XXI

—¡Jeeves! —gritó Chuffy.

—¡Jeeves! —chilló Paulina.

—¡Jeeves! —clamé yo.

—¡Eh! —aulló el viejo Stoker.

La puerta se había cerrado y yo juraría que nadie la había vuelto a abrir de nuevo. Sin embargo, allí estaba entre nosotros, otra vez, nuestro hombre, con una cortés expresión interrogadora en el rostro.

—¡Jeeves! —profirió Chuffy.

—¿Milord?

—¡Jeeves! —prorrumpió Paulina.

—¿Señorita?

—¡Jeeves! —vociferé yo.

—¿Señor?

—¡Eh, usted! —bramó el viejo Stoker.

No puedo decir si a Jeeves le ofendió o no oírse llamar: «¡Eh, usted!». En todo caso, sus bien modeladas facciones no expresaron resentimiento alguno.

—¿Señor? —dijo.

—¿Por qué se iba?

—Me hallaba bajo la impresión de que Su Señoría, ocupado en asuntos más importantes, no estaba en condiciones de atender a la comunicación que yo deseaba hacerle, señor.

—Pero puede esperarse un segundo, ¿no?

—Ciertamente, señor. De haber conocido que deseaban ustedes hablarme, no habría abandonado la estancia. Sólo el temor de entrometerme en un momento en que mi presencia no se requería…

—Bueno, bueno, bueno —atajé yo, notando, y no por primera vez, que los métodos conversativos de Jeeves parecían irritar no poco al amigo Stoker—. Todo eso no hace al caso.

—No, señor.

—Necesitamos su presencia, Jeeves —expliqué.

—Gracias, señor.

Como Stoker se limitase a emitir sones tales como los que podrían escucharse de un búfalo herido, Chuffy salió a la palestra.

—Jeeves…

—¿Milord?

—¿Dice usted que Sir Roderick Glossop está detenido?

—Sí, Milord. Es el extremo sobre el cual deseaba hablar con usía. Quería informarle de que Sir Roderick ha sido detenido esta noche por el guardia Dobson bajo cuya custodia ha pasado la noche en el cobertizo donde se guardan los tiestos. Me refiero al cobertizo grande, Milord, no al pequeño. El cobertizo a que aludo…

Nunca había simpatizado yo con J. Washburn Stoker; pero en aquel momento me pareció un deber de humanidad librarle de la inminente apoplejía.

—¡Jeeves! —dije.

—¿Señor?

—No interesa ese cobertizo.

—No, señor.

—Entonces prosiga, Jeeves.

—Comprendo muy bien, señor. El hombre dirigió una mirada de respetuosa conmiseración al viejo Stoker, que parecía sufrir graves perturbaciones en sus conductos bronquiales.

—Según mis referencias, señor, el guardia Dobson detuvo a Sir Roderick a una avanzada hora de la noche. Surgieron cosas semejantes a la incertidumbre respecto al modo de conservarle bajo custodia, ya que la casa del sargento Voules, en el curso del incendio que destruyó la del señor Wooster, ardió también. Y como la casa del sargento Voules cumplía, a la vez, oficios de puesto de policía de la localidad, el guardia Dobson se halló muy desconcertado acerca de dónde debía custodiar al detenido, tanto más cuanto que el sargento Voules no se hallaba presente para aconsejarle, en razón a haber sufrido durante el incendio una lamentable herida en la cabeza, habiéndosele trasladado a casa de una tía suya, en Chuffnell Regís. Me refiero a su tía Maud, no a su tía Emilia, la cual…

Frené de nuevo.

—No importa qué tía fuera, Jeeves.

—No, señor.

—Ni aun sus primas hermanas.

—Muy cierto, señor.

—Continúe, Jeeves.

—Muy bien, señor. Así que al fin, por su propia iniciativa, el guardia llegó a la conclusión de que ningún sitio sería tan seguro como el cobertizo aludido, si bien no optó por el pequeño, sino por…

—Ya lo sabemos, Jeeves. El que tiene el techo de tejas.

—Precisamente, señor. Situó, pues, allí a Sir Roderick y pasó el resto de la noche custodiándole. Hace poco rato, los jardineros empezaron a trabajar por allí, y el guardia avisó a uno de ellos, un joven llamado…

—Bien, bien, Jeeves.

—Muy bien, señor. Avisó a ese joven y le envió a casa del sargento Voules, en la esperanza de que éste pudiera dar instrucciones por hallarse mejorado. Y parece que así sucedió. Una noche de sueño, obrando en conjunción con la robusta naturaleza del sargento Voules, habían puesto a éste en condiciones de levantarse a la hora acostumbrada y aplicarse a un sólido desayuno…

—¡Un desayuno! —no pude dejar de murmurar a despecho de mi férreo dominio de mí mismo. Pero la palabra había tocado en Bertram una fibra sensible.

—Al recibir esta comunicación, el sargento Voules se dirigió hacia el palacio, proponiéndose hablar con Su señoría.

—¿Por qué con Su Señoría?

—Su Señoría es juez de paz del pueblo, señor.

—¡Ah, sí!

—Y, como tal, posee autoridad para mandar trasladar al detenido a una prisión más segura. El sargento espera en la biblioteca, Milord, que usía tenga tiempo para hablar con él.

Si la palabra «desayuno» tocaba una fibra sensible en el alma de Bertram, la palabra «prisión» tocó otra en el viejo Stoker, quien exhaló un hórrido grito.

—¿Una prisión? ¿Por qué ha de ser llevado a una prisión? ¿Por qué piensa este loco que debe ser llevado Sir Roderick a una prisión?

—Parece que le acusan de robo con fractura, señor.

—¿De robo con fractura?

—Sí, señor.

Tanta pena me causó el viejo Stoker que me faltó poco para darle una palmadita alentadora en la sien. Y probablemente lo hubiera hecho así de no haberme sobresaltado, a mi retaguardia, un ruido semejante al de una gallina espantada o un faisán al alzar el vuelo. Lady Chuffnell entraba a la carga en el cuarto.

—¡Marmaduke! —clamó.

No puedo dar mejor idea de su emoción sino diciendo que, mientras hablaba, sus ojos se fijaron en mi faz y su expresión no delató un sobresalto siquiera. No reparó más en mí si yo fuese, por ejemplo, el Gran Jefe Blanco.

—Marmaduke, traigo noticias terribles. Roderick…

—Ya, ya —repuso Chuffy, con cierta impaciencia, según juzgué—. Jeeves acaba de decírmelo.

—¿Y qué vamos a hacer?

—No lo sé.

—La culpa es mía, toda la culpa es mía…

—No diga eso, tía Mirtila —aconsejó Chuffy, malhumorado pero todavía preux—. Usted no podía haberlo impedido.

—Sí, sí podía. ¡No me lo perdonaré nunca! De no ser por mí, no hubiera salido de esta casa con la faz ennegrecida.

Me sentía disgustado por el pobre Stoker. Una desgracia sucedía a la otra, como quien dice. Sus ojos se le salían de las órbitas.

—¿La faz ennegrecida? —murmuró débilmente.

—Se había cubierto la cara con corcho quemado para divertir a Seabury.

Stoker se desplomó en una silla. Sin duda creía que tan lúgubre historia debía escucharse mejor estando sentado.

—Ese horroroso embadurnamiento sólo puede quitarse con manteca…

—O con gasolina, según afirman los entendidos —no pude dejar de decir, para poner las cosas en su punto—. ¿No es cierto, Jeeves?

—Sí, señor.

—Bien, pues gasolina. Gasolina o manteca. Fuese lo que fuera, lo necesitaba para limpiarse el rostro antes de salir de esta casa. Y ahora…

Se interrumpió a mitad de la frase, profundamente conmovida. Aunque no más que Stoker, que parecía estar sobre ascuas.

—Esto es el fin —dijo con voz rota—. Ahora es cuando yo pierdo de una sentada cincuenta millones. ¿Para qué va a servir, en un caso sobre definición de locura, el testimonio de un individuo que anda a campo traviesa con la cara embadurnada de negro? No hay en América un solo juez que no sentencie que él mismo está loco.

Lady Chuffnell se estremeció.

—Pero lo hizo para divertir a mi hijo…

—Cualquiera que trate de divertir a un maldito cerdo como ése —alegó Stoker— está loco de remate.

Emití una sardónica risa.

—La diversión es para mí —continuó Stoker—. ¡Sí, para mí! Yo sólo fiaba en el testimonio de ese Glossop. Me fundaba en él para testificar que Jorge no estaba loco. Y, si ahora lo presentase, a los dos minutos la parte adversaria me dejaría al fresco probándome que mi testigo se hallaba loco a su vez, más loco que cuanto Jorge hubiera conseguido estarlo en mil años. Es gracioso que se le ocurriera pensar en esa diversión, señora. Irónico. Me recuerda alguna condenada cosa que he leído y que dice: «He aquí a…». Bueno, no sé a quien…

Jeeves tosió. En sus ojos brillaba un resplandor informativo.

—Abu-ben Adhem, señor.

—¿Qué diablos me ha llamado? —exclamó Stoker, confundido.

—El poema a que usted ha hecho alusión explica que un cierto Abu-ben Adhem despertó una noche, según la historia, de un profundo y pacífico sueño, y encontró un ángel…

—Fuera de aquí —dijo, sin alzar la voz, el viejo Stoker.

—¿Señor?

—Salga de este cuarto antes de que yo le asesine.

—Sí, señor.

—Y llévese sus ángeles consigo.

—Muy bien, señor.

La puerta se cerró. Stoker exhaló una profunda bocanada de aire, con aire abrumado.

—¡Venir con ángeles en un momento así!

Creí justo interceder por Jeeves.

—Tiene razón —dije—. En el colegio nos hacían aprender el pasaje de memoria. Aquel tuno encontró a un ángel junto a su cama, escribiendo en un libro no sé qué, y el desenlace de todo era… Bueno, bueno, si no quieren saberlo, me callo.

Me retiré a un rincón del cuarto y abrí un álbum de fotografías. A un Wooster no le agrada intervenir en una conversación contra el manifiesto deseo de sus contertulios.

Durante un rato siguió lo que pudiera definirse de parloteo confuso, en el cual, en mi enojo, no participé. Todos hablaban a la par y nadie decía nada que pudiera describirse como ni medianamente constructivo. Excepto el viejo Stoker, quien probó que yo acertaba al compararle con un antiguo pirata de la Gran España, sugiriendo audazmente una propuesta para enviar en favor de Glossop una expedición de socorro.

—¿Y qué pasaría —quiso saber— si fuéramos y echásemos la puerta abajo, y le libertáramos, y le escondiéramos en algún sitio, e hiciéramos que todos esos tipos de guardias anduviesen dando vueltas por el mundo sin encontrarle?

Chuffy contemporizó.

—No podemos.

—¿Por qué?

—¿No ha oído a Jeeves que Sir Roderick está custodiado por Dobson?

—Se le pega en la cabeza con una azada.

La idea no pareció subyugar a Chuffy. Presumo que si uno es juez de paz debe andar con ojo en lo que hace. Si da un azadonazo en la cabeza de un policía, el condado podría encontrarse algo perplejo ante tal ocurrencia.

—Pues entonces, se le soborna.

—Los policías ingleses no se dejan sobornar.

—¿Está seguro?

—Por completo.

—¡Dios mío, qué país! —suspiró Stoker, emitiendo una especie de sibilante gruñido.

Comprendí que nunca volvería a considerar a Inglaterra como la considerara antes.

Mi enojo se suavizó. Los Wooster somos humanos y el espectáculo de tanta congoja junta en un cuarto de dimensiones moderadas era excesivo para mí. Acerquéme a la chimenea y toqué el timbre.

Con el resultado de que cuando Stoker empezaba a exponer sus opiniones sobre la policía inglesa, abrióse la puerta y compareció Jeeves.

Stoker le miró aviesamente.

—¿Ha vuelto usted?

Si, señor.

—¿Y…?

—¿Señor?

—¿Qué quiere?

Chuffy agitó la mano.

—No llamábamos, Jeeves.

Me adelanté un paso.

—Llamaba yo, Chuffy.

—¿A quién?

—A Jeeves.

—No necesitamos a Jeeves.

—Chuffy, muchacho —empecé, impresionando sin duda a los oyentes con la gravedad de mi acento—, si ha habido una ocasión en que se necesitaba a Jeeves más que ahora, yo…

Aquí perdí el hilo de mi discurso y hube de reanudarlo.

—Chuffy, quiero indicar que él es el único que puede sacarnos de este laberinto. Y le tienes ante mí. Me refiero a Jeeves —agregué, para aclarar las cosas mejor—: Sabes tan bien como yo que en estos casos Jeeves siempre halla un expediente.

Chuffy se mostró muy impresionado. Comprendí que su memoria empezaba a trabajar, evocándole algunos de los triunfos de nuestro hombre.

—¡Por Dios que sí! ¿Verdad, Bertie, que Jeeves siempre encuentra un recurso?

—Siempre.

Lancé una mirada fulminante a Stoker, que comenzaba a comentar no sé qué a propósito de ángeles, y me volví a Jeeves.

—Jeeves —dije—, necesitamos su cooperación y consejo.

—Muy bien, señor.

—Para empezar, permítaseme una breve sinopsis… ¿Se dice sinopsis, Jeeves?

—Sí, señor. Sinopsis es una palabra correcta.

—… Una breve sinopsis de la situación de las cosas. Sin duda recuerda usted al difunto Jorge Stoker, Jeeves. El cable que ha traído usted hace poco anunciaba que el testamento que tan gran beneficio implica para el señor J. Washburn Stoker ha sido impugnado, fundándose en que el otorgante estaba más loco que una cabra.

—Sí, señor.

—Para contrarrestar el incidente, el señor Stoker se proponía hacer comparecer ante el tribunal a Sir Roderick Glossop, a fin de que éste certificase que el difunto pertenecía a la clase de las personas cuerdas. Sin una sola fisura mental, ¿me comprende? Y en circunstancias ordinarias, ese medio no hubiese fracasado. Habría metido el puchero en casa infaliblemente.

—Si, señor.

—Pero el intríngulis del asunto, Jeeves, es que Sir Roderick se encuentra ahora en el cobertizo de los tiestos (y por señas en el cobertizo grande) con la faz embadurnada de corcho quemado y una acusación de robo con fractura mirándole fijamente a los ojos. ¿Se hace cargo de que esto le hace desmerecer como fuerza decisoria?

—Sí, señor.

—En este mundo, Jeeves, uno puede hacer una de estas dos cosas: o ser una autoridad decisiva en materia de diagnosticar si el prójimo está chiflado o no, o ennegrecerse la cara y andar navegando por cobertizos de tiestos. Uno no puede ejecutar ambas cosas a la vez. ¡Qué procede hacer aquí, Jeeves!

—Yo propondría sacar a Sir Roderick del cobertizo, señor.

Me volví a la multitud.

—¿Ven cómo Jeeves ha encontrado un medio?

Hubo una voz discrepante. La de Stoker.

—¿Cómo va a sacarle de allí? ¿Con una brigada de ángeles? —inquirió en voz sumamente torva.

Y recayó en sus imitaciones de un búfalo lesionado, hasta que yo le atajé con firmeza.

—¿Puede usted sacar a Sir R. del cobertizo, Jeeves?

—Sí, señor.

—¿Está usted convencido de ello?

—Sí, señor.

—¿Ha formulado ya un plan o proyecto?

—Sí, señor.

—Rectifico lo dicho —declaró, reverente, el viejo Stoker—. Perdone mis palabras. Sáqueme de este apuro y le autorizo a que me despierte a mitad de la noche y me hable de ángeles todo lo que quiera.

—Gracias, señor. Sacando a Sir Roderick del cobertizo y conduciéndole a presencia de Su Señoría habremos obviado todas las dificultades —continuó Jeeves—. La identidad de Sir Roderick no es conocida aún al sargento Voules ni al guardia Dobson. El guardia no le había visto nunca hasta anoche y supone que es uno de los músicos negros que tocaron en el yate del señor Stoker. El sargento Voules se halla bajo la misma impresión. Por tanto nos basta con libertar a Sir Roderick antes de que las cosas vayan más adelante y todo quedará solucionado.

—Le comprendo, Jeeves —dije.

—Si me lo permite, señor, desarrollaré ahora el sistema que he planeado para alcanzar ese fin.

—Sí —concordó Stoker—. ¿Cuál es su sistema? Explíquelo.

Levanté una mano. Un pensamiento repentino había acudido a mi mente.

—Espere, Jeeves —dije—. Sólo un momento.

Y fijé en Stoker un ojo impositivo.

—Antes de proseguir, hay que estipular dos cosas. ¿Da usted, señor Stoker, palabra solemne de comprar al buen Chuffy su palacio al precio que convengan las partes contratantes?

—Sí, sí, sí. ¡A la explicación!

—¿Consiente usted en la unión de su hija Paulina con Chuffy, y desiste de la sandez de casarla conmigo?

—¡Seguro, seguro!

—Puede usted hablar, Jeeves —dije.

Me hice atrás, dejándole libre el palenque. En sus ojos relampagueaba la luz de la inteligencia pura. Y, como de costumbre, su cabeza, aparecía prominente por su parte posterior.

—Habiendo examinado el asunto cuidadosamente, señor, he llegado a la conclusión de que el principal inconveniente radica en la presencia del guardia Dobson a la puerta del cobertizo.

—Muy exacto, Jeeves.

—Él es la clave de la cosa, si así puedo decirlo.

—Cierto que lo puede decir. También podría definírsele como el pelma que se ha interpuesto en nuestro camino, ¿verdad?

—Sí, señor. Por tanto, nuestra primera medida ha de ser eliminar al guardia Dobson.

—Eso es lo que yo decía —quejóse Stoker—. Y no quisieron escucharme.

Le atajé.

—Usted proponía darle en la cabeza con una azada o cosa parecida. ¡Un error! Aquí lo que se necesita… ¿Cuál es la palabra, Jeeves?

Finesse, señor.

—Exacto. Siga, Jeeves.

—El objetivo, en mi opinión, puede conseguirse avisando a Dobson de que María, la doncella, le aguarda para hablarle entre los groselleros.

Quedé atónito por la sagacidad de aquel hombre, pero no tanto que no me restase suficiente clarividencia para volverme a los demás y explicar:

—Esa María, la doncella, es novia del endiablado Dobson y, si bien sólo la he visto a distancia, apuesto a que es justamente el género de chica que un guardia de sangre ardiente desea encontrar entre los groselleros para un rato de charla. Tiene verdadero atractivo, ¿eh, Jeeves?

—Es una joven extremadamente agradable, señor. Y creo que aún podríamos aumentar la eficacia del mensaje añadiendo que María piensa llevar una taza de café y un bocadillo. Según mis informes, el guardia no ha desayunado aún.

Parpadeé.

—Soslaye el tema, Jeeves. No soy de mármol.

—Perdón, señor. Lo había olvidado.

—Nada, nada, Jeeves. Tendrá que convencer a María, ¿eh? Una faena peliaguda, ¿no?

—No, señor. He sondeado sus opiniones y la encuentro notablemente propincua a llevar algún piscolabis al guardia. Sólo creo necesario mandarle un aviso, que proceda en apariencia del referido funcionario, diciéndole que éste la espera en el antedicho lugar.

Interrumpí.

—Una observación, Jeeves. De importancia. Si Dobson tiene apetito, ¿por qué no ha venido a buscar el desayuno en la casa?

—Temería verse observado por el sargento Voules que le dio órdenes estrictas de no abandonar la vigilancia, señor.

—¿Y la dejará así? —sugirió Chuffy.

—Ten en cuenta, muchacho, que Dobson no ha desayunado —alegué—. Y esa María va a llevarle café y bocadillos. No perturbes la marcha del diálogo con preguntas necias. Siga, Jeeves.

—En ausencia de Dobson, señor, sería cosa fácil sacar de su encierro a Sir Roderick y esconderlo en cualquier parte. Me permito proponer el dormitorio de Su Señoría.

—Y Dobson no osaría confesar que había abandonado su puesto de vigilancia, ¿eh? ¿No es a eso a lo que usted tiende?

—Precisamente, señor. Los labios del guardia Dobson permanecerían sellados.

Stoker se inclinó hacia delante.

—No resultará la cosa —adujo—. No digo que no sacásemos a Glossop, pero los guardias esos comprenderían la existencia de una jugarreta. Al ver desaparecer a su hombre, presumirían que alguien se lo había llevado. Harían sus cálculos y llegarían a la conclusión de que habíamos libertado nosotros a Glossop. Es muy sencillo de comprender. Anoche, por ejemplo, en mi yate…

Se interrumpió, no deseando, según presumí, desenterrar el fenecido pasado, pero yo adiviné su pensamiento. Cuando se produjo mi desaparición del yate no le costó a Stoker tiempo alguno comprender que Jeeves participaba de la maniobra.

—Confieso que es una justa sugestión, Jeeves —intervine—. Los guardias no sacarían en limpio nada, pero darían pábulos a la lengua, y no tardaría en circular el rumor de que Sir Roderick había estado flotando por el campo con la cara embadurnada de negro. El periódico local recogería las hablillas. Uno de esos escritorzuelos criticones con los que uno tropieza a diario en «Los Zánganos», que están siempre a la caza de cosas que puedan perjudicar a la gente ilustre, tendría noticias del caso, lo divulgaría y vendríamos a encontrarnos tan mal como si Sir Roderick anduviese atrapando moscas en Dartmoor o en otro sitio por el estilo.

—No, señor. Los guardias encontrarían un detenido en sustitución del fugado. Yo aconsejaría, señor, que usted ocupase el puesto de Sir Roderick.

Miré al hombre.

—¿Yo?

—Es fundamental que aparezca en el cobertizo un caballero con la faz ennegrecida cuando los guardias entren allí y resuelvan conducir al acusado a presencia de Su Señoría.

—Pero yo no me parezco a Glossop. Tenemos contexturas diferentes. Yo soy esbelto y flexible como un junco; él… Bien, no deseo hacer comentarios denigratorios de una persona que está unida a la tía de un antiguo amigo por lazos más tiernos que… En fin, no creo que ninguno de ustedes, por mucha imaginación que pongan en el caso, puedan considerar a Sir Roderick esbelto y flexible.

—Olvida usted, señor, que sólo Dobson ha visto al prisionero, y hemos convenido en que los labios de Dobson permanecerán sellados.

Era verdad. Yo había olvidado el detalle.

—Sí, Jeeves —repuse—; pero, por grandes que sean mis deseos de devolver la paz y el sosiego a esta atribulada mansión, no me siento con ánimos de pasar cinco años agradablemente preso por haber cometido un robo con fractura.

—No hay tal peligro, señor. El lugar cuya entrada estaba fracturando Sir Roderick al ser detenido era el garaje de usted.

—Sí, Jeeves. Pero reflexione. Considere. Examine la situación. ¿Va nadie a creer que, habiendo sido detenido en el acto de penetrar en mi propio garaje, me hubiese dejado apresar sin decir una sola palabra de protesta? ¿Va nadie a creer que hubiese consentido en pasar toda la noche en un cobertizo, sin explicar la verdad?

—Basta inducir al sargento Voules a que lo crea, señor. La opinión del guardia carece de trascendencia, en atención a que sus labios estarán sellados.

—Voules no creerá en el caso ni por un segundo.

—Sí, señor. Tiene entendido que es frecuente práctica de usted dormir en cobertizos.

Chuffy lanzó un grito de contento.

—¡Claro que sí! Dará por hecho que has vuelto a emborracharte.

Me mantuve frígido.

—¿Sí? —dije con una voz que ustedes no hubiesen podido describir de otro modo que llamándola cáustica—. ¿Y quieres que pase mi nombre a la historia de Chuffnell Regis como el de uno de los principales dipsómanos de Inglaterra?

—Acaso Voules te tome únicamente por un chiflado —sugirió Paulina.

—Exacto —apoyó Chuffy. Y agregó, volviéndose a mí—: No irás a decirme, Bertie, que a estas alturas tienes alguna objeción que hacer a ser considerado…

—Poco apreciable mentalmente —indicó Paulina.

—Eso —dijo Chuffy—. Tienes que aceptarlo, Bertie. ¿Vas a negarte a una ligera molestia momentánea, a cambio de la cual puedes salvar a tus amigos? ¡Claro que no! ¿Ven ustedes? Casi salta de alegría a la idea de semejante tarea.

—Brinca de contento —añadió Paulina.

—Rezuma regocijo —expuso Chuffy.

—Siempre le he tenido por muy buen muchacho —afirmó el viejo Stoker—. Recuerdo haberlo pensado ya la primera vez que le vi.

—Y yo —remachó Lady Chuffnell—. ¡Es tan diferente a los jóvenes modernos!

—Tiene una cara muy simpática.

—Siempre me lo ha parecido así.

Mi cabeza oscilaba un poco. No es frecuente que me den un jabón semejante, y comenzaba a sentirme humanizado. Traté, en un débil esfuerzo, de oponerme a la marea:

—Sí, pero escuchen…

—Bertie y yo fuimos juntos a la escuela —dijo Chuffy—. ¡Con qué placer lo recuerdo! Y también a un colegio particular, y a Eton, y después a Oxford. Todos querían mucho a Bertie.

—¿A causa de su prodigioso y abnegado carácter? —inquirió Paulina.

—Has dado en el clavo. A causa de su prodigioso y abnegado carácter. Porque cuando se trata de ayudar a un amigo es capaz de atravesar fuego y agua para efectuarlo. No quisiera yo más que tener una libra por cada vez que Bertie ha cargado con culpas ajenas sobre sus recios hombros.

—¡Qué admirable! —comentó Paulina.

—Es lo que cabe esperar de él —apuntó Stoker con suavidad.

—Claro —agregó Lady Chuffnell—. Con razón se ha dicho que el niño es el padre del hombre.

—Quisiera que le hubiesen visto una vez afrontar a un profesor furioso. En sus grandes ojos azules brillaba una expresión intrépida…

Levanté la mano.

—Basta, Chuffy —dije—. Es suficiente. Me presto a la espantosa prueba. Pero antes, dos palabras. Cuando salga de ella, ¿podré desayunar?

—Tendrás el mejor desayuno que quepa servir en esta casa.

Le miré, escrutador.

—¿Arenques?

—Multitud de arenques.

—¿Tostadas?

—Montañas de tostadas.

—¿Y café?

—Mares de café.

—Bien; acepto —dije, inclinando la cabeza—. Vamos, Jeeves.

—Muy bien, señor. Si me permitiese formular una observación…

—Hable, Jeeves.

—Lo que usted hace hoy, señor, supera en mucho a cuanto ha hecho hasta la fecha.

—Gracias, Jeeves.

Como a menudo he dicho, no hay nadie que defina las cosas mejor que él.