15
REDENCIÓN
Bosques del Norte, año 249 D. N. C.
—¿Llevabais mucho tiempo buscándonos?
Superado el desconcierto inicial, Kyallard había abrazado a su nieto y tratado de reconfortarlo poniéndole en antecedentes de su misión. Aún así, Kylan necesitó acudir al lado de la semielfa y comprobar su estado. Dyreah seguía inconsciente, se había dado un buen golpe contra la piedra y todavía no había despertado. Odiaba verla así, atada de pies y manos con gruesas sogas, mas conocía de lo que era capaz y era preciso tomar aquellas medidas. Por su propio bien y por el de todos los demás.
—No mucho —explicó Kyallard—. Supe que algo grave había sucedido, hará ya dos semanas, supongo que cuando os atacó ese oso, por lo que me cuentas.
—¿Han pasado sólo dos semanas desde que sufrimos el ataque? —se asombró el mestizo—. Siento como si hubiese transcurrido toda una vida. Entre la recuperación de Dyreah, su transformación…
El curtido hykar rodeó los hombros de su nieto con el brazo, ofreciéndole en aquel sencillo gesto el apoyo y comprensión que tanto necesitaba. La pálida cicatriz que cruzaba el oscuro rostro de Kyallard atestiguaba su propia experiencia ante los rigores de una vida dedicada a satisfacer los imprevisibles designios de una divinidad. En ocasiones, Anaivih la Negra podía resultar de lo más caprichosa.
—Supongo que no habrá sido fácil. La verdad es que hasta ayer no iniciamos el viaje. Había ciertos asuntos que debíamos solventar antes de partir.
—Y habríamos llegado mucho antes si este remedo de mago que nos acompaña hubiera apuntado un poco mejor.
Quien se había entrometido en la conversación entre los dos parientes era Zithra, una menuda elfa pelirroja de desenfadadas maneras que desde un principio había mostrado su curiosidad hacia el recién llegado a la compañía. El aludido, Varashem, altivo y revestido de sus gruesos ropajes, replicó con altanero desdén.
—Coge tu endeble arco, niña, véndate los ojos después e intenta disparar doce flechas de diferentes pesos y longitudes hacia un lejano punto del que alguien te hablará pero que tus ojos nunca han visto. El día que consigas obrar este prodigio, cuéntame. Hasta entonces, mejor calla y no evidencies tus ignorantes conocimientos del Arte.
Zithra acusó la puya, pues nada agregó y se retiró recitando para sí toda una lista de obscenidades en la Nythare, la lengua élfica. Sin embargo, no sería la última voz en hacerse escuchar.
—Pues a mí no me importaría probar eso que dices.
—Veren, sólo un loco como tú podría tener éxito al afrontar tal insensatez.
El elfo de desgreñados cabellos rubios y temerarios ojos azules le tiró un beso al mago y le dedicó una pícara sonrisa.
Varashem rezongó para sus adentros y desvió su interés a tomar en consideración empresas más valiosas que los groseros desvaríos de un demente.
—Aún así —intentó Kylan recuperar la atención de su abuelo, pues las preguntas se acumulaban en su mente—, supiste dónde encontrarnos. ¿Cómo?
—Por el pendiente de tu oreja —aclaró Kyallard—. Su cometido no consistía sólo en que pudieras comunicarte con tu hermana. A propósito, ¿qué tal está?
—Bien. La alcanzó una flecha envenenada cuando nos invocó hasta casa por medio de la magia, pero la dama Caynar la asistió y se recuperó sin mayores complicaciones.
—¿Una flecha envenenada? —cuestionó el mayor de los Fae-Thlan enarcando una ceja.
—Otra anotación más en la cuenta que tengo pendiente de saldar con cierto hykar —reseñó Kylan—. Su nombre es Thra’in Kala’er y parece que me persiguiera allá a donde voy.
—Ya, entiendo. —Kyallard se concedió una pausa antes de continuar. Sus ojos plateados siempre daban la sensación de esconder mil y un secretos—. Supongo que será el culpable de cimentar buena parte de tus prejuicios raciales.
El mestizo contestó con un cabeceo. Su estancia en la ciudad hykar de Tzavkar había grabado una fuerte impronta en su concepción particular en lo que se refería a todo cuando rodeaba a los elfos de la sombra. Desterró aquellos desagradables recuerdos de su pensamiento y se concentró en las circunstancias de su situación actual.
—Abuelo, ¿y Dyreah? Algo podremos hacer —se le hizo un nudo en la garganta—. Yo…
—No temas por ella, ahora mismo nos estamos ocupando de su… problema.
El curtido elfo señaló con la mano hacia la figura de una fémina envuelta en vaporosas telas de los pies a la cabeza. Sus labios entonaban una complicada melodía al tiempo que con los dedos trazaba intrincadas espirales en el aire.
—Faiss se encargará de solucionarlo.
—¿Qué está haciendo? —quiso saber Kylan.
—Es nuiyan —informó Kyallard—. En estos momentos está en comunión con Anaivih, revistiendo de favor divino la alhaja que rescatará a Dyreah, reemplazando la que perdiera.
Aquello sonaba muy confuso para el mestizo, pero confiaba en su abuelo por encima de todo. Él sabría qué hacer para salvarla.
—¿Quieres decir que con esa joya Dyreah volverá a ser la que era?
—Recemos porque así sea. Debería recuperar su personalidad anterior, en tanto las mutaciones de su cuerpo deberían remitir con el paso del tiempo. Lo ideal sería ponérsela mientras está inconsciente, pero tengo el presentimiento de que no seremos tan afortunados. No pierdas la esperanza —añadió apretándole el hombro al pasar.
—Espera, ¿no sería conveniente que la protegiésemos mientras termina? —se interesó el joven mestizo, preocupado porque Faiss se encontrara tan apartada de los demás, en los límites del campamento.
—Tranquilo, en el bosque, aunque no aciertes a dar con ellos, hay quienes velan por nuestra seguridad —informó el cabecilla, reemprendiendo el paso.
A Dyreah la custodiaban dos elfos, hombre y mujer, de considerable estatura y nada desdeñable corpulencia, considerando la esbelta raza a la que pertenecían. Anthar, el del enorme espadón cruzado a la espalda, llevaba los brazos desnudos a pesar del tremendo frío. Era la viva estampa de lo que se esperaba de un kesyan, con sus inocentes ojos color aguamarina y la franqueza que traslucía su rostro. Ashara, por contra, se engalanaba con abrigadas pieles de exquisito corte y coronaba la magnífica cascada de rizos rubios de su cabeza con un cálido gorro de fieltro. Lucía una abierta sonrisa que contrastaba con la sólida espada que colgaba de su cadera. El recio escudo redondo que la complementaba yacía a sus pies, clavado en la nieve.
—Descansad un rato —sugirió Kyallard a la pareja de guardianes. Ante sus disimulados indicios de reticencia, añadió—. Se’reim y Tarani vigilarán entretanto, ¿de acuerdo?
—Ai, u’Jun —se mostró conforme la fémina, no sin dedicar una apreciativa mirada a los mencionados. Desenterró la rodela del suelo y le hizo un gesto a Anthar para que la acompañara. La familiaridad con la que se entendían hablaba de la existencia de algo más que simple camaradería entre ellos.
A Kylan no le costó reconocer a quienes le habían interpelado en un comienzo. No resultaba difícil, junto a él y a su abuelo, eran los únicos elfos de la sombra de la comitiva. Quizá los dispersos mechones castaños que relucían en el plateado cabello de Tarani revelaban una herencia mestiza. Ahora conocía sus nombres. También había notado que no eran muy propensos a hablar, en especial Se’reim, al que todavía no había escuchado pronunciar palabra.
—¿Y Janaan? —preguntó Kyallard dirigiéndose a la fémina.
—No lo sé —dijo ella, aunque por el centelleo que captó en sus ojos, Kylan tuvo la sensación de que le hubiera gustado contestar algo bien distinto. Pese a su marcado acento, su voz sonaba delicada, casi infantil, en contraste con la fiera apostura que exhibía con sus coriáceos ropajes de exploradora—. Se adentr’ en el bosqu’ en cuanto llegamos.
—¿No creía importante la captura de la chica?
—Ya sabes lo qu’ opina de todo esto —le recordó Tarani encogiéndose de hombros. Aquellas preguntas la incomodaban. Tampoco eran muy amistosas las miradas que a hurtadillas le dirigía Se’reim.
—Los acontecimientos futuros dirimirán esta absurda discusión —zanjó Kyallard—. Ahora veamos cómo se encuentra nuestra invitada de honor.
Tan pronto se acercó, la semielfa saltó como un resorte hacia él, dispuesta a compensar la incapacidad de brazos y piernas con el filo de sus colmillos. Sin embargo, no había logrado sorprender al elfo, que sorteó su acometida con inesperada agilidad y la zancadilleó, provocando que cayera a plomo sobre la nieve.
—Vaya con la fierecilla —sonrió el curtido guardabosques—. Se’reim, Tarani, guardad las armas. No hay peligro. Aunque no está de más que nos recuerden de vez en cuando con qué clase de criaturas tratamos.
A Kyallard no le pasó por alto la mueca que ensombreció el rostro de su nieto al escuchar aquella declaración.
—Discúlpame, Kylan, pero ahora mismo y hasta que no le pongamos remedio, tu Dyreah es un demonio y actúa como tal. No lo olvides.
El joven se obligó a asentir con un suspiro. Nada podía alegar a eso.
—Un momento —solicitó Tarani, avisando de su partida. Pronto regresó, haciendo las veces de guía y con Faiss cogida de su brazo.
Por el modo en que la hykar la sujetaba, Kylan creyó que quizá la sacerdotisa fuese ciega. Un vistazo a la mirada perdida de sus vidriosos ojos violetas le bastó para comprender que su incapacidad a la hora de desplazarse se debía a otras causas.
—Faiss —la saludó Kyallard con solemnidad cuando se reunió con ellos.
—Anaivih ha hablado y yo he escuchado —proclamó con voz trémula—. Su soplo divino ha guiado mis manos y me ha concedido el don de imbuir este nuevo kahn de su sagrada esencia purificadora en esta débil noche sin luna. ¡Viir un’Anara!
Dicho esto, la sacerdotisa abrió el cofre que conformaban sus manos, permitiendo que todos admiraran la alhaja que sus dedos guardaban. Tallada en ámbar, la pulsera latía con una luz interior, revelando las inscripciones que recorrían su cristalina superficie.
A Kylan su artesanía no le resultó extraña, aunque no fue capaz de evocar dónde podía haber visto antes algo semejante.
Kyallard mostró la reverencia debida a aquel regalo de la diosa y tomó el kahn de las finas manos de la elfa nuiyan con un celo absoluto.
—Chicos, ha llegado el momento. Ahora viene lo difícil —anunció el líder de la compañía, observando cómo siseaba y se retorcía la semielfa sobre la nieve—. Tarani, tú la inmovilizarás las piernas. Hazlo a la altura de las rodillas y no te confíes, es mucho más fuerte de lo que parece, y si te descuidas esos espolones podrían abrirte un bonito corte en las tripas.
La hykar asintió, dispuesta a acometer su tarea. Viendo cómo se sacudía, la mejor opción sería arrojarse sobre sus pies y después ir subiendo poco a poco por la extremidad hasta llegar a la articulación. Tarani confiaba en que entre la presión que pudiera ejercer con los brazos, sumada al peso de su cuerpo, lograra mantenerla sujeta.
—Se’reim, tú te encargarás de que permanezca boca abajo y de que no consiga levantarse —continuó el cabecilla—. Está deseando clavar esos colmillos suyos en algo, preferiblemente carne, así que ándate con ojo. Kylan, alguien tendrá que deslizar el kahn por su brazo mientras yo la desato y contengo sus garras. ¿Querrás ser tú quien lo haga?
El joven supo interpretar la doble vertiente que encerraba el aparentemente generoso ofrecimiento de su abuelo. Por un lado, le brindaba la oportunidad de ser él quien la salvara. Pero por otro, Kyallard le invitaba a desempeñar una función carente de peligro real y relativa responsabilidad. Dudaba de que él fuera a actuar con la debida firmeza si la situación lo requería, y no podía reprochárselo. Estaba en lo cierto.
Aún así, aceptó.
—¿Bien? —confirmó Kyallard, entregándole la pulsera a su nieto—. Preparaos. Se’reim, Tarani, toda vuestra.
Kylan torció el gesto al contemplar la implacable rudeza que emplearon los dos elfos de la sombra para retener a una caída y maniatada Dyreah. Sin embargo y pese a todo, instantes de forcejeo se prolongaron hasta que por fin pudieron reducirla.
—¡Ya! —indicó Tarani con la mandíbula apretada.
Kyallard se abalanzó de inmediato sobre la semielfa y bloqueó la articulación de su hombro derecho con las rodillas. Sólo entonces comenzó a desatar las cuerdas que apresaban sus muñecas.
—¡Kylan! ¡Ahora!
Mientras el mestizo se arrodillaba en la nieve con el kahn preparado en las manos, su pariente luchaba para mantener apresado el brazo izquierdo de Dyreah y así evitar la caricia de sus garras. Había sacrificado la protección de unos gruesos guantes en favor de un mejor tacto con los dedos y ahora lo lamentaba. La piel de la semielfa resultaba áspera como la lija y enfermizamente caliente. Para alojar la pulsera en su lugar, Kylan necesitaba que cerrara el puño o extendiera juntos los dedos, pero el ardor del combate provocaba que los contrajera de forma convulsiva, imposibilitando toda tentativa por su parte.
—Más nos vale que te des prisa, Kylan… —la tensión por el esfuerzo comenzaba a hacer mella en Kyallard.
—Lo intento…
—¡Es muy fuerte! —exclamó Tarani.
—¡Lo estoy intentando!
—¡Cuidado!
En un último espasmo de pura rabia animal, Dyreah se contorsionó súbitamente y volcó sus últimas reservas de energía en una violenta sacudida que quebró las trabas impuestas por sus captores. La elfa hykar recibió un duro impacto en el estómago que robó el aire de sus pulmones y la privó de fuerzas, en tanto Se’reim sufría un tremendo cabezazo en pleno rostro que le privó del sentido al instante. Kyallard se descubrió tirado en la nieve, frente a frente al encolerizado demonio, expuesto a sus garras sedientas de sangre.
No obstante, transcurrió el tiempo y el inevitable ataque no se produjo. Los párpados de Dyreah estaban cerrados y los músculos de su cuerpo relajados. Sólo entonces el avezado guardabosques se percató del brillo ambarino que resplandecía en el brazo de la semielfa.
—¡Ja, ja! —rió mientras se levantaba—. ¡Bien hecho!
Kylanfein exhaló un profundo resoplido.
—Se’reim está herido —avisó Tarani, que tan pronto hubo recuperado la respiración, había acudido a atender a su compañero inconsciente.
—Llévale a que Faiss le eche un vistazo. Kylan, ayúdala.
El joven aceptó, solícito, no sin antes dedicar una preocupada mirada a Dyreah.
—¿Y ahora?
—Ahora… toca esperar.
—Ven, está despertando.
Tras superar el trance del kahn y que Dyreah se sumiera en un profundo sueño, su abuelo lo había obligado a que se retirara a descansar. El trabajo estaba hecho, de nada servía que se quedase el resto de la noche velando por ella. Estaría bien cuidada, él mismo se ocuparía de ello, y le prometió que le avisaría a la menor novedad.
Y las noticias acababan de arribar.
Kylan había sido incapaz de dormir, aunque al menos había disfrutado de las ventajas que ofrecía un campamento en toda regla, con un buen fuego que proporcionara su precioso calor, y en el fondo algo había descansado. El corte de su mano ya apenas sangraba, un pago insignificante en comparación a las contusiones que habían sufrido los demás. Por fortuna, el hykar se había recuperado de inmediato, sin otros síntomas que una fea inflamación en la cara.
—¿Dyreah? —preguntó el mestizo, tratando de espabilarse.
—Sí, vamos —le instó Tarani abriendo camino—. Kyallard cr’e qu’ deberías ser tú el primero a quien vea cuando despierte.
Parecía que la compañía al completo quería presenciar el acontecimiento, pues todos se hallaban congregados, incluso alguno que no conocía. El amanecer traía consigo no sólo luz, sino también nuevas esperanzas para Kylan. Y grata fue su sorpresa cuando apreció que Dyreah ya no yacía tirada en la nieve ni había cuerdas que ataran sus extremidades. La semielfa descansaba entre mullidas mantas y cálidas pieles, sin más impedimento que el cielo sobre su cabeza.
—Varashem ha tejido una cúpula mágica a su alrededor —indicó Kyallard a modo de explicación—, por si algo saliese mal.
El hechizo evitaría que escapase, pero si cuando la semielfa recuperara la consciencia aún estaba poseída por su mitad demoníaca, a él no le salvaría. Asumiría el riesgo. Kylan agradeció el gesto con un asentimiento y se aproximó a ella.
—¿Dyreah? —susurró al sentarse a su lado.
Las facciones de su rostro se crisparon, e incluso farfulló algo, pero no abrió los ojos.
—Dyreah, ¿puedes oírme? Soy Kylan.
—¿Kylan…?
—Sí, soy yo —respondió él con la voz entrecortada. Se le había hecho un nudo en el estómago por la emoción que apenas le permitía hablar.
La semielfa apretó los párpados un par de veces, con fuerza, antes de atreverse a abrirlos y afrontar la claridad del alba. Éstos relucieron en su chocante aspecto carente de pupilas, una uniforme extensión de verde resplandor que provocaba que el mestizo se estremeciese. Mas no brillaron con fiereza, ni prometían muerte y destrucción. Miraban con desvalida incomprensión.
—¿Qué…? ¿Qué ha pasado?
Kylanfein giró la cabeza atrás, buscando el apoyo y la aprobación de su abuelo. Éste asintió, conforme.
—Antes de nada tienes que escucharme, Dyreah, por favor.
—T-te escucho —acató ella.
—¿Recuerdas cuando nos atacó el oso?
—Sí… —contestó con un gesto de desazón. Recordaba cómo aquella descomunal bestia había surgido de entre la niebla y se había abalanzado sobre ella, intentando defender a sus cachorros. Después, un tremendo dolor y ya nada más.
—Saliste herida del enfrentamiento, pero ocurrió algo más. Te pusiste enferma, y luego… fue peor.
—¿Peor…? —la semielfa se sentía cada vez más confusa.
—Dyreah, tienes que ser fuerte y no perder la calma, porque lo que sucedió, te cambió.
—No sé lo que quieres decir…
Kylan se armó de valor antes de continuar. Deslizó la mano sobre la mullida superficie de las mantas y estudió cómo sus dedos alisaban a su paso las arrugas que presentaba el tejido. Por un instante, tras advertir el modo en que ella lo miraba, deseó ser capaz de allanar con tanta facilidad el resto de sus problemas.
—Sabes quién es tu padre —se atrevió por fin—, no el que te adoptó, sino tu verdadero padre. Lo que es.
—M-me contaron la historia de mi madre. Sí, sé lo que es. Un demonio.
—Estamos tratando de ayudarte, yo, mi abuelo —comenzó a atropellarse, víctima de los nervios—. Necesitas tiempo para recuperarte, para volver a ser la que eras. Antes de todo esto.
—¿Cómo la que era? ¿Antes de qué? ¿Qu-qué significa eso? —replicó la semielfa al tiempo que apartaba descuidadamente las pieles que la cubrían y se esforzaba por incorporarse, aún tratando de enfocar la vista—. Ayúdame a levantarme, Kylan.
Quería evitarlo, esconderla, envolver de nuevo su cuerpo con aquellas mantas y mantenerla allí acostada. Quería protegerla de aquel horror en el que se había convertido. Pero así lo hizo, se incorporó y le ofreció su apoyo, con la mirada baja, incapaz de adivinar cuál sería la reacción de Dyreah cuando lo descubriera.
—Dioses…
Manteniéndose en pie únicamente por la ayuda de su compañero, la semielfa observaba atónita sus manos, la forma de sus brazos. Examinó con los dedos el filo de sus colmillos y la dureza de sus rasgos. Arrastrada por una insana curiosidad, acarició el delicado tacto de la membrana que recubría sus alas y capturó la cola que se agitaba a su espalda para recorrer su robusta morfología en toda su longitud.
—No fue una pesadilla…
—Dyreah. —Kylan intentó llamar su atención. Parecía calmada, pero quizá sólo era fruto de la conmoción, la calma que precede a la tormenta. Todo podía cambiar en un abrir y cerrar de ojos.
—¿Es esto lo que en realidad soy? ¿Mi verdadera naturaleza? —cuestionó la semielfa, más para sí misma que para nadie en concreto—. ¿Ésta soy yo? ¿Un demonio?
—Lo que somos —intervino Kyallard, que avanzó hasta quedar a la vista de Dyreah— no lo dictan ni nuestro aspecto ni nuestra herencia. Sólo nuestros actos expresan lo que de verdad somos. ¿Por qué juzgarte por algo que nunca estuvo en tu mano decidir?
—Lo dices como hykar que eres, supongo —razonó ella, llevándose una mano a la frente. Todavía se sentía débil y desorientada.
—Supones bien —declaró el mayor de los Fae-Thlan—. No te voy a castigar dándote un sermón sobre cómo elegimos cada uno nuestro propio destino, pues como ya trataba Kylan de explicarte antes, ni siquiera existe la certeza de que te vayas a quedar con ese aspecto para siempre. De momento estás consciente y puedes pensar por ti misma. Créeme si te digo que son excelentes noticias, y hablan de forma muy positiva de tu próxima recuperación.
Dyreah cerró los ojos y por unos instantes únicamente se concentró en respirar, cubriéndose la cabeza con los brazos. Tras un bufido que de sus labios brotó como un siseo, la semielfa tomó una decisión.
—No te conozco, elfo de la sombra, pero te creo.
—Más te vale creerme, Dyreah Anaidaen, pues si estamos aquí —con su gesto englobó a todos los miembros de su compañía—, es por tu causa.
Sólo entonces la semielfa se percató de la presencia de otras figuras a su alrededor. Entornó los ojos sin pupilas y observó los rostros de todos ellos, algunos curiosos, otros indiferentes, incluso había los que la contemplaban con rechazo y abierto desdén. Pero también estaban los que se mostraban amistosos y no dudaban en ofrecerle gestos de ánimo, independientemente de su aborrecible aspecto.
—Dudo que una mestiza —expresó ella, impregnando su voz de ironía—, aunque se trate de una de elfo y demonio, merezca tal atención.
—Disculpa, permite que me explique mejor —indicó el hykar—. Cuando dije tu causa, quise decir la causa que os traído a estas boscosas regiones perdidas y olvidadas, aún lejos de vuestra meta.
Esta información si ocasionó que reaccionara, recelosa y dando alas a su recelo habitual.
—¿Qué sabes de nuestro viaje? —la semielfa lanzó una inquisitiva mirada a su compañero—. ¿Qué le has contado?
—Descuida —intervino Kyallard antes de que su joven pariente pudiera responder—, porque nada de lo que sé lo he averiguado gracias a él. Hace muchos años, cuando apenas eras una niña, Anaivih fijó su mirada en ti. Es la Diosa quien comprende los objetivos de tu misión y te aplaude por tu espíritu de entrega. Y nosotros vamos a ayudarte a que termines lo que tu madre comenzó y que Nyrie encuentre finalmente su descanso.
Dyreah no contestó, guardó silencio mientras analizaba aquellas palabras y a quien las había pronunciado. ¿Por qué habría de fiarse de él? ¿Cuánto sabría realmente? ¿Qué oscuras intenciones se escondían tras su ofrecimiento?
—Ni siquiera conozco tu nombre.
—Kyallard Fae-Thlan, a tu servicio, y al de Anaivih —se presentó con una reverencia más festiva que solemne.
—¿Fae-Thlan? —cuestionó ella, paseando la mirada de un pariente al otro.
—Es mi abuelo. —Kylan se encogió de hombros a modo de disculpa, pero sin dejar de sonreír.
La alegría del mestizo no tardaría en evaporarse.
—Espera, un momento. ¿Ravnya? ¿Y Ravnya? —la angustia se adueñó repentinamente del corazón de la semielfa—. ¡Kylan! ¿Dónde está Ravnya?
—¿Qué vas a hacer? ¡No puedes irte ahora! ¡No mientras aún te estás recuperando!
Las súplicas del mestizo caían todas en saco roto. Una sola idea habitaba en el pensamiento de Dyreah y nadie la detendría.
—Sí, Dyreah, escúchale —secundó Kyallard en tono conciliador—. No deberías ni moverte siquiera, no conocemos las consecuencias que podrías sufrir si perdieses el control. Una partida formada por mis mejores guerreros se encargará del rescate de tu amiga. Es más, ya lo habrían hecho de haber sabido de su existencia. Pero tú quédate aquí, por favor te lo pido.
«De haber sabido de su existencia», fue la afirmación que tan profundamente atravesó el pecho de la semielfa.
—Dyreah, sólo pensaba en ti, compréndelo. No reparé en que…
Kylan buscaba el modo de disculparse ante ella. Pero ya era tarde, demasiado tarde para eso.
—Envía a tus guerreros si quieres —exclamó la semielfa, sus poderosas zancadas ya rumbo a la aldea—. Pero antes tendrán que alcanzarme.
—¡Janaan, Se’reim, Zithra, con Faiss! ¡Y que ninguno me discuta! —ordenó el líder con no disimulado enojo—. ¡Arem e Iral, vigilad el campamento! ¡Varashem! ¡Dónde se mete ese condenado mago cuando se le necesita! ¡Al Abismo con él! ¡Veren, Ashara, Anthar y Tarani! ¡Tras ella!
Abatido por la grave falta cometida, Kylan esperó clavado en el sitio a que su abuelo le obligará a ejecutar una tarea que él mismo era incapaz de imponerse.
—¿A qué esperas? ¡Vamos, se nos escapa!
Los elfos se caracterizaban por su sigilo y por la velocidad con la que se desplazaban por la floresta, pero encontraron en Dyreah a un digno rival en lo segundo. Pensar que aquel engendro tenía capturada a Nya desde la noche anterior no sólo le revolvía las tripas a la semielfa, sino que también impulsaba sus piernas con una potencia inusitada incluso para su naturaleza demoníaca. Los matorrales se tronchaban bajo sus pies y las ramas se partían a su paso. El crujido de la nieve resonaba en sus oídos. Nada la detendría. ¡Nada!
Más atrás, la partida intentaba alcanzarla.
—¿Alguien sabe lo que vamos a cazar? —inquirió Veren sin aflojar el ritmo ni dar muestras de fatiga en su voz.
Ya que nadie contestaba, Kylan comprendió que él era el único que podía ofrecer alguna respuesta al respecto.
—No sé lo que era —explicó entre jadeos—. El ser parecía viejo y arrugado, seco como un pergamino antiguo. No hizo nada, nos miró y ya estábamos bajo su poder. No creo que jamás pueda olvidar esos ojos vacíos ni las pesadillas que introdujo en mi cabeza.
—No creo que tenga que explicaros con qué tratamos, ¿verdad, chicos?
—¡Un wampyr! —exclamó Veren en un alarde de franco entusiasmo—. ¡Y el memo de Varashem se lo va a perder!
—¡Y tú serás el siguiente memo que se lo pierda si no te das prisa! —alentó Kyallard, amenazando con tomar la delantera del grupo—. ¡Corred!
Dyreah pronto alcanzó los límites de la aldea y se internó por sus calles, en busca de aquel maldito templo. Los campesinos se apartaron asustados a su paso, pues creyéndola aún una servidora de su señor, ninguno deseaba interponerse en su camino. La semielfa los ignoraba, abstraída como estaba en su única obsesión. Todas las construcciones parecían iguales, casas sencillas con tejados a dos aguas y una chimenea a un lado, por lo que no le resultó difícil distinguir aquel que debía cubrir las exigencias religiosas del lugar.
Sin aminorar la velocidad de su carrera, antepuso los brazos frente al rostro y arremetió contra los gruesos tablones que conformaban una de las puertas. Bien fuera a causa del frío, debido a su antigüedad o por la profunda rabia que dominaba a la mestiza, la plancha no resistió el embate y explotó en una lluvia de astillas. Dyreah cayó al otro lado y rodó por el suelo, todavía aturdida por el fuerte impacto.
En el exterior, los guerreros al mando de Kyallard no lo tuvieron tan sencillo para llegar. Los aldeanos sí los reconocieron como un peligro y se congregaron en torno a ellos. El hykar señaló que eran de víctimas inocentes del wampyr, incapaces de pensar por sí mismos, así que conminó a sus hombres a que no usaran las armas. Aquella orden no impidió que Ashara estampara el escudo en la cabeza del primer granjero que se interpuso en su camino. Para cuando llegaron al templo y penetraron por el agujero que había abierto su predecesora, ésta ya se había internado por las cámaras inferiores.
Echando mano a los instintos que se apoderaban de ella cuando se transformaba en felino, permitió que fuera el olfato el que la guiara por aquellos recónditos pasillos. Aquel olor marchito lo impregnaba todo, aunque rezumaba con mayor intensidad de algún punto más adelante. Refrenado su avance y más atenta ahora a un posible ataque, recorrió el túnel con sigilo y se adentró en la sala. No precisó que sus ojos le confirmaran que aquella funesta criatura se encontraba allí. La peste que emanaba de su cuerpo la sofocó. Sin embargo, lo que sí logró contenerla durante más tiempo fue descubrir la figura de Ravnya reposando boca arriba sobre una elevada tarima. Estaba inmóvil y tenía los ojos cerrados, aunque advirtió con alivio que aún respiraba.
El wampyr alzó la cabeza en su dirección por un momento, contrariado por aquella inesperada irrupción en su refugio, más aún por parte de una bestia sometida a su control. ¿O ya no lo estaba? Cuando la semielfa aprovechó aquel instante de vacilación e intentó abalanzarse sobre él, le bastó atrapar su mirada para detenerla en el acto y privarla de voluntad.
No obstante, no la había perdido del todo.
Para su horror, permanecía consciente, era dueña de sus pensamientos, pero por contra no podía moverse, ni tan siquiera pestañear. Estaba cautiva en su propio cuerpo.
Solventado el problema, el no muerto devolvió su atención a la labor que tenía entre manos. Pese a todos sus esfuerzos, Dyreah no pudo hacer nada más que observar cómo el wampyr se aproximaba a la tarima y se inclinaba sobre Ravnya. La semielfa chilló y gritó en el silencio de su prisión, sintiéndose morir, cuando los colmillos rasgaron la piel de su garganta y se escuchó el nauseabundo rumor de la sangre al ser succionada con fruición, a grandes tragos. A cada sorbo que el monstruo daba, más cerca de extinguirse estaba la vida de la joven; mientras la semielfa era forzada a contemplar cómo la asesinaban sin poder hacer nada por evitarlo.
Saciado, el wampyr se alzó, saciado de sangre, y se apartó de Ravnya, mas no se fue muy lejos. Al parecer, no había acabado. Practicándose un corte en la muñeca, presionó los bordes de la herida hasta que de ella manó hediondo icor. Cuando el pringoso fluido empezó a derramarse por su brazo y precipitarse al suelo en gruesos goterones, se giró y apretó la muñeca contra los exangües labios de la muchacha, obligándola a beber.
«¡No!».
Apenas fue perceptible, pero algo cambió. La presión que constreñía sus movimientos había cedido ligeramente, lo necesario para que su férrea voluntad y el odio que inflamaba todo su ser tensaran los perniciosos eslabones que la mantenían esclavizada.
El wampyr reparó de inmediato en esta circunstancia y tiró con fuerza de las cadenas que sometían a la semielfa, descuidando en el proceso otros indicios, como el proyectil que cruzó volando la estancia hasta clavarse en su pecho.
—¡Diana! —festejó Veren desde la entrada, devolviendo el arco a su hombro y desenvainando la espada.
Paralizado como estaba por la flecha que perforaba su corazón, lo último que vio el wampyr fue el infierno de jade que se desató en la mirada de Dyreah cuando ésta quedó libre de su presa y se abalanzó sobre él. Dando rienda suelta a su rabia, la semielfa hundió las garras en el cuello del monstruo, y no se aplacó hasta que no terminar de arrancarle la cabeza. Poco a poco, el cadáver decapitado se fue convirtiendo en polvo ante sus ojos.
—¿Ha bebido? ¿Sabéis si ha bebido?
—¡Creo que sí!
—¡Haced que escupa! ¡Que la ponzoña no baje por su garganta! ¡Rápido!
La semielfa no prestaba atención a lo que decían los otros ni a lo que tan frenéticamente perseguían, tan sólo acudió al lado de su querida Nya y la cogió de la mano. Estaba terriblemente pálida y fría al tacto. La apretó entre las suyas, queriendo transferirle todo su calor, mientras lágrimas descendían por sus mejillas. No necesitó oír el corazón de su compañera para comprender que sus latidos eran débiles y agónicamente lentos.
—¿Se lo habéis extraído?
—¡Sí! ¡Pero no sé si todo!
—¿Está perdida?
—¡Cállate!
—¡A Faiss! ¡Llevémosla con Faiss!
Fue Dyreah quien la cogió brazos y la condujo de vuelta al campamento, escoltada por una nerviosa comitiva, aunque desacostumbradamente silenciosa. Sus ojos no dejaban de llorar, y aunque no exhalaba sollozo alguno, el dolor que oprimía su pecho era tan intenso que la impedía respirar. Mirándola, examinando los suaves rasgos que tan bien conocía, rememoró las caricias y los besos compartidos, la calidez de sus abrazos, su radiante sonrisa y bondadoso carácter. Siendo así, y habiendo la joven expuesto su propia vida por protegerla en incontables ocasiones, si Ravnya no moría…
Tuvo que extraer fuerzas de flaqueza de nuevo para no romper a llorar. No quería pensarlo siquiera, pero negarlo era inútil. Podía morir, apenas sentía cómo su menudo cuerpo respiraba entre sus brazos. Si no moría, ¿permitiría que pasase el resto de su existencia convertida en un wampyr? ¿Condenada a vivir en la noche, ella, que tanto disfrutaba del amanecer y de los baños de sol? Dyreah la querría y permanecería a su lado en cualquier caso. ¿Pero Nya desearía eso? ¿Cómo elegir en su nombre? ¿Si se equivocaba podría perdonárselo? ¿Cómo no ser egoísta si había que tomar una decisión?
Dyreah se inclinó y depositó un dulce beso en su mejilla y otro en la frente. No sabía cuántos más tendría la oportunidad de darle.