10

EL LEGADO

Bosques del Norte, año 249 D. N. C.

—¡Apártala! ¡Sácala de aquí!

La enorme bestia rugía desaforada. Espesos espumarajos salpicaban de sus fauces mientras se aproximaba al exánime cuerpo de la semielfa. Ravnya trataba de interponerse en su camino, gruñendo y haciendo chasquear las mandíbulas en furiosos ladridos. Kylan buscaba una brecha por donde introducir el filo de sus espadas, pero los movimientos del monstruo eran demasiado frenéticos, desatados.

—¡Maldita sea! ¡Ravnya! —gritaba el mestizo intentando de reclamar sin éxito la atención de la loba—. ¡Llévatela!

Dyreah no se movía. Su cuerpo yacía desmadejado contra un tronco, apenas visible bajo la niebla, el brazo torcido en un ángulo imposible y manchado de sangre. La cabeza colgaba laxa a un lado, sin dar síntomas de consciencia. En cualquier momento un zarpazo superaría la desesperada defensa de Ravnya y la temible bestia arremetería contra su cuerpo.

Y él no podría hacer nada por evitarlo.

Ravnya lanzaba fieras dentelladas contra la bestia, más amagos que verdaderos ataques. Hasta aquel instante había logrado su objetivo, que centrara su atención en ella y se olvidara de su compañera. Ignoraba su estado, ni siquiera sabía si su corazón continuaba latiendo. Los desquiciados gritos de Kylanfein no presagiaban nada bueno. Pero no quería pensar, no quería pensar en nada. Sólo debía mantenerse entre ella y la temible criatura, a toda costa.

La bestia amenazó con una arremetida que buscó el franco de la loba. Sin embargo, su intención había sido alcanzar al mestizo. Kylan bramó de dolor. Una espada escapó de su mano, la muñeca torcida y floja tras el brutal manotazo sufrido. Y si en la carga posterior la furiosa osa no le arrancó la cabeza de los hombros, fue porque Ravnya acometió el desprotegido costado de la bestia y la obligó a retroceder.

El mestizo se echó al suelo y reculó, las manos enterradas bajo las frías hojas, amparado bajo la bruma, sabedor de lo cerca que le había rondado la muerte. Tardó unos pocos segundos en recuperar la respiración, tiempo que le obligó a analizar nuevamente lo crítico de la situación. Por mucho que le costara reconocerlo, Ravnya parecía ser capaz de hacer frente al monstruo bastante mejor que él. O, al menos, conseguía mantenerlo lejos de Dyreah. Por mucho que vociferara, dudaba que la loba fuera a hacerle el menor caso. Sólo le restaba una opción.

—¡Aguanta! ¡Me llevaré a Dyreah! —gritó el mestizo—. ¡Cúbreme!

Tan pronto trató de levantarse, apoyó el peso sobre su brazo herido y una ráfaga de dolor recorrió la extremidad desde la muñeca hasta el codo, cediendo al esfuerzo y devolviéndolo a tierra. Renegó entre dientes y volvió a probar. No sabía si Ravnya le habría oído o le habría prestado atención, pero aún así debía intentarlo. Al menos algo intuyó la loba, pues sus secos ladridos se hicieron más intensos, más frenéticos, reclamando inmediatamente para sí toda la ferocidad de la bestia.

Se movió deprisa, agazapado, con la espada restante empuñada en su mano izquierda, manteniéndose fuera de su vista. Esperaba que la niebla lo ocultara. De este modo alcanzó el árbol contra el que yacía la semielfa, aún sin sentido. La sangre chorreaba del brazo roto. Kylan sintió un desagradable escalofrío nada más verlo; no se atrevió a examinarlo. Sin embargo, su mayor preocupación llegó cuando advirtió cómo la sangre apelmazaba a su vez el cabello. Sin duda, también sufría una lesión en la parte posterior del cráneo.

Envainó la espada y con extrema delicadeza acomodó el cuerpo de Dyreah entre sus brazos. Tuvo buen cuidado en colocar el antebrazo derecho por debajo de las rodillas de la semielfa, pero aún así estallidos de dolor explotaron detrás de sus ojos. Nada que no estuviera dispuesto a soportar para salvarla.

—¡La tengo! —exclamó mientras se retiraba, aumentando tanto como le era posible la distancia que lo separaba de la bestia.

No miró atrás cuando se marchó.

Tampoco notó cómo un pequeño objeto lanzaba un destello al desprenderse y caer del cuerpo de Dyreah.

De su muñeca.

sep

La maleza se le enredaba en los pies. Las capas más bajas de niebla se esforzaban en esconder insidiosas trampas a sus ojos. La caída de la noche tampoco contribuía a ayudarlo.

La huida le estaba sofocando, apenas llevaba un rato escapando y ya jadeaba. No era por llevar a Dyreah en brazos. Apenas pesaba. Aun enfundada bajo la armadura, apenas suponía un lastre en su carrera, de lo liviana que resultaba. La preocupación por no saber hasta qué punto eran graves sus heridas lo estaba asfixiando.

Sentía la sangre cálida empapar su piel y tenía la impresión de captar un leve atisbo de respiración en su pecho. Al menos guardaba la esperanza de que así fuera.

Extenuado y creyéndose ya a salvo, decidió poner fin a la fuga. El afloramiento rocoso que apareció ante él le pareció un buen lugar donde detenerse.

Depósito el cuerpo de la semielfa sobre el piso de hojas para una primera exploración. El corte del brazo era profundo, extremadamente profundo. Tras cortar carne y músculo, las garras de la osa se habían abierto paso a través del hueso, astillándolo y dejando el antebrazo unido sólo por unas cuantas fibras y tendones. De inmediato agradeció que Dyreah continuara inconsciente; no imaginaba la agonía que podía suponer una herida así. Sin embargo, advirtió asombrado que una finísima película había comenzado a recubrir la zona dañada, cauterizando la herida, de la que había dejado de manar sangre. ¿La magia de su armadura sería tan poderosa como para salvar su brazo? De otro modo, si su mano empezara a gangrenarse…

Antes de entregarse a la tarea de vendar y entablillar la extremidad, quiso examinar su cabeza. La incorporó, despacio. Para su alivio, sólo se trataba de una pequeña brecha que ya estaba cicatrizando. Exhaló un fuerte suspiro, capaz ahora de recuperar un mínimo de tranquilidad.

—¿Está bien?

La voz sonó demasiado cerca, a su espalda, casi en su oído. Tras todos los meses transcurridos y experiencias compartidas, Ravnya aún podía sorprenderlo… y eso le asustaba.

Allí estaba la joven, inclinada hacia él y tendiéndole la espada perdida. Su curioso rostro aniñado observaba a Dyreah, lleno de tristeza y preocupación. No esperó a que Kylan reaccionara. Tiró la espada a un lado y se acuclilló junto a la semielfa para deslizar una tímida caricia por su rostro.

—¿Dy? —lloriqueó.

—Está viva.

—Su brazo…

—Sí —zanjó Kylan—. El hueso está roto, hay que inmovilizarlo. Pero aún así…

Ravnya no esperó a que terminara. No deseaba escucharlo. Transformada en loba, partió de inmediato, tragada por la bruma.

Allí quedó el mestizo, a solas, ahogando sus lágrimas, tratando de recordar cómo había empezado todo.

sep

Caminar.

Todo consistía en caminar. Sobre la nieve, arrastrados por la tormenta, ateridos por el frío. Al menos mientras avanzaban el movimiento caldeaba sus cuerpos y los protegía de lo peor del rigor norteño. Había ocasiones en las que incluso se alimentaban sin detenerse, más preocupados por perder el escaso calor corporal atesorado que por pararse a descansar mientras comían.

Pero las noches no mostraban clemencia.

Lo ideal hubiera sido progresar una vez se ocultaba el tímido sol septentrional, seguir en marcha cuando más frío hacía y dormir cuando las temperaturas sólo resultaban exigentes, no letales. Y así hubieran hecho en el caso de estar siguiendo una carretera, una senda o siquiera una cañada forestal. No era así. Tras unas pocas jornadas de marcha, en dirección contraria a Alantea, toda aldea o cabaña había quedado atrás.

Estaban solos. O, al menos, eso era lo que pensaban.

Tras estudiar los limitados mapas con los que contaban, no encontraron más ruta que seguir el curso del río Traiu hasta casi un tercio del recorrido. A partir de entonces, dependería únicamente de ellos. Sin embargo, el Traiu no facilitaba las cosas.

Bruscos recodos, densa vegetación, pequeños promontorios, aguas sumergidas, delgadas capas de hielo… Quizá en el plano su trayectoria pareciese prometedoramente recta, sin meandros ni accidentes geográficos significativos, pero la realidad era bien distinta. Dormir al raso durante la noche apenas suponía un peligro menor que recorrer el curso fluvial a oscuras. En un caso, la única preocupación consistía en no morir congelados. En el otro, cada paso podía ser el último.

Kylanfein poseía las facultades de un avezado guardabosques y las dotes naturales de Ravnya estaban fuera de toda cuestión. Dyreah era el eslabón débil de la cadena.

La semielfa era capaz de entregarse al máximo, gozaba de un formidable espíritu de sacrificio y su mestizaje le concedía una capacidad de adaptación inmejorable. Sin embargo, no era suficiente. Y ella lo sabía.

Ser consciente de sus carencias la impulsaba a ser a ser la primera en partir y la última en detenerse, arañarle momentos al anochecer e instantes a la aurora. Y la hacía temeraria, imprudente. Los deficientes períodos de reposo no resarcían el severo esfuerzo al que estaba siendo sometido su cuerpo. Se encontraba al límite de su resistencia. El agotamiento comenzaba a hacer mella en ella y a manifestar sus secuelas. La semielfa se mostraba distante y callada, casi ausente, y recientemente había comenzado a tropezar sin motivo.

Tanto Kylan como Nya permanecían pendientes de ella, de cada uno de sus titubeos, pero la fría —en el mejor de los casos— relación que los vinculaba, no favorecía los intereses de su compañera.

Tarde o temprano, el desastre era inevitable.

sep

El amanecer los sorprendió con un denso manto de niebla que ocultaba el paisaje que los rodeaba. Aquella fantasmagórica blancura lo cubría todo a apenas un par de pasos de distancia. El helor no había cedido en su empeño de robar todo atisbo de calor de sus cuerpos, mas ahora aquella humedad espectral amenazaba con introducirse bajo las ropas y calar sus huesos.

Todo parecía presagiar que aquel día sería especialmente malo.

Los preparativos antes de la partida se realizaron con lentitud, en silencio, casi con reticencia. El malhumor se cobró su primera víctima en Dyreah, la más frágil del grupo, que aún aletargada propinó un fuerte puntapié contra una roca que la hizo ver las estrellas. Tras un primer examen comprobaron que no se había roto ningún dedo, aunque sí se había partido la uña y sangraba.

No había empezado precisamente con buen pie.

El semihykar fue el siguiente.

En su caso no necesitó de ningún tropezón para que su estado de ánimo decayera. Le bastó con observar cómo aquella endemoniada muchacha atendía a Dyreah. Cómo la tocaba, el modo en que la miraba, los íntimos susurros que la prodigaba… La rabia se inflamó en su pecho, sentir que aquella criatura usurpaba su puesto junto a ella y que él, no podía hacer nada por evitarlo.

Nya, por contra, no era presa de una especial animadversión, ni hacia Kylan, ni hacia nadie. Nada parecía lograr alterarla… excepto aquella niebla.

Miraba a un lado y a otro, escuchaba chasquidos más allá del velo de niebla y alcanzaba a captar fugaces movimientos por el rabillo del ojo. Desde luego, sucedía algo. Si de por sí permanecía con los sentidos constantemente en estado de alerta, esta tensión irracional la enardecía hasta dejarlos a flor de piel.

Ravnya fue la primera en advertirlo, pero no la única. Aquella incómoda sensación fue afectándoles a todos, de una u otra forma.

El sonido de sus pisadas quedaba amortiguado por la bruma, como si fuera capaz de privarles de todos sus sentidos, no sólo del de la vista. Era como si caminaran por el interior de una nube, una nube pegajosa y desagradable. Se les filtraba por la boca y la nariz al respirar y arañaba sus gargantas con garras de hielo, hasta condensarse líquida en sus pulmones.

Apenas habían reemprendido la marcha y parecía faltarles el hálito, resollaban con fuerza al abrigo de sus gruesas capas.

Un crujido resonó a su derecha, alarmándoles. Avanzaron cautelosamente en aquella dirección. Nya en vanguardia, confiada de su instinto. Kylan y Dyreah detrás, las manos en las empuñaduras de las espadas. No hallaron nada.

Esta vez el aviso llegó a su espalda. Se volvieron de inmediato, la semielfa delante, flanqueada por su compañero, y con Ravnya dando un pequeño rodeo en torno a ellos, preparada para transformarse en loba a la mínima señal de amenaza.

Nada. Limpio. Sólo la ominosa sensación de que los estaban vigilando.

—¿Nya?

—Aquí —contestó la muchacha, emergiendo de la blancura frente a ellos.

A Dyreah no le gustó el tono que la joven había empleado. Sin duda, recelaba. Había adoptado la actitud de eficiencia que solía exhibir cada vez que un peligro desconocido las cercaba. Y a ella las sospechas de su compañera la bastaban para temerse lo peor.

—¿Qué es? —se atrevió a preguntar.

Nya se encogió de hombros mientras negaba con la cabeza. Fue Kylan quien respondió.

—Si de verdad hay algo, y no sólo nos estamos asustando de nuestras sombras, se mueve mejor que nosotros por este terreno. Volvamos al cauce del río.

Nadie tuvo nada que objetar al argumento del mestizo, pero cuando éste dio unos primeros pasos, Dyreah no le siguió. Ravnya permanecía inmóvil en el sitio y miraba en sentido opuesto.

—¿Qué sucede? —exclamó Kylan, retrocediendo de vuelta hasta ellas y echando mano de la espada.

—Al río —dijo la muchacha sin girarse—. Por aquí.

—No es por ahí. Por ahí es por donde fuimos a inspeccionar antes.

—No —insistió ella—. Por aquí.

Pese al modo en que la bruma reducía los sonidos, Dyreah alcanzó a escuchar con absoluta claridad el resoplido que brotó del pecho del semielfo.

—Nya, ¿estás segura de que es por aquí? —cuestionó. Ella se sentía totalmente perdida.

—Sí —asintió la muchacha, firme en su creencia.

—Si seguimos por ahí nos perderemos —el mestizo tampoco estaba dispuesto a dar su brazo a torcer—. ¿Pero es que no oyes el agua?

—La oigo. Por aquí.

—Kylan —intervino Dyreah, no dispuesta a que la discusión llegara a mayores—. Prosigamos por este lado y, si no encontramos el río, basta con retroceder sobre nuestros pasos. A fin de cuentas, no nos podemos haber alejado mucho.

—Podríamos hacer eso mismo por este lado —insistió él.

—Por ahí tendríamos que volver —dictaminó Nya—. Por aquí.

—¿Y qué más da por dónde vayamos primero? —estalló la semielfa. La tensión también comenzaba a cobrarse su efecto en ella.

—Si no importa, vayamos por donde yo digo.

—No —replicó la muchacha sin dedicarle siquiera una mirada—. El río está por aquí.

—¿Pero…?

—¿Sabes? —explotó Kylanfein a la par que avanzaba hacia Ravnya—. Llevo demasiado tiempo soportando tu arrogancia, tolerando esos aires de superioridad que te das…

—¡Kylan, basta!

—No, en esta ocasión no me voy a callar. No sé qué diablos pretendes, pero esto va a acabar aquí y ahora.

Ravnya lo observaba con el plata de sus ojos clavado en el azur de los de él, poder a poder, en una lucha de voluntades desigual donde el semihykar se encumbraba en una posición de ventaja de una cabeza por encima de ella. Además estaba furioso, más furioso de lo que nunca lo había visto Dyreah. Y en cambio, Nya no se había movido, permanecía hierática en su postura, sin presentar batalla ni tratar de defenderse. Tenía que intervenir, y lo hizo interponiéndose entre ambos.

—¡He dicho que basta!

—Ya veo —masculló Kylan—. Ya veo a quién defiendes. Qué lado eliges. A quién en verdad quieres.

—Esto no tiene sentido…

—Claro que lo tiene, ¿no te das cuenta? —declaró tomándola del brazo, en un gesto más cargado de dolor y frustración que de auténtica violencia. No fue así como lo advirtió Ravnya.

—Suéltala —conminó ella. Por primera vez su rostro exhibió algo más que frío desapego.

Dyreah rompió al instante su débil presa, mas el daño ya estaba hecho.

Kylanfein reculó varios pasos atrás, entre avergonzado por su gesto y encolerizado por aquella odiosa muchacha que sacaba lo peor que había en él. Ravnya no aflojaba en su presión. Allí, inmóvil, acusándolo con su silencio, permitiendo que su inhumana mirada lo juzgara por todas sus faltas, y lo hallara culpable.

La semielfa quiso alejarse, abandonar aquella escena, esconderse en la niebla, desaparecer. Y el azar quiso que lo hiciera en la dirección que primero indicara Kylan.

No se preocupó por si la seguían o continuaban enzarzados en aquella estúpida disputa. Que no contaran con ella. No entendía nada, ni cómo había comenzado ni por qué habían llegado a todo aquello. Sin duda estaba enfadada con Nya, con esa desafiante actitud que había tomado, con esa forma tan tajante de expresarse y no ceder ni un ápice. No obstante, su verdadera rabia estaba dirigida hacia Kylanfein.

¡La había engañado! La había estado mintiendo durante todo aquel tiempo. En ningún momento logró comprenderla. Había escuchado las palabras que ella le dedicara, había asentido, sonreído con pesar, pero nunca había abandonado sus propias pretensiones. Nunca había renunciado a su amor por ella.

¿Cómo se había atrevido ella a pedírselo siquiera? ¿Acaso resultaba tan fácil de conseguir? ¿Decir no y basta?

Giró la cabeza atrás un momento cuando creyó que la llamaban, sólo para ver que la difusa forma de Nya, como loba, corría entre la niebla hacia ella y escuchar los gritos de Kylan, que venía detrás. Sólo entonces alcanzó a oír los lastimeros gimoteos que sonaban en torno suya, en la forma de dos oseznos de pocos meses de edad que jugaban en los matorrales a su alrededor.

Ni tan siquiera tuvo tiempo de desenvainar su espada o desplegar la magia de su armadura cuando una bestia furibunda se cernió sobre ella y de un brutal zarpazo la hizo estrellarse contra un árbol situado varios pasos más allá.

Tras la sorpresa, llegó el dolor.

Después, la oscuridad.