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ESENCIA OSCURA

Bosques del Norte, año 249 D. N. C.

Kylan tuvo que apoyarse en un tronco y echarse a un lado para contener el vómito.

La intervención había concluido. Poco más se podía hacer, a excepción de esperar… y rezar. La sangre de la semielfa le manchaba las manos temblorosas y no había parte de su cuerpo donde no le hubiera salpicado. El estómago se le retorcía en violentos espasmos. Las náuseas amenazaban con volverle las tripas del revés, algo comprensible tras la escalofriante escena que sus ojos habían tenido que presenciar.

Y sin embargo, la labor que le había correspondido había sido la parte fácil.

Ravnya estaba grotescamente bañada en sangre. Tenía la cara manchada y pringosa por cada vez que se había restregado las lágrimas mientras la atendía, lágrimas que resbalaban rojas hasta su pecho. Los brazos caían a sus costados, laxos, teñidos de rojo. Aún aferraba en su mano la aguja, ahora sin hilo. La tensión cerraba la otra en un puño. Ya no lloraba, sólo permanecía inclinada sobre ella y la observaba, exhausta.

La fina película de cristal que cauterizaba la herida había estallado en cuanto trataron de desplazar a Dyreah, por lo que hubo que dejarla sobre la roca y actuar de inmediato.

Ravnya no había titubeado. Se hizo con la bolsa de la semielfa y comenzó a rebuscar en su interior, esparciendo su contenido por el sueño. Hallados hilo y aguja, clavó sus ojos en los del mestizo y pronunció una sola palabra: sujétala. Kylanfein aún no sabía qué se proponía la joven; de otro modo, incluso hubiese vacilado más antes de cumplir aquella orden.

En un principio se sintió indignado cuando observó el modo en que Ravnya manipulaba el miembro de la semielfa, la indiferencia con la que sus dedos se abrían paso por la carne, ignorando el caudal de sangre que la regaba, y comenzaba a zurcir tejidos de dentro a fuera. Kylan, que sostenía la cabeza de Dyreah y la apresaba por el hombro, estuvo a punto de protestar, a quejarse y exponer sus dudas sobre el hacer de la muchacha. No obstante, los gruesos goterones que descubrió derramándose del rostro de Ravnya acallaron sus protestas.

Dyreah estaba pálida, bañada en sudor frío a pesar del frío, y no mostraba síntomas de querer despertar. El mestizo no quería pensar en el golpe que había recibido en la cabeza. Le bastaba con creer que la herida del brazo era la de mayor gravedad. ¿Acaso no era ya suficiente cruel la manera en que la desgracia se ensañaba con su amada?

Kylanfein respiró hondo, todavía apoyado en la gruesa corteza del árbol, y trató de recomponerse. La sensación de vértigo persistía, aunque no se dejó dominar.

Ravnya no le había esperado y proseguía con su tarea sin contar con él. De vez en cuando se llevaba a la boca lo que parecían los brotes de alguna planta para, después de masticarla y convertirla en una pasta lechosa, aplicarla sobre las suturas. Qué conocimientos poseía esta muchacha de plantas medicinales era algo que Kylan ignoraba. Sólo podía confiar en que supiera lo que estaba haciendo. Aún así, no logró reprimir sus dudas.

—¿Has hecho esto antes?

La joven no contestó, al menos no con palabras. Una dolorosa mueca se había abierto camino hasta su rostro mientras asentía con la cabeza.

Una vez hubo recubierto generosamente la herida con aquella espesa masilla, Ravnya reclamó los tallos con los que entablillaría el brazo.

—Espera —la detuvo Kylan—. ¿No vas a vendarle la herida?

Ella negó con un cabeceo.

—No puedes dejarlo así, hay que proteger la herida. En la bolsa llevo…

—No.

La dura réplica murió en sus labios cuando el semielfo levantó los ojos de su zurrón y se encontró con la implacable mirada de Ravnya fija en él.

—No vendas —indicó a su vez—. La herida ya está protegida. Sólo entablillar. ¿Sí?

—Sí… —concedió, confuso.

—Entonces, ayuda.

sep

Cayó la noche.

La rutina habitual había quedado apartada a un lado, pues las circunstancias reinantes eran bien distintas, a la par que trágicas. Ningún campamento fue organizado, no más que una desvaída hoguera frugalmente alimentada que velaba el entorno de aquel afloramiento rocoso. Los maderos húmedos por la niebla despedían rabiosas chispas y se resistían a rendirse ante las lenguas ígneas que los lamían.

El hedor de la sangre aún resultaba penetrante. Tanto Ravnya como Kylan habían acudido, por turnos, a las aguas del río para lavarse, pero el mestizo dudaba de que fuera capaz de desprenderse de ese olor por mucho que se frotara. Incluso habían recurrido a sus odres para tratar de limpiar la sangre de la piedra, aunque a pesar de sus esfuerzos la porosa superficie había quedado ya impregnada. Los depredadores la olfatearían, en la distancia, y acudirían a su reclamo.

Dyreah no había recobrado la consciencia.

Permanecía exánime, postrada sobre la roca como una muñeca rota, el rostro lívido y los labios dotados de una coloración azulada más acentuada de lo que le era propio. Tras entablillarle el brazo la asearon lo mejor que pudieron con paños empapados en agua que previamente habían caldeado en la hoguera. Después la envolvieron entre mantas, con la intención de templar el helor que se había apoderado de su cuerpo. No tiritaba, no mostraba signos de dolor. No se movía en absoluto.

Kylanfein estaba muy asustado.

Ravnya había tratado de darla de beber, pero tuvo que renunciar a su intento cuando advirtió que no tragaba y amenazaba con ahogarse. Al final se contentó con mojar su boca con una tela húmeda. También con sus labios. Quizá esperase recibir una respuesta, pero no fue así. Exhaló un hondo suspiro y bajó la mirada, dispuesta a marcharse. Un quejido la hizo volverse.

La semielfa tenía los ojos abiertos y la estaba mirando. Y por cómo sonreía, la había reconocido. E intentaba hablar.

—Shh, calla —rogó Ravnya—. No digas nada.

—¿Estás… b-bien? —logró balbucir.

—Sí. Todos bien. Sólo tú…

—¿Dyreah?

Kylan había escuchado sus voces y se había acercado a ellas rápidamente. Ahora sonreía, aliviado.

M-me duele…

—Dyreah, te desgarró el brazo —explicó él—. Es normal que te duela. Pero te lo hemos inmovilizado y…

—Me duele… todo.

Sus ojos se cerraron. Kylan gimoteó y se llevó las manos a la cabeza. Ravnya permaneció en silencio, a su lado.

Serían las últimas palabras que pronunciaría en muchas noches.

sep

La magia de la armadura había superado con creces las expectativas del mestizo.

Apenas habían transcurrido seis días desde el incidente y los tejidos del brazo se habían reconstituido casi por completo. Ravnya realizaba las curas al comienzo de todas las jornadas, cada vez aplicando aquella mixtura de raíces que no parecía haber ocasionado ningún mal a la semielfa. Lo hacía con delicadeza, untando el emplaste despacio entre los tallos que inmovilizaban la extremidad. La sutura había cicatrizado convenientemente y no mostraba inflamación ni evidenciaba infección alguna. La piel, aunque decolorada, se veía limpia, si acaso algo tirante. Era de suponer que la recuperación del hueso fracturado había seguido la misma suerte que el corte.

Y si así era y las heridas sanaban, ¿por qué Dyreah no había despertado?

Continuaba sin moverse y no respondía a ningún estímulo, bien fuera agua, frío o luz. Su rostro permanecía en calma, no daba la sensación de estar sufriendo. Simplemente, ella… no estaba.

Pero pronto todo iba a cambiar.

Dejaron pasar unos cuantos días más antes de arriesgarse a trasladarla. Ravnya había dado con una cueva, una osera abandonada largo tiempo atrás, que podría hacer las veces de refugio. Al menos, durante el tiempo que necesitara Dyreah para restablecerse.

Así que una fría tarde recogieron el improvisado campamento y se prepararon para la partida. Cada uno por su lado, examinaron cuidadosamente el estado de la semielfa, pero no hallaron nada que los forzara a cambiar de opinión. El hueso había soldado de manera satisfactoria y del corte no quedaba más que una maraña de finos pliegues grabados sobre una piel de tono desvaído. Sin embargo, ella seguía inconsciente, ausente a todo cuanto la rodeaba.

Con Ravnya abriendo el camino, Kylan tomó en brazos a Dyreah y se pusieron en marcha, rumbo a la cueva.

La herencia élfica de la joven confería a su delgado cuerpo una liviandad imposible en una humana de su estatura. Pero cuando el mestizo la levantó, experimentó la misma sensación que en aquella ocasión que tuvo que socorrer y cargar con una hykar herida. Quizá la magia fuera capaz de sanarla y mantener a Dyreah con vida, pero la falta de nutrición la estaba consumiendo poco a poco. La sujetaba con extremo cuidado, de lo frágil que le parecía su figura, y aseguraba cada paso que daba ante el temor de un fatal tropiezo.

No logró reaccionar a tiempo.

De improviso, la semielfa comenzó a respirar de forma agitada, casi a jadear, antes de estallar en espasmódicas convulsiones. Kylan luchó tratando de aferrarla con firmeza, pero las sacudidas eran de una violencia inusitada y amenazaban con liberarla de su agarre. Asustado, dio con la rodilla en tierra y depositó el tembloroso cuerpo sobre el terreno. Tan pronto pudo se inclinó sobre ella, intentando retenerla, mas los espasmos finalizaron tan inesperadamente como se habían presentado. Aún respiraba de manera entrecortada, pero Dyreah había regresado a la calma.

Ravnya había acudido de inmediato a comprobar qué sucedía y ahora le observaba, confusa, a la espera de respuestas.

—Ha sufrido una especie de ataque —explicó Kylan, afianzando los pies en el camino para izarla de nuevo—. Aunque creo que… ¡Dioses!

El mestizo soltó su cuerpo y dio un salto atrás. Los ojos de Dyreah se habían abierto por un instante. Pero al verle, lejos de toda señal de reconocimiento, éstos habían refulgido con tan perversa ferocidad que habían provocado que Kylan se estremeciera de terror. Sin embargo, aquel brillo desapareció de inmediato, mudando en una mirada vacía cuando perdió la inconsciencia.

¿Qué diablos había sido eso? ¿Sólo una impresión? ¿Una mala jugada de su mente? ¿Cómo podía plantearse siquiera tenerla miedo? Observó a Ravnya durante unos momentos, con la esperanza de hallar en su rostro un eco de lo que él acababa de experimentar. La muchacha le concedió su inexpresividad habitual.

Sin permitir que las dudas lo asaltaran, Kylan se acercó de nuevo a la semielfa y la recogió en sus brazos, dispuesto a llevarla sin más demora al refugio.

sep

En el interior de la antigua osera el ambiente se atemperó gratamente.

Algunas ráfagas de gélido viento se filtraban en ocasiones hasta el interior provocando repentinas tiriteras, pero en conjunto al atmósfera allí dentro resultaba mucho más amigable. Kylan había extendido algunas pieles a modo de puerta en la entrada de la cueva, resguardándoles así de lo peor de las corrientes frías a la vez que conservaba el tenue calor que proporcionaba la hoguera. Las tupidas mantas tapizaban el espacio que el grupo compartía, aunque en mayor medida acomodaban la trémula figura de la semielfa.

Poco tiempo después de que reclamaran aquella cueva como refugio, Dyreah enfermó.

La fiebre hizo presa en su organismo, poblando sus sueños de pesadillas. Víctima del delirio, la semielfa se agitaba en su lecho y luchaba contra monstruos que sólo habitaban en su imaginación. Las sacudidas no eran tan violentas como para plantear la posibilidad de atarla, mas aún así la vigilaban de manera constante.

Al menos la situación había mejorado en un aspecto. No sin cierta dosis de paciencia, Ravnya había logrado que Dyreah bebiera unos tragos de agua y que ingiriera una exigua parte de los caldos que cocinaban.

La precaria tregua establecida entre Kylanfein y Ravnya se sostenía en favor de su preocupación por la semielfa, entregados ambos a la tarea de lograr su recuperación al coste que fuera preciso. Pero los días iban pasando y las miradas que en ocasiones se cruzaban fueron tiñéndose de amarga desesperación y cada vez resultaban más huidizas, no deseando descubrir en los ojos del otro eco de sus propios temores.

La enfermedad alcanzó un abrasador apogeo en su interior y no tardó en abrirse paso hasta la superficie, cobrándose su precio en la sudorosa piel de Dyreah. Para empezar, su pálida coloración fue paulatinamente oscureciéndose hasta adquirir un malsano tono purpúreo hasta que terminó por cuartearse, ofreciendo un aspecto escamoso y áspero al tacto. Temiendo algún tipo de deshidratación, Kylan trató de reconfortarla refrescando su piel con paños húmedos, pero tal era el fuego que emanaba desde dentro de su ser que el agua se evapora apenas entraba en contacto con su cuerpo.

Sin tiempo para afrontar la súbita aparición de este nuevo estigma que afectaba a la semielfa, sus dos compañeros se horrorizaron al advertir cómo duras protuberancias crecían y se abrían paso a través de la carne en el exterior de los brazos, a la altura de los codos, como grotescas prolongaciones del propio hueso. Lo mismo sucedió en las rodillas. Aquellas prominencias óseas prosiguieron su desarrollo hasta conformar unos sólidos espolones que al extender las extremidades casi parecían revestir defensivamente las articulaciones. Lo aguzado de sus extremos daba terrible muestra de su potencial ofensivo.

La idea era terrible, pero ante lo obvio no cabía engañarse ni plantearse más absurdas opciones. Los brazaletes de plata habían remitido en su pálido fulgor una vez que cerraron las heridas y soldaron los huesos, y su actual reposo daba muda respuesta de lo que ocurría. Sobrecogedor resultó el momento en el que el invisible cierre de los mágicos aros saltó y ambos se desprendieron de las muñecas de la semielfa, como si repudiaran su contacto. Kylan los guardó junto al resto de pertrechos de la guerrera. No era una plaga el mal que aquejaba a Dyreah.

—Su herencia la reclama —se lamentó Kylan, llevándose una mano al rostro.

—¿Su… herencia?

Ravnya, que nunca daba la impresión de alejarse demasiado, incluso cuando abandonaba la cueva, había podido oír las palabras del mestizo.

—Es el influjo de la sangre de su padre. Se está manifestando en ella.

La joven se acercó hasta quedar frente a él, su rostro cincelado en absoluta incomprensión, deseosa de saber.

—Supongo —aventuró él— que no conoces los orígenes de Dyreah, su historia. La historia de cómo nació, de lo que es, de lo que en realidad es.

—Ella es Dyreah —reclamó Ravnya con un deje de obstinación en la voz.

—Sí, claro que es Dyreah. Por supuesto que es Dyreah. Pero aunque lo parezca, no es semielfa.

La muchacha volvió a observarlo con la confusión pintada en su gesto.

—Bueno, supongo que bien mirado, sí es semielfa. Pero lo que quería decir —retomó Kylan—, es que su padre, su verdadero padre, no era humano, sino un demonio.

Lejos de sorprenderse, Ravnya giró la cabeza para contemplar el desfigurado cuerpo de su compañera como si lo viese por primera vez. Después, asintió para sí.

—¿Qué podemos hacer?

—Permanecer con ella —expresó él, con un regusto amargo en la boca—. Y esperar.

sep

Más pavorosos cambios continuaron obrándose en el atormentado cuerpo de Dyreah a medida que transcurrían los días en el interior del refugio. Casualidad o no, ninguna criatura osó hollarlo.

Las falanges de sus manos se habían extendido más allá de la largura propia de los dedos semielfos, y los apéndices resultantes terminaban rematados de poderosas y afiladas garras. Tuvieron que quitarle las botas, pues los pies se habían deformado, no sólo en comunión con sus manos, sino que además habían ganado en envergadura y fortaleza. Por su aspecto parecían haberse transformado para adoptar la pisada sin apoyo del talón de algunos animales, como sucedía con los grandes felinos.

Aunque desconcertante fue descubrir aquella extrema elongación de la columna vertebral enroscada alrededor de una de sus piernas, mayor sobresalto supuso encontrar a Dyreah una mañana tosiendo y escupiendo sangre oscura. Ante el temor de una herida interna, Ravnya procedió a explorar su cuerpo con detenimiento, para acabar advirtiendo que las heridas se hallaban en su boca. Tanto los colmillos superiores como los inferiores se habían desarrollado hasta superponerse unos con otros, y aguzado tanto que se habían hincado cruelmente en la carne. Antes de que tuvieran opción de buscar una solución a este problema, la mandíbula se proyectó de tal modo que los caninos ajustaron su mordida y la única sangre que volvió a brotar fue de las veces que la lengua los circundó.

La estructura ósea de su cara, así como la de toda su figura, se había endurecido. Y Kylan, al contemplar la bestial apariencia que se había adueñado del que antes fuera su dulce rostro, no podía menos que recordar la promesa de muerte que por un instante había estallado en sus ojos el día que, llevándola en brazos, marchaban desde el afloramiento de rocas hacia la osera. Si despertaba, ¿seguiría siendo ella? Y en el caso de que así fuera, ¿no sería mejor no despertar antes que verse convertida en un monstruo?

Como si de un molesto insecto se tratara, Kylan sacudió la cabeza intentando apartar de su mente tales pensamientos. Por supuesto que despertaría y que seguiría siendo ella misma. Y lo que era más importante, descubrirían una solución para que recobrara su aspecto de antaño. Sin duda que lo lograrían. Entretanto no debía dejarse caer en la desesperación. Cuando recuperara la consciencia, allí estaría él para apoyarla.

Pero el día que Dyreah despertó, quiso el destino que ni Ravnya ni Kylanfein se hallaran en la cueva.

Mientras la muchacha escarbaba en la nieve en busca de raíces y otros ingredientes con los que preparar algo que comer, Kylan había descubierto apenas a unos cuantos pasos de la entrada las huellas de lo que podía ser un enorme oso. Ante la posibilidad de ser atacados por sorpresa, había decidido salir al exterior y explorar al menos la zona circundante, sin perder ni por un momento de vista el acceso al refugio. Todo en favor de la seguridad de la semielfa.

Dyreah en un principio no quiso abrir los ojos. La sensación que recorría su cuerpo era de profundo malestar, la piel le ardía y espasmos de dolor estallaban en sus músculos. Le pesaba la cabeza y una angustiosa flojera se había apoderado de sus extremidades. Aunque permanecer recostada parecía ser la mejor opción, ella no se caracterizaba por elegir las opciones más oportunas.

Tanteó la curva de la pared con las manos buscando sostén y un lugar donde afianzarse, y tras un poderoso esfuerzo que pobló de pitidos sus oídos, logró incorporarse… para de inmediato perder el equilibrio y terminar postrada sobre las mantas.

«¿Pero qué…?».

Algo iba mal, muy mal. Pese a su entumecimiento general, era plenamente consciente de que su caída no había sido debida a un acto de torpeza ni por la debilidad de sus piernas. Más bien la sensación era como si hubiese pisado algún objeto y se hubiese tropezado. Por lo menos no se había torcido un tobillo.

Las fuerzas amenazaron con fallarle de nuevo, sin embargo no estaba dispuesta a desistir tan fácilmente. Ignorando el vaivén de las olas que rompían en el interior de su cráneo, respiró hondo un par de veces y desencadenó el impulso que la pondría en pie. En esta ocasión salió proyectada hacia delante, tanto que tuvo que cruzar los brazos frente al rostro para no dar con la cabeza contra la rocosa pared de la cueva. Pero pese a todo logró mantenerse erguida.

Sólo entonces sintió la imperiosa necesidad de abrir los ojos y averiguar qué estaba sucediendo.

Con la mirada desenfocada en un principio e intentando adaptarse a la tenue claridad reinante, Dyreah alzó despacio el rostro y quiso observar a su alrededor. Una inesperada calidez se apoderó de su boca y se derramó por su barbilla. Cuando levantó una de las manos para averiguar el origen de aquella tibieza, se desató el horror.

No necesitó percatarse de la presencia de la musculosa cola que restallaba histérica a su espalda, ni de las poderosas patas digitígradas sobre las que torpemente se sostenía. Contemplar la sangre que manchaba aquellas garras violáceas que eran sus manos y apreciar cómo la lengua jugueteaba con aquella larga tira de carne que los colmillos habían sajado de su boca a consecuencia de su traspié, bastó para que su mente huyera despavorida y buscara consuelo en la inconsciencia.

Así se la encontró Kylanfein al regresar, en el suelo a un paso de las mantas, sangrando y en estado de shock. Circunstancia que, tal y como anunciaron sus lágrimas, propició que elevara un escalón más su sentimiento de culpa.

sep

El período de tregua había concluido.

Tras lo ocurrido, Kylanfein se vino abajo. De continuo a la defensiva, no soportaba ni las miradas que le dirigía Ravnya; mucho menos que le dirigiera la palabra. Cada gesto, cada sílaba, se convertía en una ácida provocación que aguijoneaba su pecho y lo hacía temblar de furia, para después sumirse en una honda amargura.

Lo único que tenía que hacer era permanecer con ella, nada más simple que eso, y hasta en ello había fracasado. Comenzaba a comprender por qué Dyreah lo rechazaba, por qué incluso anteponía la compañía de la muchacha, de esa impía criatura, a la suya.

La rabia fruto de la desesperación había plantado su semilla en lo más profundo de su corazón y empezaba a devorarlo desde el interior.

Se hallaba fuera de la cueva, soportando el azote del frío con firme estoicismo, e inmerso en tales pensamientos cuando un grito lo obligó a reaccionar.

—¡Ayuda!

Cuando penetró descubrió a Ravnya inclinada sobre la semielfa, con las manos pringosas y manchadas de rojo. Dyreah yacía boca abajo, la camisa empapada en sangre y con la espalda arqueada en un estertor de pura agonía. Siseaba a través de los apretados colmillos, pero sus ojos no se abrieron en ningún instante. Las mantas no habían resistido la acometida de sus garras y se desperdigaban destrozadas a su alrededor. El suelo, bajo ellas, exhaló su propio tormento en la forma de estridentes chirridos cuando aquellas crueles uñas horadaron surcos por su superficie de piedra. Pese al inusitado vigor que manifestaba, sus mermadas fuerzas sucumbieron al empeño, provocando el derrumbamiento a plomo de su cuerpo.

No fue hasta que rasgaron el blusón y limpiaron la piel cuando averiguaron el origen de su sufrimiento.

Aquella atrocidad parecía no tener fin. En la zona dorsal de la espalda, a ambos lados de la línea de la columna, corpúsculos de rugoso tejido habían desgarrado piel, carne y músculo hasta aflorar al exterior. El modo en que palpitaban, rebosantes de oscuro icor, demostraba que sólo estaban en la etapa inicial del proceso, en pos de alcanzar a conformar cualquier monstruosa aberración imaginable.

—Por todos los dioses —musitó Kylan, postrándose de rodillas—. ¿Cuándo acabará esto?

sep

Ante los atentos cuidados de Ravnya, que no dejaba de lavar la sangre y disponer apósitos sobre las heridas abiertas, dos nuevos apéndices crecieron desde los omóplatos deformados de la ausente semielfa. Sólo cuando se completó su desarrollo y se vieron revestidos de nervudos tendones y ligamentos, una flexible membrana los recubrió. Y entonces, sólo entonces, las heridas pudieron cicatrizar.

Contemplar la terrible magnificencia de aquellas alas coriáceas al desplegarse, semejantes a las de un murciélago pero de una envergadura colosal, inundó los corazones de los dos jóvenes de un primigenio y angustioso temor.

sep

Súbito fue el despertar de Dyreah, una noche de luna nueva, lluviosa y desapacible.

Presa de una rabia formidable, se alzó de los andrajos que constituían su lecho y aguardó agazapada, bien afianzada sobre sus desfigurados pies, con las garras apoyadas en el suelo pero preparada para proyectarlas hacia adelante a la menor oportunidad.

Sorprendidos más que asustados, Kylan llevó por instinto su mano hasta la cruz de la espada, mientras Ravnya permanecía en el sitio, inmóvil, tratando de enlazar su mirada con la de su compañera. Pero en aquellos fuegos verdes que refulgían carentes pupilas no se reflejaba reconocimiento alguno, únicamente una insaciable sed de sangre que no estaba dispuesta a dilatar en el tiempo.

—¿Dyreah? —Kylan se aproximó un paso—. ¿Estás bien? ¿Me reconoces?

La diabólica criatura en la que se había convertido la semielfa bramó en dirección al mestizo, abriendo las fauces en un claro signo de amenaza.

—Dyreah, por favor, recuerda quién eres. No permitas que la sangre de tu padre se apoderé de tu alma. Dyreah…

Olfateó el aire, aparentemente no satisfecha con los olores que emanaban de Kylan. Por contra, percibió un aroma más acorde con los gustos de su paladar en la menuda figura de la muchacha. Su gesto se torció en una aviesa sonrisa repleta de colmillos antes de arrojarse como una fiera salvaje contra Ravnya.

Ésta intuyó el ataque, y antes de que la alcanzara mudó a su aspecto de lobo y se escabulló por debajo de la acometida de la otra. Llevada por sus propios instintos, Ravnya estalló a su vez en gruñidos y ladridos. Kylan, en tanto, no lograba reaccionar de forma alguna.

Decepcionada por lo infructuoso de su arremetida y tras constatar que su presa estaba dispuesta a ofrecer resistencia, algo en su fuero interno decidió que el riesgo no valía la pena. Aún se sentía débil y mejor sería cobrarse bestias más dóciles e indefensas.

Con un siseo de advertencia, Dyreah se precipitó al exterior de la cueva.

La noche la reclamaba.