19
LOS PREPARATIVOS
Frondas del Ocaso, año 249 D. N. C.
Sin duda, los esperaban.
Los diferentes grupos de exploradores cumplieron su cometido al satisfacer los vitales protocolos de reconocimiento mutuo. Una vez identificados como aliados, los miembros de la compañía fueron conducidos hasta el interior del perímetro establecido y asegurado por el contingente elfo.
Para Dyreah, que había permanecido ajena a todo aquel trasiego efectuado por los diestros rastreadores, aquella multitud de elfos había brotado del bosque como por arte de magia.
A diferencia de las tropas humanas, los elfos no talaban árboles para delimitar los confines de sus campamentos ni encendían hogueras para cocinar y resguardarse al calor del fuego. Sus asentamientos se levantaban y se abandonaban no sólo con total premura, sino que tras su partida no dejaban tras ellos el menor rastro de una estancia previa.
—¡Kyallard Fae-Thlan!
Tanto la mestiza como el resto del grupo se giraron para descubrir el origen de aquella virulenta llamada. Kyallard se adelantó un par de pasos para interceptar el enérgico avance del engalanado oficial ridyan.
—No tengo por costumbre esperar cuando se me convoca, siendo mis servicios requeridos —increpó en la Nythare.
—No fueron precisamente los vuestros los servicios que solicité, Maren Lorac —replicó con aspereza el veterano hykar recurriendo al Aekhano, aunque no dudó en atenuar el tono de su voz para evitar conflictos inútiles—. Sin embargo, tenéis razón respecto a nuestra tardanza, así como a nuestra urgente necesidad de efectivos. Mis disculpas, capitán.
—Sea —aceptó el militar en la lengua humana, al parecer aplacado en su orgullo.
Veren se aclaró la garganta, dispuesto como siempre a añadir algo más, pero la severa mirada que recibió de su líder logró acallarlo; al menos, por esta vez.
Maren se encaminó hacia el interior del campamento, con la intención de atraer consigo a Kyallard y dejar atrás a los demás. De por sí ya le resultaba suficientemente desagradable tener que vérselas con aquel elfo de la sombra que con tanta facilidad conseguía sulfurarle, pero no estaba dispuesto a tratar también con la chusma que le seguía.
—Si los informes que hizo llegar a la Serena Corte son correctos —en sus palabras se advertía su escasa confianza de que así fuera—, nuestra única posibilidad es organizar un único ataque fulminante, antes de que se percaten de nuestra presencia y consoliden sus defensas.
—Estaría de acuerdo, de no ser porque ayer nos vimos envueltos en una escaramuza, cerca del Claro de la Luna Partida. Habrá que replantear la estrategia.
—Aeral. Si en verdad pretende reconquistar el antiguo enclave, mejor será que lo denominéis como tal y reneguéis de tan vil designación —recalcó con gravedad—. Y también sería de agradecer que, en la medida de lo posible, no allanarais la labor de nuestros enemigos en su afán por descubrirnos.
—No creo que sea preciso recordarle el tiempo y entrega que he dedicado a llevar a cabo esta misión, capitán.
—Tan sólo os pido un mínimo de diligencia en vuestros movimientos —agregó Maren con zahiriente intención—. Pero dejémoslo estar y ciñámonos a lo que nos concierne. Las cinco escuadras que me han acompañado desde Alyanthar…
—¿Cinco escuadras? —interrumpió Kyallard—. ¿Tras varios siglos de tediosa espera disponemos al fin de la oportunidad única de reclamar uno de nuestros más llorados baluartes de manos de nuestros abyectos enemigos, y desde la Isla deciden enviarme tan sólo cinco escuadras de apoyo?
Kyallard había ido alzando progresivamente la voz hasta terminar en una exclamación que despertó el interés de buena parte de las fuerzas allí reunidas.
—Y mejor será que se sienta complacido porque estemos aquí y hayamos acudido de forma tan apresurada —sugirió en apenas un susurro, tratando de recuperar la privacidad perdida—. No es menester de la Serena Corte tomar en consideración peticiones tan… extravagantes, como ésta.
—Entonces ahora comprendo por qué hasta hoy no se ha recuperado ningún asentamiento desde la Gran Retirada —acusó rabioso el hykar.
Lorac puso freno a las ácidas invectivas que pugnaban por escapar de su boca y en su lugar optó por jugar la mejor de sus cartas.
—Ignoraré vuestras desleales palabras como el necio arrebato de un renegado que se ve superado por las circunstancias que le rodean. De todos modos, si os presto oídos es por una mera cuestión de cortesía, dado que, además de haber sido designado personalmente por los merecedores de la Serena Corte, mis tropas son en número las más numerosas y las mejor preparadas para llevar a buen fin esta empresa.
La reacción que menos podía esperarse el altivo oficial ante su declaración, era que Kyallard dibujara en su rostro marcado una fina sonrisa de satisfacción.
—Estáis en lo cierto, al menos en lo que concierne a vuestras fuerzas —reconoció el seguidor de Anaivih—. Y no seré yo quien ponga en duda la autoridad que ostenta Alyanthar en estas cuestiones.
—Está bien que así lo admitáis, pues…
—Sin embargo —le interrumpió—, hay algo que deberíais saber.
—No entiendo qué…
Ante el desconcierto de Maren Lorac, Kyallard alzó una mano pidiéndole paciencia y desvió la mirada en dirección a los retirados miembros de su compañía.
—¡Dyreah! Sí, por favor, acércate.
La semielfa dedicó un gesto de confusión a Tarani, a lo que ésta respondió encogiéndose de hombros. La misma perplejidad advirtió en las caras del resto del grupo. Sin motivos para no acudir a la llamada, Dyreah se aproximó al lugar donde departían los dos elfos.
—Desconozco qué pretendéis, Fae-Thlan —indicó receloso Lorac en tanto se acercaba la mestiza.
—Tan sólo deseo presentaros a la mujer que es la pieza fundamental e indispensable de esta tentativa. Sin ella, tratar de reconquistar Aeral carecería de sentido.
—¿Debo suponer que es ella quien recobró el divino Ninsda’a Tereh?
—Sí, ella guarda el Orbe de Luz Eterna —reveló Kyallard—. Y lo que no es el Orbe.
—¡Es sura! ¡Una semielfa! Y sagrado sea Alaethar, ¡sus ojos!
Dyreah se había aproximado lo suficiente como para escuchar la imprecación del elfo ridyan. Entornó los ojos, preparada para hacer frente a los prejuicios de costumbre.
—Vuestra vista no os engaña, capitán. Os presento a Dyreah Anaidaen —el hykar no dudó en hacer hincapié en el apellido.
La furia prendió en el esbelto elfo. Las manos se cerraron en duros puños y su semblante se crispó en iracundo gesto. No resultó difícil distinguir cómo sus labios pronunciaban en silencio las infames sílabas de aquel condenado linaje.
—Dyreah —prosiguió Kyallard—, el oficial aquí presente es el capitán Maren Lorac, venido junto a sus escuadras de Alyanthar.
La mestiza lo saludó con una somera inclinación de la cabeza, aún sin saber qué sentido tenía todo aquello.
—Hykar… os estáis excediendo en vuestras burlas —logró articular Lorac, dividiendo su atención entre el líder rebelde y la mujer recién llegada.
—Si os hubierais tomado la molestia de leer los informes que envié junto a mi extravagante petición, tendríais conocimiento de que fue Dyreah Anaidaen, hija de Nyrie Anaidaen, quien dio con el perdido Orbe y ha puesto su empeño en restituirlo al lugar que nunca debió abandonar. Es, por así decirlo, un acto tardío de redención familiar.
Entre bocanada y bocanada de aire, el oficial asentía con bruscos movimientos mientras se afanaba por recobrar su habitual aplomo. Aunque al elfo de la sombra aún le quedaban sorpresas por desvelar, fue el militar quien retomó la palabra.
—Dyreah Anaidaen, como oficial electo de la Serena Corte para dirigir esta campaña, os ordeno que me hagáis entrega de modo inmediato del sacro Ninsda’a Tereh.
La semielfa ya había abierto la boca para darle una pronta respuesta, cuando Kyallard se apresuró a intervenir.
—Me temo que no detentáis autoridad alguna sobre esta mujer, capitán Lorac —informó flemático—. Es más, sois vos quien estáis bajo su mandato.
—¿Qué nueva estupidez proclamáis ahora, Fae-Thlan?
—Sólo trato de ahorraros una equivocación, nada más —atemperó alzando las manos en gesto de inocencia—. Y si no me creéis, tan sólo estudiad los grabados en su armadura. Si no te importa, Dyreah…
Comprendiendo por fin qué rumbo tomaban los tejemanejes del hykar, la mestiza invocó el poder de sus brazales de plata y permitió que el mágico metal revistiera, protector, su figura. Maren mostró una actitud indiferente ante el asombroso portento, pero la incredulidad se apoderó completamente de su pensamiento cuando distinguió el dibujo del blasón que resaltaba en bajo relieve en la placa del pecho.
—Vain Sin-Tharan Agn Dalein —articuló el elfo con temor reverencial.
—Así es, y como portadora de esta legendaria armadura, que la designa como favorita de los dioses, y mientras no se halle presente en esta ofensiva ningún miembro de la Serena Corte. —Kyallard tomó aire antes de concluir su locución—, será Dyreah Anaidaen y sólo Dyreah Anaidaen, quien comandará la totalidad de las fuerzas de esta incursión.
La estupefacción de Maren Lorac sólo se vio superada por la de la propia semielfa.
Lo que ocurrió a continuación pareció escapar de las más absurdas y delirantes fantasías de la mestiza.
Ante su total desconcierto por el descabellado giro que habían tomado los acontecimientos, los distintos líderes y capitanes de las fuerzas allí reunidas procedieron a rendir honores y ponerse bajo las órdenes de Dyreah.
En primer lugar, y afrentado en su pundonor, fue Lorac quien aceptó someter, su persona y el contingente que traía —una compañía elfa ecuestre, dos de infantería, otras dos de arqueros, más tres magos de batalla, para un total de cuarenta y ocho hombres con la refinada librea imperial—, a la autoridad recién adquirida de la semielfa. A éste le siguió una severa ridyan de rostro imperturbable y acerados ojos grises, al mando de dos compañías mixtas de guerreros cuerpo a cuerpo y a distancia. Su nombre, Elvhay Sekfize. A Dyreah le sorprendió encontrar a una semielfa entre sus bien disciplinadas filas, de gran parecido a su capitana, salvando las diferencias derivadas del mestizaje, aunque de mirada más cálida. Gara Eiytry fue la encargada de representar a la partida de hykars renegados seguidores de Anaivih, que pese a su solemnidad prestó una complacida sonrisa tanto a Dyreah como a Kyallard, que aguardaba a su lado. Los demás elfos que habían acudido a la llamada acudieron disgregados a ofrecerle sus armas y, por qué no, para admirar en persona la mítica armadura que portaba la semielfa.
El total de las fuerzas convocadas rondaba la centena. El veterano guardabosques desvió la mirada al cielo y elevó una plegaria. ¿Serían suficientes?
Pronto lo averiguarían.
—¡Nuestro objetivo es alcanzar el Templo!
Aquella reunión le estaba provocando a Dyreah un profundo dolor de cabeza.
Llevaban horas discutiendo cuál sería el mejor método de asaltar el Claro de Luna Partida, el actual enclave demoníaco que antaño constituyera la perdida Aeral. Lorac insistía en una incursión firme, con la suma de todos sus efectivos en un ataque frontal en forma de punta de flecha hasta el corazón de la urbe. Gara optaba por beneficiarse de la noche —pronto Anaii estaría ausente en la bóveda celeste— y que la oscuridad los amparase en su entrada. Elvhay escuchaba y guardaba silencio.
Kyallard se llevó las manos al rostro para masajearse la frente con la yema de los dedos. Al menos, con su exclamación anterior, había conseguido ganar la atención de los presentes.
—Recordad, el fin último no es conquistarla, sino flanquear sus muros y llegar hasta el Templo —sofrenado su empuje, el tono de su voz invitaba a la reflexión y al entendimiento—. Una vez en su interior, alzar el Ninsda’a Tereh hasta su devoto altar debería restablecer la pureza del santuario y del resto de la ciudad.
Unos instantes de mutismo prosiguieron a sus palabras mientras su sentido calaba en las mentes de los líderes congregados a cielo abierto.
—Dyreah debe llegar hasta allí, para depositar el Orbe —con un gesto, el hykar señaló la desastrada bolsa que pendía de la cadera de la semielfa, que reclamó la atención de todos. Entre azorada y recelosa, ella depositó una mano protectora sobre el mágico contenedor.
—¿Acaso pensáis que los demonios van a dejar que se pasee felizmente por el lugar? —replicó Lorac con ironía—. Precisamente la de ella será la primera sangre que deseen cobrarse.
—Por ese motivo tenemos que asegurar su supervivencia.
A Dyreah le resultaba de lo más molesto que hablasen de ella como si estuviera ausente, pero apelaba a su paciencia para mantenerse en calma.
—Dado que el poder del Ninsda’a Tereh es capaz de erradicar todo atisbo demoníaco en una amplia área —intervino la elfa de la sombra, pensativa—, ¿no sería posible liberarlo desde este mismo momento y que sea su divino fulgor el que nos brinde paso franco hasta el Templo?
—Ojalá fuera tan sencillo —decidió hablar Elvhay Sekfize—. Según los antiguos registros, el Ninsda’a Tereh puede emitir un único pulso de luz purificadora cada varios meses, incluso años. Sólo enclavado en su sagrado pedestal es capaz de propagar su gracia eternamente.
Oído esto, Dyreah se alegró de haber confiado siempre en sus armas a la hora de enfrentarse a demonios. Sin embargo, reconoció para sus adentros que este posible empleo del Orbe nunca se le había pasado por la cabeza.
—Entonces, la única opción es una ofensiva en toda regla —expresó Lorac—. Dudo que las sutilezas tengan cabida en esta misión. Sólo un completo exterminio…
Kyallard exhaló un sonoro bufido de disgusto.
—Pronto olvidáis que la proporción de nuestras fuerzas es de uno por cada cinco de ellos en el mejor de los casos. Lo que planteáis es un suicidio.
—Esperad —interrumpió Dyreah antes de que volviese a estallar una discusión que no conduciría a ninguna parte. El capitán estuvo a punto de replicar airadamente, pero logró refrenarse a tiempo—. Oficial Lorac, entiendo que sea necesaria una incursión frontal si queremos abrir brecha entre sus filas, y cuanto más pronto, antes de que nos descubran, mucho mejor. Pero también comprendo que aprovechar el sigilo para promover una situación ventajosa, dado lo complicado de nuestra posición, no es algo que debamos despreciar a la ligera. Y como bien decís, en cuanto me localicen se lanzarán a por mí sin miramientos.
Con los ojos de todos posados en ella, tomó aire y despejó las ideas que revoloteaban por su mente antes de continuar.
—¿Habéis traído con vosotros mapas detallados de Aeral? Porque nosotros localizamos en la biblioteca de Alantea el bosquejo de un mapa de los almacenes de aprovisionamiento de la ciudad, pero bastante difuso e incompleto.
—Sí —confirmó Elvhay—. Son de antaño, anteriores a su caída. Y sólo Alaethar sabe lo que quedará en pie tras tantos siglos de ocupación. Pero sí, disponemos de mapas detallados, del subsuelo y de la superficie.
—Entonces escuchadme —un brilló de esperanza relumbró en los inquietantes ojos de la mestiza—, porque quizá tengamos una oportunidad.
—Dyreah.
Finalizado el cónclave y ya decidida la estrategia a seguir, los diferentes integrantes a la misma se reunieron con los suyos para impartir las órdenes oportunas en vistas al inminente ataque. Dyreah, por su parte, optó por alejarse de los demás.
Caminaba por el perímetro exterior del campamento cuando sus erráticos pasos la llevaron a cruzarse con Kylanfein. Fue el mestizo quien primero reparó en ella.
—Hola, Kylan.
Cruzaron miradas, mas las palabras parecían morir antes de escapar de sus labios.
—Enhorabuena por tu… nombramiento —felicitó el medio hykar.
—Créeme si te digo que podrían haberse quedado con él —negó ella con la cabeza—. Sólo quiero acabar con esto, de una vez.
—Y… marcharte.
—Y marcharme.
El viento soplaba manso entre las hojas, sumando su arrullo a la sosegada vida del bosque. Sin embargo, a pesar de su bucólico rumor, nada podía salvar el insondable abismo que se abría entre ambos.
—Oye, Kylan —quebró ella el incómodo silencio, decidida a cambiar de tema y poner fin a aquel engorroso lance—. ¿Has visto a Tarani? Estoy buscándola desde hace rato y no la veo por el campamento.
—Sí, salió a cazar. Dijo que la espera la ponía nerviosa.
Dyreah asintió con un cabeceo. Pero Tarani no era la única con la que quería hablar.
—¿Y Kyallard?
—¿El abuelo? Ven, te llevaré hasta donde está —dudó el semihykar—. ¿Sucede algo?
—Nada —restó importancia, aunque su mano no dejaba de toquetear la pulsera de ámbar mientras caminaban—. En realidad sí. Es por el kahn.
Kylanfein detuvo sus pasos para examinar con preocupación primero la luminosa joya y después a la propia semielfa.
—No se habrá roto, ¿verdad? ¿Has notado alguna sensación extraña? ¿Algún cambio?
Dyreah se zafó con rudeza del escrutinio, volviendo a ponerse en marcha.
—Todo está bien, deja de preocuparte.
—¿Entonces cuál es el problema? —insistió el mestizo.
—¿Hay algún problema?
Kyallard les había salido al paso y ahora los observaba con curiosidad, tras haber escuchado las palabras de su nieto. Kylan estuvo en un tris de contestar, pero entendió que era la semielfa quien debía responder. Dyreah titubeó durante un instante, pasando la mirada de uno a otro, indecisa de si era conveniente que confesara sus temores.
—¿Y bien? —se interesó el hykar—. ¿Dyreah?
—Es sobre el kahn. —La mestiza alzó su mano, solicitando que no la interrumpieran hasta que terminara de hablar—. Durante la lucha, cuando nos atacaron los demonios, me asusté.
Kyallard cruzó sus brazos y se dispuso a escuchar con atención.
—No. No me refiero a temor por luchar —ella quiso aclararlo ante la duda—. Pero sí hubo un momento, cuando me hirieron en el brazo, que me aterrorizó la idea de que… la pulsera se rompiera.
—Ajá.
—Vacilé, me preocupé más por proteger mi brazo que por esgrimir la espada —prosiguió angustiada—, y Tarani estuvo a punto de pagar por ello.
—Está bien, calma, lo he entendido. Y tras haber contemplado en lo que te convertirás si pierdes esa alhaja, no me cuesta en absoluto imaginar el alcance de tus temores.
Dyreah cerró los ojos con fuerza y suspiró profundamente, recuperando poco a poco la tranquilidad y el hilo de sus pensamientos.
—Tiene que haber algún modo de que deje de depender de esta pulsera —imploró la mestiza—. Si no, acabaré volviéndome loca.
El curtido guardabosques no contestó en un principio. Se quedó pensativo, sujetándose el mentón con el puño, en tanto Dyreah vigilaba su rostro con desespero. Kylan también lo observaba esperanzado, rogando porque su abuelo dispusiera de algún medio para ayudarla.
—Quizá… quizá exista un modo —aventuró Kyallard, aún inseguro—. Mas implicará sus riesgos.
—Los acepto, cuales sean —aseveró ella.
—Bien, entonces vayamos a hablar con Faiss.
Dyreah ignoraba qué podía haberle contado Kyallard a la sacerdotisa de Anaivih, pero cuando abandonó la tienda sus ojos de habitual mirada perdida exhibían una firme resolución.
Solicitó que la semielfa se desprendiera de los brazales de plata, así como de cualquier otro objeto de naturaleza mágica que llevase encima. Eso incluía el saquillo donde guardaba el Orbe de Luz Eterna. Antes de realizar este paso, Dyreah quiso hablar durante unos momentos con Kylan y Kyallard, también con Tarani, que recientemente había regresado de su partida de caza. Cuando hubo expresado todo cuanto tenía en mente, la mestiza deshizo los nudos que sujetaban el contenedor arcano y se preparó para lo que fuera que pensaran hacerle, procedimiento que ni el hykar ni Faiss habían querido explicarle. Tampoco supo por qué era necesaria la participación de Varashem en el ritual.
Entonces, la sacerdotisa puso una mano sobre su frente, susurró oga’in —duerme— y Dyreah comenzó a sumirse suavemente en la inconsciencia.
Pero sus ojos captaron una última imagen antes de cerrarse. En la nebulosa escena, el mago extraía de su amplio morral unos siniestros y afilados instrumentos de cirugía y los alineaba meticulosamente en una tela pálida sobre la hierba.
Su cuerpo se agitó, se tensaron los músculos bajo su piel y entró en convulsiones, atrapada en un limbo a medio camino entre la vigilia y el sueño.
—Su resistencia a la magia es admirable —declaró la adepta de Anaivih que, a pesar de la súbita preocupación de los presentes por el estado de Dyreah, se limitó a deslizar los esbeltos dedos por su cara.
La semielfa no tardó en relajarse y caer dormida.
Cuando despertó, un terrible dolor martilleaba en el interior de su cabeza. Graves náuseas se apoderaron de su estómago cuando trató de incorporarse.
Estaba en una tienda. Y era de noche.
—Bienvenida al mundo de los vivos, Dyreah.
Kyallard permanecía sentado en un rincón, con las rodillas dobladas contra el pecho, expectante. Se levantó despacio, con movimientos pausados y acudió junto a la mestiza, interesado por su salud.
La semielfa alzó el brazo y se percató no sólo de que lucía los brazales de su fabulosa armadura, sino que la pulsera de ámbar también colgaba de su muñeca. Cerró los ojos con fuerza en un gesto que provocó truenos en la tormenta que estallaba en su cerebro y a duras penas logró reprimir un bufido de frustración.
—Descuida, si aún la llevas es porque no se nos ha ocurrido ningún motivo para quitártela —comunicó el elfo de la sombra—. Y Kylan pensó que devolverte tus brazaletes de plata aceleraría tu recuperación. La intervención ha sido un éxito.
Dyreah ahora sí suspiró, largo y tendido.
—¿Ya está? ¿Todo ha acabado? —cuestionó, confusa—. Me siento como si me hubieran perforado la cráneo.
Kyallard no respondió. Con gesto incómodo, se limitó a rascarse una de sus altivas cejas.
—¿Me habéis perforado la cabeza? —interrogó alarmada Dyreah al tiempo que se llevaba las manos al rostro y descubría un apretado vendaje que le circundaba la frente. Al punto se arrepintió, a causa de las lacerantes consecuencias que ocasionó su precipitada exploración—. ¡Me habéis perforado la cabeza!
—Bien, ya basta —la acalló sin más miramientos. De nada serviría que se pusiera histérica—. Te previne de los riesgos que sería preciso afrontar para satisfacer tus demandas.
La mestiza escuchaba los razonamientos de Kyallard, pero aún no las tenía todas consigo.
—Ahora, deja que te quite las vendas y veamos qué aspecto tiene.
No sin fundamentados recelos y armándose de toda la calma que fue capaz de reunir, Dyreah permitió que el líder de la compañía se le acercara y manipulara los vendajes. Libre de sus ligaduras, las telas resbalaron por su rostro, sólo frenadas por la sangre seca que las mantenía adheridas a su piel.
Cumplida su labor, Kyallard se echó para atrás, contemplándola, como si evaluara el resultado.
—¿Y? —la paciencia de la mestiza amenazaba con agotarse.
El hykar contestó, con una taimada sonrisa.
—Combina muy bien con tus ojos.
Dyreah recurrió a la pulida superficie de plata de uno de sus brazales para tratar de obtener un reflejo de su cara. En mitad de su frente brillaba un pequeño cristal de esencia ambarina, con forma de rombo, que se engarzaba directamente en el hueso, a través de la enrojecida dermis.
Atraída por una enfermiza fascinación, recorrió con la yema de los dedos los contornos de la joya, el modo en el que la piel se cerraba en torno a sus aguzados bordes. El efecto resultaba morbosamente hipnotizador.
—La forma de ese kahn es más delgada en su centro que en los extremos —procedió a describir el elfo—. El orificio abierto en el cráneo se ha cerrado alrededor de su corazón, aprisionando la alhaja y evitando que pueda deslizarse en ninguno de los dos sentidos.
—Es… grotesco —susurró la mestiza, aún apreciando su insólito tacto.
—Sí. No obstante, a partir de ahora debería dejar de preocuparte. Ya sólo podrías perderlo si te cortaran la cabeza.
En circunstancias muy diferentes, ante aquella inoportuna muestra de ácido humor, su impía naturaleza habría motivado que Dyreah se abalanzara sobre el desprevenido hykar y le aplastara el cráneo con sus garras, sólo para mirar en sus ojos mientras crujían los huesos antes de estallar. En este caso, a salvo de su brutal heredad, se conformó con dedicarle la más rabiosa de sus muecas.
—Me alegra que te encuentres bien —alegó Kyallard, sin dejarse amilanar—. El alba no tardará en llegar, así que procura descansar. Pronto comenzará la ofensiva y te conviene estar en plenitud de facultades.
La semielfa no respondió, se limitó a recostarse sobre las mantas que tapizaban el suelo de la tienda.
—Ah, una última cosa —aquellas palabras reclamaron la huidiza atención de la mestiza, atrapada entre el malestar y la somnolienta—. Habrá un día que las facultades regenerativas de la armadura intenten expulsar la joya de tu cuerpo. Así que, llegado el momento, deberás elegir entre el kahn, o la armadura. Buena Luna.
Sin nada más que añadir, el avezado guardabosques salió al exterior, dejando a Dyreah a oscuras con sus pensamientos.