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DESPEDIDA

Bosques del Norte, año 249 D. N. C.

Kyallard apoyó la mano sobre el hombro de la semielfa.

—Si hay algo más que pueda hacer…

Dyreah permanecía sentada sobre las mantas que arropaban a su compañera. La postura de su espalda era forzada, la cabeza caída hacia adelante, la mirada escondida. Retenía una de las pequeñas manos de Nya entre las suyas, sobre su regazo, prodigándola besos y caricias, incapaz de interrumpir su contacto, ni durante el tiempo que la sacerdotisa elfa demandó para verter sus dones sobre ella.

Faiss había practicado su Arte, pedido el favor divino e impuesto su toque sanador, rogando por la salvación de la muchacha. Anaivih respondió a su llamada, y de las yemas de sus dedos manó un suave resplandor plateado que causó que la piel de Ravnya se impregnara de un mágico rubor y que las esperanzas de la semielfa renacieran. Pero nada más ocurrió.

La elfa nuiyan cerró sus ojos de color malva, y pese a la expectante espera de Dyreah, todo había acabado.

—Lo que podía hacerse ya ha sido hecho —musitó la sacerdotisa tras abrir de nuevo sus ojos, la mirada perdida más allá de las fronteras de este mundo—. Que la Diosa la guarde.

Dyreah quiso gritar que no, que no era posible, que no podía terminar así, que mientras el corazón palpitara en su pecho, por muy lentamente que latiera, siempre se podría hacer algo más. Sin embargo, rompió a llorar. Todo el pesar que albergaba en su cuerpo, todas las lágrimas que alguna vez había reprimido, todo su dolor contenido, estalló en un desbordado torrente de rabiosos sollozos que provocó que hasta a los mismísimos árboles del bosque se estremecieran y la acompañasen en su lamento.

Los miembros de la compañía se paseaban nerviosos por el campamento. Respetaban el sufrimiento de la semielfa y su angustia ante la inminente pérdida de un ser querido, pero era mucho más lo que estaba en juego. El peligro era muy real, y tomar riesgos innecesarios algo inaceptable. Aunque nadie pronunciara las palabras, la idea estaba muy presente en el pensamiento de todos: si la muchacha despertaba convertida en un wampyr, tendrían que poner fin a su existencia.

Con gestos y miradas cargados de evidente significado, así se lo comunicaron a su líder. Cuando Kyallard se acercó a Dyreah para solidarizarse en su desdicha y pronunció aquel ambiguo ofrecimiento, el sentido de sus palabras iba mucho más allá.

El hykar dio un respingo en el momento en que una de las garras de la semielfa atrapó la mano que él había posado sobre su hombro.

—Lo hay.

Kyallard experimentó un instante de alarma, temiéndose lo peor, pero le bastó echar un vistazo a la implorante mirada de Dyreah para descartar sus miedos.

—Habla ahora, muchacha, y si está entre mis posibilidades poder cumplirlo, te juro que lo haré.

La semielfa asintió, agradecida, y se incorporó para quedar frente al hykar. Una vez en pie, Dyreah aventajaba sobradamente la estatura del cabecilla, por lo que tuvo que inclinarse para mirarlo a los ojos.

—He notado la preocupación de los tuyos, la decisión que han tomado si…

—No les culpes por ello —interrumpió Kyallard, negando con la cabeza—, creen estar haciendo lo correcto.

—No, escucha. No tendrán que hacer nada, ni tú tampoco —sentenció Dyreah, que prosiguió antes de que el otro volviera a hablar—. Aún nos queda una esperanza, a mí y a ella, pero tu mago tendrá que ayudar.

Aquella solicitud resultaba del todo inesperada. El hykar comprendía la preocupación de la joven, la desesperación que debía estar padeciendo en aquellos críticos momentos. Sin embargo, no podía permitir que su pesar arriesgara los objetivos de la misión. Escucharía lo que Dyreah tuviera que decir, pero la propuesta no se llevaría a cabo mientras él no la juzgase no tanto factible como coherente.

—¿Varashem? —el hykar se rascó distraído la cicatriz que surcaba su rostro—. Qué decir, ni siquiera sé qué pretendes que haga.

—Nada que no haya hecho antes —alegó la semielfa con rotundidad—. Por favor, Kyallard, su tiempo se acaba.

El avezado guardabosques no logró evitar que su mirada se apartase de Dyreah. Contempló a Ravnya por un momento. No la conocía, no sabía nada de ella, de su carácter e intenciones, pero se sorprendió descubriendo en aquella delicada figura a una criatura generosa, firme a pesar de su menudo tamaño y dotada de un espíritu indómito, a la par que inocente. No era justo. Una joven tan espléndida como ella no merecía sufrir un destino tan miserable.

—Espera aquí, ahora mismo traigo a ese condenado mago —aseveró Kyallard—. Del cuello si es preciso.

sep

—¿Así que quieres que mi magia os lleve, a ti y a tu amiguita, a la otra punta de Aekhan, a un lugar que recuerdas con vaguedad y que no sabes dónde se halla?

No sin antes apelar a las prerrogativas del liderazgo, Kyallard consiguió que el hechicero se reuniera con Dyreah y atendiera su petición. Tal y como era habitual en el orgulloso dalyan, manifestó su negativa ante cualquier uso innecesario del Arte, particularmente si era él mismo quien tenía que practicar el encantamiento. Valoraba en gran medida sus dotes como para andar empleándolas para satisfacer caprichosas e insignificantes naderías. Además, alegaba aún sentirse cansado después de ejecutar la magia que los había traído hasta allí y tras tener que ocuparse personalmente de la captura de la semielfa. No obstante, aún tuvo esfuerzas para esgrimir todo su desdén en cuanto escuchó lo que Dyreah pretendía obtener de él.

—Varashem…

Kyallard era consciente de que tendría que hilar muy fino si quería que aquél el encuentro no terminará en un áspero enfrentamiento. Desconocía a qué cotas podía elevar su paciencia la semielfa, pero a buen seguro que Varashem las sobrepasaría con creces. Sus dotes con la magia sólo se veían superadas por su insoportable arrogancia.

—Cierto, además para ir a visitar a un wampyr elfo que no se alimenta de sangre. ¿De qué se alimenta entonces, de coles?

—¡Varashem! —estalló Kyallard, superado el límite de impertinencias que solía permitirle al hechicero.

—¡Pero es que es absurdo! —continuó el mago, no dispuesto a dar su brazo a torcer, al menos no antes de despacharse a gusto—. ¡No son más que un cúmulo de insensateces nacidas de una mente enferma y delirante!

—¡Basta ya! Lo harás y punto.

Dyreah permaneció en silencio, sin permitir que las burlas hiciesen mella en su juicio. Nadie advertía lo mucho que deseaba alzar la cabeza, coger a aquel jactancioso individuo por los ropones y mostrarle lo que le depararía el destino en el caso de que no accediese a satisfacer sus exigencias. Por contra, se veía a obligada a morderse la lengua y dejar que el veneno descendiese como ácido por su garganta. Lo necesitaba, y estaba dispuesta a hacer cualquier cosa en su empeño por salvar a Ravnya.

—¿Sí? ¿Y cómo? —inquirió Varashem, cruzándose de brazos—. ¿Me imagino a un wampyr devorador de forraje y luego me invento dónde puede esconderse para llevarlas allí?

Kyallard no disponía de argumentos para rebatir aquello. Sus conocimientos relacionados con el Arte eran poco más que básicos, y el modo en que la realidad se amoldaba a sus singulares designios un misterio para él.

—Trajiste a la compañía hasta nosotros —señaló Dyreah, rompiendo su mutismo.

—¿Y qué tendrá que ver eso? —replicó desdeñoso Varashem.

—Tampoco conocías nuestro paradero.

—No, jovencita, pero para cumplir tal objetivo disponía de una baliza para guiarme.

—¿Qué baliza?

—El pendiente de Kylan —explicó Kyallard—, el que le permite comunicarse con su hermana. Fui yo quien se ocupó de que recibiera el aro y lo utilizamos como enlace para llegar hasta él.

—Expresado de tal manera que parece algo sencillo de hacer, pero en resumidas cuentas así fue —ratificó el hechicero.

La semielfa se permitió unos instantes para recapacitar en todo aquello, pues sin duda había dado con algo. Cuando el hechicero se disponía a lanzar otra de sus invectivas, Dyreah levantó la mano, la palma abierta refrenando los altaneros embates del elfo y reclamando su turno para hablar.

—¿Quieres decir que, si dispusieras de un objeto, que hubiese pertenecido a la persona que deseas usar como enlace, entonces sí podrías hacerlo? —reflexionó la semielfa. Una tenue luz de esperanza había emergido de entre aquel mundo de sombras que la envolvía.

—¿Acaso no te lo acaban de explicar? —espetó Varashem, poniendo los ojos en blanco y negando con la cabeza.

—Calla un momento —lo silenció sin ambages el hykar—. Dyreah, ¿tienes algo que nos pudiera servir?

—Sí —espetó ella, echando mano al contenido de su bolsa. Kylan se la había devuelto a su regreso, junto a las armas. No necesitó registrar mucho en su interior para encontrar lo que buscaba—. Tengo esto.

En su mano brilló un exquisito broche con un zafiro engastado en una filigrana de platino. Representaba con espléndida delicadeza cómo el sol resurgía al amanecer en el horizonte.

—Le perteneció —proclamó Dyreah—. Fue un regalo que me hizo al despedirnos, el emblema de su familia, Elanan. Cógelo.

—¿Tienes suficiente con eso, Varashem —instó el hykar, complacido—, o vas a continuar poniendo excusas?

El mago tomó el prendedor con presuntuosa indignación, aunque los movimientos de sus dedos fueron cuidadosos y precisos en extremo. Hasta un petulante taumaturgo como él sabía reconocer cuando algo realmente valioso aparecía ante sus ojos. Una nota de incertidumbre asaltó su sobrio rostro. ¿Sería cierta la absurda historia de aquella despreciable ivriss?

—Esta simple bagatela me obligará a esforzarme más allá del límite de mis facultades si de verdad le queremos sacar algún provecho.

—Tú limítate a hacerlo —ordenó Kyallard. Expresado su mandato y satisfecho por el rumbo que habían tomado los acontecimientos, se dirigió a la semielfa—. ¿Alguna cosa más?

—Una promesa —reivindicó Dyreah, inflexible en este punto. No pondría en juego la existencia del elfo exiliado en favor de la de Ravnya—. Tenéis que darme vuestra palabra de que no daréis caza ni atentaréis contra la vida de Galoran Elanan.

—Por todos los dioses, ¡es un wampyr! —exclamó el mago, llamando con su grito la atención del resto de la compañía.

—Dyreah —pronunció el cabecilla, juntando sus manos y tratando de mostrarse razonable—, tienes que comprender que…

Sólo nuestros actos expresan lo que de verdad somos —recitó la semielfa, su mirada implacable—. ¿Qué eran? ¿Simples palabras arrastradas por el viento?

Kyallard exhaló un resoplido de fastidio y elevó una muda plegaria a los cielos, aunque terminó sonriendo.

—Tú ganas. Tienes mi palabra y la de toda mi compañía. —Antes de que el mago pudiera objetar nada, prosiguió—. ¿Alguna objeción? ¿No? Pues ya está todo dicho. Preparaos para el viaje.

—Una cosa más.

En esta ocasión fue el turno de Varashem para soltar un bufido.

—Habrá smudz en la zona —informó la semielfa, recordando el hostigamiento que sufrieron a manos de aquellos repulsivos seres—. Es posible que necesitemos ayuda.

La mirada de la semielfa recorrió los rostros de los presentes en el campamento. Aunque aparentaban hallarse abstraídos en sus labores, Dyreah sabía muy bien que su fino oído les permitía estar pendientes de todo cuanto se decía en aquella reunión. Sin embargo, ninguno hizo intención de responder a su petición. Era de esperar, en realidad no los conocía de nada y viceversa, pero cuando se fijó en Kylan, éste bajó la cabeza y guardó silencio.

—Yo iré.

Tarani dio un paso adelante, dejando que su mano descansara sobre la empuñadura de su sable. Su apostura hablaba en favor de sus capacidades en el combate. Además, el desdeñoso gesto que surcó los rasgos de Varashem al mirarla terminó de convencer a la semielfa. Dyreah se lo agradeció con un gesto.

—Mejor será que partáis lo antes posible. No sé qué pretendes —cuestionó Kyallard—, pero confío en que lo logres. Buena suerte.

sep

Cuando la magia se desvaneció, Dyreah tuvo que hacer frente a la fuerte sensación de mareo que se había apoderado de su cabeza para mantenerse firme y no caerse. Aún así, estuvo a punto de permitir que Ravnya resbalara de sus brazos.

Cerca, Tarani parecía sobrellevar mejor los efectos secundarios del viaje a través del ivaum, aunque se tambaleó al dar el primer paso. El mago se erguía tan tieso como siempre, a todas luces inmune a las sacudidas provocadas por sus hechizos.

—¿Hemos llegado? —preguntó la hykar.

—Hemos llegado al lugar que marcaba el broche —puntualizó Varashem, devolviéndole la joya a Dyreah—. Guárdalo, ya no lo necesito.

La semielfa lo cogió, pero no sin dificultades, cargada como iba. Otra cruz que apuntar en la imaginaria lista que dictaminaba el futuro del mago.

—¿Y ahora? Aquí no hay nada, ni wampyrs ni smudz, sólo árboles y más árboles. No más que un espeso bosque recargado de baja vegetación.

—Al menos no hace tanto frío —comentó Tarani.

—¡Oh, sí! ¡Lo olvidaba! —Varashem había hallado en la elfa de la sombra una víctima propiciatoria sobre la que volcar su irritación—. ¡Olvidaba que hemos viajado hasta aquí sólo porque la niña tenía frío!

—Déjalo, Varashem…

—¡Por supuesto que sí! ¿Qué importan los objetivos de nuestra cruzada, cuando podemos irnos al Sur con el fin de disfrutar de sus gratas temperaturas?

Dyreah había dejado de atender a la discusión y exploraba el terreno con detenimiento. Tenía un vago recuerdo del sitio y los restos de antiquísimos cimientos que descubrió bajo la hojarasca confirmaron sus sospechas.

El crujido de una rama al partirse, acompañado de movimientos furtivos entre la maleza, puso sobre aviso a los recién llegados. No estaban solos.

—Ahí t’enes a tus smudz —advirtió la hykar, con la hoja curva de su arma ya desenvainada y dispuesta en su mano.

—En teoría —susurró Dyreah—, estos cadáveres ambulantes han sido instruidos para que no ataquen a los elfos, por lo que sólo deberíais preocuparos en escoltarme a mí.

—En teoría, ¿verdad? —cuestionó el hechicero, con una agria sonrisa dibujada en su rostro lampiño.

—Adelante —estuvo de acuerdo Tarani, harta del sarcasmo con el que Varashem aderezaba cada una de sus réplicas—. Yo abriré la marcha. Tú sólo indícame.

Así lo hicieron, con Varashem apuntando con sus chispeantes dedos insuflados de magia a todo cuanto se agitaba a sus espaldas.

La premura se apoderó de la semielfa mientras avanzaba rastreando las ruinas sepultadas por la exuberante fronda. Cada vez que apartaba la vista del camino para observar a Ravnya sentía cómo las lágrimas asaltaban sus ojos y la angustia hacía menguar sus fuerzas, así que se esforzaba en no descuidar su atención sobre los intrincados diseños grabados en la roca labrada.

—¿Hacia adónde?

Tarani había detenido sus pasos porque una ruinosa torre, cuya base era lo único que aún se sostenía en pie, se había interpuesto en su camino.

—A ninguna parte —replicó aliviada Dyreah—. Hemos llegado.

—Aquí sucede algo extraño… —aventuró el mago, haciendo intención de aproximarse a los restos de la estructura.

—Por favor, esperad aquí. Regresaré pronto.

Dicho esto, la semielfa con el exánime cuerpo de Ravnya entre sus brazos se adelantó hacia la torre y… desapareció.

sep

—¿Galoran? —gritó Dyreah una vez ya en el interior del edificio.

La ilusión se había desdibujado ante sus ojos, mostrando la realidad de aquella desvencijada torre, que se erigía gastada aunque intacta, a excepción del derrumbe que había sufrido en su segundo piso. Amparada en la ilusión que la envolvía, un sencillo portón apenas anclado a sus goznes continuaba bloqueando el acceso a la torre, su labor más anecdótica que funcional.

Tal y como recordaba, dentro la esperaba el magnífico mobiliario, gruesas alfombras cubrían el piso y las pequeñas tallas de madera con forma de animales se peleaban por ganarse un espacio sobre la superficie de la recia mesa adosada a la pared, a la derecha. Era la misma mesa sobre la que ella misma había yacido una vez, al borde entre la vida y la muerte. Sin ninguna vela a la vista, noche cerrada en el exterior, una agradable luminosidad mágica lo impregnaba todo. Pero no halló al elfo por ninguna parte.

—¡Galoran!

—Reconozco esa voz… ¿Dyreah Anaidaen?

Una figura comenzó a descender por la escalera que comunicaba con la planta superior, en absoluto silencio, sin que el ruido de sus pasos delatara su avance, como si no terminara de apoyar los pies sobre el suelo. Era Galoran Elanan, la pálida piel tersa sobre las afiladas facciones élficas de su rostro, sus cabellos rubios derramándose sobre los hombros, los lánguidos ojos azules en contraste con el intenso rubor carmesí de sus labios resultaban inconfundibles.

—¿A qué debo el honor de…? —la sorpresa interrumpió sus palabras.

El elfo no supo en quién fijar su atención, si sobre la durmiente figura de Ravnya o en el demonio de familiares rasgos que la acunaba entre sus brazos.

—Galoran —apremió Dyreah, sacándole de su estupor—, necesito vuestra ayuda. Ravnya la necesita.

—¡Por los cielos! —exclamó al fin—. ¿La joven Ravnya está herida?

Reaccionando como un resorte, el wampyr borró de su mente el extraño aspecto de su antigua invitada y se dispuso a barrer su colección de estatuillas con el brazo para despejar la mesa, para que la semielfa pudiera depositar el cuerpo de su amiga sobre ella.

—Esperad, no hace falta —solicitó Dyreah, que con sumo cuidado tumbó a Ravnya sobre la mullida moqueta del suelo. Acarició su lívido rostro con el dorso de los dedos—. El mal que amenaza su vida no lo paliaremos subiéndola a una mesa.

—¡Por todo lo sagrado, decidme! ¿Qué funesto lance del destino ha centrado su mira en el cuerpo de esta inocente criatura?

—Uno que sólo está a vuestro alcance —anunció, con las lágrimas corriendo por sus mejillas—. La mordió un wampyr y la obligó después a beber su sangre.

—No… —susurró a modo de vana súplica. Galoran conocía, como pocos, la terrible maldición que se cernía sobre el alma de la muchacha. Y haría cuanto estuviera a su alcance para evitarlo—. No, no sucederá. Os lo suplico, Dyreah, haced el favor de contarme todo cuanto ha acaecido desde que la dulce Ravnya se vio expuesta a los designios de tan infame monstruo.

Mientras Dyreah narraba los hechos ocurridos en la aldea entre suspiros y sollozos, el elfo se había arrodillado junto a la muchacha y examinaba con rigurosidad posibles síntomas del mal en su cuerpo. Comprobó desde la temperatura de su piel a la decoloración del globo del ojo, sin descuidar un preventivo escrutinio de sus caninos, además de verificar el estado de sus constantes vitales.

—Y lo maté —concluyó el relato la semielfa.

—Si no os importuna rememorar tan desagradable incidente —solicitó Galoran, con las arcaicas maneras de las que hacía gala a la hora de expresarse—, desearía que tuvierais a bien razonarme cuál es la coyuntura que os concede aseverar tal circunstancia.

—Le desgarré el cuello y tiré hasta separarle la cabeza del cuerpo —sentenció Dyreah—. Después se convirtió en polvo.

—Incuestionable, pues.

—Galoran…

La queda súplica que manifestó su mirada le bastó al elfo para conocer el contenido de la pregunta no formulada.

—Vivirá, Dyreah —un profundo suspiró que nació en lo más hondo de la semielfa subrayó las palabras del wampyr—. La joven Ravnya alberga en su menuda figura un vigor indomable que no desfallecerá ni se doblegará con facilidad. No obstante…

Un estremecimiento de horror recorrió el grotesco cuerpo de Dyreah, obligándola a arroparse el torso con los brazos.

—No obstante, no me atrevo a enunciar qué vida palpitará en su pecho al despertar.

El silencio se adueñó del interior de la torre, el desconsuelo recorriendo cada uno de sus rincones, amenazando con ahogarla.

—Tengo que irme, tengo que regresar al Norte —pronunció la semielfa, armándose de valor—. ¡Pero bien saben los dioses que no puedo, que no quiero! ¿Cómo abandonarla ahora, en este momento? ¿Cómo marcharme y dejarla sola cuando ni siquiera sé qué va a suceder con ella?

—Por tal motivo os rodean estos viejos muros en estos momentos —indicó Galoran con voz profunda—. Es por ello que resolvisteis llegar hasta mi persona. No penséis que la única razón que instigó vuestros pasos a arribar a estos olvidados parajes fue la de acceder a mi singular comprensión de la maldad que aqueja a vuestra querida Ravnya. Si os halláis ante mí, consintiendo que las lágrimas fluyan libremente por vuestro rostro, haciéndome partícipe del íntimo alcance de vuestro dolor, si acontece así, de esta manera y de ninguna otra, es porque un memorable día descubristeis en este anciano elfo a aquel que es bienaventurado merecedor de vuestra confianza. Así como entendéis que nunca osaríais rendirla al abandono, porque permanecerá conmigo, entre las humildes paredes de este torreón, preservada y custodiada, hasta que, satisfechas las perentorias exigencias que requieren de vuestra presencia en lontananza, vos misma podáis reclamar el inefable derecho que exclusivamente a vos os corresponde, a su lado, como su dama.

Dyreah no habló. No contestó. Nada pudo decir ante aquellas palabras. Lo que sí hizo fue, postrada como estaba, gatear por la alfombra hasta donde se arrodillaba Galoran y abrazarle con profundo afecto. Él, abrumado por aquella inesperada muestra de aprecio, sin conocer cuál era el modo correcto de corresponder a aquel acto, palmoteó su espalda con tímida torpeza, pero tampoco quiso decir nada más.

Con un nudo en el estómago, la semielfa se apartó del wampyr y regresó junto a su compañera. Se llevó las manos al cuello, en busca de la larga pero fina trenza de cabello azabache que nacía detrás de su puntiaguda oreja y descendía hasta más allá de su cintura. Una vez capturada entre sus dedos, empleó las uñas de su mano libre para cortarla. Un leve rasgueo y aquel mechón de pelo distinguido del resto durante más de diez años colgaba ahora de su puño. Con una resistente hebra que le ofreció el elfo, extraída de la moqueta, anudó aquel término. Cogió una de las manos de Ravnya y la alzó hasta su cara para besarla, humedeciendo su pálida piel de lágrimas saladas, al tiempo que enroscaba la trenza alrededor de su brazo y ataba ambos extremos después.

Se quedó observándola durante unos instantes, se inclinó sobre ella y depositó un beso en sus labios. Te quiero, susurró en su oído antes de levantarse. Espérame.

Apartando el dosel que ocultaba la maltrecha puerta e intentando moderar la intensidad de los desgarrados sollozos que se agolpaban en su garganta, Dyreah salió al exterior.

No miró atrás.

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Tarani fue la primera en advertir el regreso de la semielfa. Varashem estaba distraído estudiando el terreno, tratando de averiguar cuál era la pieza que no encajaba en todo aquello. De naturaleza mágica era, sin duda, pero ajena a las tradiciones arcanas que él conocía; aunque si le preguntaban al respecto nunca admitiría tal cosa.

Al verla a ella, pero no a la muchacha, la exploradora la interrogó con la mirada.

—Está hecho —zanjó Dyreah, fijando los ojos en el cielo estrellado.

La hykar asintió, comprensiva, sin intención de ahondar en la reciente herida. Cumplidos los requerimientos de la misión, Tarani llamó la atención del mago.

—Regresemos.