El sol iluminaba el despachito de Chuffy. Sus rayos recaían sobre mi persona, sentada a la sazón ante una bien servida mesa; sobre Jeeves, que se movía en el foro; sobre los esqueletos de cuatro arenques asados; sobre una cafetera y sobre un plato de tostadas vacío. Me serví las últimas gotas de café y bebí pensativamente. Los últimos acontecimientos habían dejado huella en mí, y era un Bertram Wooster más grave y más maduro el que ahora contemplaba el plato de tostadas vacío y, no hallando nada en él, transfería su mirada al hombre que le servía.
—¿Qué cocinera hay aquí ahora, Jeeves?
—Una mujer apellidada Perkins, señor.
—Pues es entendida en materia de desayunos. Felicítela de mi parte, Jeeves.
—Muy bien, señor.
Acerqué la taza a mis labios.
—Todo esto es como la luz del sol después de la tempestad, Jeeves.
—Extremadamente análogo, señor.
—Porque fue una buena tempestad, ¿eh?
—Muy enojosa a veces, señor.
—Enojosa es le mot juste, Jeeves. Ahora estaba pensando en mi situación de hace poco. Puedo jactarme con razón de ser un hombre fuerte. No me alteran fácilmente los embates de la vida; pero confieso que fue una desagradable tarea la de comparecer ante Chuffy. Me sentí nervioso y turbado. El buen Chuffy tiene mucho de la temible majestad de la Ley. No sabía que usase gafas de concha.
—Cuando actúa como juez de paz, invariablemente. Y le comprendo, señor. Opino que ello presta confianza a Su Señoría en los casos en que necesita ejercer su autoridad judicial.
—Pero debían habérmelo advertido. Porque me causó una impresión muy fuerte. Esas gafas cambian su expresión en absoluto. Le hacen parecerse mucho a tía Ágata. Sólo recordando que él y yo nos hallamos una vez juntos, en Bow Street, bajo una misma acusación motivada durante cierta regata nocturna, he podido conservar mi sang froid. No obstante, las dificultades duraron poco, ¿eh? Confieso que Chuffy arregló las cosas pronto y sabiamente. A Dobson le dejó bien servido, ¿verdad?
—Sí, señor.
—Una severa reprimenda, ¿no es cierto?
—Muy enérgica y elocuente, señor.
—Y Bertram puesto en libertad sin una sola mácula sobre su conducta, ¿no?
—Sí, señor.
—Aunque el sargento Voules haya quedado firmemente convencido de que Bertram es o un inveterado beodo o un loco de nacimiento. O tal vez ambas cosas. Pero —continué abandonando el lado sombrío de la situación— es inútil preocuparse por lo sucedido. Para hacer una tortilla hay que cascar huevos, Jeeves.
—Muy exacto, señor.
—Lo esencial es que ha vuelto usted a mostrar de nuevo que no hay crisis que no sepa dominar. Un esfuerzo magnífico, Jeeves, magnífico.
—Sin la colaboración de usted no hubiese podido hacer nada, señor.
—¡Bah! Yo sólo he sido un peón en el juego, Jeeves.
—No, señor.
—Sí, Jeeves. Sé situarme en mi puesto. Pero debo hacerle notar una cosa. No trato ni por un momento de amenguar el éxito de su plan, mas convengamos en que ha tenido usted un poco de suerte.
—¿Señor…?
—Porque el cable llegó en el tiempo justo. Fue una coincidencia afortunadísima.
—No, señor. Yo esperaba su llegada.
—¿Cómo?
—En el cablegrama que expedí anteayer a mi amigo Benstead, de Nueva York, le exhortaba a transmitir sin pérdida de tiempo el mensaje que formaba la esencia de mi comunicación.
—¿Quiere usted decir…?
—Inmediatamente después de la disputa surgida entre el señor Stoker y Sir Roderick Glossop, disputa que implicaba la decisión del primero de no comprar la casa de Lord Chuffnell, y la consiguiente mala situación de Su Señoría ante la señorita Stoker, se me ocurrió expedir un cablegrama a Benstead como única solución posible. Presumí que las noticias de una impugnación del testamento del difunto señor Jorge Stoker debían llevar a una reconciliación entre el otro señor Stoker y Sir Roderick.
—¿De modo que nadie impugna el testamento?
—No, señor.
—¿Y cuando Stoker lo averigüe?
—Estoy convencido de que su natural alegría superará a cualquier posible desagrado que le cause el ardid. Además ya ha firmado los documentos concernientes a la compra del palacio.
—¿Así que, aunque enloquezca de rabia, no puede hacer nada en contra?
—No, señor.
Caí en un tétrico silencio. Aparte de sorprenderme, aquella revelación me producía una punzante angustia. Me refiero al pensamiento de que yo había dejado alejarse a aquel hombre de mi lado y de que no existía una sola endiablada posibilidad de que Chuffy fuese nunca lo bastante idiota para ponerle en circulación de nuevo, y de que… En fin; díganme, ¡maldita sea!, si aquello no era bastante para hundir un aguzado acero en mi alma.
Con el espíritu de un antiguo aristócrata subiendo a la carreta fatídica, procuré seguir llevando mi máscara de naturalidad.
—¿Me da un cigarrillo, Jeeves?
Acercóme la tabaquera. Fumé en silencio.
—¿Puedo preguntarle, señor, cuáles son sus intenciones inmediatas?
Salí de mi abstracción.
—¿Eh?
—Ahora que su casa se ha incendiado, señor, ¿se propone alquilar otra en la vecindad?
Moví la cabeza.
—No, Jeeves. Voy a regresar a la metrópoli.
—¿A su antiguo piso, señor?
—Sí.
—Pero…
Yo había previsto la objeción.
—Ya sé lo que va a decir, Jeeves. Piensa usted en el señor Manglehoffer, y en la honorable señora Tinker-Moulke, y en el teniente coronel J. J. Bustard. Pero las circunstancias han variado desde que me vi impelido a tomar mi firme resolución en vista de la actitud de mis vecinos respecto a mi querido banjo. A partir de este momento no habrá razonamientos. Mi banjo pereció anoche entre las llamas, Jeeves, y no pienso comprar otro.
—¿No, señor?
—No, Jeeves. Mi entusiasmo se ha disipado. No podría tocar una sola cuerda sin acordarme de Brinkley. Y una cosa que no deseo nunca en el futuro es tener noticia alguna de ese hombre de abominación.
—¿Entonces, no se propone conservar a Brinkley a su servicio?
—¿A mi servicio? ¿Después de lo sucedido? ¿Después de ser ganador estrictamente por una cabeza, en la carrera contra él y su trinchante? No, no me propongo conservarle a mi servicie. A Stalin, sí. A Al Capone, ciertamente. A Brinkley, nunca.
Jeeves tosió.
—Puesto que tiene usted un puesto vacante en su casa, señor, ¿consideraría usted una libertad el que yo le ofreciese mis servicios?
En mi emoción volqué la cafetera.
—¿Ha dicho usted… Jeeves?
—Me he permitido expresar la esperanza, señor, de que tuviese usted la bondad de concederme ese empleo. Me esforzaría en complacer a usted, como confío haberlo hecho en el pasado…
—Pero…
—No me propongo, en todo caso, continuar al servicio de Su Señoría una vez que éste contraiga matrimonio. Sin que disminuya en nada por ello mi admiración hacia las cualidades de la señorita Paulina, no ha entrado en mis cálculos jamás servir en la casa de un caballero casado.
—¿Por qué no?
—Es una cosa puramente personal, señor.
—Comprendo a lo que se refiere. ¿La psicología del individuo?
—Precisamente, señor.
—¿Y desea usted realmente volver conmigo?
—Consideraría una gran amabilidad el que usted me lo consintiese, señor, siempre que no haya usted formado diferentes planes.
No es fácil hallar palabras en esos supremos momentos, si es que entienden ustedes lo que quiero decir. Y lo que quiero decir es que en un momento así —supremo, como bien se puede asegurar—, todas las nubes se disipan, y el bello sol brilla sobre todas las cosas, y su luz relampaguea en las bruñidas superficies de todos los buenos coches de seis cilindros, y uno se siente… ¡Bueno, eso quiero decir, maldita sea!
—Gracias, Jeeves —murmuré.
—De nada, señor.