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INDÓMITA ESENCIA

Bosques del Norte, año 249 D. N. C.

Hambre.

En aquel momento nada era más importante que comer.

El estómago la gruñía con desespero. No era capaz de recordar la última vez que había devorado algo. Aunque en realidad no podía recordar ni eso ni ninguna otra cosa. Pero poco importaba. A no mucho tardar seguro que encontraría una suculenta presa a la que poder hincar las garras.

Sin embargo todo era nieve. Árboles de cargadas copas blancas cubrían el paisaje a su alrededor, apenas salpicado por duros peñascos enraizados en la tierra que luchaban por no quedar sepultados bajo la nieve. Nieve y más nieve, hasta la saciedad.

No era que el frío la afectase. Con las prendas convertidas en harapos azotados por el viento, poco más que el torso quedaba resguardado de las inclemencias del clima. Pese a ello, su naturaleza demoníaca alimentaba su fuego interior, elevando la temperatura de su piel hasta cotas propias de una fiebre mortal. El vaho escapaba en rabiosas oleadas de sus fauces abiertas al ritmo de sus jadeos, fruto de la ansiedad que agitaba su pecho.

Corría agazapada, casi encogida, camuflando el tamaño de su físico y minimizando así el grado de amenazaba que representaba. Podía medirse con bestias varias veces más pesadas que ella y salir airosa del enfrentamiento, por lo que aparentar ser una víctima factible era una opción que nunca convenía desechar.

Su avance venía precedido por el crujido de sus rápidas pisadas en la nieve, pero ningún movimiento furtivo delataba la presencia de posibles presas en las cercanías. Incluso daba la impresión de que los depredadores nocturnos habituales habían decidido no prestar atención a sus necesidades en aquella ocasión.

Pero no todos.

Un lobo de pelaje oscuro estaba compitiendo, sin saberlo, por las presas de Dyreah. Caminaba despacio, con las orejas enhiestas, pues había advertido algo que había escapado a los sentidos de la semielfa. El color blanco de su manto y la actitud hierática no habían bastado para disimular su presencia ante los ojos grises del cazador. En un instante se desató la violencia, en la forma de una veloz carrera que pronto se vio interrumpida por unas fuertes sacudidas que terminaron por romper con un chasquido el cuello del pequeño animal. El suave pelaje ya se teñía de rojo en la boca del lobo cuando la depredadora abandonó su refugio y se plantó frente a él.

El fiero cazador gruñó ante su cercanía, al principio sin soltar la liebre. Después, al descubrir en la recién llegada a un peligroso adversario, aflojó la tenaza de su mandíbula y dejó caer la pieza, preparándose para el inevitable enfrentamiento.

Dyreah gruñía a su vez, acompañando su intimidación con furiosos siseos, enardecida por el olor de la sangre derramada. Podría haber sopesado la ventaja que le proporcionaba su mayor estatura, la resistencia ante una arremetida que le concederían los poderosos miembros sobre los que se levantaba, esperar la feroz embestida que no tardaría en producirse. Pero no pertenecía a su naturaleza actuar de este modo. Fue ella la primera en arrojarse sobre su rival, con las garras extendidas, intentando poner fin al combate lo antes posible. El lobo reculó a un lado y saltó a continuación, buscando morder las zonas más blandas de su vientre. Brutal fue el impacto que propinó la semielfa con el revés de su brazo contra la enorme cabeza del animal, que exhaló un gañido lastimero cuando la sangre manchó su pelambrera. Al golpe se le había sumado el daño ocasionado por el espolón que remataba su codo, que sesgó la gruesa piel y se abrió paso a través de la carne. Insatisfecha aún, Dyreah se abalanzó sobre el lobo y descargó una lluvia de zarpazos sobre su rostro. Las afiladas uñas le hirieron el hocico y arañaron sus ojos, dejándolo ciego. Furibundo por el dolor, el animal lanzó dentelladas que no mordieron más que aire, mientras la semielfa se retiró a un par de pasos, en tanto que, con una sonrisa distendida en los crueles labios, disfrutaba en la observación de su agonía.

Esperó a que se agotara, a que la sangre perdida debilitara sus ataques, aguardó hasta que su respiración se convirtiera en angustiosos resuellos, que su cráneo se alzara tratando de localizarla por medio del olfato. Entonces atacó. Saltó a plomo sobre su lomo, clavando a un tiempo tanto los espolones de las rodillas en sus flancos como las garras bajo su cuello. El aullido que brotó de la garganta del animal fue estremecedor. El peso de Dyreah resultaba insuficiente para inmovilizarlo, pero el vencido cazador ya no atesoraba las energías necesarias en su cuerpo herido como para ofrecer resistencia. Se rindió al fin cuando la semielfa casi desencajó sus propias fauces y las cerró en la garganta del animal con toda la fuerza de sus mandíbulas. La sangre manó entonces con abundancia y regó su paladar de cálido sabor.

No se conformaría con tan poco. Empleando sus zarpas como cuchillos, Dyreah fue hendiendo el pellejo del animal para llegar a los órganos internos, más blandos, que masticó y saboreó con fruición. Ni siquiera el cadáver de la liebre escapó a su depredación, apenas un postre después de haber rumiado la fibrosa carne del lobo.

Al igual que un gato zalamero, una vez hubo terminado de comer degustó la pringosa sangre de manos y dedos hasta que dejarlos limpios. Mas no había deleite en sus actos. Se sentía colmada, lleno su estómago, pero no satisfecha. El gusto no era el que esperaba, le resultaba basto a su paladar. En caso de necesidad podía alimentarse de animales, tal y como había sucedido. Se encontraba débil, confusa, en un paraje extraño. Y estaba famélica. Siendo así no había lugar para absurdos remilgos. Se comería lobos, liebres y cualquier rata que se cruzara en su camino. Incluso se alimentaría de carne muerta si fuera preciso. Pero algo faltaba, un sabor guardado en la memoria, mas no en virtud de la propia experiencia, más profundo, más adentro, grabado en su misma esencia primigenia. El sabor de la carne elfa. También la de humanos o raigans, pero nada como el delicioso placer de degustar la sangre aún tibia de un elfo, abrirlo en canal y devorar sus entrañas mientras todavía permanecía con vida, consciente.

Pocos momentos antes había dado buena cuenta del cuerpo de un lobo, mas ya estaba salivando y se relamía pensando en el apetitoso elfo que cayera en sus garras. Aunque reconocía que se conformaría con un simple humano.

La imagen de un elfo de piel oscura y una humana de menor tamaño asomó por un instante a su mente. Ésos dos eran los que la rodeaban cuando despertó. No recordaba si la tenían cautiva o si la estaban atormentando de algún otro modo. Él portaba espadas y por su gesto había parecido bien dispuesto a usarlas contra ella. Y la humana… se había convertido en lobo y no había rehuido la lucha cuando la atacó. Una tejedora del Arte, sin duda, la más peligrosa de los dos. El tajo de una espada se podía burlar, incluso aceptar, en el caso de que al recibir tal herida el portador quedase al alcance de tus garras. Pero la magia era cosa bien distinta. Nunca se sabía qué bajeza podía estar urdiendo un maldito hechicero.

No. No retrocedería, no partiría en busca de justa venganza. Aquellos dos no sufrirían el terrible castigo de haberla subyugado y cometido toda clase de infamias sobre su cuerpo. Porque se sentía extraña, torpe, como si aquél no fuera su verdadero aspecto. ¿Qué le habrían hecho? ¿Se cerniría un hechizo sobre su persona? Lo pagarían caro. Pagarían con sus insulsas vidas. Los miraría a los ojos mientras quebraba sus costillas y arrancaba el corazón de su pecho, para después reducirlo a sanguinolenta pulpa entre los dientes. Pero no por el momento. Aún no había recobrado la plenitud de sus fuerzas, tenía que fortalecerse y al menos poseer una mínima idea de dónde se hallaba. Sin embargo, no se olvidaría, los recordaría bien. Y algún día cumpliría su promesa.

Se acercó a un pequeño risco y contempló el terreno que se abría ante ella. El boscoso valle se extendía más allá de donde alcanzaba la vista, hasta el horizonte, cubierto de polvo blanco. Con un leve impulso avanzó hasta el borde y saltó. Mientras caía, extendió las alas en toda su envergadura y Dyreah remontó el vuelo, planeando en pos de su próxima víctima.

Pues, ¿no eran las de un pueblo aquellas luces que se apreciaban en la lejanía?

sep

Debía haberlo sabido.

Kylan avanzaba por la nieve siguiendo las pisadas que dejaba la loba plateada. Ravnya creía haber encontrado su rastro y se afanaba para no perderlo. Tenía el morro blanco, helado, de tanto enterrarlo en la nieve, pero no cejaba en su empeño. El mestizo progresaba más despacio, incapaz de mantener el frenético ritmo de la otra y entorpecido por la segunda bolsa que cargaba a la espalda, la bolsa de Dyreah. En su interior había guardado los brazaletes mágicos de la armadura y atados con correas pendían y rebotaban a cada paso el arco y la espada. No había tenido tiempo para evaluar de qué objetos podía desprenderse para agilizar la marcha. El único impulso, compartido con Ravnya, había sido abandonar la cueva y dar con la semielfa. Mas no iba a resultar tan sencillo como en un primer momento había creído.

La escena se repetía una y otra vez en su cabeza, Dyreah, aquella demoníaca criatura en la que se había convertido, observándolo como si no lo reconociera, sus ojos verdes refulgiendo en llameantes oleadas de pura rabia, el rostro crispado por el odio, y sus garras, aquellos apéndices asesinos, arremetiendo contra Ravnya.

Quería pensar que no, que no era así. Que únicamente estaba confusa, asustada por su transformación, atrapada en una lucha interior contra su diabólica heredad. Eso era lo que Kylan deseaba creer, la esperanza que lo asistía. Pero la depravada sonrisa que se había perfilado en los labios de la semielfa, lúcida y cruel, desmentía todo aquello.

Debería haber imaginado que con el resurgir de su mitad demoníaca su antigua personalidad se vería sometida a nuevos dictámenes y empujada a actuar de aquel modo. Más tranquilizador era pensar que Dyreah, la Dyreah que él conocía, se sobrepondría a todo y no sólo no se dejaría dominar, sino que lograría aplacar los más duros embates recién despertados. Nada más lejos de la realidad. La anterior voluntad de su compañera se había desvanecido como una hoja arrastrada por la tormenta y en su lugar otro ser, terrible y despiadado, se había alzado.

Aún sin la ayuda de los agudizados sentidos de Ravnya no hubiera resultado difícil seguir el rastro. Las huellas de la semielfa aparecían claramente hundidas en la nieve y su aspecto era inconfundible. El peligro consistía en los visos de ventisca que amenazaban aquella noche sin luna. Tanto el viento como una nueva capa de nieve podían borrar todo rastro de la fugitiva, por lo que tenían que darse prisa y atraparla antes de que la perdieran definitivamente.

Desde más allá de los árboles que bloqueaban su visión, Ravnya profirió un aullido.

Kylan apremió sus pasos y se precipitó a través de la floresta hasta llegar al lugar donde ella le esperaba, de espaldas y recuperada su forma humana. Sin duda en aquella zona se había producido una pelea. El blando terreno estaba pisoteado y abundantes regueros de sangre manchaban su blanca superficie. Los restos de lo que parecía ser una liebre yacían tirados a un lado, mas su presencia no justifica todo aquel desorden.

—¿Crees que fue Dyreah? —preguntó Kylan—. Distingo sus huellas, pero nada que demuestre que estuvo implicada en la escaramuza.

Ravnya no contestó. Ni tan siquiera dio síntomas de haberle escuchado. Permanecía allí, de pie, sin querer volverse.

—¿Has oído lo que te he dicho? —insistió él ante su falta de reacción—. ¿Qué ha podido suceder aquí?

—Ven —susurró la joven, aún sin girarse—. Mira.

El mestizo recorrió la distancia que los separaba y se inclinó para observar donde ella decía. Los ojos empañados de un lobo lo contemplaban. Kylan sintió el impulso de dar un paso atrás, mas la impresión tornó en aversión cuando recorrió al completo su figura con la mirada. Dejando aparte la irregular extensión carmesí sobre la que descansaba de costado, su cuerpo había sido víctima de una depredación despiadada. Del cuello no quedaba más que pelo y tiras de piel, mientras que el pecho había sido rajado de arriba a abajo hasta el abdomen. A la vista quedaban expuestas las costillas, partidas unas, arrancadas otras, y los sanguinolentos restos de sus entrañas. Incluso descubrió indicios de que las patas traseras, en su zona superior, habían sido despellejadas y roída la carne hasta el hueso.

—¿Qué clase de bestia…?

La muchacha lo miró por primera vez y lo que Kylan vio en sus ojos bastó para que interrumpiera su comentario.

El mestizo retrocedió y se alejó del cadáver, combatiendo por apartar las imágenes que su mente recreaba de lo que allí podía haber ocurrido. Pero aquella sonrisa, ahora manchada de sangre y vísceras, se había adueñado de su pensamiento. Y por un momento, sólo por un momento, imaginó la idea que debía de haber anidado en la cabeza de Ravnya. Ella podía haber sido aquel lobo, haber compartido su funesto destino de mano de su compañera. ¿O hubiera sido distinto en su caso? ¿Aún la recordaría? ¿Frenaría sus instintos al tratarse de ella? Si la respuesta a tales preguntas era un no, aquel destrozado cuerpo que comenzaba a congelarse daba evidente muestra de lo que le esperaba a la muchacha cuando volviera a cruzarse con Dyreah.

Kylan advirtió como los hombros de la muchacha se hundían y un ahogado sollozo escapaba de su boca. Lejos de dejarse arrastrar por la desesperación, Ravnya apartó la mirada del lobo y se encaminó unos pocos pasos hacia el borde del pequeño acantilado que se abría a sus pies.

—Saltó —expresó, su tono de voz frío y desapasionado—. Ella saltó desde aquí. Aquí acaban sus huellas.

El mestizo se aproximó a aquel punto y miró hacia abajo. Alcanzaba a ver el fondo sin dificultades, no obstante, una caída desde aquella altura resultaría fatal por mucha nieve que amortiguara el impacto.

—Nadie sobreviviría a un salto así.

—Nadie sin alas —replicó Ravnya para mayor frustración del otro—. Vamos, hay que dar un gran rodeo.

Kylan no hizo intención de moverse del sitio. No las tenía todas consigo. A cada paso que daba todo parecía ponerse en su contra, estorbarle y entorpecer cualquier decisión que tomara. Pero su mayor frustración nacía al contemplar la facilidad con que la muchacha lograba superar cualquier eventualidad y rehacerse pese a todo, continuar adelante, siempre adelante, cuando él pronto daba síntomas de desaliento y desfallecía sin remisión.

—Y una vez abajo, ¿cómo daremos con su rastro? Los dioses saben hasta dónde puede haber llegado volando o que dirección puede haber tomado. Puede llevarnos días hallar una simple pista.

Ravnya lanzó una última mirada al paisaje y se puso en marcha, decidida.

—Sé a dónde va.

sep

Planear sobre los árboles, dejando que las corrientes de aire bañaran su cuerpo y condujeran su vuelo, había resultado una experiencia excitante. No recordaba la anterior vez que había disfrutado de tal sensación de libertad, abandonar la tierra y dejar atrás todo malestar y preocupación. Cerrar los ojos y sentirse acunada por el viento. Qué placer.

Pero todo tenía un final.

Una tormenta procedente del Norte se estaba preparando para desencadenar su furia contra aquellas tierras y un presentimiento que se hizo notar en su estómago la avisó de que no era aconsejable seguir volando durante una ventisca.

No importaba. El trayecto que había recorrido planeando entre las nubes había sido enorme. Tanto, que de haberse demorado la tormenta un rato más en estallar, la semielfa habría coronado su objetivo.

No ocurrió así, y a medida que fue descendiendo el poblado fue ocultándose al amparo del bosque. No sería suficiente para escapar de ella. Sabía dónde se encontraban, los había visto, y por fin aquellos humanos saciarían su hambre.

Envuelta entre las sombras que le proporcionaban sus oscuras y correosas alas, Dyreah avanzó agazapada, buscando cobijo tras troncos y matorrales, sin más ruido que sus pisadas sobre la nieve. No quería que la descubrieran. Deseaba que su llegada no fuera advertida y así disponer de más oportunidades para cazar. No los temía, se trataba de simples humanos, aldeanos que no contaban con más que vanos aperos de labranza para defender sus hogares. Aunque consiguieran agruparse en gran número, bastaría un gruñido o que los asustara con sus dientes y garras para que huyeran despavoridos. Y entonces los perseguiría, uno a uno, gozando de la cacería como sólo un demonio podía hacerlo. Por un instante asaltaron su mente las correrías de los hykar, el modo en que se deleitaban hostigando y asesinando a sus víctimas. Mas era comprensible, teniendo en cuenta que sangre demoníaca corría por la sangre de esos elfos. Aún así, nada era comparable al terror que se plasmaba en los ojos de una presa al ser consciente de que iba a ser devorada en vida, lenta y agónicamente.

No más pensamientos agradables. La aldea se abría ante ella, sus casuchas con las puertas y ventanas cerradas a cal y canto, las calles desiertas, apenas iluminadas por exiguos fuegos que resplandecían amarillos en sus lámparas enfrascadas en cristal, adaptadas a un paraje donde las ventiscas arreciaban y los vientos soplaban con fuerza. Tormentas como la que en aquel instante se desataba sobre la villa, amenazando con arrancar postigos y chimeneas, y poblando de pesadillas el sueño de las gentes.

Pero aquella noche la pesadilla era real. Y tenía hambre.

La posibilidad de esperar a que uno de los campesinos abandonara el calor de su lecho para salir al rudo exterior y visitar el escusado quedaba a todas luces descartada. El humano antes se haría sus necesidades encima que exponerse a la ventisca. Además, ¡tenía hambre! No esperaría, no ahora que tenía el festín al alcance de sus garras.

Se encaramó por la pared de una de las sencillas construcciones y trepó hasta el tejado. No asaltaría una casa hasta no estar convencida de que estaba ocupada. El calor que escapaba por la chimenea lo confirmaba. Sin detenerse un instante, Dyreah recorrió a cuatro patas la distancia que la separaba de una de las ventanas, apuntalándose para no ser barrida por el vendaval. Encubierta por el fragor de la tormenta, de un fuerte tirón desencajó las hojas de madera y se coló hasta el interior. No había terminado de erguirse cuando una luz llamó su atención. Un candil flotaba en la oscuridad a unos pocos pasos, suspendido a la altura de su pecho. Y detrás, una mofletuda cara resplandecía pálida y muerta de miedo.

—Hola —susurró la semielfa, exhibiendo la más aviesa de sus sonrisas.

El hombre chilló espantado, arrojando el candil al rostro de Dyreah cuando ésta trató de echarse sobre él, y escapó por el pasillo. Siseando más por el sobresalto que por el dolor, la semielfa arañó con las uñas la cera caliente que se extendía por su piel, causándose laceraciones por las que manó la sangre. Exhaló un gritó de rabia y se abalanzó por el corredor. Encontró al humano en una de las habitaciones, portando éste entre sus temblorosas manos una oxidada espada que no dudó en enarbolar contra ella. La semielfa, ciega por la cólera, hizo caso omiso de la hoja y arremetió contra el hombre. Lo desarmó de un manotazo que resonó con el crujido de huesos rotos. Con la otra mano lo atenazó por el gaznate, obligando a que el rostro del aldeano quedara muy próximo al suyo y leyera en sus ojos carentes de pupilas la promesa de una muerte inmisericorde.

Con el escaso aire que aún llenaba sus pulmones, el hombre lanzó una advertencia.

—Millie, corre…

No eran aquéllas las palabras que Dyreah esperaba escuchar, por lo que tardó en reaccionar y para cuando asimiló su significado y volvió la cabeza, ya sólo pudo escuchar las atropelladas pisadas de la mujer del aldeano, que corría escaleras abajo en dirección a la puerta.

—Ntch, ntch —chasqueó Dyreah con la lengua, recriminándole aquel gesto al hombre, a la par que negaba con la cabeza. Sin más, le rompió el cuello con una torsión de la muñeca y salió disparada en busca de la huidiza prófuga.

Aunque se precipitó desde la barandilla al piso inferior, no fue hasta que cruzó el umbral y hubo salido al exterior cuando atrapó a su presa. La mujer se revolvió y pataleó en la nieve, sin que nada lograra con ello. La semielfa clavó una de las zarpas en su espalda, a la altura de los riñones, provocando una ola de dolor que inmovilizó a la humana mientras ella mordía las flojas carnes de su garganta.

Así la descubrieron el resto de aldeanos, postrada sobre el cuerpo de la mujer, masticando y chorreando sangre por la boca. Éstos, alertados por los gritos y alaridos de agonía, habían decidido renunciar al cálido refugio que ofrecían sus moradas para averiguar qué sucedía.

Más les valdría haberse quedado en sus casas.

Confiada de que entre aquel gentío ningún peligro inmediato se cernía sobre ella, Dyreah continuó dando buena cuenta de la pieza cobrada, paladeando la deliciosa y blanda textura de cada bocado y degustando los tibios jugos que regaban su áspera lengua. Esto era lo que ella necesitaba, carne tierna y sabrosa, que se deshiciera en la boca y se deslizara por su garganta, y no los fibrosos tendones de un animal que no lograba someter por mucho empeño que pusiera en masticar.

Tan pronto percibió que algo se deslizaba a su espalda, instintivamente se giró y lanzó un golpe con sus garras. El impacto nunca se produjo. Un hombre, enjuto y de rostro apergaminado, había apresado sus brazos por las muñecas, resistiéndose a sus poderosos embates. Sentir que volvía a estar atrapada dio rienda suelta a una rabia salvaje, y ya se disponía a dejarse caer para destrozar con las zarpas de sus pies el vientre de su apresador, mientras usaba los colmillos para librarse de su agarre, cuando su voluntad quedó subyugada ante el vacuo brillo de los ojos de aquel ser que en absoluto era un hombre.

—Desde ahora, me perteneces.