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AMARGA CERTEZA

Bosques del Norte, año 249 D. N. C.

Una extraña calma se adueñó del campamento cuando Varashem desapareció junto a las tres mujeres. Sin poder hacer otra cosa más que esperar, los miembros de la compañía reanudaron las tareas que tenían asignadas.

Pero entre ellos había uno que no pertenecía a la comitiva y que se sentía totalmente perdido.

Kylan, sin obligaciones que atender y tras la partida de Dyreah, de pronto se vio abrumado por la presión de sus propios pensamientos. Según caminaba notaba las miradas que le dirigían aquellos elfos al pasar, y creía advertir un sentimiento de reproche en todas ellas. Tomó asiento en un tocón despejado de nieve e inclinó la cabeza hacia el suelo. El vaho escapaba de su boca al acompasado ritmo de su respiración. Cerró los ojos, pero los abrió de inmediato al no hallar refugio en la oscuridad de sus párpados. Suspiró y se frotó la cara con las manos en un vano intento de huir de la ansiedad que atenazaba su cuerpo. No tenía sentido seguir negándolo, y por mucho que hiciera tal suceso no cambiaría.

Había roto su promesa.

Años atrás había dado su palabra de que permanecería al lado de Dyreah y que estaría dispuesto a apoyarla en lo que fuera preciso. Y tan sólo unos momentos atrás, la semielfa había pedido su ayuda y él se la había negado. Como un cobarde, había bajado el rostro y eludido el ruego que brillaba en sus ojos. Y mientras ella había partido a algún lejano confín de Aekhan rodeada de extraños, él permanecía allí, solo, lamentándose por su falta.

Fue tan feliz cuando Dyreah recobró la consciencia y lo reconoció, cuando el monstruo en el que se había convertido desapareció y ella volvió a ser la de siempre, la mujer de la que se había enamorado locamente. Pero no podía durar, aquel fugaz momento de gozo se desvaneció tan pronto como un maldito nombre brotó de los labios de la semielfa: Ravnya.

Desde el momento que conoció a aquella horrible muchacha una sensación de malestar se había apoderado de Kylan. La ausencia de color en su piel y cabellos, la frialdad de sus ojos grises y su indiferente actitud habían provocado grima en el mestizo. No era humana, de eso estaba seguro, ni tampoco elfa, raigan o mestiza de nada. Sólo podía tratarse de alguna criatura maligna que había escapado del Abismo. En un primer momento creyó que se trataba de un wampyr, su aspecto no desmentía tal posibilidad, y por la devoción con la que Dyreah la miraba, bien podía haber subyugado su voluntad para servirse de ella. Sin embargo, había visto a Ravnya expuesta a la luz del sol, no la temía ni recelaba de sus rayos, sino que incluso se solazaba en su calor. Y tras este último incidente, al sentir en sus propias carnes lo que suponía estar en presencia de un auténtico wampyr, Kylan había desechado por completo esta teoría. Por otra parte, que pudiera ser herida, que un ataque pudiera amenazar su existencia la descartaba como una criatura que se hubiese alzado de la tumba. ¿Sería entonces una hechicera? ¿Una mujer que hubiera sacrificado su humanidad en favor de los poderes oscuros? Esto explicaría su facultad de transformarse en una bestia y que la predisposición de Dyreah se debiera a un pérfido sortilegio.

Resopló y pisoteó la nieve bajo sus pies. ¿Quién mejor que él mismo para reconocer los síntomas de un hechizo de amor y deseo?

Tuvo que regresar varios años atrás, antes de su presunta muerte, justo tras su reencuentro con Dyreah en los reinos del Sur.

No fue hasta mucho después que adivinó lo que había sucedido, la facilidad con la que había sido seducido para a continuación convertirse en un simple títere manejado por diestras manos. Airishae lo preparó todo de antemano. Airishae no, Cràis, pues éste era su verdadero nombre. La hykar había vigilado al mestizo y había predispuesto que la encontrara, inconsciente, en las profundidades del bosque. Su desamparada apariencia junto a su indiscutible belleza y no pocos encantos bastaron para que el embrujo atrapara al ingenuo de Kylan en sus sensuales redes. Nada supo, nada hizo sospechar al mestizo de la manipulación a la que estaba siendo sometido. Había deseado a la elfa de la sombra, había bebido de su boca y mordido sus labios, y aún dudaba de que no hubieran yacido juntos, pues apasionadas imágenes de su hermoso cuerpo de obsidiana, desnudo y sudoroso, vagaban confusas por su memoria. Y todo había sucedido en la proximidad de Dyreah. En cambio, sólo la muerte de Cràis lo liberó del encantamiento. Sabiendo esto, ¿qué le impedía pensar que la semielfa no hubiera sido víctima de un hechizo similar?

Kylan golpeó la superficie de madera con el puño. El dolor fue sorteando barrera tras barra hasta llegar a su corazón, anegando sus ojos de contenidas lágrimas.

De esa forma podía haber continuado todo. Él, creyendo que Dyreah sufría las consecuencias de un conjuro, que Ravnya era la culpable de cuanto ocurría, que era ella quien había apartado a la semielfa de su lado, quien le había privado de su amor y quien urdía perversos planes a sus espaldas. Qué fácil hubiera sido engañarse y permitir que la farsa continuara, qué dulce ilusión. Pero el telón había caído y la cruda realidad había quedado revelada ante sus ojos. Y paradojas de la vida, había sido él, con sus actos, quien propiciara el fin de la función.

Si conocer la auténtica naturaleza de la semielfa había provocado que el mestizo se estremeciera de terror, evocarla como esclava del wampyr, sometida a la voluntad de tan abyecta criatura, lo enfurecía hasta límites insospechados. Por fortuna esta situación había durado poco tiempo, pues tan pronto Dyreah fue capturada, Kyallard y los suyos lograron que la semielfa retornara de la oscuridad. El kahn, la joya de ámbar que él había deslizado hasta su muñeca, no sólo la protegería del influjo de su demoníaca esencia, sino que además había roto toda imposición externa que pudiera estar afectando su juicio.

Toda imposición externa, le había asegurado su abuelo.

¿Era posible? Si conseguía escapar del dominio del wampyr, ¿al fin Dyreah quedaría libre del siniestro poder que ejercía Ravnya sobre ella? Con esta esperanza en su corazón, Kylan asistió al despertar de la semielfa. Una vez escuchó su voz, cuando pudo asomarse al fondo de su mirada y no halló allí rastro alguno de los instintos homicidas propios de su terrible herencia, ni ecos de la influencia del no muerto en sus actos, el mestizo no sólo se sintió exultante de felicidad, sino que además se permitió soñar.

Pero los sueños sólo perduran mientras los ojos permanecen cerrados.

Bastó un nombre, un nombre y la angustia que embargó a Dyreah mientras lo pronunciaba, para que las fantasías de Kylan estallaran en mil pedazos. Porque, con el kahn reluciendo en su brazo, ya no había lugar para falsas esperanzas. El rechazo de la semielfa ante su declaración de amor no fue a causa de las sucias artimañas de la joven; si lo rechazó, fue porque a quien verdaderamente amaba era a Ravnya.

El mestizo rió sin ganas, alzando el rostro hacia el cielo, sumido en la más pura desesperación. Las lágrimas surcaban sus mejillas.

¿Cómo pretendían que, tras comprender esto, corriera a prestar su ayuda en favor de la muchacha? No deseaba saber nada de ella, no quería volver nunca a verla. Únicamente su íntegro carácter le impedía anhelar la muerte de la joven. Presa del dolor, ni siquiera quiso tener en consideración los sentimientos de la mestiza, sólo quería que Ravnya desapareciera, que nunca hubiera existido. O al menos que Dyreah nunca la hubiera conocido. Acababa de admitir la pérdida de lo único que había merecido la pena en su vida. ¿Qué le quedaba ahora?

Rebuscando entre las diversas capas de piel que lo cubrían, tiró de la cadena que colgaba de su cuello. De sus eslabones colgaba una runa de plata cuyo brillo no se había empañado por el paso del tiempo. Representaba la promesa que Kylan hiciera al fantasma de Nyrie, la fallecida madre de Dyreah. Una promesa que ya no se sentía capaz de mantener. Aferró la cadena entre los dedos cerrados de su puño y se dispuso a arrancársela de un fuerte tirón. Sin embargo, en el último instante se contuvo. El día que hizo su juramento, cuando aceptó la responsabilidad de ayudar a Dyreah a cumplir su misión, no lo hizo a cambio de su amor. Si lo hizo fue porque estaba dispuesto a entregar su vida por ella, porque la quería, no porque esperase recibir ningún premio. Y aunque la semielfa no albergara un hueco en su corazón para él, Kylan sí lo tendría para ella.

Apretó el dije en su mano y lo ocultó de nuevo bajo la ropa, fortalecida su determinación.

Fue entonces cuando se percató de la presencia de una figura en su cercanía. Descubierta, la joven feryan, lejos de mostrarse cohibida, adelantó sus pasos hasta quedar frente al mestizo. El viento agitaba su rojiza melena y amortiguaba el leve crujido de sus pisadas en la nieve.

—Hola —saludó Zithra, clavando sus ojos azules en los de Kylan y pintando una traviesa sonrisa en sus labios—. ¿Crees en el destino?