20
PLEGARIAS A LOS DIOSES
Frondas del Ocaso, año 249 D. N. C.
El campamento se había dividido en dos.
A un lado, bajo la implacable luz del sol de aquel día, permanecían a la espera los hykars renegados que habían respondido a la llamada de Gara Eiytry, sacerdotisa guerrera de Anaivih. Al otro, elfos de piel clara atendían con diligencia sus deberes bajo los férreos mandatos de Elvhay Sekfize y Maren Lorac. Aquella imagen representaba la pesadilla de toda esperanza de posible cohesión entre ambos linajes.
O la habría encarnado si la discordia o el recelo hubieran sido los causantes de aquel distanciamiento.
Faiss aún se mantenía aparte, junto a un pequeño séquito, sumida en sus oraciones, preparándose para la ceremonia que en breve tendría lugar. En ella, aquellos elfos de la sombra allí reunidos se enfrentarían al mayor desafío de sus vidas: el repudio de la ancestral herencia demoníaca que mancillaba a su raza.
El resultado de aquel ritual era del todo impredecible. Nunca antes se había intentado, pero si de verdad pretendían llevar a cabo la incursión y depositar el Orbe en su sagrado pedestal, no les quedaba otra opción.
Con las primeras luces del amanecer, Kylanfein había sido convocado a una reunión privada, presidida por los líderes espirituales hykar. En ella, al mestizo se le solicitó que relatara sus vivencias en el Otro Lado, fruto de su experiencia única al haber quedado expuesto al poder del Orbe de Luz Eterna y haber regresado al mundo de los vivos.
Una vez las últimas dudas albergadas por las mentes de los principales gerifaltes se vieron satisfechas, dieron comienzo los preparativos.
El primero en presentarse voluntario al ritual fue Kyallard.
Con paso firme, se adelantó al resto de sus congéneres y, con franca humildad, se postró ante Faiss, sacerdotisa elegida de manera unánime para aquel sagrado evento. La elfa de violáceos ojos posó las manos sobre la cabeza del arrodillado hykar y entonó una cantarina tonada en apenas un murmullo. Cumplida esta parte de la ceremonia, tomó el cuenco de barro que le ofrecía una de sus asistentes y lo tendió para que Kyallard bebiera de él. El hykar pudo observar el fluido contenido antes de que se derramara entre sus labios. Con un tinte metálico semejante al mercurio, el líquido se deslizó denso por su garganta, dejando una peculiar sensación de cálido adormecimiento en la lengua y el paladar. La tos no atenazó su pecho ni el estómago se revolvió ante su naturaleza extraña, por lo que respiró con calma. Y esperó.
Todos los allí reunidos esperaron con él, con la idea presente en sus cabezas de que, tal vez, ahora los cabellos del elfo de la sombra se tornarían rubios, la piel se blanquearía y sus ojos adquirirían tonos verdes o azules.
Pero nada ocurrió.
Los ojos del guardabosques no perdieron aquel indómito matiz rojizo que caracterizaba su forma de mirar, ni sus blancos cabellos llegaron a teñirse en modo alguno. La pálida cicatriz que recorría su rostro aún resaltaba contra la negra piel.
—No me siento diferente —declaró Kyallard, examinando las palmas de sus manos.
—Alégrate, hermano —intervino Gara—, pues la alternativa no te hubiera resultado en absoluto apetecible.
—Supongo que no —sonrió con picardía y se giró hacia la expectante concurrencia—. Y bien, ¿quién es el siguiente?
Fue Kylan quien siguió los pasos de su abuelo.
Dada su condición de mestizo, también se ganó la atención de los presentes, pero la evidente falta de síntomas adversos en su persona tras la inoculación, terminó de envalentonar a los renegados elfos de la sombra allí reunidos. Uno a uno fueron bendecidos por la gracia de Anaivih y permitieron que el sagrado bálsamo obrara el cambio en su interior. Tras la experiencia, hubo quienes no dudaron en afirmar que ahora se sentían más fuertes, vigorizados, más vivos. Fuera cierto o no, aquel aumento de confianza les resultaría muy ventajoso a la hora de afrontar el reto que pronto pondría sus vidas en juego.
—Dyreah.
La semielfa había asistido al ritual atesorando en su corazón sus propios temores. Difícil resultaba olvidar que en cierta ocasión el Orbe despertó de su letargo por su mano, con funestos resultados para Kylan. Tras el aparente éxito del oficio y acallados sus miedos más inmediatos, se había retirado en busca de algo de tranquilidad.
Se hallaba sentada sobre hierba silvestre del bosque, alejada de todos, sus manos enterradas bajo la hojarasca, la cabeza perdida en sus pensamientos. Parpadeó molesta cuando al alzar la mirada hacia el recién llegado los rayos del sol perforaron con hiriente implacabilidad lo más hondo de sus singulares ojos carentes de pupilas. Quizá había escuchado los pasos de Kyallard antes de que se aproximara, pero en caso de haber sido así su mente no había querido advertirla de su llegada.
—Espero no interrumpirte —se disculpó el avezado guardabosques.
Dyreah hizo un ademán, tratando de expresar, dadas las presentes circunstancias, lo absurdo de tal posibilidad.
—No hacía nada. Al menos, nada útil.
—Pensabas en ella —concluyó él. No creyó necesario indicar a quién se refería.
—Pensar es todo cuanto puedo hacer —señaló Dyreah apresando en sus puños hojas y tierra húmeda.
Kyallard permaneció observándola durante unos largos momentos de silencio compartido.
—¿Querías algo? —interrumpió ella, con el ceño aún fruncido por el efecto de la luz que bañaba su rostro y lo incómodo de la postura.
El hykar no pidió permiso para sentarse con las piernas cruzadas frente a ella. Sólo cuando se hubo arrellanado placenteramente sobre el terreno y pudo dedicar unos instantes más a observarla, decidió responder.
—Comprender. Comprender por qué, después de tanto tiempo, es tan sólo mirarte y desear de igual modo matarte y estrecharte entre mis brazos.
Ante aquella cruda declaración Dyreah no contestó, pero en sus ojos rieló una peligrosa advertencia.
—No te confundas, ni me tomes por alguien como Veren —la aplacó Kyallard—. Esto no tiene nada que ver contigo. Y, al mismo tiempo, lo tiene que ver todo.
—Será mejor que te dejes de acertijos y hables con claridad —el tono de su voz había descendido de forma considerable.
El elfo soltó un bufido. Sus labios se abrieron en una sonrisa carente de diversión.
—Te conozco desde que eras apenas una niña, Dyreah. Y odié cada día que tuve que contemplar tu rostro. Aún lo hago.
—No sé de qué me extraño —intervino le mestiza, haciendo intención de incorporarse—. Siempre que me encuentro con un hykar, éste trata de matarme. No perdamos más tiempo y acabemos con esto cuanto antes.
Kyallard no se movió ni hizo frente a la espada que se desenvainaba en su contra.
—Es posible que este combate sirviese para enterrar muchos de mis fantasmas, pero ningún final arreglaría las cosas. No, Dyreah, no te he cuidado durante tantos años para convertirme ahora en tu ejecutor.
—No sé de qué demonios estás hablando y, la verdad, ni me importa —sentenció sin bajar la guardia—. Creo que sólo son los desvaríos de un pobre loco que ha perdido el norte.
—Quizá sea un pobre loco, pero no pienses que miento o no sé lo que digo —apretó los dientes con fuerza—. Mientras permanecías en aquel acuartelado caserón no tuve que preocuparme. Nada conocías de tu destino y el hombrecillo nunca se atrevería a contarte la verdad. Cómo hacerlo, si tú eras para él su bien más preciado. Pero llegaron ellos y todo se descontroló. Te hablaron de Nyrie, de su falta, de su misión. De tu misión. De lo que se esperaba de ti. ¿Pero quién crees que veló por ti cuando quisiste escapar de los demonios que os emboscaron en el túmulo de tu madre? ¿Quién deslizó ese primer kahn por tu brazo para protegerte de tu herencia? Te derrumbaste entre unos arbustos, en el bosque, mas no hubieras visto otro amanecer de no haber sido por mí.
El arma tembló en la mano de Dyreah.
—Y, cuando tiempo después, decidiste hacerle una vista de cortesía a tu padre, en tu camino te cruzaste con Deenaeh. Qué gran compañera fue la azareth. Con qué facilidad se ganó tu confianza y nos permitió tenerte vigilada mientras los lacayos de tu verdadero progenitor trataban de darte caza. Pero no tenías que preocuparte de nada; yo mismo despaché a aquellos demonios.
—Fuiste tú…
—Sí, fui yo, entonces y todas aquellas otras veces, siempre al margen, siempre fuera de tu vista, pero siempre atento y preparado para acudir en tu auxilio —por un momento pareció que su mirada volvía a extraviarse—. Dioses, os parecéis tanto…
Fue en aquel instante cuando la semielfa pareció entender el origen de todo aquello.
—¿Sabes? No eres el primero que me mira de ese modo —indicó Dyreah, rememorando aquella misma expresión en los rostros de Giben y del difunto Furanthalas—, aunque sí el único que a causa de ella pretende matarme. Y a estas alturas, tras todo lo ocurrido, dudo que estés aliado con mi padre. Sí, cuánto te recuerdo a ella, ¿verdad?, a pesar de que ella era una elfa pura y yo una mestiza. Acabemos con esto de una maldita vez. No sé qué te hizo ni me importa, pero yo soy Dyreah, no Nyrie, así que más te vale que termines con esto.
Ante aquella súbita explosión de rabia contenida, un gesto de extrañeza se dibujó en los rasgos del hykar.
—¿Nyrie? Pero si yo…
—¡Señor! ¡Señora! —agregó el elfo recién llegado a la carrera cuando se percató también de la presencia de la portadora de la legendaria armadura. El bochorno por haber interrumpido aquella reunión privada se veía superado por la urgencia de sus noticias—. ¡Os están buscando por todas partes! ¡Tenéis que venir! ¡De prisa!
—Calma, calma. —Kyallard se recompuso al punto y tomó las riendas del asunto con la facilidad que sólo concede la experiencia—. Respira un poco y cuéntanos qué sucede.
—Los exploradores, señor —respondió con voz entrecortada, falto de hálito—. Han regresado, o al menos en su mayoría. Traían muertos y heridos con ellos.
—¿Un trampa? ¿Se aproximaron en exceso a la ciudad y fueron descubiertos?
El elfo de la sombra no creía posible aquello. Los exploradores eran hykars que habían sido cuidadosamente elegidos de entre la partida de Gara Eiytry y se les había advertido de la extrema cautela con la que debían proceder.
—No, señor —el dalyan confirmó los pensamientos de Kyallard—. Al parecer, se toparon con una avanzada de los demonios. En los alrededores del campamento.