14
TÍTERES
Bosques del Norte, año 249 D. N. C.
Sería inútil tratar de continuar.
Apenas lograron sortear la escarpadura y alcanzar el fondo del valle, la tormenta estalló y los obligó a buscar cobijo donde buenamente pudieron.
Aunque prosiguieran la marcha, les resultaría imposible encontrar ningún rastro bajo aquellas condiciones, incapaces casi de distinguir sus propias huellas bajo sus pies. La tempestad borraría toda pista que Dyreah pudiera dejar, por lo que lo mismo daba seguir ahora que cuando el temporal pasase. Además la cellisca arreciaba y calaba capa tras capa de ropa, amenazando con llegar hasta la piel y congelarla. Necesitaban un refugio, y rápido.
Finalmente el lugar escogido para pernoctar fue entre un macizo de rocas que les concedía cierto resguardo frente al rugiente viento desatado. Allí, bajo las mantas que pronto quedaron cubiertas de blanco, intentaron descansar, distantes ambos en tan corta cercanía, sin mediar palabra.
Cuando Kylan despertó y sacudió el peso de la nieve acumulada sobre su cabeza, ya había amanecido y el cielo no tenía aspecto de querer descargar su furia de nuevo. Y, por supuesto, Ravnya ya se había marchado.
No sabía muy bien si la muchacha había partido durante la noche, en plena tormenta, o si lo había hecho en cuanto hubo pasado lo peor. De un modo u otro, al mestizo sólo le restaba confiar en que regresaría a buscarle y, a ser posible, portando buenas noticias. Las alternativas no eran nada halagüeñas. Kylanfein se reconocía como un capaz explorador y sabía valérselas bastante bien en un paraje agreste como aquél. La nieve había presidido todos sus días desde la infancia. Sin embargo… Odiaba admitirlo, pero Ravnya estaba dotada de unas facultades naturales que lo dejaban a la altura de un triste pisaverde de ciudad. ¿Cuál era su utilidad si tan fácilmente quedaba eclipsado en su propio elemento?
Por fortuna, o quizá para su pesar, la joven regresó, transformada en lobo, con las patas empapadas y el pelaje helado, circunstancias que desaparecieron cuando recuperó su aspecto humano y las forradas prendas cubrieron su menuda figura.
—¿Has encontrado algo?
Ravnya no respondió de inmediato, se frotó las palmas de las manos y sopló entre ellas, antes de esconderlas en los largos mangotes de su abrigo.
—La aldea está por allí —señaló con el dedo—, a medio día de camino.
«Andando», le faltó por añadir, dado que ella desde su temprana partida había recorrido esa distancia por dos veces, entre la ida y la vuelta. Kylan no podía pretender competir con aquello.
—¿Aldea? —preguntó el mestizo—. ¿Qué aldea?
El reproche en la mirada de Ravnya parecía estar diciéndole ¿acaso tengo que explicártelo todo? Suspiró una vez y procedió a contestar.
—Desde allí arriba —apuntó ahora a lo alto de la escarpadura— se veían los humos de una aldea, muy lejos. Y en las aldeas hay gente. Y Dyreah… tiene hambre.
Aquella simple explicación fue más que suficiente para comprenderlo todo. Por terrible que le pudiera resultar, aquella idea tenía mucho sentido, demasiado para su gusto. Pero había sido testigo de la carnicería a la que había sido sometido el lobo y la aldea encajaba a la perfección en los próximos planes nutricionales de la semielfa.
Debían acudir a aquella villa lo antes posible y evitar que Dyreah cometiera algún asesinato.
Si no era tarde ya para impedirlo.
La nieve recién caída era tan blanda que a cada paso que daba al mestizo se le hundían las piernas casi hasta las rodillas. El aumento de peso de las mochilas no colaboraba en su avance, así que terminó apoyándose en dos largos listones que a modo de cayados le facilitaban la labor.
Ravnya había retomado su aspecto lupino y trotaba sin dificultad de un lado a otro. Correteaba haciendo eses entre los árboles, siguiendo señales invisibles a ojos del mestizo. Aunque sí podía advertir que la loba sabía lo que se hacía, pues sus sentidos le confirmaban que a pesar de tanto zigzag, no caminaban en círculos. ¿Estaría rastreando sus propias huellas de por la mañana o habría encontrado alguna pista de Dyreah?
El tiempo fue pasando sin traer novedad alguna.
El sol acababa de llegar a su punto más alto en el cielo cuando Ravnya detuvo su tránsito serpenteante para olisquear con atención un conjunto de matorrales que apenas sobresalían de la helada blancura que lo cubría todo. Recuperó su forma humana y cavó con las manos para apartar la nieve que los enterraba. Una vez libres, saltaba a la vista que aquellos ramajes se habían tronchado por la caída de algo pesado. Se extendían por un pequeño claro despejado de árboles, lo que convertía aquella zona en un lugar ideal para tomar tierra. Ahí tenía Kylan la pista que necesitaba.
—Se posó aquí, ¿verdad? —comentó el mestizo.
La muchacha asintió con la cabeza.
—¿Sabes hacia dónde se dirigió después? La tormenta borró las huellas.
—No. Pero la aldea está poco más adelante.
—Entonces démonos prisa —espoleó Kylanfein, acomodándose las mochilas de tal modo que pudiera mover los brazos con libertad y que las empuñaduras de las espadas permanecieran al alcance de sus manos.
Esperó a que la joven adquiriera su apariencia animal y que ésta le indicara el camino. Sin embargo, le sorprendió reparar en que Ravnya había reemprendido la marcha sin mudar de forma.
—¿No cambias? —inquirió, suspicaz—. Aún tenemos que llegar a la aldea y encontrar a Dyreah.
—No lo necesito —respondió ella, sin girarse ni detener sus pasos.
Kylan no hizo ningún comentario, mas lo había adivinado. La joven no luciría sus pieles de loba mientras Dyreah estuviera cerca.
La temía.
Tal y como Ravnya había anunciado, encontraron el pueblo a poca distancia de donde habían localizado el rastro de la semielfa.
No representaba gran cosa, apenas un montón de casas desperdigadas sin otro rasgo en común que el de eludir la soledad en aquel agreste paraje norteño. Ravnya pareció remisa a abandonar el bosque, pero los recelos de la muchacha no frenaron al mestizo, que se dispuso a entrar en la aldea lo siguiera o no. Si querían obtener la colaboración de aquellas gentes no tenía ningún sentido permanecer al acecho desde detrás de los árboles y que los descubriesen en tan sospechosa actitud. Nada mejor que mantener un talante abierto y sincero. La franqueza sería una cualidad que sabrían apreciar en un emplazamiento tan pequeño y aislado.
Sin embargo, cuando Kylan salió del bosque y recorrió sus calles, no recibió más que hoscas miradas y patente desinterés. No obtuvo respuesta a sus saludos y sus intentos por entablar conversación sólo suscitaron muestras de desdén. En el mejor de los casos las respuestas eran vagas y evasivas, pero todos los aldeanos con los que habló coincidían en algo: allí no había sucedido nada; allí nunca sucedía nada.
—Kylan, aquí.
Ravnya se había arrebujado al abrigo de su capa y finalmente se había adentrado en el pueblo en pos de su compañero. Esperaba a unos pocos pasos de distancia, próxima a la puerta de una de las construcciones, cuando lo llamó.
—¿Qué sucede? —inquirió el mestizo cuando llegó hasta ella.
—Esta nieve, está removida —explicó la muchacha.
—¿Y qué tiene de extraño? Seguramente estas gentes tienen que echar mano de sus palas para apartar la nieve que bloquea las puertas de sus casas tras una ventisca.
—Esto es diferente —rechazó Ravnya, que comenzó a excavar con los pies.
—Ravnya, deja de hacer eso —exhortó Kylan al advertir que, de pronto, se habían ganado la atención de todo el poblado. Y no de manera amigable.
La joven no quiso escucharlo y prosiguió enfrascada en su labor. No satisfecha con sus progresos, se arrodilló y empleó las manos para desalojar la nieve con mayor rapidez.
—¡Ravnya!
Aunque ya era tarde. Los aldeanos habían suspendido su muda observación y caminaban ahora hacia ellos.
—Creo que será mejor que nos vayamos… —sugirió el mestizo, que ya buscaba una vía de escape con la mirada.
—Mira. Sangre.
En efecto había sangre bajo la nieve, y no se trataba sólo de pequeñas manchas. No cabía duda de que alguna criatura se había desangrado sobre aquel terreno. Distinguir si se trataba de una persona o de un animal, era cuestión aparte. ¿Se tomarían la molestia de cubrirlo con nieve si simplemente se tratase de un perro o una oveja?
La muchacha había extraído un terrón del suelo y lo desmenuzaba entre sus dedos cuando Kylan agarró con fuerza su capucha y la obligó a levantarse.
—¡Nos vamos! ¡Ya!
Sin dejar de vigilar los movimientos de los aldeanos, la adversa pareja fue retrocediendo de espaldas hacia los límites del poblado. El mestizo no se vio en la necesidad de desenvainar ninguna de sus espadas, pero estaba dispuesto a hacerlo si era preciso. Ravnya no ofrecía resistencia a sus tirones, pues daba la sensación de prestar más atención a la tierra que manchaba la palma de sus manos que al peligro que los cercaba.
Por fortuna, la actitud de las gentes no pasó de resultar meramente intimidatoria y pronto los dos llegaron hasta los primeros árboles y no encontraron dificultades para perderse en la fronda.
Una vez se vieron a salvo, a una más que prudencial distancia de la aldea, decidieron interrumpir la huida. Nadie les perseguía, pues por lo que sabían, los campesinos ni siquiera habían intentado rebasar las inmediaciones de la aldea. El crepúsculo iniciaba su tránsito y el bosque permanecía en calma a su alrededor.
Todo aquello resultaba de lo más raro. No tanto por la agria conducta de la que hacían gala, como por la manera de reaccionar cuando Ravnya se había puesto a escarbar. Habían respondido casi como autómatas ante una orden dada. El mestizo no era capaz de entender lo que ocurría, mas no le gustaba en absoluto. Así que optó por desahogarse con la muchacha.
—¿Se puede saber qué demonios estabas haciendo? —la abroncó elevando la voz—. ¡Han estado a punto de atraparnos, para hacernos sólo los dioses saben qué!
Ravnya mantuvo la cabeza gacha, abstraída en sus propios pensamientos. Se olisqueaba las manos, una y otra vez, de forma compulsiva. No fue hasta un rato después que decidió dejar de ignorar al mestizo.
—En la aldea se esconden muchas cosas —declaró sin dejarse amilanar por el enfado del otro.
—¿Qué pretendes decir con eso? ¿Has averiguado algo? —quiso saber Kylan, visiblemente alterado—. ¡Habla claro por una vez!
—La tierra, su olor… La sangre no es de animal, es de persona. Creo que de una mujer. Y Dyreah estaba allí.
Habían llegado tarde. Era perfectamente lógico que aquellas gentes actuasen de un modo tan extraño. ¡Un demonio había asesinado a uno de los suyos apenas unas horas antes! ¡Quizá había intentado devorar a la mujer ante sus mismos ojos! ¡Con razón se mostraban tan distantes y desconfiados con la aparición de más foráneos! Todo tenía sentido ahora. Aunque lo que lamentaba en su corazón era que Dyreah se había cobrado una víctima. Y él no había podido evitarlo.
—¿Y Dyreah? ¿Imaginas qué pudo suceder con ella?
—Estaba su olor, pero no el de su sangre —explicó la muchacha.
Kylanfein exhaló un sonoro suspiro de alivio, aunque el abatimiento volvió a apoderarse de su voluntad.
—No sabemos dónde está, ni si sigue viva…
El mestizo dejó su frase sin concluir al percibir cómo la muchacha se ponía tensa, atenta a algo que a él se le escapaba. Salvando las diferencias, el gesto era el mismo que cuando asumía su forma de loba, con las orejas enhiestas.
—Quieto —instó en un susurro.
Kylan no movió ni un músculo mientras una sombra sobrevolaba el cielo sobre sus cabezas, su paso acompañado del leve zumbido que provocaban sus alas al surcar el aire. El rumbo de su vuelo era evidente: se dirigía al poblado.
—¡Pretende matar de nuevo! —exclamó el mestizo en cuanto la semielfa se perdió de vista, ajena a la presencia de ellos dos—. ¡Tenemos que detenerla!
No recibió contestación, puesto que Ravnya ya corría hacia la aldea.
Cargado como iba, no lograba acortar distancias, y cada vez estaban más cerca del lugar. Dyreah los había aventajado con rapidez, más veloz volando que ellos bregando con la nieve, y sin la obligación de sortear troncos y demás obstáculos que se cruzaban en su camino. Al menos no perdía de vista a la muchacha. De haberse transformado no hubiera podido mantener su ritmo.
Aún así y pese a la mayor zancada del mestizo, Ravnya abandonó la protección del bosque antes que él y no dudó en adentrarse entre las casas en busca de su compañera. Para cuando Kylan la alcanzó, las primeras luces resplandecían en sus soportes, anunciando la proximidad del anochecer, y para su consuelo los campesinos parecían haberse amparado tras las paredes de sus hogares al calor del fuego.
Sujetó a la joven por el hombro y la forzó a detenerse. Ravnya forcejeó frente el agarre y luchó por desasirse, pero el mestizo se mantuvo firme y no permitió que escapara.
—¡Suelta!
—¡Vamos juntos! —instó él.
—¡Suéltame! —replicó con rabia—. ¡Va a escapar!
Se escuchó el chirrido de algunas hojas al abrirse. Torvas miradas los observaban desde sus disimulados refugios.
—¿La viste? —preguntó Kylan obligando a la joven a que le prestara atención.
—¡Sí!
—¿Dónde? ¿A dónde fue?
—¡Entró allí! —señaló Ravnya, que se liberó con una brusca sacudida—. ¡Por una ventana! ¡En aquella casa!
Algo emitió un chasquido dentro del semihykar cuando sus ojos se posaron en el edificio al que la muchacha se refería. Dyreah había irrumpido en el interior de un templo.
El mestizo tuvo que apartar sus dudas a un lado y perseguir a Ravnya, que había reemprendido la carrera hacia la construcción donde se había ocultado su compañera. Cuando la joven se situó frente a los cimientos del templo alzó la mirada a lo alto, examinando la ventana abierta por la que había penetrado la semielfa. Ésta se hallaba muy por encima de su cabeza y ni los formidables músculos de sus extremidades lupinas podrían impulsarla hasta allí arriba.
—¡Por la puerta! —indicó Kylan a su espalda—. ¡Tendremos que forzarla!
No hubo necesidad de ello.
Tan pronto se hubieron aproximado, las dos hojas que bloqueaban el acceso principal estallaron hacia el exterior, con tanta violencia que a punto estuvieron de saltar de sus goznes. Y tras la cortina de nieve, la silueta de una figura se perfiló contra las tinieblas de las profundidades del templo.
Una vez emergió del interior, pudieron distinguir los arruinados rasgos del individuo y la quebradiza piel de su rostro, semejante a los raídos ropajes que vestía. Una desagradable sensación se adueñó de Kylan, entre angustia y resquemor, como si estuviese contemplando algo que debería haber permanecido enterrado. La reacción de Ravnya fue bastante más violenta, pues en cuanto aquel ser se personó, la joven asumió su forma de lobo y comenzó a gruñirlo desaforadamente, las patas en tensión y dispuesta a abalanzarse sobre él a la mínima oportunidad. Fiándose de los instintos de su compañera, el mestizo desenfundó una de sus espadas con mano temblorosa y se preparó para blandirla contra aquel ser.
Lejos de sentirse intimidada, aquella aberración encarnada había centrado su interés en Ravnya desde el instante en que ésta obró su transformación. Parecía experimentar curiosidad ante este hecho, por lo que resolvió ignorar la presencia del semihykar y fijar la atención en la metamórfica criatura.
Avanzó un paso en dirección a la loba y alzó una de sus manos. Los ladridos y los chasquidos de sus mandíbulas al cerrarse que con tan desesperada ferocidad estremecían su lomo y salpicaban la nieve de espumarajos al principio, poco a poco se fueron extinguiendo a medida que Ravnya se iba rindiendo y se hundía en aquel pozo de insondable vacuidad que eran los ojos del ser. Finalmente, la loba acalló su furia y acabó postrándose en actitud sumisa, con el hocico escondido entre las patas.
Ante semejante demostración de poder, Kylan no quiso esperar más. Aprestó con fuerza la espada en su mano y lanzó un poderoso mandoble contra el cuello del engendro. Sin apenas moverse, éste desarboló el ataque al apresar la muñeca del mestizo y obligarlo a agacharse. El aliento marchito provocó náuseas en su estómago cuando el aire escapó de aquella boca festoneada de colmillos en una única palabra:
—Huye.
La mente de Kylanfein se vio asaltada por toda suerte de horrendas imágenes que llenaron de pavor su corazón. Nublado su juicio, retrocedió varias zancadas alejándose de aquel que encabezaba sus peores pesadillas. Mayor fue su espanto cuando una diabólica criatura escogió aquel momento para mostrarse y se situó junto a su amo.
Apenas alcanzó a escuchar la frase que se pronunció a sus espaldas, tan preocupado estaba por correr y poner tanta tierra de por medio como sus piernas se lo permitieran entre él y aquellos monstruos.
—Es tuyo.
Tan alocada era su carrera que el mestizo apenas ponía cuidado en donde pisaba, tropezando continuamente y ayudándose de las manos para no caer, logrando no sin apuros no perder la verticalidad en ningún instante. No dejaba de volver la cabeza para mirar atrás, esperando encontrar a su espalda al demonio que lo había marcado como su próxima víctima. Los latidos de su corazón atronaban dentro del cráneo, le pitaban los oídos y le ardían los pulmones, pero nada importaba más que escapar de allí.
No había rastro del demonio, aunque eso no significaba que no estuviera acechándole desde detrás de cualquier árbol, encaramado a una rama sobre él, esperando el momento idóneo para atraparle y dar comienzo a su macabro festín.
Sin embargo, a medida que se alejó de la aldea y se adentró en el bosque, su cabeza empezó a despejarse y las tétricas escenas de su mente torturada fueron desvaneciéndose hasta desaparecer definitivamente. Libre del influjo de aquella abyecta criatura, Kylan recuperó su voluntad y regresó a su ser. Detuvo sus pasos y se dio la vuelta, plantó los pies con firmeza sobre el terreno y preparó la espada que aún portaba en la mano y que milagrosamente no había perdido en su despavorida huida. No consentiría que lo cazaran como a un conejo. Se enfrentaría cara a cara con su depredador y no temería a la muerte; la miraría a los ojos antes de caer.
Advertida de que el juego de cazador y presa había terminado, su perseguidora abandonó las sombras tras las que se escondía. Avanzó despacio, la única muestra de urgencia resplandecía ansiosamente en su mirada, desenmascarado por el modo en que se relamía los labios y la nervuda cola se agitaba entre sus piernas. Las alas envolvían su figura como si de una negra capa se tratase, ocultando así sus nefastas garras. Todo en ella anunciaba perversidad y agonía. Y sin embargo, la quería.
El hechizo se rompió. Las emociones que moraban en su corazón se impusieron al poder del embrujo y portaron luz allí donde las tinieblas se habían instaurado. Y entonces Kylan vio y comprendió a quién se enfrentaba.
—Dyreah.
La sonrisa de la semielfa centelleó por un instante, inexorable en su acercamiento.
El semielfo se vio atenazado por la indecisión cuando se vio avocado a decidir entre su vida y la de la mujer que amaba. No, no era indecisión, sino funesta aceptación. Jamás se atrevería a hacerle daño, mucho menos consideraría su muerte como una alternativa plausible. Rindió el brazo de la espada y envainó la hoja. Si debía enfrentarse a Dyreah, lo haría con las manos desnudas. Se aferraría a la última esperanza que le quedaba, lograr reducirla sin el uso de las armas.
—Vamos, terminemos con esto.
Dyreah enseñó los colmillos en un feroz siseo al tiempo que desplegaba las alas y liberaba las garras de su cautiverio. De repente la distancia que los separaba se esfumó cuando la semielfa se arrojó contra su indefensa víctima, con el propósito de sorprenderlo y derribarlo en el proceso. Inmovilizarlo después sobre el terreno y morderle el cuello sería ya cosa hecha.
No obstante, un furioso vendaval la atrapó en pleno vuelo y la estrelló contra un grueso tronco, estremeciéndose por el impacto y precipitando toda la carga de nieve que sostenían sus ramas sobre Dyreah. De inmediato, una red salió disparada de entre la fronda buscando desplegarse sobre la semielfa. Sin intención de sucumbir al primer ataque, ésta saltó a un lado y rodó por la nieve, dejando que la malla cayera inofensiva a su espalda. Rabiosa por la interrupción, arremetió contra los matorrales desde donde creía que había surgido la red, pero una nueva corriente de aire la levantó del suelo y la hizo impactar en esta ocasión contra un saliente rocoso.
—¡Ahora! —exhortó una voz—. ¡Y esta vez hacedlo bien!
Una segunda red voló desde la espesura y esta vez sí tuvo éxito donde la anterior había fallado, pues se extendió al descender y terminó enmarañándose en torno al cuerpo de la semielfa. Como surgidas de la nada, diversas figuras brotaron del bosque y afianzaron la malla con prudencia. La supuesta inconsciencia podía no ser más que un truco para que se confiaran y así quedar al alcance de sus letales garras.
—¿Veis? ¡Tampoco era tan difícil!
—Ya podías haberla lanzado un poquito más cerca —replicó una segunda voz.
—Y a la próxima no apures tanto —protestó una tercera—. ¡Casi se me echa encima!
—Creo que es la primera que te oigo quejarte de semejante cosa, Zithra —puntualizó el que inicialmente había hablado, suscitando con la mordacidad de sus palabras las carcajadas de los demás.
Kylanfein aguardaba, confundido, por el modo en que se habían desarrollado los acontecimientos. Durante un instante había estado a punto de morir y, de pronto, unos desconocidos no sólo le habían salvado la vida, sino que habían apresado a Dyreah sin necesidad de matarla. El crujido de unas pisadas sobre la nieve a su espalda lo hicieron girarse y aferrar la empuñadura de la espada.
—Mejor déjala donde está.
De la identidad de los otros no sabía nada, pero quien se había aproximado y ahora le hablaba era una mujer hykar, como así lo demostraban su piel de ónice, los mechones de cabello blanco que escapaban de su capucha y su marcado acento. A su lado, sólo unos pasos más atrás, otro elfo de la sombra lo vigilaba, con una expresión en la cara que decía a las claras: desenfunda y atente a las consecuencias. Su muda advertencia quedaba sobradamente avalada por la enorme hacha de doble hoja que acarreaba a la espalda.
¡Hykars!
—¿Es Thra’in quien os dirige? ¿Dónde está? —inquirió el mestizo, creyendo adivinar lo que sucedía. La hoja silbó al ser desenvainada—. Que venga, solucionemos esto de una vez por todas.
Las voces del resto de la partida, que proseguían con sus chanzas abstraídos en su labor, resonaba en sus oídos.
—Tampoco fue tan duro.
—No lo fue porque yo hice todo el trabajo.
—Por eso mismo digo que no fue tan duro, Varashem. Si tú pudiste con ella…
—¡Tampoco le quitéis mérito al cebo que la condujo hasta aquí y nos la entregó en bandeja de plata!
Kylanfein apretó la mandíbula y sintió chirriar los dientes. La hykar dio un pasó más, alertándolo y obligándole a subir la guardia.
—Esto no t’ene sent’do —declaró con rudo acento, la lengua chasqueando en sus labios al pronunciar palabras ajenas a su idioma natal, su tono de voz suave y conciliador, las manos alzadas bien lejos de la hoja curva que pendía de su cintura—. T’enes qu’ c’nfiar en nosotr’s. Guarda la espada.
—¿Por qué habría de hacerlo? —increpó el mestizo—. Acabáis de capturar a mi compañera, desconozco vuestras intenciones y… ¡sois hykars!
—Dijo la cazuela al puchero —comentó otro elfo de piel oscura y mayor edad, que no dudó en abandonar la fronda y exponerse al filo de su espada—. Pensé que precisamente tú no albergarías esos absurdos prejuicios. Ya que también tengo sangre hykar corriendo por mis venas, la misma que corre por las tuyas, ¿tampoco confiarás en mí, Kylan?
El mestizo quedó en silencio, atónito, antes de poder contestar.
—¿Abuelo?