Kylan. Siempre Kylan. Ni siquiera la muerte le había impedido regresar a su lado y velar por ella. Permanecía un paso por detrás, a su derecha, vigilante, preparado para desenvainar las armas y protegerla, al coste que fuera. Y allí estaba ella, arrastrándolo de nuevo al peligro, premiando su lealtad con fría indiferencia y desdeñando su amor. Cuando él murió, Dyreah tuvo que rehacer su vida, acorazar su joven corazón y extraer fuerzas de flaqueza para continuar adelante, sola. Nunca le había mentido, ni jugado con él, con sus sentimientos. Si las cosas habían sucedido de aquel modo no era por su culpa, ella había sido tan solo una pieza más entre muchas en las crueles manos del Destino.

Apretó el saquillo de tela que colgaba del cinturón contra su cadera, suspiró y continuó adelante.

—No te preocupes. Lo conseguiremos.

—¿Qué? —exclamó Dyreah, sorprendida.

Kylanfein había adelantado sus pasos al advertir que ella, distraída, se rezagaba.

—Sólo te decía que lograremos recuperar Aeral —trató de animarla el semielfo—. Parecías pensativa… y preocupada.

La mestiza intentó sonreír, sin éxito.

—Me gustaría tener tanta confianza como tú.

—Deberías, es un buen plan —señaló Kylan.

—Eso espero. O al menos que sea lo suficientemente bueno.

—Piensa que, de no creerlo así, no estaríamos ninguno aquí contigo.

«Salvo tú, Kylan», se dijo con amargura para sí.

—Es precisamente eso lo que me angustia —admitió Dyreah, dando una patada a un trozo de madera.

El suelo del túnel estaba plagado de ellos, restos quizá de algún tipo de irreconocible útil arruinado por el tiempo. Las vigas que sustentaban el galería a intervalos regulares daban la impresión de mantener firmes, aunque el descubrimiento de vías secundarias cegadas por el derrumbe de algunas secciones del techo no contribuía a la calma.

—Quizá no deberíais haber venido ninguno.

Kyallard, que escuchaba en silencio, no replicó, pero el modo en que enarcó una ceja dio clara muestra de su opinión al respecto. La semielfa, que lo observó, lanzó un bufido.

—Dyreah, por favor, escucha —insistió Kylan, no dispuesto a dar su brazo a torcer—. Sabes perfectamente que tú no podrías haberlo conseguido sola.

—Tal vez, pero no estaría exponiendo vuestras vidas en algo que sólo a mí atañe.

Ahora fue Kyallard quien resopló, encarándose con ella.

—Escúchame bien, jovencita —la interrupción pilló con la guardia baja a la semielfa, que no replicó aunque le brindó una fría mirada ante tal epíteto—. Ya ha llegado el momento de que dejes de compadecerte de ti misma y de que sigas pensando que todo el universo gira alrededor tuya. Si esta misión está en marcha y ha reunido a un importante número de los nuestros para llevarla a cabo, no es porque nos apiademos y estemos ayudando a la pobre mestiza a restituir el honor de su difunta madre. No, entérate bien. Es cierto que tú guardabas la clave para culminarlo, pero lo que aquí nos jugamos es la recuperación de uno de los más importantes baluartes elfos del continente. Esto nos atañe a todos, como raza, y no consiste en la mera reparación de una afrenta cometida a la sazón de cuatro siglos atrás. Y, la verdad, no sé para qué me obligas a que te cuente todo esto —añadió, tornando el tono de sus palabras de airada indignación a cansado aburrimiento—, si en el fondo tú eres la primera que lo sabe. De otro modo, no lo habrías planeado de este modo.

Dyreah digirió aquello despacio, asimilando con cuidado el mensaje contenido en aquella llana amonestación. Aún así, habló.

—¿Te molesta acaso que me sienta responsable de vuestras vidas?

—Sí, sí que me molesta —replicó el hykar—, pues mientras no nos hayas engañado para enviarnos a una muerte certera o decidas empuñar tú misma las armas en nuestra contra, nuestras vidas y lo que queramos hacer con ellas nos compete a nosotros y únicamente a nosotros. Bueno, quizá también hasta cierto punto a los dioses —concedió, bromeando—, pero está claro que a ti, no.

Kylanfein permaneció unos segundos inmóvil, desviando la mirada a de uno a otro, alarmado por cómo podría concluir aquel fiero duelo de voluntades. Respiró hondo cuando se percató de que a la semielfa todavía le quedaba algo por decir.

—¿Sabes, Kyallard? —intervino ésta, con desapasionada calma y alzando la barbilla—. Resulta muy difícil respetar a alguien al que no le tiembla el pulso a la hora de abochornarte. Y pese a todo, lo consigues.

—¡Ja, ja! —la espontánea carcajada del avezado guardabosques terminó por despejar la atmósfera de tensión que se había aglomerado en torno a ellos—. Es una de mis dudosas virtudes, mi señora. Mas sólo funciona con aquellos necios con más corazón que cabeza que se empecinan en cargar sobre sus espaldas más peso del que por derecho les corresponde.

—Está bien saberlo, así me dedicaré de inmediato a ponerle remedio a tan nefasta actitud. Y me refiero al error de anteponer corazón a cabeza —aseveró Dyreah con fingida malicia, disimulando el inicio de una taimada sonrisa.

—Hazlo y de seguro que prosperarás en esta vida.

sep

Kylan aún no lo comprendía.

Desconocía qué había sucedido realmente, qué había ocurrido a raíz de la discusión, pero de lo que no cabía duda era de que algo había cambiado entre ellos. Si bien el avance por los túneles resultaban igual de desabrido, incluso más, tras haber tenido que sortear un derrumbe y padecer sus efectos, aquellos dos habían alcanzado una paz de espíritu de lo más envidiable.

Dyreah caminaba ahora más erguida, sus zancadas eran más decididas y la firme determinación se pintaba en su rostro. Por su parte, los recelos de su abuelo hacia la mestiza se habían desvanecido como por arte de magia. Su sonrisa de granuja había regresado, devolviéndole buena parte de su talante habitual.

El medio hykar resolvió que aquello era lo que acaecía cuando dos ciervos dominantes cruzaban sus poderosas cornamentas para consolidar su liderazgo y no sólo escapaban ambos con vida e indemnes, sino que incluso salían fortalecidos tras el encuentro.

Sin el sol como guía resultaba imposible adivinar el tiempo que llevaban bajo tierra, pero como mínimo debían haber transcurrido horas de ininterrumpido movimiento. Reemplazaron una vez más la antorcha consumida y retomaron la marcha. Consultaron en los mapas el itinerario escogido en un par de ocasiones y pudieron constatar por las cámaras y peculiaridades que iban dejando atrás que habían recorrido más de la mitad del camino.

Sin incidentes.

Ésa era la clave, sin incidentes, porque en el caso de ser descubiertos difícilmente podrían abrirse paso a través de una sólida defensa, atrapados en aquellas angostas galerías. Sin duda en cuanto llegaran a su meta y ascendieran a la superficie su intrusión sería detectada de inmediato, pero confiaban que para entonces los suyos estarían provocando tal revuelo en la ciudadela, que su incursión resultara inadvertida.

Víctima de la apatía, Se’reim había afianzado el hacha a la espalda y se entretenía rapiñando nueces y otros frutos que guardaba en sus bolsas. El hallarse bajo toneladas de tierra y roca no parecía afectarlo en lo más mínimo y, de no haber sido reprendido por su líder, hubiera continuado tarareando una desvergonzada cancioncilla popular hykar. Tan próximo su objetivo, era conveniente extremar precauciones. El elfo de la sombra aceptó la restricción con un desganado encogimiento de hombros. Sin embargo, fue el primero en reaccionar a una señal que había pasado desapercibida para los demás. Con el mango del hacha de doble hoja ya entre las manos, observó cómo uno de los exploradores del grupo brotaba de la oscuridad para quedar al alcance de la luz de la antorcha y gesticular unos signos de advertencia antes de sumergirse de nuevo en las tinieblas.

Iral, la identificó Dyreah.

Kyallard se apresuró a apagar la tea, sumiéndolos a todos en la más absoluta negrura. No tardaron en distinguirse tres pares de destellos rojizos, fruto de la visión térmica propia de los integrantes de la raza hykar.

—Dyreah —musitó Kyallard en débiles susurros—. Coge mi mano. Te guiaré en la oscuridad.

—No es necesario —respondió ella sin alzar la voz—. Puedo veros.

Y así era, porque en contraste con el resplandor carmesí de los ojos de los hombres del grupo, los de la semielfa refulgían verdes y llameantes. Ante aquella diabólica visión, el veterano adalid hykar no pudo menos que estremecerse.

Pasados unos momentos de caminar en la negrura, percibieron los indicios que habían provocado la alerta de los hermanos. El eco de un sordo traqueteo retumbaba entre las paredes de los túneles aledaños. A falta de corrientes de aire, lo que fuera que estuviera causando aquel movimiento tenía que estar vivo. Sólo restaba averiguar si se trataba de algún animal, o… de algo mucho peor.

Más habituado a aquellas condiciones subterráneas, fue Se’reim quien, hacha en mano, tomó la delantera.

Con pasos comedidos, casi arrastrando los pies, el elfo de la sombra se internó por la galería secundaria, deteniéndose a cada instante para comprobar su entorno. Toda desgana había abandonado su menudo aunque macizo físico, sustituida por una reflexiva eficiencia que parecía ajena a su carácter huraño. El resto del grupo, que había decidido seguirlo cuando lo perdieron de vista, pudo escuchar con mayor claridad aquel ruido, el chirrido del metal al raspar la piedra. Dyreah se sobresaltó al doblar un recodo y toparse con Se’reim, de espaldas a ellos, inmóvil. Junto a él permanecía Iral, con las manos unidas frente al pecho.

La excavación de aquel pasaje estaba sin concluir, finalizando de forma abrupta en una sólida pared de piedra. No obstante, la reacción del hykar no se debía a esto, sino a que había dado con el origen del sonido. Frente a ellos y hacinados contra la roca desnuda, se amontonaban los cadáveres de cientos de elfos. Reducidos a huesos, algunos se acumulaban aplastados, otros partidos, pero los había que daban muestra de haber sido masticados y roída su médula. Y entre los cuerpos, una enorme rata se esforzaba por arrastrar un jirón de tela del que colgaban los oxidados eslabones de una cadena rota.

—Regresemos —instó Kyallard, no sin antes elevar una silenciosa plegaria en favor de sus almas, prometiendo que, cuando todo acabara, recibirían solemne ceremonia. No serían olvidados.

Cuando retornaron al túnel principal, una extraña percepción se adueñó de sus sentidos. El instinto los conminó a que desenfundaran las armas y se pusieran en guardia. No se equivocaron. Un pesado correteo resonó al frente, mas no fue la única señal de movimiento que advirtieron. Para cuando Kyallard quiso indicarles que se pegaran a las paredes, un demonio ya cargaba contra ellos.

La criatura se mostraba como una ardiente mancha anaranjada a ojos de los elfos, aunque Dyreah distinguía su serpentina morfología de aspecto vagamente canino con espeluznante claridad. Impulsado por sus cuatro extremidades, el demonio recorrió veloz como un rayo la distancia que los separaba y se abalanzó sobre la menuda Iral, que lo esperaba con los cuchillos desenvainados. Apenas un instante antes de que se produjera el choque, Se’reim intervino desde un costado y descargó el hacha sobre el lomo de la criatura, enterrando la hoja en su correosa carne y seccionando la columna con un crujido. Sus nervudas mandíbulas chasquearon convulsivamente en el aire antes de caer muerta a los pies de la exploradora. No hubo tiempo para agradecimientos, pues aquel can infernal no era más que la vanguardia de la cuadrilla que los había descubierto.

Allí dentro el espacio resultaba demasiado reducido para usar el arco, así que Dyreah desenvainó la espada, invocó la protección mágica de su armadura de plata y se preparó para el combate.

¡Se’reim conmigo al frente! ¡Kylan y Dyreah, a los flancos! —organizó Kyallard la disposición del grupo sin vacilar, fruto de la experiencia—. ¡Iral, atenta a las brechas y vigila nuestra espalda! ¡Dónde está ese maldito mago cuando se le necesita!

Sin duda, la presencia de Varashem habría decantado la balanza a su favor. En un entorno tan limitado y actuando ellos de barrera para que nada entorpeciera la ejecución de su Arte, los devastadores conjuros del mago habrían aniquilado a sus enemigos en cuestión de segundos. Pero Varashem se hallaba en la superficie, participando en la maniobra de distracción. Y, a falta de hechicero, emplear en su lugar a un arquero, aunque se tratase de uno con un arco tan prodigioso como el que manejaba Dyreah, no resultaba en absoluto tan definitivo. Tendrían que solucionarlo por las malas.

¡Raur! —alertó, más por la fuerza de la costumbre que para prevenir a los suyos.

El tamaño de la horda que se agolpaba en la galería y forcejeaba para llegar hasta ellos era pasmosa. Lo que en un principio habían creído que se trataba de una simple patrulla haciendo su ronda de vigilancia, reunía en realidad a varias decenas de vociferantes demonios, al menos hasta donde podían ver. Resultaba absurdo pensar que se encontraban allí ante la improbable posibilidad de una incursión subterránea. Kyallard se volvió un instante y dedicó una profunda mirada a la semielfa. Ésta no respondió.

Los estaban esperando.

Sin embargo, apenas a unos pasos fuera del alcance de sus armas, los demonios detuvieron inesperadamente su caótica carga. Algunos tropezaron y se vieron pisoteados por los que empujaban desde más atrás, mas ninguno osó sobrepasar la invisible línea que los separaba de sus presas. El ansia de sangre deformaba sus retorcidos rostros. Una pestilente baba resbalaba por sus colmillos desnudos. Pero no se abalanzaron para dar rienda suelta a sus más bestiales instintos.

Ni corta ni perezosa, Iral aprovechó esta inopinada eventualidad para asir su pequeño arco y descargar una flecha contra la turba. Su víctima fue una histérica criatura que se ahogó entre gorgoteos en su propia sangre por el emplumado proyectil que le había perforado el cuello hasta despuntarle por la nuca. La furia se adueñó de los demonios que rodeaban al caído, patearon el terroso suelo con violencia y chillaron aún con mayor delirio. Mas continuaron sin rebasar la frontera.

Esto envalentonó a la pequeña exploradora, cuyos ágiles dedos pronto reclamaron una segunda flecha de su carcaj. Desconcertada, Dyreah dudó si guardar la espada y echar mano de su arco. No obstante, ni una tuvo ocasión de disparar de nuevo, ni la otra dispuso de tiempo para decidirse.

Las filas demoníacas se abrían aplastando a los suyos contra los muros para granjear el paso de una poderosa figura. Ésta caminaba con paso firme, indiferente a las muertes que ocasionaba su orgulloso avance. Era enorme, dotada de membranosas alas plegadas a la espalda y formidables extremidades. Alcanzada la vanguardia, alzó el puño y gruñó algunas palabras. El grupo de elfos, suspicaces, se prepararon para cualquier estratagema que el diabólico caudillo estuviera tramando.

Una deslumbrante luminosidad recorrió túneles y galerías, cegando a elfos y demonios por igual. Los gritos e imprecaciones se repartieron entre ambos bandos, mas poco a poco los ojos —almendrados algunos, informes los otros— fueron adaptándose a la repentina claridad reinante.

Fue entonces cuando la partida liderada por Kyallard contempló el auténtico aspecto del archidemonio, con cabeza de perro y los colmillos curvos de un cerdo salvaje. Aún así, aquellos pozos de llameante fuego verde que refulgían en sus cuencas hablaban a las claras de su identidad; al menos para aquellos que en alguna ocasión habían sentido escalofríos al contemplar los ojos de Dyreah.

Se hizo el silencio. La intensidad de aquel postergado encuentro eclipsó todo cuanto no fueran ellos mismos, relegados los demás a un segundo plano.

—Saludos, hija —las palabras escaparon ásperas de la garganta de Kuztanharr.

—Padre…

Ligados por lazos de sangre, se estudiaron mutuamente con la mirada.

—Llevo mucho tiempo esperando esto.

—También yo —alegó ella, sin dejarse amilanar—, aunque supongo que por diferentes motivos.

—Me decepcionas —la repudió su progenitor tras examinarla de arriba a abajo—. Confiaba que a tu edad tu presencia ya redundaría en superior majestuosidad. Sólo tus ojos se han avenido a la grandiosa metamorfosis y negado la infame sangre élfica que recorre tus venas. Lamentable.

—Afortunadamente, han sido mis compañeros quienes se han ocupado de que tal cosa no llegara a ocurrir.

—Contemplo con repulsión cómo en tu frente exhibes con orgullo el estigma promotor de tus deficiencias como vástago de mi sangre. Me humillas ante los míos.

Dyreah no creyó ni por un momento que el sentimiento de humillación pudiera ser arrostrado por la arrogante criatura que se alzaba frente a ella, aún menos considerando a la salvaje turba que considera como los suyos.

—Fue mi elección, y lo preferí a convertirme en una bestia sanguinaria regida por primarios impulsos.

—Debo suponer que entonces sí conoces tu verdadera naturaleza —adivinó Kuztanharr—. Una naturaleza que reprimiste mediante usos arcanos y que emparedaste entre los muros de tu propia esencia, condenándola a no poder alimentarse ni satisfacer sus más básicas necesidades. Le impusiste los peores castigos imaginables y, en cambio, cuando logró escapar y probó a saciar sus apetitos tras décadas de cruel encierro, la censuraste por lo precipitado de sus actos. Nunca hubieras sido como ellos —alegó señalando a las huestes bajo su mando—. Perteneces a mi progenie.

La semielfa permaneció unos instantes en silencio, reflexionando al respecto de las palabras del demonio. Tenían sentido, y algo en su interior se lo confirmaba.

—¿Sabes, padre? Es muy posible que tengas razón, que tu interpretación de los hechos sea cierta —concedió ella ante la aprobación del archidemonio—. Es más, estoy convencida de que lo es.

—Dyreah, no… —se apresuró a intervenir Kylan, asustado por el cariz que iban tomando los acontecimientos.

La semielfa lo acalló con un gesto.

—Pero también te diré que, aún a riesgo de equivocarme, no guardo el menor deseo de comprobarlo —el suspiro de alivio que exhaló el mestizo fue audible por todos—. Ésta es la única Dyreah que pienso ser, ahora y siempre.

Los ojos de Kuztanharr relampaguearon de furia. Con los brazos cruzados frente al formidable pecho, retomó el asalto.

—Te dices satisfecha, feliz con lo que eres; un engendro, la bastarda de un demonio, una abominación que estaría mejor muerta. ¿No oyes lo que esos mezquinos de los que te vanaglorias de considerar tus compañeros cuchichean a tu espalda? ¿No ves el temor en sus ojos cuando te miran? —el demonio se percató de inmediato de que había tocado fibra sensible. Continuó presionando—. Eres diferente, nunca serás una de ellos y nunca te aceptarán como tal. Incluso osan juzgar y tachar de corruptos tus romances.

Dyreah tomó aire, dispuesta a estallar en cualquier momento.

—Sí, estoy al tanto de la naturaleza de la relación que mantienes —aseguró—. Y al contrario que aquellos entre los que has resuelto rodearte, yo te aplaudo por tu elección. No eres como ellos, no te diriges por sus absurdas normas. Y has conocido el amor junto a una criatura extraordinaria, al igual que yo lo conocí junto a Nyrie, independientemente de la intransigencia de quienes consideras tu gente. Eres diferente, eres superior, y tus decisiones así lo demuestran.

Mil pensamientos cruzaron por la mente de la mestiza, sobre su madre, sobre Ravnya. Que Kylan fuera incapaz de aceptar los sentimientos que se profesaban entre ellas pesaba en su conciencia como una losa. También le dolían las cáusticas pullas que Varashem le había dedicado por lo mismo, así como muchos otros gestos, como miradas ofendidas, discretos susurros y falsas sonrisas, que sólo advertía de soslayo. Odiaba todo aquello.

Cerraba los puños y apretaba los dientes cuando respondió.

—Qué sabrá un demonio sobre el amor.

—Estúpida —gruñó Kuztanharr, perdida la paciencia—. Aquí termina el juego. Entrégame el Orbe. Ahora.

Dyreah dio un paso atrás sujetando el saquillo de su cinturón con la mano, a la par que sus compañeros tomaban posiciones para protegerla.

—No seas necia. El ataque contra la ciudad estuvo condenado al fracaso antes de empezar. Y en estos túneles no tenéis ninguna posibilidad de sobrevivir —sentenció el archidemonio—. Los sirvientes encargados en todo instante de tu vigilancia anunciaron tu partida del campamento, así como avisaron de tu, pretendidamente secreta, incursión subterránea. Me bastó inspeccionar qué galerías se adentraban en la urbe y limitarme a esperar. Tú misma pondrías el Orbe en mis manos. Así que no perdamos más tiempo con esto. Entrégamelo.

El destello de algo metálico silbó desde una galería secundaria en dirección al caudillo. Reaccionando a una velocidad vertiginosa, Kuztanharr cogió del cuello a una de sus criaturas y la interpuso en la trayectoria. Cuando la flecha se clavó en el cuerpo del demonio, lo tiró a un lado, perdida su utilidad.

—Traédmelo.

La hueste se apresuró, eufórica, a buscar a quien había disparado aquel proyectil contra su señor. No tardaron en dar con él, y pese a que Arem se defendió con uñas y dientes, la superioridad numérica de los demonios terminó por someterlo y arrastrarlo ante Kuztanharr. Una vez a su alcance, la garra del archidemonio rodeó la cabeza del elfo y amenazó con aplastarla.

—Será mejor que te acerques, Dyreah —instó, zarandeando al indefenso explorador como quien agita una marioneta.

La semielfa no necesitó consultar a sus compañeros para saber lo que tenía que hacer. Adelantó un paso, después otro, hasta cubrir la distancia que la separaba de su padre. Satisfecho, Kuztanharr reventó el cráneo de Arem y arrojó el cadáver a los pies de los petrificados elfos.

El alarido de Iral heló la sangre de Dyreah, el primer sonido que escuchaba brotar de los labios de la muchacha. Fuera de sí ante tan absurda muerte, la semielfa desenfundó su espada y arremetió contra el despiadado asesino. Kuztanharr apenas necesitó moverse para atrapar el brazo armado de la guerrera. Acto seguido dio un brusco tirón que desencajó la extremidad del hombro. Con un grito de dolor, Dyreah no logró agarrar por más tiempo la empuñadura de la espada, que se precipitó al suelo.

—Sujetadla.

Conmocionada como estaba, no opuso gran resistencia a las zarpas que manosearon su cuerpo intentando inmovilizarla.

El caudillo se agachó para recoger el arma y la sujetó como si de un mero cuchillo se tratara. Brillaba a su contacto, evidenciando en vano el peligro que el archidemonio suponía. Apoyó la punta en la roca de un rincón del pasaje y descargó un tremendo pisotón sobre la espada inclinada que reverberó por el túnel y provocó que se desprendiera tierra del techo. La hoja de Fulgor se partió con un potente chispazo, desbaratada la magia de la que estaba revestido el acero.

—Esta espada perteneció a Nyrie —señaló encarándose con la mestiza—. Ahora no es más que basura.

Kyallard y los demás nada podían hacer, tan sólo mirar y esperar su oportunidad, conscientes de que el gran demonio podía segar la vida de su compañera del mismo modo que había acabado con la de Arem. Iral, postrada ante el cuerpo de su hermano, sollozaba desconsolada.

Con feroz rudeza, Kuztanharr se apoderó del arco afianzado al hombro de la semielfa. Sin poder moverse, Dyreah tuvo que presenciar cómo sus garras aferraron la oscura madera de Desafío, cada una un extremo, y lo combaron hasta que la extrema tensión lo hizo estallar en una lluvia de astillas.

—Maldito seas… —renegó furiosa la semielfa.

—Otro recuerdo de Nyrie erradicado. Sin embargo, aún nos espera lo más valioso, aquello que jamás debió abandonar su recóndito cautiverio.

Tan pronto la manaza de Kuztanharr se aproximó a la bolsa que pendía de la cadera de Dyreah, ésta se debatió con violencia para impedírselo. Pataleó e incluso su boca probó carne e icor de demonio cuando mordió el brazo que la sujetaba, pero eran varias las criaturas que se prestaban para apresarla y nada pudo hacer para detenerlo.

—¡No te pertenece! —exclamó sin dejar de debatirse.

Una vez el saquillo se halló en su poder, el caudillo dio la espalda a la semielfa y reclamó la atención de uno de sus lacayos, en cuyas manos depositó el objeto. Éste alzó la cabeza para observar a su señor, desconcertado por aquella distinción que tan inesperadamente le era concedida.

—Abre la bolsa y extrae su contenido —le exhortó Kuztanharr—. Hazlo despacio.

El torpe cerebro del demonio fue percatándose de la peligrosa naturaleza de lo que fuera que guardaba el morral en su interior. Y que él, entre todos, había sido escogido para cumplir aquella fatídica tarea. Con mano temblorosa y sintiendo sobre él la amenazadora mirada de su señor, introdujo sus gruesos dedos entre las telas.

Asustado en un principio, su empeño ganó en intensidad mientras el tiempo pasaba y la extrañeza se tornaba franca estupidez en su desfigurado rostro. Fracasada su tentativa, la criatura extrajo su incompetente extremidad.

—Nada… —titubeó al dirigirse a su caudillo—. Vacía.

Encolerizado, Kuztanharr le arrebató el saquillo y él mismo lo examinó. La magia que supuestamente alteraba las propiedades físicas del objeto no se manifestó y el archidemonio se descubrió admirando, asomando al otro lado del reventado contenedor, su propia mano.

Rugiendo a la par que expulsaba espumarajos por la boca, se volvió para izar a Dyreah por la garganta y golpear su cuerpo contra la pared del túnel. Las convulsas mandíbulas del archidemonio se cernían sobre su agitado rostro.

—¿Qué significa esto? —interrogó en apenas inteligibles gruñidos—. ¡Responde!

Una fina sonrisa de regocijo acudió a los labios de la semielfa.

—Tu fin —contestó ella—. Mi libertad.

Receloso de lo que significaban aquellas enigmáticas palabras, Kuztanharr evaluó rápidamente qué riesgos existían, qué podría haber pasado por alto. Nada. Absolutamente nada. Más apaciguado, se dirigió a su ansiosa hueste.

—Matadlos, disfrutad de su carne.

Anulado el mandato que los sofrenaba, los demonios cargaron en una explosión de eufórico griterío contra los elfos, que de pronto se vieron luchando contra una devastadora marea para salvar la vida.

Dyreah, todavía suspendida en el aire por el firme agarre de su padre y sometida a su interrogatorio por la ubicación del Orbe, oyó su cráneo crujir tras un duro impacto contra la roca. Notó cómo la cálida sangre manaba y apelmazaba su cabello a medida que los golpes percutían en su cabeza entre pregunta y pregunta. Sólo tres palabras escaparon de sus labios sanguinolentos.

—Por ti, madre…