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ENTRE SOMBRAS

Alantea, año 248 D. N. C.

«Ya no más».

Con deliberada delicadeza, cerró el grueso y ajado tomo que extendía sus amarillentas hojas ante ella.

Se restregó los ojos doloridos con las manos y ahogó un bostezo, más por costumbre que por respeto a los demás lectores presentes en la enorme y atestada sala. No le agradaba mostrar síntomas de debilidad en público. A decir verdad, tampoco a solas.

Con su habitual calma y economía de movimientos, se levantó de la silla y reunió con habilidad los pocos enseres que tenía esparcidos sobre el escritorio, básicamente, material de escritura. Guardó el tintero y las plumas en un cuidado estuche que siempre llevaba consigo y enrolló con destreza los pliegos antes de repartirlos por los diversos y profundos bolsillos de su túnica.

Una vez cumplidos los preparativos, abandonó la sala.

En su cabeza bullían los conocimientos que había adquirido aquel día, esquemas de nuevos hechizos y teorías sobre las corrientes mágicas del ivaum. Aún no tenían mucho sentido para ella, pero sabía que poco a poco irían cobrándolo a medida que las ideas se fueran asentando en su cerebro.

Dado el largo paseo que tenía por delante antes de llegar a casa, se sintió tentada de ir repasando por el camino algunos de los intrincados diagramas. No obstante, haciendo gala de su férrea y bien disciplinada fuerza de voluntad, decidió permitirse una pequeña tregua y relajarse. Al menos, hasta que se hallase en su habitación. Aún tenía mucho trabajo por delante, además de todo el material atrasado que la aguardaba. Exhaló un suspiro, no de hastío sino de frustración ante todo el conocimiento que estaba a su alcance y el poco tiempo del que disponía para hacerlo suyo.

De haber contado con la guía de un tutor en el Arte, éste sin lugar a dudas habría quedado asombrado ante la capacidad de trabajo y entrega de la joven, así como de sus extraordinarios progresos. Pero estudiando como lo hacía de forma autodidacta, sólo era consciente de lo lento de su avance ante la enormidad de cuanto la esperaba.

Sus pasos eran rápidos, como siempre, a pesar de no tener prisa por regresar a casa. La majestuosa biblioteca no tardó en quedar atrás y pronto estuvo caminando por las concurridas, pero plácidas, calles de Alantea. Su hogar.

Quizá no tanto su hogar como un refugio para sus intereses e inquietudes.

Había nacido, al igual que su hermano, en una casona en los alrededores de Alantea, no muy lejos de la esplendorosa ciudad norteña, en un boscoso y bucólico paraje apartado de la civilización más urbana. Ella se mostraba satisfecha al respecto, pues así disfrutaba tanto de la cercanía a la importante biblioteca como del necesario sosiego que precisaba para su estudio. Eso sin olvidar la suspicacia que inevitablemente despertaría entre las gentes el tener como vecina a una semihykar de piel oscura y practicante de magia.

«Tendrían miedo de que raptase a sus bebes llorones o que hiciese enfermar a las vacas», se decía con sarcasmo. «O que provocase cualquier otro mal que afectara a sus patéticas y vacías vidas. Infelices».

La ciudad de Alantea tenía una reconocida fama en favor de la tolerancia hacia las distintas razas y el mutuo entendimiento y colaboración entre sus habitantes. Pese a esto, un heredero de la sangre maldita de los elfos de la sombra siempre levantaba miradas allá por donde pasaba. Por supuesto, aunque ella fuese una asidua visitante a la urbe y hubiese demostrado desde siempre una rectitud intachable, no era una excepción a este sentimiento generalizado. La joven maga no era una mujer especialmente rencorosa, pero esta actitud la enfurecía. No entendía por qué debía pagar por algo de lo que no tenía culpa alguna. El día que cometiese una falta acataría gustosa el debido castigo, pero mientras no fuese así no aceptaría penitencia alguna. De ningún tipo.

Pocos pasos faltaban para que cruzase la puerta que defendía los límites de la ciudad, cuando una figura se interpuso en su camino. El individuo, de prominente estómago y pesados andares, lucía unos amplios ropones que no lograban disimular la rotundidad de su persona. Con el escaso y grasiento cabello pegado al cráneo, esgrimía una desdeñosa sonrisa por encima de su doble y temblorosa papada.

—Dushel —se lamentó para sí la mestiza.

—Qué afortunado e inesperado encuentro, dama Kieveiann —saludó con falsa simpatía el aprendiz de mago—. Es un gozo disfrutar de vuestra sublime compañía.

—Saludos, Dushel.

—Siempre tan parca en palabras, señora —río para sí el infame sujeto—, con el placer que supone para mí ser partícipe de vuestra atención.

¿Has traído la daga?

—No tengo tiempo para tus juegos y zalamerías, Dushel… —trató de atajar sin miramientos la joven.

—¿Juegos? No pongáis en duda el respeto que siento por vos, sin olvidar mi sincero afecto.

¿Guardas sí o no la daga en la funda de tu cinturón?

—Me parece muy bien, pero tengo que irme…

—De no ser por la claridad que inunda mis ideas, temería que pudierais estar evitándome. Qué absurdo, ¿no creéis?

Sólo tendrías que sacarla y clavársela. En el cuello, con la grasa que atesora en el cuerpo sería la única forma de garantizar su muerte. O quizá en uno de sus ojos. Dudo que fuera capaz de esquivar tu golpe.

—Dushel, me voy. —Kieveiann zanjó la conversación sin contemplaciones, cada vez más alterada. Se giró para intentar sortearlo y marcharse de allí cuanto antes.

Dushel, advertido de las fugitivas intenciones de la prometedora maga, interpuso su enorme figura en su camino y la cogió por la muñeca al pasar.

—No os mostréis tan esquiva, señora —señaló el orondo individuo, envalentonado por los ostensibles nervios que hacían presa en la mujer—. Tan sólo persigo compartir una grata conversación con vos…

¡A qué esperas! ¡Mátalo! ¡Degüéllalo! ¡Deja que se desangre sobre la tierra como el vulgar cerdo que es!

—¡Suéltame! —Kieveiann se revolvió con tanta fuerza que logró librarse del agarre que ejercía el hombre sobre ella. Una vez libre, apresuró sus pasos para aumentar tanto como fuera posible la distancia que mediara entre ambos. A su espalda, alcanzó a escuchar la estentórea risotada que profirió el nauseabundo sujeto.

Sin embargo, Dushel no podía imaginar lo cerca que habían estado sus carcajadas de ahogarse en la tibieza de su propia sangre.

sep

Odio que me ignores. Lo sabes.

La mestiza de hykar avanzaba a vivo paso por la espesura del bosque, anhelante de la bucólica soledad que le podía ofrecer, como si le fuera la vida en ello.

¿Aún no me respondes? Por si lo has olvidado, tenemos un trato, y es…

—¡Calla!

Parece que por fin he llamado tu atención. Comenzaba a echarte de menos.

—Me das asco —exclamó exaltada, con la respiración entrecortada por lo célere de su marcha—. No te imaginas hasta qué punto maldigo el día en que se cruzaron nuestros caminos.

Maldice si quieres, niña oscura, quizá algún dios te oiga y ponga fin a tu supuesto castigo.

—¿Se puede saber a qué vino lo de antes? —se apresuró a preguntar, con la intención de desviar el tema de la conversación—. Maldita seas por siempre…

Como si en el fondo de tu corazón no desearas haber hecho realidad mis deseos. ¿Por qué te afectan tanto mis palabras si estás tan segura de la pureza de tu alma? ¿Temes que sea tan negra como tu piel?

—Siempre arañando, como una rata que ha caído en una trampa y trata de encontrar un infecto agujero por el que escabullirse —contraatacó la joven, no dispuesta a concederle la iniciativa—. ¿Nunca te cansas?

La joven se mantuvo en silencio unos momentos, a la espera de una réplica que no llegó a darse. Al parecer, había quedado satisfecha.

Por el momento.

Más serena, exhaló un par de profundos suspiros y estudió con calma el terreno en derredor. El bosque poco a poco había ido envolviendo sus pasos a medida que se alejaba de los límites de la ciudad. Aún se apreciaba la huella del hombre en el lugar, pero cada vez más tenue, más difusa, en débil oposición al inexorable empuje de la floresta en su afán de recuperar el terreno perdido. Sin embargo, si se sabía dónde mirar, podían apreciarse disimuladas cañadas naturales que serpenteaban entre los gruesos troncos de los árboles. Quizá no las conociese tan bien como su hermano, pero Kieveiann era observadora y sabía desenvolverse con suficiente soltura para permitirse elegir cada día una distinta, mitigando así su tedioso tránsito diario.

No temía que la persiguieran; no mantenía en secreto sus continuos viajes ni su lugar de destino. La residencia de Tsavrak era bien conocida en la bulliciosa urbe. Incluso había quienes recordaban con nostalgia y cariño a la madre de la singular y distante familia. Simplemente se trataba de una manía, una de las muchas excentricidades de la mestiza, al igual que no soportaba hacer el menor ruido cuando subía o bajaba escaleras, fuera durante el día o la noche. Se trataba de una circunstancia muy paradójica en ella, dado que aborrecía el silencio y, en cambio, evitaba deliberadamente perturbarlo. Disfrutaba desplazándose como lo haría una sombra, beneficiada por unos atributos naturales que la favorecían en la consecución de su propósito.

En el interior del bosque, no obstante, no le resultaba tan sencillo. Siempre había una raíz, un agujero en la tierra o una inoportuna rama que se empeñaba en engancharse con saña en el tejido de su capucha y se negaba a soltarse. Se mostraba incapaz de deslizarse entre la maleza como lo hacía su hermano. Su abuelo sostenía que el bueno de Kylan tenía alma de guardabosques. Y ella… Bueno, ella ya sabía de qué tenía alma.

«Kylanfein».

Su severo gesto se torció en una mueca de amargura al pensar en su perdido hermano. No quería recordar los años que habían transcurrido desde que no tuvieran noticias suyas. Una fría mañana marchó y nunca más se supo de él. Y había pasado suficiente tiempo como para perder toda esperanza de volver a encontrarle vivo. Kieveiann se refugiaba tras su incólume muro de áspera insensibilidad, consciente de lo vulnerable que se mostraría en el caso de echar abajo sus defensas emocionales. Los sentimientos que atesoraba hacia su hermano mellizo eran demasiado fuertes como para permitirse la menor brecha. Y su padre lo sobrellevaba aún peor.

No eran pocos quienes mantenían que años atrás el joven Tsavrak había sido un muchacho alegre y jovial, de honradez incuestionable y amante padre y esposo. Su condición de elfo no había actuado en detrimento de su reputación entre las gentes de la cercana Alantea, pues incluso la que a la postre se convertiría en su esposa —de naturaleza humana para asombro de todos y enojo de algunos— era vecina de la ciudad. La hermosa y dulce Riannhe, inteligente y capaz bajo su tierna e inocente apariencia, había tenido muy claro desde un principio que conquistaría el bucólico corazón del elfo. Y así fue. Nada pudo hacer Tsavrak para evitar caer bajo el bondadoso embrujo de la muchacha, con la que compartiría felicidad, unos idílicos años y dos queridos hijos de inesperada piel oscura. Su muerte traería consigo una honda herida de la que el elfo no había podido recobrarse, transformando su vivaz espíritu en un cariacontecido remedo de lo que una vez fue.

Y para colmo de males, Kylan desapareció.

En cuanto se acusó su ausencia, se lanzaron numerosas partidas de búsqueda y se peinó la linde de los fríos bosques norteños, mas siempre con el mismo resultado. Nada, ningún rastro, ninguna pista. Se había desvanecido, sin más.

En un principio, padre y hermana guardaban la esperanza de que un día Kylan aparecería de nuevo. Pero a medida que fueron pasando los años, la falta de noticias fue agotando su optimismo hasta convertirlo en una muda y dolorosa aceptación.

«Y que Kyallard ni siquiera se inmutara cuando se lo contamos…».

Aunque fuera su abuelo, nunca lo llamaba de otro modo que no fuera por su nombre. De similar carácter, Kieveiann solía chocar de plano con el enigmático padre de Tsavrak cada vez que disfrutaban de una de sus raras y sorpresivas visitas. De pura raza hykar, Kyallard antaño había renegado de sus oscuros orígenes y organizado su propia cruzada en los bosques de la superficie. Se trataba de ese tipo de personas que parecían saber mucho más de lo que realmente estaban dispuestos a revelar. Un halo de sombras y secretos le envolvía como una segunda capa, tan negros como su propia piel y tan profundos como su plateada mirada.

Fue Kieveiann quien se encargó de poner a su abuelo en antecedentes, al menos dos años atrás, consciente de la necesidad de eximir de dicha tarea al pobre Tsavrak. No se anduvo con ambages, no era su estilo. Se lo llevó aparte durante unos instantes y le contó todo cuanto conocían de la desaparición de su hermano. Hubiese esperado casi cualquier reacción por parte de Kyallard, pero nunca la indiferencia con la que recibió la desafortunada noticia. Pareció restarle importancia, como si apenas la tuviera o mereciera su interés. La medio hykar se contuvo, pero de buen grado le hubiera propinado un sonoro bofetón. En cambió, le dedicó una de sus miradas más virulentas y, desde entonces, le había negado la palabra.

Detuvo sus pasos un momento para quitarse una rama espinosa enredada en torno a su capucha. El tallo se había enmarañado a conciencia, pues ni tras numerosas tentativas conseguía soltarlo. Finalmente tras un violento tirón logró su objetivo, con tan mala fortuna que la rama salió despedida hacia su cara. Se apartó sorprendida, pero aún así le abrió un pequeño corte en el pómulo, apenas un rasguño. Se enjugó los pocas gotas de sangre con el dorso de la mano y se las llevó después a los labios. Deslizó la punta de la lengua sobre la oscura piel de los dedos, degustando con descuido su peculiar e intenso sabor. Ya despierta de su breve instante de fascinación privada, restañó con una fina película de saliva la delgada línea de la herida.

Echó mano a la capucha y, tras examinarla, encontró un desgarrón en el apretado tejido que más tarde le tocaría zurcir. Se planteó la posibilidad de dejarla caer sobre los hombros durante el resto del trayecto a casa, pero el sol todavía estaba muy alto en el cielo y sus amarillentos rayos la zaherían con vulgar tesón. Sus ojos no lo resistirían mucho tiempo. Se caló bien su barrera defensora de hilo negro, procurando que la molesta luz que se filtraba a través del enganchón no alcanzara sus delicados iris carmesíes.

sep

Durante el resto del camino, la medio elfa de la sombra no se las tuvo que ver con ninguna otra rama insidiosa ni con ningún elemento hostil procedente de la floresta.

A decir verdad se lo pasó encerrada en sus pensamientos, entregada en la férrea labor de poner orden en su cabeza. Podía permitirse ser descuidada en cuanto a su vestuario, su aspecto o su salud incluso, pero no había nada que más le preocupase y de lo que más orgullosa se sintiera que de su inquisitiva inteligencia. Por esto, tenía buen cuidado en organizar y valorar cada una de sus ideas y planteamientos que bosquejaba. En los complicados entresijos del Arte, cualquier concepción podía guardar importancia; sólo bastaba con encontrar su sitio correcto en el rompecabezas.

Hasta el momento, no se había atrevido a lanzarse a la tarea de concebir un hechizo propio, trazar su diagrama en función de unas características únicas. Conocía la teoría, había dispuesto de innumerables tratados para contrastar técnicas y estilos, y había tejido infinidad de conjuros, de la índole más diversa, basándose en ellos. No debería resultar tan difícil crear uno nuevo.

Además, sentía las energías fluyendo por su interior, en su sangre, recorriendo por sus venas todo su ser. Siempre había sido así, desde pequeña, consciente de saber enfocar unas fuerzas desconocidas —que no ajenas— a ella. ¿Sería su parcial naturaleza hykar la culpable? ¿O no tanto su oscura herencia como la cualidad élfica de su esencia? En ocasiones, había recelado de las técnicas más conservadoras en la práctica de la magia para intentar hacer uso de sus propias energías de forma incierta, esperando notar algún efecto. Hasta el momento, sólo había tenido éxito en un campo del todo inesperado; en la sanación. Cuando Kylan había sufrido alguna contusión o herida leve, consecuencia de sus intrépidas andanzas en los bosques más septentrionales, ella había impuesto sus manos y buena parte de su concentración en aliviar el dolor del joven, con un resultado más que satisfactorio.

El problema era que Kieveiann no se veía como una sanadora. Tenía demasiado presente su naturaleza hykar y los prejuicios que sobre ésta pesaban. ¿Quién aceptaría los cuidados de una semielfa de la sombra? Si tampoco ella lo haría, ¿por qué nadie debería confiarse a sus cuidados? No, guardaría esa facultad para sí y, dado que no era capaz de practicarla sobre ella misma, quedaría a disposición de aquellos que la semihykar considerara merecedores de su auxilio.

En tanto, volcaría su atención a los estudios arcanos.

Cuando alcanzó los aledaños de su hogar, no detuvo sus pasos hasta hallarse en el interior. De sencilla decoración, la planta baja y principal del edificio se componía de un pequeño recibidor, un cómodo estudio, el dormitorio de Tsavrak y la antigua habitación de Kylanfein. Antes de que lograra alcanzar la escala que comunicaba con la buhardilla, una voz la interrumpió.

—¿Kieveiann? ¿Eres tú?

La joven mestiza reprimió un desabrido claro que soy yo, ¿quién más podría ser?, y prefirió dejarlo correr. A fin de cuentas, su padre no era el culpable de sus sombríos pensamientos.

—Sí, padre. Ya estoy de vuelta.

Tsavrak se alzó con abandono de la silla, dispuesto a salir al encuentro de su hija. Formaban una curiosa estampa de vivos contrastes, ambos de esbelta y estilizada figura, y sin embargo de apariencias tan distintas. Él, con su tez pálida y ojos tan negros como sus cabellos, era la viva imagen de un apuesto elfo de los bosques. Y ella, de piel oscura y cabellos plateados, encarnaba los temores nocturnos de la mayor parte de los pobladores de Aekhan. Sus rasgos poseían cierta semejanza, aunque el mestizaje de la joven, de facciones menos afiladas y constitución más poderosa, quedaba patente.

—Hoy has regresado pronto —se interesó Tsavrak, siempre atento a los vaivenes de su hija, pero sin el deseo de entrometerse en su vida—, al menos más pronto de lo que es habitual en ti.

—Vine deprisa, eso es todo —replicó Kieveiann.

—Ha sobrado comida, por si te apetece.

La joven semihykar era partícipe de esta pequeña farsa practicada por su padre. Siempre cocinaba de más, con el fin de brindar a su hija comida a su tardío regreso de la ciudad. Unos platos que, a la par que bien surtidos, curiosamente aún permanecían calientes cuando ella retornaba a casa.

—Está bien, luego iré a buscarla. Ahora me subo.

También era cierto que rara vez Kieveiann llegaba a probar un solo bocado antes de que se hubiese enfriado. Y aquella noche no iba a ser una excepción.

—No te entregues demasiado, la noche acecha.

Tsavrak resultaba de lo más críptico a la hora de dar consejos, pero el mensaje llegó claro a los oídos de la mestiza. No contestó. Con gesto serio se limitó a asentir con la cabeza, apaciguando así a su preocupado padre.

—Buena Luna, Kieveiann.

Antes de que el elfo tuviera tiempo de reemprender el camino hasta su sillón predilecto, la aprendiza de maga ya se encontraba trepando por los empinados travesaños con la agilidad de un gato.

Una vez arriba, aún inclinada por la escasa altura del techo en algunas zonas, se dirigió hasta lo que ella consideraba su refugio. Se dejó caer sobre el desastrado jergón que cumplía las veces de asiduo lugar de reposo y no tardó en librarse de su calzado. Se desprendió de la amplia túnica sacándosela por la cabeza. La tiró a un lado, liberó la cinta de cuero que apresaba su larguísimo cabello en una cola de caballo y se echó con descuido sobre el camastro. Cerró los ojos, pero no permaneció acostada durante mucho tiempo, apenas unos instantes. Se recogió sobre sí misma, abrazada a sus rodillas y con la fiera barbilla apoyada entre ellas. Era una postura que la relajaba más que ninguna otra y que parecía lograr exorcizar sus demonios internos. Sentir con la delicada piel de los brazos el tacto de sus piernas desnudas, el pelo acariciando su espalda, posar los labios en las rodillas mientras jugaba con los dedos de los pies sobre las sábanas. Sólo en aquellos preciosos momentos su torturada alma encontraba la paz que tanto necesitaba para continuar enfrentándose a los rigores de su mera existencia.

Algo que vio de reojo reclamó su atención. En cuanto giró la cabeza hacia aquel tenebroso rincón nada descubrió. Cajones, telas raídas y piezas artesanales olvidadas. Ninguna corriente de aire ni ninguna otra cosa había alterado la inmovilidad de todos aquellos enseres desde hacía años. Pero la semielfa no se mostró intranquila, mucho menos preocupada. Aún era pronto, pero tampoco era inusual que recibiera visitas tan tempranas. Fuera, el ocaso aún no había llegado. Sin embargo, existían zonas en aquella recluida estancia que nunca habían quedado expuestas a la acción directa de los rayos del sol.

A ella no le importaba. Es más, lo prefería así. Cualquiera que pensase en un mago entregado a su labor, lo imaginaría rodeado de grimorios y pergaminos, con gruesas velas encendidas a su alrededor, derramando cera por el escritorio repleto de amuletos arcanos y repulsivos objetos esotéricos. No era su caso. No empleaba lámparas ni talismanes, y raras veces se veía en la necesidad de tomar notas. En tales casos invocaba una suave claridad mágica que ni siquiera amenazaba con violar los límites de su inhóspita guarida. Prefería hacer uso de su memoria y recordar cuanto había intensamente estudiado a lo largo del día, las inflexiones de la voz, las palabras, los gestos. Mantenía una estricta máxima que defendía que, si olvidaba algo, es que no merecía ser recordado. Y la luz la distraía. Suficiente tenía con no prestar atención a las sombras que poblaban el lugar como para tener que ignorar las que crearía el caprichoso bailoteo de una llama.

En ocasiones se lo había planteado. Por qué en aquel lugar las cosas eran diferentes. Sólo en la alcoba las sombras —como Kieveiann las llamaba— no daban la cara. Escondían el rostro y no se dejaban ver, excepto por el rabillo del ojo. En cambio, en el exterior, principalmente cuando acudía a Alantea o andaba por sus alrededores, los podía distinguir con total claridad. Tanto era así que en multitud de ocasiones había llegado a confundirlos con seres de carne y hueso. Es decir, vivos. Pero no era así; estaban muertos. ¿Cuál era el motivo de que no hubieran hallado el descanso eterno? ¿Qué los aferraba aún a este mundo? No lo sabía. De lo que sí era consciente era de que, al igual que ella percibía su presencia, ellos también advertían la suya. Una inquietante pauta de pensamiento que trataba de abandonar tan pronto como cruzaba por su cabeza.

Irremediablemente interrumpido su íntimo momento de introspección, no se concedió más tregua y se concentró en sus deberes. Se arrellanó en el jergón cruzando las piernas y adoptó una postura relajada, con la espalda recta y la cabeza ligeramente reclinada hacia atrás, los ojos cerrados con firmeza. Comenzó a salmodiar en voz baja los versos de una letanía preparatoria mientras reorganizaba en su mente los delicados pormenores del hechizo. Cuando el sutil roce de la magia acudió, en un principio tímido, a su llamada, se aceleraron los latidos de su corazón y se le erizó el fino vello de la nuca por las extrañas sensaciones que las energías arcanas despertaron en su ser. Una vez despertadas y avivadas las llamas de poder, comenzó a desgranar los complejos e intrincados gestos y palabras que obrarían el milagro. Conjuraría un sencillo retazo de clarividencia.

Pero cometió un error, equivocó un gesto y en un descuido llevado por la cadena de confusiones olvidó las siguientes palabras de la letanía. Dejó caer la cabeza hacia adelante y exhaló un bufido de frustración. Antes de sumirse por completo en la rabia y la desesperación por su fracaso, echó mano de su bien cuidada disciplina y entonó los versos de una antigua salmodia de disipación. Podía haberse equivocado, pero no había excusa que justificara que todo aquel ymri invocado se derramara adulterado por el ivaum. Una vez concluido el sortilegio, la magia regresaría a su estado natural y de nuevo podría ser reclamada. Se tomaba muy en serio su labor y no se dejaba llevar por simples antojos pasajeros.

Más calmada y habiendo recuperado la suficiente presencia de ánimo, se volvió a embarcar tenaz en la tarea. En realidad, tenía toda la noche por delante.

Aunque… algo iba mal.

Sentía a su alrededor un cúmulo de trazas que ella no había invocado. Quizá por su baja intensidad no resultaran preocupantes, pero Kieveiann advirtió cómo su cuerpo se crispaba. Porque si ella no las había despertado, ¿quién lo había hecho? Y lo que era más alarmante, ¿con qué intenciones? De inmediato repasó mentalmente todos los conjuros de protección que recordaba, reconociendo para sus adentros lo inadecuados que resultaban en aquellas circunstancias. Un suave haz de energía tomó forma y comenzó a culebrear en torno a su figura, electrizando la piel a su contacto. La mestiza lo siguió con la mirada, atenta, dispuesta a reaccionar si fuera preciso, en tanto trataba de desentrañar la magia que se escondía en aquel filamento serpentino que exploraba su cuerpo. Rodeó su cuello y alcanzó el rostro, resplandeciendo de manera sólo visible a su adiestrada mirada. Y de forma súbita, antes de que fuera capaz de actuar para defenderse, el insólito ente se disparó hasta penetrar por uno de sus oídos. Sufrió una potente punzada en el cráneo, como el fogonazo de un rayo estallando en el cielo en una noche de tormenta, que la derribó sobre la cama y nubló por unos momentos sus sentidos.

Sin concederle tiempo para recuperarse, una voz resonó en su cabeza, llamándola.

«¡Kieveiann! ¡Kievi!».