18
CANCIÓN DE GUERRA
Frondas del Ocaso, año 249 D. N. C.
En un brillante estallido de energía arcana, los catorce miembros de la compañía aparecieron entre la espesura de aquel bosque templado, donde la nieve no alfombraba un terreno cubierto de hojas.
Una vez que habían encontrado a Dyreah y Kylanfein, no tenían motivos para permanecer durante más tiempo en aquellos agrestes parajes norteños, así que la partida no había tardado en prepararse.
La urgencia era patente en Kyallard, que sin embargo se había visto obligado a resignarse y posponer la marcha a causa de las demandas del mago. Varashem Nanfae, que tampoco disfrutaba del helor que fustigaba la piel de sus manos y rostro, argumentaba necesitar unos días para recuperar sus mermadas fuerzas. Sus dotes mágicas habían sido requeridas en exceso y ahora precisaba de un merecido descanso antes de poder desempeñar la labor de trasladarlos a todos de nuevo a los bosques del interior. Además, no se olvidaba de señalar que ahora eran catorce, y no doce, los individuos que debía desplazar sin ningún atisbo de error. Por supuesto, Veren aprovechó aquella oportunidad para indicar que bastaba con que fueran trece los que llegaran sanos y salvos, acompañando su declaración con uno de sus habituales y pícaros guiños.
De este modo, cada uno de los miembros que formaban la comitiva decidió emplear de la forma más satisfactoria posible aquella prórroga en su viaje. Mientras el hechicero permanecía cómodamente aposentado en su abrigada tienda de campaña, según él recobrándose de sus esfuerzos, el hykar y líder de la compañía se paseaba nervioso por el campamento, con la apremiante sensación de que el tiempo se le escurría entre los dedos, pero incapaz de hacer nada por evitarlo. Faiss también se había retirado al refugio de su tienda, abstraída en su propia realidad, visitada en ocasiones por un Janaan que se sumaba a sus oraciones. En cambio, los más jóvenes se mostraron bastante más activos. Ashara y Anthar alternaban sus poderosos combates con otras actividades igual de briosas, aunque más privadas. Veren había retado al huraño Se’reim a una competición de tiro, arco contra ballesta, en las que el elfo ridyan turnaba, para desesperación del hykar, descuidados disparos con otros de una precisión digna de un maestro. Los hermanos liryan, Arem e Iral, se mantenían como era su costumbre, invisibles, explorando los alrededores y atentos a cualquier amenaza. Zithra, por su parte, se había ganado no sólo la atención sino también el interés de Kylan, obligándole a abandonar su taciturno talante mediante su inagotable y divertida charlatanería. El irónico comentario de Veren fue que, para tratarse de una inocente e indefensa víctima, el mestizo parecía estar disfrutando de aquello. La broma no le hizo ninguna gracia a Tarani. La hykar temía para sus adentros que el nieto de Kyallard pudiera haber caído entre las juguetonas —aunque pegajosas— redes de la feryan, que nunca desperdiciaba una buena oportunidad cuando se le presentaba. En el momento en que se sentía hastiada por todo aquello, salía al bosque para explorar y cazar, aunque nunca ni tan lejos ni durante tanto tiempo como para creer que podría haber descuidado a Dyreah; porque el estado en el que se hallaba la semielfa era malo, muy malo.
Su aspecto era lamentable. Aún atrapada en su forma demoníaca, la sensación de potencia y vigor que su temible figura previamente había ostentado languidecía ahora a medida que el kahn ejercía su influjo y mermaba sus fuerzas. Recostada contra un árbol, las alas se marchitaban y la cola pendía mustia a su espalda, en tanto que la piel palidecía y se agostaba. El rostro de Dyreah se mostraba macilento, y no sólo por las lágrimas que no dejaban de regar sus mejillas y formaban oscuras bolsas bajo los ojos. Se le había astillado un colmillo y las uñas se rompían en sus dedos. El calor de su fuego interior ya no lograba templar su cuerpo y se arrebujaba hasta el cuello con gruesas mantas, intentando sofrenar los temblores que asaltaban su cuerpo.
No fue hasta días después, cercana ya la partida, que los apéndices óseos que se repartían por su físico comenzaron a fracturarse y caer, dejando tras de sí llagas abiertas en la piel. Si había sido Tarani quien estuviera pendiente de ella y logrado animarla a seguir comiendo y bebiendo, asimismo fue la elfa de la sombra quien acudió a curar sus heridas. Quizá Dyreah no hablase mucho ni manifestase con palabras su agradecimiento, pero los gestos de su abatido rostro daban muestra de que nada de cuanto Tarani hacía por ella caía en saco roto.
Aunque tratase de entablar conversación y distraerla, era muy consciente de que la angustia y el dolor que hacían presa en el pecho de la semielfa le impedían reaccionar y no hacía más que llorar y lamentarse por su pérdida. La devastación que estaba sufriendo su cuerpo tampoco contribuía a mejorar su estado de ánimo.
Tarani advertía las fugaces miradas de preocupación que desde la distancia Kylanfein dirigía a su compañera mientras ésta retiraba las gruesas tiras de pellejo violáceo que, como la muda de un reptil, se desprendían de su blanquecina carne. Miradas que de inmediato eran interceptadas y hábilmente reclamadas por Zithra.
Hasta el día de la marcha, Dyreah, ya con apenas trazas del demoníaco legado paterno en su figura, no se atrevió a recuperar los brazales de plata de su mochila. Temblaba cuando los acercó a sus brazos, no tanto por frío sino ante el temor de que la sagrada armadura la rechazara, manchada como estaba, indigna en toda suerte de ser su portadora. Un suspiro escapó de sus labios cuando el mágico metal se cerró en sus muñecas con un suave halo. Superada esta primera prueba, aunque aún incrédula por ello, procedió a repartir el resto de los enseres mágicos por su cuerpo. El dorado collar felino adornó su cuello, mientras Fulgor quedaba firmemente sujeta a su cadera. Desafío, el arco negro, continuó anclado a su mochila, pero de su interior faltaba por recuperar un último objeto, el más importante, la llave para llevar a buen fin aquella misión. Encerrado en su contenedor mágico, esperaba el Orbe de Luz Eterna.
Sin embargo, sus dedos terminaron por buscar en vano un desaparecido mechón trenzado en su cabello.
—¿Dispuesta?
Dyreah asintió con un cabeceo a Tarani. La compañía se estaba reuniendo alrededor de Varashem, que ya gesticulaba preparando su hechizo. Aquellas tierras sólo habían traído sufrimiento a su alma y, a cambio, le habían arrebatado mucho. Sus ojos, fieros pozos de resplandeciente luz verde que se habían resistido al cambio, así lo demostraban.
Sí, estaba más que dispuesta a marcharse de allí.
Sin embargo, algo había sucedido durante el mágico viaje.
—¿Varashem? —dudó Kyallard, observando con fijeza en derredor.
El mago no contestó, pero su mirada reflejaba el mismo desconcierto.
—Dejadme que sea yo quien lo diga —solicitó divertido Veren en apenas un susurro, llevando la mano hasta el pomo de su espada—. ¡Hasta el fondo la has metido, mago!
Verashem no dio replica a la pulla, ocupado como estaba en acumular en su mente todos los hechizos de combate que pudiera atesorar, así como las energías necesarias para ejecutarlos.
—Callad, aún no nos han descubierto —indicó el líder.
—Cierto, aún.
Dyreah no comprendía lo que estaba sucediendo. Todavía se sentía mareada por el desplazamiento y no alcanzaba a imaginar qué se suponía que ocurría. Kylan, consciente de la creciente tensión entre sus compañeros, estaba igual de perplejo.
—Formación habitual —ordenó Kyallard desenvainando su arma—. Arem e Iral, emboscados. Guerreros delante, arqueros detrás, como siempre. Que nada se acerque a Faiss.
—¿Y los que como yo somos las dos cosas, dónde nos ponemos? —se jactó el elfo de enloquecidos ojos azules, abriendo las manos en un gesto que pretendía representar el dilema en el que tan injustamente se veía atrapado.
—Sólo intenta no estorbar hasta que aprendas a manejar la espada o el arco —censuró Ashara en la Nythare, acomodándose el escudo al brazo.
El ácido comentario de la guerrera obtuvo como premio que el aludido riera satisfecho y desenfundara su larga espada. Aquel día Veren Akiuvih se enfrentaría a sus adversarios cuerpo a cuerpo.
Dyreah sintió cómo la tomaban del brazo para llamar su atención.
—Estamos mucho más cerca del baluarte demonio de lo qu’ deberíamos. Es extr’ño qu’ no nos hayan advert’do ya —le explicó Tarani, con el sable ya listo en su mano izquierda—. Si te ves pr’parada, coge tu arco y cúbreme. Yo tr’taré de impedir qu’ te alcancen mientr’s disparas.
Agradecida por aquel gesto, la semielfa desató a Desafío de las correas de la mochila y ajustó la aljaba con las flechas en su hombro. Quizá no se encontrase con fuerzas para pelear con la espada, pero sí que podía usar el arco. Además, siempre había confiado más en sus aptitudes a distancia.
—Vigilad todos los ángulos. Vamos a ir retrocediendo, no necesariamente despacio pero sí con cuidado —apuntó Kyallard—. No quiero alardes ni tonterías. Y eso va por ti, Veren.
El elfo ridyan quiso mostrarse indignado ante tales palabras, pero no supo cómo hacerlo y terminó dedicando una profunda reverencia de aquiescencia a su cabecilla.
Dicho esto, el grupo comenzó a moverse, aquellos que portaban armas de corto alcance formando un amplio círculo alrededor de los otros, sorteando los árboles y alertas a cualquier peligro. Kyallard, en el anillo exterior, se interponía entre el bastión y la compañía, mientras que Janaan, en el centro y armado únicamente con su bastón, conducía a Faiss.
Tras recorrer una distancia considerable, la creciente ilusión de seguridad se esfumó de improviso cuando unos chasquidos avisaron a la comitiva. Aunque aquellos ruidos iban dirigidos en un principio a prevenir a su líder, la mayoría ya había aprendido a distinguirlos e interpretarlos. Su mensaje era claro. Los habían descubierto.
—¡Raur! —fue la atronadora llamada a las armas de Kyallard.
Como si el grito del hykar hubiera ordenado el inicio de su embestida, la horda de demonios se arrojó sobre la compañía, sedienta de sangre. La enloquecida turba llegó desde las inmediaciones del baluarte, por lo que Kyallard se convirtió en su primer objetivo. El líder aguantó su posición mientras sus compañeros avanzaban hasta situarse en un abanico protector respecto a los tiradores y los practicantes de magia. No obstante, no todos los guerreros avanzaron, pues Veren permaneció en el interior, pendiente tanto de un ataque por la espalda como desde el aire. La casualidad quiso que los elfos de la sombra restantes cerraran las alas en los extremos, Se’reim enarbolando su impresionante hacha y Tarani, que lanzó una señal de ánimo a una más retrasada Dyreah, aprestando su sable. Kylan no dudó en su avance, al encontrar por fin un enemigo contra el que sí podía luchar. Extrajo ambas espadas y aguardó a que le alcanzara la arremetida.
—¡Aura’in! —exclamó el líder hykar cuando los demonios se aproximaron abriéndose paso por la espesura del bosque.
Dyreah no entendió la orden, pero al observar como tanto Varashem, Faiss y Janaan con su magia, como Zithra con su arco, lanzaban sus proyectiles contra la horda con muy diferentes resultados, comprendió que había llegado el momento de que ella hiciera su propia aportación. Con un movimiento fluido, más involuntario que consciente, extrajo una flecha del carcaj y la dispuso entre sus dedos. Tensó la cuerda y tan pronto como sus ojos localizaron un blanco, liberó el emplumado astil y siguió su vuelo con la mirada. Las saetas de Zithra se clavaban certeramente en las grotescas cabezas de los demonios a una velocidad endiablada. Los dardos mágicos de Verashem estallaban en los cuerpos de las criaturas en rojizas explosiones de luz y calor. Zarcillos, ramas y raíces se enroscaban en las deformes extremidades obedeciendo la voluntad de Janaan, mientras que Faiss alzaba el rostro hacia el cielo y rogaba los favores de la diosa. Sin embargo, nada resultó tan impresionante como el tiro de la semielfa. Su flecha, tras impactar en el torso de un demonio y esparcir sus entrañas por el bosque en una violenta detonación, continuó su curso hasta alcanzar y aniquilar de igual modo a otros dos seres más que corrían detrás. Si no murieron más demonios de aquel primer disparo fue sólo porque la fortuna no quiso que el proyectil encontrara más víctimas en su trayectoria.
Por un fugaz instante, las miradas de todos se posaron en Dyreah, que ya aprestaba otra flecha en su arco de madera negra. Veren soltó un silbido de admiración, la hykar rió de buena gana y hasta Ashara se permitió una sonrisa.
—¡Nir’in sasu! —animó la rubia elfa a sus compañeros, chocando con violencia la hoja de su espada contra el escudo.
—¡Ai! —fue la respuesta al unísono que retumbó en la floresta.
Nuevos proyectiles sortearon árboles y obstáculos para infringir heridas y muerte a su paso, los luchadores de primera línea expectantes para participar en la liza, un instante cada vez más inminente, cuando una solitaria voz entonó los primeros acordes de una melodía. De manera inaudita conseguía alzarse por encima de los gruñidos y chillidos de la vociferante turba demoníaca y de su brutal avance por la floresta. Nadie pareció reaccionar, pero la semielfa se vio impulsada a desviar la mirada hasta su origen, reconociendo al trastornado elfo como el artífice de tal prodigio. La inflexión de su voz, profunda en un principio, pronto comenzó a desgarrarse y a subir de escala. Cantaba en la Nythare, y aunque lograba identificar algunas palabras, Dyreah estaba convencida de haberse equivocado al interpretar el significado de los versos que las albergaban. La letra de la canción no podía estar hablando de infortunios tales como la desesperación, la derrota o el pesar de la pérdida, ¿verdad? Y sin embargo era lo que entendía, y a medida que la canción ganaba en intensidad y el tono aumentaba en fuerza, en fiereza, y que poco a poco los enemigos se acercaban, el sentido de aquellos desdichados versos conseguía hacer aflorar las emociones de un modo absolutamente incomprensible para la semielfa. Estremecida hasta la médula, pero sintiendo cómo un fuego en su interior prendía y se avivaba con el transcurrir de los compases, Dyreah dio rienda suelta a un rabioso deseo de justicia que deseaba cobrarse con avidez erradicando a aquellos engendros infernales de la faz de Aekhan.
La semielfa no era la única afectada por el embrujo de la melodía. La canción calaba en los corazones de todos en mayor o menor medida y los insuflaba de vigor y renovadas ansias de resarcimiento. Anthar no dudó en sumar su potente voz a la del bardo, y para cuando los demonios alcanzaron su posición, los mandobles que ejecutaba el elfo con su espadón iban despedazando sus cuerpos de manera inmisericorde. Mas ninguno de los otros se quedaba atrás en sus acometidas. Todos y cada uno guardaba en su interior motivos por los que luchar y decidieron reclamar su pago aquel día en sangre de demonio. Zithra abandonó su arco y empuñó sendas dagas para acometer al enemigo. Arem e Iral, escondidos en la fronda, también hicieron uso de sus espadas cortas para sorprender por la retaguardia a la cada vez más mermada hueste. Cuando quedó claro que no se produciría ningún traicionero ataque contra el círculo interior, Veren acudió al frente de batalla y practicó su danza de muerte, bailando entre las criaturas, sin dejar de cantar, y hundiendo el filo de su hoja en la carne de todo ser que cometiera el error de cruzarse en su camino.
Fue una masacre.
Dyreah experimentó el anhelo de seguirlo, así que tras dejar atrás el arco y desplegar parcialmente su armadura, desenvainó la espada y avanzó hasta guardar el flanco de Tarani. Ésta la recibió con un somero cabeceo, entregada como estaba en el desempeño de su mortífera labor. Cercenando las extremidades de sus víctimas o decapitándolas, la hoja curva de su sable cortaba con facilidad allí donde golpeaba. La semielfa no tardó en adoptar el ritmo dictado por su compañera y la acción de su liviana y más larga espada complementó a la perfección las carencias de la otra con rápidas estocadas y amplios barridos. Sólo se dio un contratiempo, aunque pudo resultar fatal. Tras mutilar por el hombro a un demonio, la elfa de la sombra se dispuso a terminar con su vida sesgando su grueso cuello, con tan mala fortuna que el ser se dejó caer hacia atrás, provocando que el filo del sable trazara un golpe oblicuo en lugar de recto y se encajara entre las duras vértebras. Incapaz de liberar su arma para defenderse del asalto de otra criatura, Dyreah se vio obligada a interponerse entre ambos, descuidando así su guardia. Mientras Tarani forcejeaba exasperada para recuperar su sable, la semielfa tuvo que enfrentarse a dos demonios que atacaban desde ángulos opuestos. No encontró dificultades a la hora de defenderse con fintas y amagos del de la derecha, mas el otro, al que realmente buscaba matar en primer lugar, logró hallar una brecha y alcanzar su brazo izquierdo, cortando su carne. Asustada, Dyreah apartó la extremidad con tanta violencia que perdió el equilibrio y quedó a su merced. Una hoja curva se abrió paso transversalmente por el torso de la criatura, frustrando su empeño. Tarani había liberado el arma justo a tiempo para ayudarla, y aunque prosiguieron la lucha con ferocidad, la semielfa perdió empuje y su actitud se mostró bastante más conservadora.
Desde aquel crítico instante, su atención había quedado centrada en un único objetivo: que el kahn, manchado con la sangre que manaba de la herida de su brazo, no sufriera daño alguno.
Si una virtud había que reconocerles a los demonios fue que ninguno trató de escapar a su terrible destino. Diezmadas sus filas, no perdieron su empuje y no cejaron en su empeño de alcanzar a la partida elfa. No lo lograron, por supuesto, ni siquiera pudieron herir de gravedad a ninguno de sus miembros, apenas unos rasguños sin importancia, quizá el corte de Dyreah el más significativo, pero perecieron intentándolo. Sus deformes cadáveres se esparcían sobre el terreno, mutilados o sencillamente ejecutados, como marionetas a las que hubieran cortados los hilos, regando con su espesa sangre las raíces de los milenarios árboles. Nadie los enterraría ni los quemaría en una pira. Allí se pudriría su carne y sus huesos hablarían, sepultados por la proliferante vegetación, de que hubo un tiempo en que estuvieron vivos y lucharon hasta la muerte.
Pero ninguno de los que permanecía con vida en aquella zona del bosque pensaba en esto.
Terminado el combate, el agotamiento hizo presa en ellos, convirtiendo sus extremidades en pesados bloques de piedra y desorientando sus sentidos. Resoplaban y limpiaban el sudor de sus rostros, algunos apoyados en sus armas para no desplomarse, mientras que otros no habían dudado en hincar una o ambas rodillas en tierra.
Dyreah se sentía al borde de la extenuación. Las náuseas retorcían sus tripas y la habían obligado, de rodillas, a reclinar la cabeza y apretarla contra el suelo. No fue hasta que vomitó que comenzó a encontrarse mejor y sólo entonces pudo sentarse y renovar el aire de sus pulmones. Aún con motas negras enturbiando su visión, se obligó a atender el corte de su brazo. La sangre había dejado de manar de la herida y la magia de la armadura comenzaba ya a actuar sobre la piel. Derramó agua de su odre para limpiar la herida y se la vendó con una tira de tela, más como protección que porque realmente necesitara tales cuidados. Fue entonces, cuando alzó la cabeza, que descubrió la extraña forma con que Kyallard la observaba. Mantuvo el contacto visual durante unos instantes, aunque el hykar terminó por devolver la atención a sus quehaceres, provocando en ella una incómoda sensación de incertidumbre.
El período de descanso no se demoró mucho más. Estando Dyreah todavía sentada, dispersa en sus pensamientos, el resto de sus compañeros ya se habían recuperado y se disponían a reemprender la marcha. Veren se acercó hasta ella y le ofreció una mano para levantarse. Cuando la semielfa la aceptó y permitió que tirara de su brazo hasta que estuvo en pie, el singular elfo la recompensó con una radiante sonrisa.
—Gracias —musitó, a lo que Veren contestó con una sutil inclinación.
Dyreah recogió la espada y la guardó en su funda, pero cuando fue a recuperar su arco descubrió que el elfo lo sostenía entre sus manos. No se lo tendió de inmediato, pues estudiaba con ojo experto su delicada manufactura y el detalle del acabado en la madera.
—No querrás regalármelo, ¿verdad?
—Lo siento, pero no —contestó ella, sorprendida y súbitamente recelosa.
—Una lástima —lamentó exhalando un profundo suspiro.
No era que Veren se aferrara al arco, pero la semielfa tuvo que adelantarse para rescatar el arma de sus manos. En cuanto lo hubo recuperado y debidamente amarrado a las cuerdas de su bolsa, partió en pos del grupo.
—Aún así —continuó él, alcanzándola y acomodando sus pasos a las amplias zancadas de Dyreah—, si un buen día renunciaras a usarlo de nuevo, ¿me lo darías? Me encantaría tenerlo.
—No creo que llegue ese día.
Aquella respuesta sonó bastante cortante, pero el escurridizo Veren sorteó el tono de la réplica y no se dio por aludido.
—No estoy tan seguro de ello. Piénsalo de este modo: sí, es muy probable que termine muriendo en una de estas escaramuzas, pues si no me interno entre las filas enemigas me aburro muchísimo —hizo un mohín mostrando su hastío—. Pero dejando a un lado la… digamos improbable posibilidad de que acaben conmigo, yo soy un elfo y tú, aunque hermosa, no lo eres. Por fuerza tu existencia será más corta que la mía, así que no veo motivo para que no decidas obsequiarme este espléndido arco una vez que ya no lo necesites. Le daría un magnífico uso, no te quepa duda.
—No vas a lograr que cambie de opinión haciéndome pensar en mi muerte —declaró molesta la semielfa, concentrando su atención en el camino. La herida del brazo le latía.
—Desconozco qué problema tenéis todos con la muerte —se quejó con fastidio el elfo, aunque pronto recuperó la sonrisa—. Tiempo de sobra tendremos para pensar en ella cuando estemos muertos. En tanto, hay que vivir la vida y disfrutar de todos sus sabores.
—No es de eso de lo que hablan tus canciones.
Veren pareció acusar el sentido de aquella protesta. Guardó silencio por unos momentos, con la mirada baja. Cuando alzó los ojos, éstos no brillaban con su vibrante locura habitual.
—¿Entendiste mis palabras? —preguntó él—. ¿Hablas la Nythare?
—No muy bien. Bastante poco, en realidad —admitió Dyreah—, aunque pude comprender unas cuantos términos. Y precisamente no rebosaban felicidad ni satisfacción por la vida.
—Te criaste con humanos, no puedo culparte porque tengas una visión equivocada de tantas cosas —la semielfa tenía intención de replicar, airada, mas el elfo no le concedió la oportunidad al proseguir—. No cuando muchos de mis hermanos tampoco alcanzan a atisbar la verdadera pasión que nos impulsa a todos.
»Bien, escúchame, Dyreah. Te habrán enseñado que los dioses velan por nosotros, que nos cuidan como si fuésemos sus traviesos retoños y nos castigan cuando los desobedecemos y rebasamos los límites que nos marcan. Olvida todo eso. Olvídalo todo. Para los dioses no significamos nada, no somos más que molestas pulgas que desempeñan con torpeza sus sagrados mandatos o se obcecan en entrometerse en sus magnificentes planes. Nazcamos o muramos, a ellos poco les importamos. Piensa por un momento en nuestros dioses, en los de los humanos, en los de los raigans incluso si los conoces. ¿Acaso existe alguna deidad maligna? Y no me digas que Maevaen, pues lo mismo pensarían los hykars no exiliados de Alaethar o Anaivih. No la hay, no hay ninguna divinidad del Mal absoluto, ninguna entidad que justifique nuestros errores y que nos exonere de la culpa de las atrocidades que cometemos. Pues la vileza se halla en nuestros propios corazones, esperando la excusa perfecta para manifestarse.
»Muchos son los que claman a los cielos lloriqueando ante la próxima llegada de los Tiempos Oscuros —continuó Veren, abstraído en la exposición de su diatriba—, buscando augurios que así lo demuestren. Pero yo digo que no, que los temidos Tiempos Oscuros no están por llegar, sino que ya están presentes en el mundo, ¿pues acaso el hermano no tiñe sus manos con la sangre de su hermano, de su padre? ¿La madre no asesina a su bebé recién nacido? ¿No hay robos, saqueos, matanzas y violaciones en el mundo? Los demonios son el menor de los problemas; el problema son las mismas razas que pueblan el mundo, sin excepción. ¿Sabes que me llaman profeta de los Tiempos Oscuros? Y sólo porque no me escondo, porque permito que de mi boca brote la verdad que todos se niegan a aceptar y que temen, que temen profundamente. Y por ese miedo me apartan, no me quieren a su lado, recordándoles que son ellos y nadie más los únicos culpables de cada uno de sus crímenes.
Dyreah permanecía en silencio, hasta cierto punto hipnotizada por el halo de certeza que envolvía la voz del elfo.
—También he de entender que te habrán hecho creer que es la persecución de los más altos ideales aquello que impulsa el brazo del héroe y lo conduce hasta la victoria. —Veren negó con la cabeza antes de continuar—. Sólo los necios se exaltan por la gloria de la batalla, la supremacía del prístino Bien y por los sagrados principios. Creer que lo hacen por el honor y la virtud de sus damas, las mismas que tras la batalla padecerán en su carne los ardores insatisfechos de sus caballeros. Si elevo mi canto, ¿debería clamar en favor de los píos valores que persiguen estos íntegros campeones? ¿Valía acaso? ¿Divinas promesas de un destino mejor? ¿El amor? No, jamás —su rostro se crispó en una mueca de ira contenida, a la par que cerraba el puño—. Lo que de verdad hace latir a un alma que se cree honrada es recordarle las injusticias del mundo, la mezquindad de sus habitantes, la tristeza y desesperanza, obligarla a ser consciente de que sus actos, pese a todos sus esfuerzos, no obrarán cambio alguno. Esto, es lo que inflama los corazones de los dignos y deja arrodillados e implorantes a los cobardes. Esta verdad es la que hace brotar la furia y la rabia, y que la arrojen contra los culpables de que el mundo sea como es.
—Eso fue lo que sentí.
El elfo ridyan perdió el hilo de sus pensamientos al verse inesperadamente interrumpido, olvidado quizá de que era a ella a quien le estaba hablando.
—Sí, vi cómo te sumabas a la batalla, la cólera que prendió en ti y te instó a acabar con tus enemigos —asintió, complacido—. Soy más observador de lo que los demás creen, y pese a mis bromas y mordaces comentarios, me he hecho partícipe de tu dolor.
Dyreah observó cómo el elfo se adelantaba para interceptarla en su camino y quedar frente a ella, sus intensos ojos azules clavados en los suyos de demonio. Su rostro lampiño aparecía serio, sin rastro de la desenfadada jovialidad de la que solía hacer gala.
—Quizá no me creas, es posible que prefieras no creerme, mas debo decirte que lo siento, que no me imagino por lo que puedes estar pasando. Sí, hablo de ella. Quizá los otros no puedan entenderlo o les repugne siquiera pensarlo, tal y como le sucede al estúpido de Varashem, pero yo sé de lo que es capaz el amor y que éste no entiende de tópicos.
Unas primeras y trémulas lágrimas se asomaron a los ojos de la semielfa, así como el pesar que calladamente no había dejado de palpitar en su pecho.
—Te vi con ella, contemplé el modo en que la mirabas, cómo la acariciabas, el deseo de protegerla ante todo. La amas —afirmó Veren, acercándose un poco más—. Has tenido que tomar una decisión, la más difícil de todas, pero lo has hecho por ella, por su bien. Estaba en peligro y tú has luchado por llevarla donde se hallara más segura, donde mejor pudieran cuidarla en tu ausencia. Y no la olvidarás, la tendrás presente cada día, a cada instante, hasta que todo esto acabe y puedas reunirte con ella. Porque ella, te estará esperando.
Dyreah lloraba ahora desconsoladamente, tan acertadas habían sido las palabras del bardo y tan hondamente habían penetrado en su interior que no le rechazó cuando terminó de aproximarse y la cobijó en su cálido abrazo. Susurraba reconfortantes palabras en su oído y deslizaba aterciopeladamente los dedos por su cabello, invitándola a que descargara todo su dolor. Las lágrimas se desbordaban por sus mejillas y humedecían las ropas del elfo, impregnadas de los balsámicos aromas de la fronda. Tarde fue que advirtió cómo Veren recorría su mejilla con la yema de los dedos y alzaba su mandíbula para besarla.
Una vez logrado su objetivo, el elfo se movió con tal rapidez que cuando Dyreah trató de apartarlo de un empujón no encontró más que aire y a punto estuvo de perder el equilibrio y caer al suelo. Impulsada por auténtica furia, exhaló un hosco gruñido y se recobró como pudo para lanzar un guantazo con el dorso de la mano contra el sonriente elfo. Éste volvió a esquivarla, así como el aluvión de golpes que la semielfa descargó contra él. Sin embargo, un imprevisto pie le puso la zancadilla mientras retrocedía y logró que diera con los huesos contra la tierra.
—¡Hykar traicionera! —increpó Veren, divertido.
Dyreah no perdió el tiempo y pronto hincó una rodilla en el pecho del elfo, robándole el aire de los pulmones por el fuerte impacto y dejándolo indefenso. Alzó el brazo, dispuesta a descargar el puño, revestido de plata, contra su cara.
—No vale la pena —señaló Tarani, de pie a su lado, con los brazos cruzados y con gesto de desagrado—. Es como es, aunqu’ nadie te lo recr’minará si decides darle una lec’ión.
La semielfa, aún con el brazo en alto, respiró agitadamente unas cuantas veces hasta que fue recuperando el control. No lanzó el golpe, no se vengaría de ese modo, aunque apoyó todo su peso en la pierna apoyada para levantarse. Veren exhaló un quejido, apretándose las costillas doloridas en un ataque de demente hilaridad, pero no recibió mayor castigo por la falta cometida.
La caminata consumió las horas de luz. No fue hasta que Anaii hizo su aparición en el cielo que la compañía alcanzó el claro a donde debería haberlos conducido el hechizo en primer lugar. Al no ser Veren quien le lanzara ninguna pulla al mago, nadie más lo hizo y el asunto se dejó estar.
El campamento se instauró de manera automática, así como la disposición de los fuegos y el emplazamiento de las pocas tiendas que solían levantarse, más para satisfacer necesidades devotas que a modo de refugio nocturno. Años de práctica marcaban el compás.
Cumplidas las tareas iniciales, los elfos se disgregaron para atender sus propios menesteres, bien en parejas, formando pequeños grupos o individualmente.
Dyreah continuaba bastante enfadada. Cada vez que la alegre figura de Veren se cruzaba ante su mirada, se le entornaban los ojos hasta convertirse en dos minúsculas rendijas de luz y el ceño se le fruncía peligrosamente. Se sentó sobre la tierra para limpiar su espada de icor de demonio, sabedora de que para librarse de las manchas y hedor de sus ropas precisaría de todo un lago donde poder lavarlas a conciencia. Ante la falta de una corriente de agua por los alrededores, tendría que conformarse con cambiarse las prendas y acostumbrarse al olor. Si todo ocurría como se presuponía, aquello no sería nada en comparación con el baño de sangre —elfa y demoníaca— que les esperaba.
Desanudó la venda del brazo sólo para comprobar que el corte había cicatrizado completamente y la piel se mostraba sana a su alrededor. Nada de lo que preocuparse. Notó que una mano se apoyaba en su hombro.
—Di ic’bane sa delun meik ivriss, Dyreah —la felicitó Ashara. Un somero cabeceo de reconocimiento acompañó a sus palabras.
—Gracias… Hilaa —recordó en el último momento la semielfa—. Lo siento, no hablo muy bien la Nythare.
—Sie bak —no le dio importancia la curtida guerrera, dejando que una sonrisa de agrado asomara a su finamente esculpido rostro. Se marchó despidiéndose con la mano.
—Parece qu’ le has caído bien.
Tarani se sentó a su lado, masticando con empeño las duras tajadas de las raciones de viaje.
—¿Te refieres a Ashara? —cuestionó Dyreah. Al parecer, la endurecida elfa solía mantener las distancias con los demás; con la obvia salvedad de Anthar—. No sabría decirte, ni siquiera entendí bien lo que me dijo. De ser como tú dices, supongo que me habría hablado en lengua común, de modo que hubiera podido comprenderla sin complicaciones.
—Ni lo pienses —negó la elfa de la sombra. Su fuerte acento desentonaba con el delicado, casi infantil, tono de su trabada voz—. Por lo qu’ a mí respecta, Ashara no sabe hablar Aekhano, o al menos yo nunca la he escuchado pronunciar una sola palabra qu’ no fuera en la Nythare. Cuest’ón de orgullo, ya sabes. Ridyans.
—Tú lo sabrás mejor que yo —aceptó con un encogimiento de hombros—. Tampoco he conocido a tantos de ellos como para atreverme a opinar.
—¿Y hykars? ¿Has conocido a más?
La mueca que se crispó en la cara de la mestiza fue suficiente respuesta para la exploradora.
—Perdón si no debí preguntar —se disculpó apenada Tarani.
—No hay nada que perdonar. —Dyreah negó con la cabeza—. Es sólo que, hasta que me reuní con vosotros, no había conocido más que a dos hykars. Ella intentó asesinarme, y él… bueno, no creo que a él tampoco le importara mucho hacerlo.
—Comprendo.
La elfa de la sombra rehuyó aquel incómodo silencio eligiendo aquel instante para beber de su odre y aplacar la sed. Las tiras de carne seca estaban realmente saladas.
—Que eso no te inquiete —retomó la conversación la semielfa—. A lo largo de mi vida no sólo hykars y demonios han tratado de matarme, sino también raigans, humanos y elfos, elfos ridyans. Supongo que no es tanto qué eres, sino quién eres.
—Estoy de acuerdo —sonrió Tarani. Aunque no duró mucho—. Sobre Veren, oí lo qu’ te decía…
—Olvídalo. Tal y como dijiste, no merece la pena.
—Aún así…
—No. —Dyreah se había mostrado seria e imperturbable hasta el momento, pero ahora permitió que los altos muros que la defendían descendieran un tanto—. Ese malnacido se aprovechó de mi dolor para llegar hasta mí, pero si lo consiguió fue porque sus palabras decían la verdad. Me da igual lo que piense nadie, la quiero y estaría dispuesta a hacer cualquier cosa por ella. Y en cuanto terminemos lo que hemos venido a hacer aquí, porque lo haremos, me marcharé a buscarla y, ya juntas, dejaremos atrás toda esta locura.
—Qu’ así sea —secundó Tarani alzando el odre—. Ojalá lo c’nsigas, de verdad.
Dyreah apreció aquella muestra de buena voluntad, harta como estaba de reprobadoras miradas y cuchicheos malintencionados. Cerró los ojos, llenó el pecho de aire y respiró profundamente.
—He de c’nfesarte qu’ siento envidia de… ¿se llama Ravnya, verdad?
La semielfa asintió, aunque la observó con absoluto desconcierto. Tarani, ajena a la confusión que había provocado, prosiguió.
—Es afortunada por tener a alguien qu’ hable así de ella. Yo aún sigo buscando al hombre qu’ no sólo me susurre al oído para tr’tar de quitarme la ropa. —Aclarados los términos de la situación, a Dyreah le resultó de lo más curioso ver sonrojarse a una elfa de la sombra. Los dedos de la hykar juguetearon con el pañuelo del color de la arena que lucía atado a la cadera—. Discúlpame, quizá no debería estar hablando de estas cosas.
¿Cuántos años tendría? A buen seguro que un centenar, al menos. Pero en el fondo, tras aquellas recias ropas, el filo de sus armas y su resuelta actitud, Tarani seguía siendo una niña. ¿Qué trágica historia se escondería tras aquellos tristes ojos ambarinos y su trabajoso habla?
—No me molesta que lo hagas —la reconfortó la semielfa, reprimiendo el impulso de cogerla de la mano ante el temor de los posibles comentarios que pudiesen acaecer de tan insignificante gesto—. Me ayuda a mantenerme distraída y no pensar. No me está resultando fácil.
—Lo sé —declaró la joven hykar, logrando que aquellas dos simples palabras aliviaran parte de la desoladora carga que soportaba Dyreah—. Pero todo saldrá bien, ¿de acuerdo?
—De acuerdo —respondió, contagiada del ánimo de Tarani y sonriendo por primera vez en mucho tiempo.
La voz de Kyallard se hizo escuchar en el campamento.
—Estableced guardias dobles durante toda la noche y elevad pantallas mágicas en torno al lugar —organizó el cabecilla, no dispuesto a que los sorprendieran tan próximos a su objetivo—. Partiremos con las primeras luces del alba. Nos esperan.