XX

Y así era. Una forma maciza se recortó bajo el cielo de verano. Entró. Tomó asiento. Y, tras tomarlo, extrajo un pañuelo de su bolsillo y se enjugó la frente. Mi experiencia me hizo juzgarle algo preocupado. Los síntomas eran los de un hombre que acababa de tener una sesioncita con Brinkley.

Que tal diagnóstico era correcto se probó cuando, al retirar el pañuelo de su frente por un instante, Stoker descubrió lo que tenía todas las trazas de un ojo dulcemente amoratado.

Paulina, al verlo, exhaló un chillido filial.

—¿Qué te ha pasado, papá?

Stoker respiró con fuerza.

—No he podido entendérmelas con ese fulano —dijo al fin, poniendo una especie de feroz lamentación en su tono.

—¿Con qué fulano?

—No sé quién es. Un loco que hay en esa casa del parque. Se asomó a la ventana, tirándome patatas. Apenas llamé en la puerta, ya estaba en la ventana, arrojándome patatas. No salió, como un hombre, para verse la cara conmigo. Todo el tiempo estuvo en la ventana, lanzando patatas.

Confieso que, al oír esto, una especie de admiración brotó en mi alma, a pesar mío, hacia aquel Brinkley. No es que le mirase amistosamente, no; pero forzoso me era reconocerle como persona acertada y capaz de obrar idóneamente en caso preciso. Comprendí que, al despertar de su sueño matutino oyendo los aldabonazos de Stoker y sintiendo un recio dolor de cabeza, había puesto en inmediata práctica las medidas más oportunas. Todo muy satisfactorio.

Procuré enfocar las cosas a una luz favorable.

—Ha tenido usted suerte en que ese sujeto optase por bombardearle a distancia —dije—. En sus encuentros cuerpo a cuerpo suele emplear un trinchante o un cuchillo de carnicero, y hacen falta pies muy ágiles para ponerse a salvo.

Tan absorto estaba Stoker en sus propios pensamientos, que creo que hasta entonces no había reparado en la presencia de Bertram. En cualquier caso, lo cierto fue que me contempló positivamente atónito.

—¡Vaya, vaya, Stoker! —comenté, para facilitar las cosas.

Siguió rumiando sus meditaciones.

—¿Es usted Wooster? —preguntó al fin, con acento que me pareció casi respetuoso.

—Wooster, Stoker, amigo mío —dije, afectuosamente—. Antes, ahora y siempre, Bertram Wooster.

Miró a Chuffy, a Paulina y luego otra vez a Chuffy, con una expresión que casi parecía implorar ayuda.

—¿Qué diablo le ha pasado a Wooster en la cara?

—Estoy algo tostado por el sol —expliqué, y proseguí, ansioso de concluir el asunto esencial del momento—: en fin, Stoker, es muy oportuno que se haya descolgado usted aquí en este momento. Estaba buscándole… Bueno, tal vez esto sea desvirtuar un poco las cosas… Pero de todos modos celebro encontrarlo, porque deseaba decirle que su propósito de que Paulina y yo nos casáramos está al margen de la situación. Olvídelo, Stoker. Abandónelo. Bórrelo de su mente. No piense más en ello.

Sería difícil elogiar lo bastante el magnífico valor y firmeza con que me expresé. Por un momento, incluso temía haberme excedido, porque Paulina me contempló con tan idolátrica reverencia, que temí que, olvidando a Chuffy, llegase a la conclusión de que yo era su verdadero héroe y volviese a mí. Tal posibilidad me estimuló a pasar rápidamente al sucesivo aspecto del asunto.

—Su hija va a casarse con Chuffy, es decir, con Lord Chuffnell —añadí señalando a mi amigo con un ademán.

—¿Eh?

—Sí. Es cosa hecha.

El viejo Stoker emitió un profundo ronquido. Estaba muy afectado.

—¿Es verdad?

—Sí, papá.

—¿Y te propones casarte con un hombre que ha llamado a tu padre un viejo trapisondista y estafador?

Me sentí intrigado.

—¿Le llamaste viejo trapisondista y estafador, Chuffy?

Chuffy alzó un poco la mandíbula para corregir lo excesivamente abierta que tenía la boca.

—No —murmuró débilmente.

—¡Sí! —contrarrestó Stoker—. Lo dijo usted cuando me negué a comprarle la casa.

—Ya sabe usted lo que sucede… —argumentó Chuffy.

Paulina intervino. Práctica como todas las mujeres, parecía notar que la plática seguía derroteros ajenos a lo esencial.

—De todos modos he decidido que voy a casarme con él, papá.

—¡No!

—Sí. Le quiero.

—¿Le quieres? Y entonces, ¿cómo no más lejos que ayer estabas enamorada de ese maldito imbécil, el de la cara cubierta de hollín?

Me erguí. Los Wooster sabemos condescender con el disgusto de un padre, pero no toleramos que se traspasen ciertos límites.

—Stoker —dije—, se olvida usted de su compostura. Le ruego que mantenga su ecuanimidad en el debate. Y, además, no estoy cubierto de hollín, sino de betún.

—¡No le quiero! —gritó Paulina.

—Dijiste que sí.

—Pues no.

Stoker emitió otro de sus gruñidos.

—La cosa es que no sabes lo que quieres a punto fijo, y voy a encargarme yo de arreglar las cosas en tu nombre.

—No me casaré con Bertie, digas lo que digas.

—Pues bien cierto es que tampoco te casarás con un Lord inglés a la caza de dotes. Chuffy tomó la ofensa con calma.

—¿Qué quiere usted decir con Lord inglés a la caza de dotes?

—Quiero decir lo que digo. Usted no tiene un centavo y aspira a casarse con una muchacha de la posición de Paulina. Es usted, ¡maldita sea!, como ese personaje de una opereta que yo vi una vez… ¿Cómo se llama…? ¡Ah, sí! Lord Wotwotleigh.

De los lívidos labios de Chuffy exhalóse un grito casi bestial.

—¡Wotwotleigh!

—Sí. Es usted su vivo retrato. La misma cara, las mismas expresiones, la misma manera de hablar. Hasta ahora me he preguntado muchas veces a quién me recordaba usted, y ya lo sé: a Wotwotleigh. Paulina volvió a la carga.

—No digas tonterías, papá. Todo lo malo de este asunto es que Marmaduke, a fuerza de ser escrupuloso y caballeresco, no quería pedirme en matrimonio hasta no tener dinero por su parte. Yo, no sabiéndolo, no comprendía por qué no se declaraba. Luego tú le prometiste comprar sus propiedades, y a los cinco minutos él vino y se me declaró. Si no pensabas comprar el palacio, no debiste prometérselo. Y además, no sé por qué no has de comprarlo.

—Me proponía comprarlo porque Glossop me lo pidió. Pero, dados mis actuales sentimientos hacia ese tipo, ahora no compraría ni una cáscara de guisante para complacerle.

Me sentí inclinado a decir un par de palabras.

—No es mala persona ese Glossop. Yo lo estimo mucho.

—Pues siga estimándole.

—Lo que principalmente me satisface en él es cómo trató anoche a Seabury. Me pareció que ejecutaba las cosas muy adecuadamente.

Stoker me miró con su ojo izquierdo. El otro se había cerrado como una fatigada flor al anochecer. No pude dejar de pensar que Brinkley debía tener muy buena puntería para conseguir acertar tan precisamente. Sé, por haberlo intentado sin éxito, que no es fácil herir con justeza el ojo derecho de una persona lanzando una patata a distancia. La naturaleza de la patata, tubérculo desigual y lleno de protuberancias, dificulta el afinar bien el tiro.

—¿Qué dice? ¿Ha sopapeado Glossop a ese chiquillo?

—Y de muy buenas ganas, según mis informes.

—¡El diablo me lleve!

No sé si han visto ustedes una de esas películas en que el más endurecido personaje oye entonar la canción predilecta de su madre y, recordándola cuando la escuchaba sobre las maternas rodillas, hace unos cuantos visajes extraños y, antes de que uno se dé cuenta de cómo, halla al tipo haciendo bien a todos a manos llenas y literalmente derretido de suavidad. Siempre me había parecido eso demasiado repentino, pero a partir de aquel instante que relato, sé y pueden creer en mi palabra, que tales ramalazos ocurren en la vida. Porque entonces, y bajo nuestros propios ojos, el viejo Stoker era presa de uno.

Un momento antes había sido un hombre de templado acero. Un segundo después era un ser casi humano. Me miró, atónito, y se lamió los labios.

—¿Es posible que el viejo Glossop haya hecho eso?

—No lo vi en persona, pero lo supe por Jeeves, que lo supo por María, la doncella, que fue testigo de los acontecimientos. Sir Roderick trató a Seabury adecuadamente, y, según mis conjeturas, con el dorso de un cepillo del caballo.

—¡El diablo me lleve!

Los ojos de Paulina centelleaban. Se veía que la esperanza tornaba a albergar en ella. Hasta se me figuraba que dio una palmada con pueril alborozo.

—¿Ves, papá? No le habías juzgado bien. Realmente Sir Roderick es un hombre admirable. ¿Sabes lo que debes hacer? Ir a verle, decirle que lamentas haber estado tan duro con él, y asegurarle que vas a comprar la casa de Marmaduke.

La pobre tonta —¿o la cabeza de chorlito?— cometía una torpeza, y yo lo notaba. Las muchachas no saben manejar las situaciones que requieren tacto. Quiero hacerles comprender, lectores, que, según Jeeves hubiese dicho, en casos así hay que conocer la psicología del individuo. Y hasta un búho hubiera visto cuál era la psicología del viejo Stoker. Un búho, digo, pero un búho macho, desde luego. Stoker era uno de esos individuos que alzan la mano para decir «no» tan pronto como alguien muy caro a su corazón les pide que digan «sí»; un sujeto que, como está escrito en la Biblia, si se le dice «vete» viene, y si se le dice «ven» se larga; un tipo, en una palabra, de los que si hallan una puerta con un letrero ordenando «llamen antes de entrar», empuja el batiente adrede, sin llamada alguna.

Y yo acertaba. De habérsele dejado a merced de sí mismo, Stoker, de allí a un momento, hubiera comenzado a bailar en torno al cuarto, enconando canciones primaverales. Estaba sólo a un brinco de convertirse en una masa compacta de dulzura y bondad. Y ahora, oyendo a Paulina, se envaró súbitamente y una obstinada expresión asomó a sus ojos. Se advertía que su altanero espíritu se rebelaba contra la imposición.

—No haré nada que se parezca a eso.

—¡Oh, papá!

—¡Venir a ordenarme a mí lo que debo hacer y lo que no!

—No lo dije por tanto, papá.

—No importa por qué lo dijeras.

Los asuntos tomaban un sesgo desagradable. Stoker gruñía para sí como un perro alano no muy satisfecho. Paulina le miraba con tal mal talante cual si acabase de recibir un directo en el plexo solar. Chuffy tenía el aire propio de un hombre que ha sido recientemente comparado con Lord Wotwotleigh. En cuanto a mí, por obvia que me pareciese la oportunidad de que interviniera en la situación un orador de alada elocuencia, no alcanzaba a ver de qué podría servir una alada elocuencia a un orador que no tuviese nada que decir. Y yo, verdaderamente, no tenía nada que decir.

Por tanto, siguióse un prolongado silencio. Y el silencio seguía progresando cuando se oyó un golpe en la puerta y apareció flotando en el umbral la silueta de Jeeves.

—Perdóneme, señor —dijo, inclinándose hacia Stoker, y ofreciéndole un sobre puesto en una bandeja—, pero ha venido un marinero de su yate trayéndole este cablegrama, que ha llegado poco después de salir usted del buque. El capitán, presumiendo que podía tratarse de un asunto urgente, ordenó que se le enviase a esta casa. He tomado el mensaje de manos del hombre en la puerta de servicio y me he apresurado a venir, al efecto de entregárselo a usted personalmente.

Jeeves explicaba el asunto lo mismo que si se tratase de uno de esos grandes poemas épicos que a veces lee uno. Cabía seguir los hechos paso a paso y advertir cómo el interés del drama culminaba hacia el momento supremo. Pero Stoker, en vez de sentirse emocionado, pareció más bien inclinarse a la impaciencia.

—¿Todo eso se reduce a que hay un cablegrama para mí?

—Sí, señor.

—Y entonces, ¡maldita sea!, ¿por qué no me lo entrega de una vez, en vez de andar con tantos cuentos? ¿Cree usted estar cantando en la ópera o qué? ¡Venga eso!

Jeeves le tendió el cable, con digna reserva y, bandeja en mano, se alejó. Stoker empezó a rasgar el sobre.

—Bien cierto es que no haré nada parecido con ese Glossop —dijo, reanudando la discusión—. Si se presentase ante mí y se excusara, acaso yo…

Su voz se trocó en un sonido muy semejante al de uno de esos patos de juguete que se llenan de aire, para dejar que éste escape luego lentamente. Abrió mucho la boca, y contempló el cable como si descubriese de pronto que estaba acariciando a una tarántula. Un instante después brotó de sus palabras una exclamación que aun en nuestros relajados días modernos me pareció impropia para ser proferida ante terceras personas.

Paulina se acercó a él solícita. Cuando la pena y la congoja sobrevienen, la tirantez familiar debe disiparse.

—¿Qué pasa, papá?

Stoker emitía ruidos tales como si tragase algo contra su voluntad.

—¡Ha ocurrido!

—¿Qué ha ocurrido?

—¿Qué? ¿Qué? ¿Qué? ¡Que los otros parientes impugnan el testamento del tío Jorge!

—¡No es posible!

—Sí, es posible. Lee.

Paulina examinó el documento y pareció desconcertada.

—Pues si eso prospera, ¡adiós nuestros cincuenta millones!

—Desde luego.

—Y nos quedamos, como quien dice, sin un centavo.

Chuffy entró en acción, dijérase que de un salto.

—¿Es verdad que habéis perdido todo vuestro dinero?

—Así parece.

—Excelente —aseguró Chuffy—. Grande. Exquisito. Maravilloso. Definitivo. ¡Espléndido!

Paulina dio a su vez una especie de brinco.

—¿Verdad que sí?

—Claro. Yo estoy a la sopa. Tú estás a la sopa. Por tanto, podemos casarnos.

—Desde luego.

—Así se arreglan todas las cosas. Nadie podrá decir ahora que me asemejo a Wotwotleigh.

—Cierto que no.

—Porque Wotwotleigh, al saber esa noticia, hubiera desaparecido por el escotillón.

—Seguramente. Y tan de prisa, que no se hubiera podido ni distinguirle en la polvareda de su fuga.

—¡Es prodigioso!

—¡Es magnífico!

—En toda mi vida he oído un caso de tanta suerte como éste.

—Ni yo.

—¡Y ocurrir en el momento preciso!

—Exactamente en el preciso.

—¡Es culminante!

—¡Es gracioso!

Aquel bello entusiasmo juvenil pareció afectar a Stoker como una puñalada en la mejilla.

—Dejen de decir esas infernales necedades y atiendan. ¿No tienen sentido común? ¿Perder yo mi dinero? ¿Imaginan que voy a someterme sin pleitear? Esa gente tiene menos probabilidades a favor que un perro sin rabo. El tío Jorge estaba tan cuerdo como yo, y dispongo de Sir Roderick Glossop, el alienista más ilustre de Inglaterra, para demostrarlo.

—No dispones de él.

—Me basta citar a Glossop como testigo para que la impugnación se disipe como una burbuja de aire.

—Pero Sir Roderick no testimoniará en tu favor ahora que tú has reñido con él.

—¿Quién dice que yo he reñido con él? Mostradme al insensato que diga que no estoy en las más cordiales relaciones con Sir Roderick Glossop. Por el hecho de haber tenido una leve disputa, una cosa sin importancia, propia de amigos íntimos, ¿queréis insinuar que no seguimos considerándonos como hermanos?

—¿Y si no te presenta excusas?

—No tiene por qué excusarse de nada. Seré yo, naturalmente, quien me excuse ante él. Creo ser lo bastante hombre para darme cuenta de cuando ofendo a mis amigos y para no vacilar en presentarles disculpas. ¡Claro que me excusaré! Y él aceptará mis excusas con el mismo ánimo con que yo voy a presentárselas. Roderick Glossop no es un hombre mezquino. De aquí a dos semanas le tendré en Nueva York, atestiguando por mí. ¿Dónde se hospeda? En el «Hotel Miramar», ¿no? Voy a telefonearle ahora mismo y a convenir una cita con él.

Intervine.

—No está en el hotel, porque Jeeves acaba de telefonearle y no le ha encontrado.

—¿Dónde está?

—No puedo decírselo.

—Debe de estar en alguna parte.

—¡Ah! —repuse, comprendiendo el razonamiento y pareciéndome acertado—. Sin duda. Pero ¿dónde estará? Probablemente en Londres en este momento.

—¿Por qué en Londres?

—¿Y por qué no en Londres?

—¿Se proponía ir a Londres?

—Puede ser.

—¿Cuáles son sus señas de Londres?

—Las ignoro…

—¿No las sabe ninguno otro de ustedes?

—Yo no —dijo Paulina.

—Ni yo —añadió Chuffy.

—¡Qué gente tan útil son ustedes! —comentó Stoker, severo—. ¡Fuera de aquí! Estamos ocupados.

La observación iba dirigida a Jeeves, que flotaba de nuevo en el umbral. Una de las más notables cualidades de ese hombre es que tan pronto se le ve como se le deja de ver. O, mejor dicho, se le deja de ver y de pronto se le ve de nuevo. Uno está hablando de tal o cual cosa, y de improviso percibe una presencia, por decirlo así, y allí está Jeeves.

—Perdón, señor —repuso Jeeves—, pero deseaba hablar un momento a Su Señoría.

Chuffy agitó distraídamente una mano.

—Después, Jeeves.

—Muy bien, Milord.

—Ahora estamos un poco ocupados.

—Precisamente, Milord.

—No es difícil localizar a un hombre tan preeminente como Sir Roderick —prosiguió Stoker—. Tiene que figurar en el Anuario. ¿Tiene usted el Anuario?

—No —dijo Chuffy. El viejo Stoker alzó las manos al cielo.

—¡Dios mío!

Jeeves tosió.

—Ruego que se me perdone mi intromisión; pero creo poder decir dónde se encuentra Sir Roderick. ¿Acierto suponiendo que es Sir Roderick Glossop a quien desean ustedes encontrar?

—Claro que sí. ¿Cuántos Sires Roderick cree usted que conozco yo? ¿Dónde está?

—En el jardín, señor.

—¿En este jardín?

—Sí, señor.

—Vaya y pídale que venga en seguida. Dígale que Stoker quiere hablarle inmediatamente de un asunto de la mayor importancia. Pero aguarde. Iré yo mismo. ¿En qué parte del jardín está?

—No le he visto, señor. Estoy meramente informado de que se halla ahí.

Stoker chascó la lengua.

—¡Bueno, maldita sea! ¿Quiere decirme en qué condenada parte del jardín le han informado de que está?

—En un cobertizo donde se guardan tiestos, señor.

—¿En un cobertizo donde se guardan tiestos?

—Sí, señor.

—¿Cómo está ahí?

—Supongo que sentado, señor. Según he dicho, mis informes no son de primera mano. Mi informador ha sido el guardia Dobson.

—¡Eh! ¿El guardia Dobson? ¿Quién es ese individuo?

—El policía que detuvo a Sir Roderick anoche, señor.

Inclinó ligeramente el busto y dejó la estancia.