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CARGA FRONTAL

Frondas del Ocaso, año 249 D. N. C.

—Despierta, nuane —susurró ella al oído de Anthar. Sus labios pronunciaban cada palabra en la más pura representación de la Nythare—. Pronto amanecerá.

A pesar de lo rápido que se espabiló el kesyan, sus ojos abiertos estudiando ya cada movimiento que se producía en su entorno, la falsa pesadez con la que retiró el brazo con el que rodeaba el torso de Ashara dio clara muestra de su reticencia a levantarse. Gruñó algo mientras se movía, una leve protesta que se ganó la sonrisa de ella y un cálido beso de sus labios.

Libre ahora de la férrea —aunque amorosa— presa, la elfa ridyan se enfundó en sus ropas y escapó del abrigo de las mantas.

La lluvia la sorprendió en el exterior.

Hasta el momento en que las frías gotas resbalaron por su piel, no había advertido el colérico modo en que las nubes liberaban su carga sobre el campamento. Sus sentidos, otrora siempre alerta, se tomaban ciertas licencias cuando se refugiaba bajo las mantas, junto a Anthar.

Permaneció sentada, con los dedos de los pies jugando en la tierra mojada. Esta sencilla práctica que emprendía cada mañana al despertar la ayudaba a despejar la cabeza y poner en orden sus pensamientos. En tanto, su compañero acostumbraba prolongar durante unos instantes su reposo antes de acometer la nueva jornada.

Pero aquel día sería distinto a los demás.

Al fin Anthar asomó la cabeza del abrigo de las mantas y gruñó molesto cuando la lluvia salpicó su rostro.

—Odio la lluvia.

—La lluvia, el calor del verano, la humedad de la costa… Odias todo lo que no sea la nieve y los fríos vientos de tus tierras australes —apuntó certera Ashara.

—¿Y qué tienen de malo? Un día te acuestas sobre un blanco manto y el mismo manto te espera cuando despiertas. Tanto cambio no puede ser bueno, este continuo paso del día a la noche… —se lamentó el kesyan—. No creo que llegue nunca a acostumbrarme.

—¿Significa eso que tan pronto terminemos partirás de regreso al Sur?

—Así lo haría, si pudiera.

—¿Y qué es aquello que te retiene, si puede saberse?

Las claras señales de desafío no se limitaron sólo al tono y porte de la guerrera. La mayor amenaza ardía en el azur de sus ojos.

Anthar no se amedrentó, oponiendo su mayor corpachón a la poderosa fisonomía de la elfa y aceptando el reto de su mirada.

—Deberías saberlo ya —responder tras unos instantes de hierático combate—, pues nada excepto tú podría obligarme a recorrer el Inframundo y que sus llamas me resultaran acogedoramente frescas.

—Y si es tal dices —prosiguió ella, sin ánimos de sentirse complacida—, ¿cómo es que te quejas ahora?

—Bien, no es lo mismo —razonó el elfo, encogiéndose de hombros y poniendo cara de circunstancias—. Aquí está lloviendo.

—¡Pero serás estúpido!

A la imprecación le acompañó una fuerte arremetida que terminó con ambos tirados sobre las mantas y enzarzados en una batalla en la que las telas no tardaron en convertirse en las bajas colaterales de su particular contienda.

—¡Por todos los dioses! ¿No os bastó con lo de anoche? Seguid así y no os quedarán fuerzas ni para sostener las armas. Y me refiero a las de filo.

Desde su posición de dominio, sentada sobre el pecho del guerrero, Ashara le dedicó una hosca mirada al individuo que los había interrumpido.

—¿Qué te importa a ti lo que hagamos o dejemos de hacer, Veren?

Engalanado en coloridos ropajes, el elfo de demente sonrisa los contemplaba divertido, atraído como una polilla a una llama por los exaltados juegos que practicaban sus compañeros.

—En verdad te sorprenderías de cuánto me importa, querida mía —un teatral deje de tristeza secundó a su proclama—. No creo que puedas imaginar cuan solitarias me resultan algunas noches cuando se me niega el favor de vuestra desinteresa inspiración…

Ashara apreció cómo el cuerpo de Anthar se crispaba bajo ella y agradeció tenerlo inmovilizado.

—Me satisface saber que nuestra inspiración cotidiana es capaz de sustentarte, Veren —le reveló, su voz dotada de una inesperada afabilidad—, pues todos comprendemos lo terrible de la funesta lacra que pende sobre tu persona e impide que nadie quiera ni tan siquiera permanecer en tu cercanía. ¿Qué nos explicaste, se trataba de una maldición o de algo puramente natural e inherente a ti?

Veren rió satisfecho ante la destreza de la que había hecho gala Ashara a la hora de devolverle tan ponzoñoso dardo.

—Mucho me temo que, dejando la influencia menor de los dioses aparte, se debe única e ineludiblemente a mí —proclamó sin perder un ápice de su enervante buen humor—. Bien sabe el Equilibrio de Todas Las Cosas que, de no ser así, me vería más que superado para atender las apasionadas solicitudes que indudablemente me serían demandadas.

—Nunca lo pensé de otro modo, por supuesto —agregó ella, con bien soterrada sorna.

—No obstante, que el desespero no te embargue, insaciable mía, pues quizá algún día la Rueda decida girar y se te concedan tus deseos en la forma de mis más aplicadas atenciones. Ah, y no te lamentes tú tampoco, Anthar, quizá la Rueda también quiera girar para ti —terminó con un desvergonzado guiño.

El destinatario de tal gesto gruñó por tercera vez.

—Ahora bien, tratados los temas importantes —retomó Veren—, abordemos el resto. Mientras vosotros retozabais alegremente, se ha dado la orden de ataque.

—¡Qué! —exclamó Ashara a la par que rodaba sobre el torso de su compañero, dejándolo libre. De inmediato ambos reclamaron sus pertrechos para la batalla y se enfundaron las placas a una velocidad endiablada fruto de la experiencia—. ¿Tan pronto?

—En realidad, impartieron las órdenes anoche, pero cuando vine a comunicároslo se os veía tan entregados a vuestra tarea que no quise interrumpiros con asuntos de menor envergadura…

—¡Maldito seas! —le increpó Anthar apretándose los correajes de la coraza—. ¿Y a qué esperas para decírnoslas?

—¿Cómo? ¿Ahora? ¡Bien pensado! —felicitó Veren. Su huidiza cordura no permitía en ocasiones aventurar cuándo bromeaba y cuándo no—. Pues, a temor de equivocarme, creo que ese creciente estrépito que se aprecia no muy lejos de aquí nace de los cascos de las escuadras de caballería capitaneadas por Lorac, que tienen como objetivo abrir brecha por el acceso principal de la fortaleza.

—¿Me estás diciendo que los portones siguen abiertos? —intervino Ashara, amarrando el recio escudo a su antebrazo.

—Eso parece —expuso el interpelado alzando las palmas de las manos en señal de confusión—. De ahí que tras el regreso de los exploradores se apremiara el comienzo del ataque, para no perder el factor sorpresa.

—¿Pero qué factor sorpresa? —exhaló la elfa indignada—. ¡Pero si tan pronto llegamos aquí Varashem ya se encargó de alertarles de nuestra presencia! ¿A ti te parece normal lo que está pasando? ¿Que los demonios se muestren tan tranquilos y mantengan los accesos desprotegidos?

—¿A mí? En absoluto. Es más —añadió—, si alguien me hubiese preguntado, le hubiese explicado que se trata de una trampa.

—¿Y el Orbe? —quiso saber Anthar.

—El grupo de Kyallard ya partió hace un par de horas.

—¿Y a qué esperamos? ¡Vamos!

Los tres elfos corrieron a través del bosque por las vías abiertas en la maleza por el paso de los caballos y no tardaron en alcanzar la linde de la floresta. Lo que les esperaba al otro lado de la barrera de árboles detuvo en seco su carrera.

Las diezmadas fuerzas de caballería se debatían a uno y otro lado del portón principal de la muralla, cercados no sólo por delante y por detrás, sino también desde las alturas, por las hordas demoníacas que los habían rodeado. Perdida la carga inicial y sin haber logrado romper la línea que defendía el interior de la ciudadela, los jinetes se hallaban atrapados ahora por la abrumadora superioridad de los enemigos, que se arracimaban más y más a su alrededor.

Estaban perdidos.

En la distancia, clérigos y magos ejecutaban sus hechizos, unos para socorrer a los combatientes elfos y otros para barrer de los cielos a las sanguinarias criaturas aladas que atacaban desde las alturas. Faiss, Varashem y Janaan blandían su poder arropados por los demás practicantes del Arte. Zithra, junto al resto de arqueros, debía contentarse con elegir con cuidado sus blancos en las almenas de la muralla y disparar alto para no herir por error a los suyos.

Pero las tropas de a pie, las más abundantes, no se movían, a la espera de recibir órdenes. Ashara no las necesitaba.

¡Nir’in sasu! —los espoleó la elfa de rubios cabellos alzando la espada, grito que fue coreado primero por sus dos compañeros y después por el resto de escuadras, que no dudaron en abandonar el refugio del bosque y cargar contra las huestes enemigas.

Un atisbo de esperanza resplandeció en los rostros de los jinetes atrapados, que renovaron sus ataques con mayor vigor y trataron de volver a empujar hacia el interior de la ciudadela.

Demonios calcinados caían al paso de Ashara, con las alas chamuscadas y hediendo a muerte. Mas nada enlentecía su paso, ni las monstruosas uñas que chirriaron al arañar su armadura ni tan siquiera la primera criatura que osó interponerse en su camino. Indiferente, embistió con el escudo por delante aunando el peso de su cuerpo y la inercia de la carrera con tal violencia, que levantó al demonio del suelo y lo arrojó a un lado. Anthar, avanzando en pos suya, a punto estuvo de partirlo en dos de un furioso mandoble de su espadón. A su derecha y un par de pasos más atrás, Veren ejecutaba su fatídica danza, destripando a cuantas criaturas quedaban al alcance del filo de su hoja.

La línea defensiva aguantó la revigorizada acometida. Los grotescos seres exhalaban rabiosos gruñidos y asaltaban a las fuerzas élficas con toscas armas y la fuerza de sus garras, reacios a morir aún cuando terroríficas heridas se abrían en sus deformes cuerpos. Un elfo cayó cuando las suelas de sus botas resbalaron sobre las desparramadas vísceras de un furibundo demonio que aún permanecía en pie. Entre sanguinolentas risotadas, el monstruo no perdió la oportunidad de aplastar la cabeza de su adversario de un pisotón.

Sin embargo, una explosión de fuego y llamas estalló en el corazón de la retaguardia enemiga e hizo retumbar la tierra. La detonación esparció los restos mutilados de las víctimas y su pérfido icor precipitó en forma de abrasadora nube sobre sus camaradas. Un titubeo, un instante de duda bastó para que los atacantes se afianzaran en su empuje y los defensores cedieran terreno, primero un paso, luego dos, para que finalmente la línea se quebrara por varios puntos y lo que antes fuera una sólida formación se tornara ahora en caótica desbandada.

Habían tenido que transcurrir cuatro siglos para que pies elfos volvieran a hollar el noble suelo de la perdida Aeral.

La carga inicial se transformó en una estampida por las calles de la ciudad, conscientes de que cuanto más dispersas quedaran las huestes del Inframundo, más oportunidades tendrían de lograr el éxito de su empresa.

Los jinetes supervivientes espoleaban a sus monturas por el irregular adoquinado de las grandes avenidas, agachándose en algunos casos para sortear las uñas y colmillos que se cernían sobre sus cabezas desde los tejados, y en otros esgrimiendo sus armas en impetuosos tajos contra las criaturas que intentaban derribarlos de las sillas.

Mientras tanto, las tropas de a pie continuaban luchando contra el grueso de las fuerzas enemigas, firmes en su resolución de alcanzar su codiciada meta: el Templo.

Lejos aún y sin vislumbrarlo todavía, los tres elfos de la compañía de Kyallard irrumpían como un ariete contra los reducidos núcleos de resistencia que se alzaban en su camino. Con Ashara tras su escudo, ganándose la atención de los demonios con gritos, y absorbiendo lo peor de los embates, eran Anthar con su contundencia y Veren con su habilidad quienes se encargaban de ocasionar las bajas. No por ello el brazo armado de la elfa dejaba de chorrear nauseabundo icor desde el codo hasta la punta de la espada. Un variopinto grupo de elfos y hykars les seguía manteniendo la formación de punta de flecha y facilitando que, al menos, no les llegasen ataques desde la retaguardia.

Pero las fuerzas iban mermando a causa del cansancio y de las heridas y cortes que, aunque leves, teñían de rojo sus extremidades. Un desgarrón se abría sanguinolento en el poderoso hombro del kesyan, mientras que la intrépida ridyan cojeaba de manera ostensible por un zarpazo que había recibido en la pierna, por encima de las protecciones de la rodilla. Sólo el enloquecido espadachín parecía indemne; y empezó a cantar.

Su voz, rasgada, resonaba por encima del clamor del combate, bajando y subiendo de tono acorde con los barridos siempre certeros que ejecutaba con la espada. Arremetía, saltaba, retrocedía, burlaba y se agazapaba, todo a un tiempo y sin perder el hilo de su sombrío canto, pertinazmente perseguido por el vuelo de su capa. La melodía hizo su efecto y pobló las mentes de elfos y hykars por igual de humillantes imágenes de derrota, de hogares rotos por la ausencia de padres y madres, hijos y hermanos, sus vidas perdidas a causa del transcurso de una batalla que no había cambiado nada, de sanguinolentos despojos amontonados a la espera de ser devorados por sus verdugos en una orgía de triunfador deleite. Nuevas voces exultantes de iracunda indignación se sumaron a las del despiadado rapsoda y fortalecieron con su furia el avance por las calles atestadas de demonios.

Un grueso garrote claveteado se precipitó sobre el rostro de Ashara desde la derecha. Consciente de que de nada le serviría interponer la espada frente a tan brutal acometida, giró el torso y se parapetó tras la metálica superficie de su escudo, dispuesta a bloquear el impacto. Lo salvaje del golpe hizo que le rechinaran los dientes y la obligó a retroceder un par de pasos, el lateral de su cuerpo entumecido, el brazo del todo insensible. Pero esta apertura en la defensa permitió que una segunda criatura se abatiera sobre el flanco desprotegido de Anthar y lanzara sus temibles garras hacia su vulnerable cuello. Con la fémina aún atontada por el choque, fue Veren quien se zambulló entre sus piernas acorazadas y rodó por el suelo encharcado para hundir la punta de su arma en las tripas del demonio. De pronto paralizado, sus ganchudas uñas temblorosas a escasa distancia de la garganta de su víctima y con los ojos desorbitados, el horrendo ser observó cómo el guerrero levantaba su espadón y lo descargaba en un violento tajo contra su hombro. El descenso del arma no se detuvo hasta cruzar la mitad de su torso.

No obstante, la valerosa intervención se cobró su precio en sangre.

El ágil espadachín, mientras pugnaba por recuperar la formación, se vio sorprendido por sendos asaltos simultáneos. Unas poderosas mandíbulas dotadas de afilados colmillos buscaron cerrarse con avidez sobre su cara, en tanto otro ser empuñaba una pica de punta oxidada contra su espalda. Como un gato, arqueó el cuerpo a un lado para eludir la agresión al tiempo que echaba la cabeza hacia atrás para estrellar el pomo de su espada en el hocico de la bestia. No fue suficiente. Los bastos huesos de la mandíbula crujieron astillados tras el estentóreo encontronazo contra el metal. Sin embargo, el extremo embotado de la lanza, después de sortear el engañoso vuelo de la capa y chirriar al toparse con los protectores remaches de la cota de malla, halló finalmente una brecha por la cual penetrar. Veren gritó de puro dolor cuando sintió cómo la punta del arma le perforaba el costado y se retorcía en su carne.

Pero la inercia de la carga estaba lejos de extinguirse. Los combatientes de la retaguardia empujaban a los de delante, por lo que pronto los muertos y los heridos que no podían mantener el ritmo quedaban atrás. Blandiendo su espada y alerta para impedir que las arremetidas enemigas sortearan su escudo, sin aminorar el paso, Ashara apenas pudo distinguir una última imagen del trastornado elfo arrodillado, sujetando con las manos el astil que lo había alcanzado, antes de perderlo definitivamente de vista.

sep

—¡Allí!

La cadencia del combate se había convertido en una monótona sucesión de estocadas y paradas para la elfa. Su mente se había sumergido de manera tan profunda en la refriega que su consciencia había comenzado a distanciarse del caos que la rodeaba. La llamada de su compañero llegó a sus oídos como un grito más, no de dolor, no de agonía, pero sí como otro alarido de los muchos que se daban en el fragor de la batalla. Sólo cuando éste insistió en su reclamo Ashara accedió a alzar la mirada.

—¡El Templo! —voceaba Anthar empapado bajo la insistente lluvia—. ¡Es el Templo!

Sí, el Templo. Una sólida estructura rectangular en su base que hacia lo alto se levantaba en forma de cúpula. Unas amplias escalinatas conducían desde la avenida hasta sus puertas, guardadas por sendas columnas que soportaban el peso de un labrado frontón. Toda la estructura, que debería resplandecer inmaculada como el más puro alabastro, aparecía tan apagada como las nubes de tormenta que techaban el cielo. Los primeros peldaños yacían sepultados bajo el cenagoso barro, el resto estaban sucios y desgastados. Los grabados del frontis resultaban inidentificables por la mugre que los cubría. De las columnas colgaba hiedra, que más que trepar por su superficie de piedra, parecía languidecer desde los capiteles en su agónico final. Sin embargo, aquello que reclamó la atención tanto de la guerrera como del resto de elfos que lo contemplaban fue que las enormes hojas de madera podrida que celaban el acceso se estaban abriendo.

Si este asombroso suceso los espoleó a dar un paso adelante, lo siguiente en ocurrir los obligó a retroceder y contener el aliento.

Dos colosales engendros del Inframundo, tan altos como las pilastras que se alzaban frente a ellos pero infinitamente más gruesos y poderosos, surgieron del interior del edificio. Enarbolaban descomunales martillos de hierro oxidado, indiferentes a su terrible peso. En sus rostros de pesadilla, unos crueles ojillos se abrieron ansiosos al reconocer la naturaleza de sus próximas víctimas.

La turba de demonios que se interponía entre ellos y aquellos dos monstruos, enaltecidos por la presencia de sus campeones, a punto estuvo de dar al traste con la incursión, al embestir contra la primera línea y hacerla recular. Entre la reinante confusión de tropiezos y caídas, afianzados uno en el apoyo del otro, Anthar y Ashara resistieron los primeros momentos del choque y lograron contenerlo. El objetivo estaba demasiado cerca como para fracasar ahora.

Aunaron sus gritos de batalla y arremetieron con todo, Ashara arrollando con su escudo y lanzando estocadas bajas con la espada, en tanto Anthar abría un amplio espacio a su alrededor por la fuerza de sus mandobles. Acobardados en un primer momento por la aterradora aparición, los demás elfos se terminaron sumando a la carga liderada por sus compañeros cuando comprobaron que aquellos monstruosos seres no avanzaban hacia ellos, sino que se limitaban a vigilar desde lo alto de la escalinata. Dotados de una disciplina impropia a los de su raza, aquellos dos guardianes tenían como único cometido proteger el interior de la antigua construcción de indeseadas intrusiones. Implacables, esperaban el momento de actuar.

Y éste llegó, cuando Anthar al decapitar a un par de demonios abrió brecha y Ashara no dudó un instante en precipitarse por ella. La elfa aplastó el rostro de una vociferante criatura que embestía desde su derecha, girando y atravesando su nuca con la punta de la espada. Cuando encaró al frente, se descubrió en la base de la escalinata, sin otros adversarios a su alcance, salvo aquellos dos aterradores que aguardaban ante las puertas nuevamente cerradas del Templo.

No espero. No se detuvo a reflexionar. Llegados a este punto, no quedaba nada en qué pensar. Aspiró hondo hasta donde le permitió la coraza y exhaló un poderoso grito que inflamó la rabia que ardía en su pecho mientras cargaba escaleras arriba.

—¡Ashara!

Anthar embistió con el hombro al demonio que se interponía entre él y su compañera y ejecutó un tajo de regreso que partió el cráneo de la criatura como si se tratara de una sandía madura. Unas garras se cerraron sobre su brazo al descuidar la guardia, pero se desprendió de su presa de un brusco tirón, indiferente a los sanguinolentos surcos que las uñas horadaron en su piel. En su mente sólo cabía la idea de avanzar y reunirse con Ashara frente a aquellas bestias. Y si tenía que morir, moriría junto a ella.

La elfa se defendía ejecutando fintas, pinchando con su espada las titánicas extremidades de los demonios, y realizando temerarias acrobacias cuando descargaban sus mazos en un intento de aplastarla como el molesto insecto que representaba para ellos. Tras sortear un barrido, una inesperada patada la obligó a parapetarse tras el maltrecho escudo y encogerse para absorber el duro impacto. Aún así se vio lanzada hasta los primeros peldaños y sólo su buen equilibrio la salvó de perder pie y caer derribada por la escalinata. Todavía le pitaban los oídos, mas alcanzó a distinguir entre los gritos y lamentos las conocidas pisadas de su amante, subiendo los escalones de dos en dos y de tres en tres. Pronto volverían a estar combatiendo juntos.

Un potente silbido reclamó súbitamente su atención y se obligó a mirar sobre la defensa de su escudo. En el tiempo que ella había salido repelida por el puntapié del enorme bruto, el otro había aprovechado para acortar distancias y enarbolar la maza en un arco oblicuo y ascendente contra ella. Forzada a reaccionar en última instancia, pivotó a un lado para alejar el cuerpo de la trayectoria de impacto e interpuso el escudo, consciente de que de esta desesperada maniobra no saldría bien parada.

Cuando la cabeza del martillo alcanzó el reborde del escudo, éste se abolló en un primer momento, para irse deformando a medida que las ondas de fuerza recorrían el metal, hasta quedar convertido en una ruina arrugada. Amarrado su brazo a él por correajes, los huesos de la elfa recibieron el mismo tratamiento. Un sanguinolento amasijo de acero, carne y huesos astillados colgaba laxo del torso de la guerrera. La espada se desprendió de su otra mano y chocó con estrépito sobre las pálidas baldosas, demasiado pesada ahora para sostenerla. No obstante, Ashara no se permitió caer. Sus piernas no flaquearon, ni se desplomó sobre las rodillas. Permaneció firme, en pie y sin protección, para desesperación de Anthar, al que unos míseros pasos de distancia le impedían tomar partido de forma alguna. El elfo ni siquiera tuvo oportunidad de dar voz a su horror cuando el mazo del segundo monstruo golpeó de lleno el torso de la elfa y arrojó su cuerpo acorazado contra las columnas del Templo.

Sin interrumpir su carrera, Anthar se abalanzó junto a la figura caída de su compañera. No prestó atención a los mortíferos demonios; sólo ella le preocupaba. En aquellos instantes todo lo demás había dejado de existir para el elfo. No dispuesto a creer que hubiera muerto, se arrodilló junto a su cuerpo maltrecho y algo se rompió en su interior al contemplar el espantoso modo en que la armadura, que no se había partido, sí había cedido ante el arrollador empuje y se hundía despiadadamente en su pecho. Fue a alzar la mano para acariciarle la piel y apartarle rubios mechones del rostro cuando Ashara abrió los ojos.

Su gesto de espanto, de absoluta agonía, atenazó al bravo luchador, aunque aún más espeluznante resultaba contemplar cómo la mujer, con los ojos desorbitados, boqueaba intentando llevar algo de aire a sus aplastados pulmones. La súplica de su mirada sobrecogió a Anthar, que de inmediato se puso a forcejear con los cierres de la opresiva coraza.

—¡Resiste!

De la misma forma que anochece, una inmensa sombra se cernió sobre el elfo. El retumbo de las pisadas aproximándose no interrumpió su denodado empeño. ¿Qué importaba morir si estaba en sus manos concederle a Ashara unos cuantos instantes más de vida?

El silbido de proyectiles volando sobre su cabeza lo obligó a mirar. Éstos se clavaban en la dura piel de los demonios, apenas una molestia menor para sus corpachones, pero al menos los mantenía entretenidos. Al otro lado, desde la calle donde combatían los pocos elfos que todavía se resistían a morir, Veren tensaba dolorosamente su arco y disparaba flecha tras flecha, recostado contra una pared. Anthar entonó una muda loa de agradecimiento para sus adentros y siguió tirando de los dañados correajes.

Pero para Ashara se acababa el tiempo.

Los labios de la elfa estaban perdiendo su rubor natural y adquirían a cada momento un tono azulado más intenso. Sus esfuerzos por respirar empezaban a languidecer, mientras Anthar se culpaba por la torpeza de sus manos pringosas de sangre —suya, demoníaca y de ella— a la hora de tratar de liberar en vano unas simples correas cautivas por el metal deformado.

Finalmente, la tensión abandonó la figura de la mujer y su cabeza cayó rendida hacia atrás. Su lucha había terminado.

Por otra parte, Veren no pudo mantener por más tiempo la cadencia de disparos, debilitado como estaba por las graves heridas que sufría, y se desplomó sobre su arco, inconsciente.

Libres de la distracción en forma de hirientes proyectiles, los gigantescos guardianes alzaron los martillos por encima de sus cabezas y los abatieron sobre el guerrero que, inmóvil, esperaba postrado junto al cadáver de su compañera.

Porque ninguno de aquellos malditos elfos traspasaría las puertas del Templo.