XVIII

Me agazapé aún más en mi escondrijo. Una voz interior susurraba en mí: «Malo, malo…». De cuantas desagradables incidencias podían haber sobrevenido, aquélla se me figuraba la más tétrica. Por desfavorables aspectos que pudiera tener la casa de Chuffy —y he de decir que, a la luz de los últimos sucesos, el encanto del lugar había aminorado mucho ante mis ojos—, un detalle meritorio había mantenido hasta entonces, y era que no parecía haber posibilidad de que en sus cercanías apareciesen vestigios de J. Washburn Stoker. Y ahora, a pesar de sentirme plenamente ocupado por el pensamiento de que mi físico, dada la situación, era, más que carne, gelatina en potencia, no pude dejar de indignarme ante lo que constituía, sin duda, una injustificada intromisión de Stoker en aquel edificio.

Quiero decir que cuando un hombre abandona una majestuosa casa señorial inglesa prometiendo solemnemente no volver a pisar sus umbrales, no tiene derecho alguno a dejarse caer en ella dos días más tarde, como si la casa fuese un hotel a disposición del público. Todo ello me parecía cosa muy fuerte.

Me pregunté a la par cómo resolvería Jeeves la situación. Porque un sujeto tan sagaz como Stoker debía haber conjurado que tras de mi fuga se escondía el cerebro de Jeeves, y no parecía del todo desencaminado que hiciese alguna tentativa de aplastar aquel poderoso cerebro contra el borde de la chimenea. Y cuando Stoker habló, su voz indicaba que una idea similar permanecía, flotante, en su mente. Era una voz ronca y áspera y, aunque de momento no dijo sino «¡Ah!», un hombre decidido puede dar gran plétora de significados a un «¡Ah!».

—Buenos días, señor —repuso Jeeves.

El hallarse acurrucado detrás de pupitres tiene dos aspectos. Es decir, que ofrece ventajas y contrariedades. Desde el punto de vista del agobiado fugitivo, es bueno, desde luego. Difícilmente puede ser mejorado. Pero contra esta facilidad se levanta el punto adverso de constituir un mal para el espectador. Viene a ser como escuchar por radio una obra dramática. Podrán oírse las voces, mas no se advierte la expresión. Y hubiera dado algo bueno por poder distinguirla. No, desde luego, la de Jeeves, que nunca tiene ninguna, sino la de Stoker, quien, a cuanto me parecía, debía de estar dirigiendo a mi ex criado una mirada algo más que de indiferencia.

—Conque está usted aquí, ¿en?

—Sí, señor.

Lo inmediato fue una risa del visitante. Extremamente aviesa. Una de esas risas breves, duras, cortantes.

—He venido en la esperanza de encontrar informes del paradero del señor Wooster. Confiaba en que Lord Chuffnell le hubiese visto. No contaba encontrarme con usted. Escuche —añadió Stoker, acalorándose repentinamente—: ¿sabe lo que en este momento se me ocurre hacerle?

—No, señor.

—Romperle el cráneo.

—¿Sí, señor?

—Sí.

Jeeves emitió una tosecilla.

—¿No es una cosa un poco excesiva, señor? Admito que el hecho de haber dejado algo bruscamente el servicio de usted para volver al de Su Señoría, puede haberle producido algún descontento, pero…

—Ya sabe usted de qué hablo. ¿O va a negarme que ha sido usted quien ha sacado a ese Wooster de mi yate?

—No, señor. Reconozco haber intervenido en el hecho de la liberación del señor Wooster. En el curso de una plática con tal caballero, él me informó de que iba a ser retenido en el yate ultra vires y yo, obrando en interés de usted, decidí liberarle. Permítame recordarle, señor, que en aquel momento yo me hallaba al servicio de usted y era mi deber contribuir a salvarle de lo que podía ser un extremadamente grave contretemps.

Yo no podía verlo, cierto es, pero recibí la impresión, a juzgar por cierto número de gruñidos, que Stoker hubiera preferido llegar antes al grano. Pero era inútil. Cuando Jeeves empieza, es inútil echarle el freno. Si cree que lo que dice es una cosa interesante, persiste desarrollándola hasta hacerle cargar a uno con todo. En tales casos no hay otro remedio que aguardar.

Y ahora, al obrar así, no dejó de suscitar una contrarréplica de la parte adversaria. Parecióme que la enjundia del discursito de Jeeves había dado al buen Stoker materia de reflexión.

Semejante conjetura resultó correcta. Stoker respiró con fuerza durante un rato y al fin habló en una voz casi respetuosa. Siempre ocurre lo mismo con Jeeves. Sus palabras abren inevitablemente nuevos puntos de vista.

—¿Está usted loco o lo estoy yo?

—¿Señor…?

—¿Habla usted de haberme salvado de…?

—¿Un contretemps? Sí, señor. No puedo tener la certeza, ya que desconozco hasta qué punto la presencia del señor Wooster en el yate fue voluntaria, de lo que el hecho de su llegada allí podría pesar en el ánimo de un jurado…

—¿Un jurado?

—… pero es certísimo que su retención en el buque a pesar de su expreso deseo de abandonarlo, constituiría, según me inclino a creer, un acto de secuestro, el cual, como bien sabe usted, señor, se castiga con penas muy severas.

—¡Oiga, oiga…!

—Inglaterra es un país extremadamente legalista, señor, y ciertos actos quizá no castigados en América, se persiguen aquí con el máximo rigor. Mi conocimiento de las minutiae legales es, lamento decirlo, escaso y, por tanto, no puedo afirmar con toda evidencia que la retención del señor Wooster pudiera considerarse como un delito punible con prisión o trabajos forzados; pero es indudable que, de no haber intervenido yo, dicho caballero podía haber entablado un proceso civil logrando que se le condenase a usted a una multa muy considerable. Por eso, señor, actuando en interés de usted puse en libertad al señor Wooster.

Hubo un silencio.

—Gracias —dijo suavemente Stoker.

—De nada, señor.

—Muchas gracias.

—Hice lo que consideré único medio de eludir una desagradabilísima contingencia, señor.

—Fue usted amabilísimo conmigo.

Me pregunté si Jeeves sería inmortalizado en leyendas y poemas. Daniel lo logró así por el mero hecho de pasar cosa de media hora en la cueva de los leones y dejar a estos simpáticos sujetos en plena condición de suavidad y camaradería. Y si lo cumplido entonces por Jeeves no tema sobrado derecho a clasificarse muy por encima de la hazaña de Daniel, confieso que soy pésimo juez en la materia. En menos de cinco minutos había reducido a aquel furioso Stoker, de la condición de fiero gato montes a la de auténtico minino doméstico. De no haberlo oído, me hubiese parecido imposible.

—Pensaré en eso —dijo Stoker, cada vez más humanizado.

—Sí, señor.

—No había considerado hasta ahora ese aspecto de la cuestión. Sí, voy a dar un paseo y entretanto pensaré en ello. Lord Chuffnell no habrá visto al señor Wooster, ¿verdad?

—Desde anoche, no, señor.

—¡Ah! ¿Le vio anoche? ¿Y qué se proponía hacer el señor Wooster?

—Según mis noticias, el señor Wooster tenía la intención de pernoctar en la casa de Lady Chuffnell y luego volver a Londres.

—¿Qué casa dice? ¿Ésa que hay en el parque?

—Sí, señor.

—Voy a dar un vistazo por allí. Me parece que lo más oportuno es, primero que nada, hacer una visita al señor Wooster.

—Sí, señor.

Oí a Stoker cruzar la puerta vidriera, pero sólo después de algunos instantes juzgué adecuado reaparecer en la superficie. Cuando creí que no había ya moros en la costa, asomé la cabeza sobre el pupitre.

—Jeeves —dije—, no hay otro como usted.

Quizás hubiese lágrimas en mis ojos. ¿Y qué? Los Wooster no cavilamos en confesar nuestras emociones nobles.

—Es usted extremadamente amable, señor.

—Me costó trabajo no saltar de mi escondite y estrecharle la mano, Jeeves.

—Quizás ello no hubiese sido juicioso en las circunstancias existentes, señor.

—Eso me pareció. Dígame: ¿no sería por casualidad el padre de usted encantador de serpientes, Jeeves?

—No, señor.

—Se me ocurrió la posibilidad… ¿Qué cree usted que puede suceder cuando Stoker se presente en la casa del parque?

—No nos cabe sino hacer conjeturas, señor.

—Temo que Brinkley haya dormido la mona ya.

—Existe esa posibilidad, señor.

—No obstante, la idea de usted al enviar a Stoker allí es muy plausible. Aguardemos que ocurra lo mejor. Al fin y al cabo, Brinkley sigue teniendo a mano su cuchillo de carnicero. Y diga: ¿cree usted posible que baje Chuffy?

—De un momento a otro, señor.

—¿Y no me aconsejaría que me comiese su desayuno?

—No, señor.

—Estoy muerto de hambre, Jeeves.

—Lo siento enormemente, señor. La situación, de momento, es un poco difícil. Sin duda más tarde podré paliar su congoja, señor.

—¿Ha desayunado usted, Jeeves?

—Sí, señor.

—¿El qué, Jeeves?

—El jugo de una naranja seguido de una papilla de cereal americano, así como huevos fritos, una rebanada de jamón, tostadas de manteca y mermelada.

—¡Oh, Dios! ¿Y todo ello regado, a no dudarlo, con una fortalecedora taza de café?

—Sí, señor.

—¡Oh, Dios mío! ¿No cree que yo podría, al menos, apoderarme de una salchicha?

—No se lo aconsejaría, señor. Y hay también el pequeño detalle de que no son salchichas, sino arenques.

—¡Arenques!

—Además me parece oír llegar a Su Señoría, señor.

Una vez más descendió Bertram a las profundidades. Apenas me había acomodado en el abismo, se abrió la puerta.

—Hola, Jeeves.

—Buenos días, señorita…

Era Paulina Stoker.

Confieso que me sentí un poco harto. El palacio de Chuffy, cualesquiera que pudiesen ser sus otros defectos, debía tener al menos, como ya señalé, la ventaja de estar exento de Stoker. Y he aquí que pululaban en el lugar como ratas. Me preparé incluso para oír, con el último aliento de mis tímpanos, llegar a Dwight. O sea que, si la casa iba a ser una especie de reunión de familia, bien podía serlo por completo. Paulina aspiró vigorosamente con la nariz.

—¿A qué huele, Jeeves?

—A arenques, señorita.

—¿De quién son?

—De Su Señoría.

—No he desayunado aún, Jeeves.

—¿No, señorita?

—No. Papá me sacó casi a trompicones de la cama antes de que yo me despertase del todo. Está muy furioso, Jeeves.

—Sí, señorita. Acabo de tener una plática con él. Parece algo descompuesto.

—Todo el camino se ha pasado hablando de las cosas que le iba a hacer a usted si le encontraba. Y parece que le ha encontrado. ¿Qué ha sucedido? ¿No se le ha tragado crudo?

—No, señorita.

—Probablemente estará a dieta. ¿Y dónde se ha marchado? Me han dicho que estaba aquí.

—El señor Stoker ha ido a la casa del parque, señorita, con la idea, según creo, de hallar allí al señor Wooster.

—Deberíamos avisar al pobre diablo.

—No se preocupe por el señor Wooster, señorita. No está en esa casa.

—¿Pues, dónde está?

—En otro lugar, señorita.

—No es que me importe. ¿Recuerda, Jeeves, que anoche le dije que estaba dispuesta a casarme con Bertram W.?

—Sí, señorita.

—Pues no estoy dispuesta. No se moleste por ese pez de agua dulce. He cambiado de opinión.

—Celebro saberlo, señorita.

También yo lo celebraba. Las palabras de Paulina sonaban musicalmente en mis oídos.

—¿Lo celebra?

—Sí, señorita. Dudo de que hubiese sido un matrimonio conveniente. El señor Wooster es un joven muy agradable, pero yo le considero fundamentalmente como un soltero nato.

—¿Y como un ser mentalmente poco apreciable?

—En ocasiones el señor Wooster sabe obrar con mucha sagacidad, señorita.

—Y yo también. Por eso le digo que aunque papá coja el cielo con las manos, no quiero casarme con ese pobre corderillo acosado. ¿Por qué había de hacerlo? No tengo nada contra él.

Hubo una pausa.

—He hablado hace un instante con Lady Chuffnell, Jeeves.

—Sí, señorita.

—Parece que también tiene una pequeña complicación personal.

—Sí, señorita. Anoche hubo una lamentable disputa entre la señora y Sir Roderick Glossop. Pero me satisface decir que Lady Chuffnell parece haberlo pensado mas detenidamente y creído que cometía un error al interrumpir sus relaciones con ese caballero.

—Uno debe pensar bien las cosas, ¿verdad?

—Casi invariablemente, señorita.

—Lo malo es si la otra parte no piensa en ellas también. ¿Ha visto usted esta mañana a Lord Chuffnell, Jeeves?

—Sí, señorita.

—¿Y cómo está?

—Le juzgo algo disgustado, señorita.

—¿Sí?

—Sí, señorita.

—Hum… Bueno. No deseo interrumpir por más tiempo sus deberes profesionales. Por mi parte puede iniciarlas, Jeeves.

—Gracias, señorita. Buenos días.

Durante unos instantes después de que se hubo cerrado la puerta, permanecí inmóvil, examinando minuciosamente la situación. Hasta cierto punto podía decirse que a través de mis venas se infiltraba una sensación de alivio, tal que un exquisito vino, que me colmara de optimismo y satisfacción. En el lenguaje más claro posible, ponderando sus palabras y sin titubeos ni posibilidad de equívocos, Paulina había declarado que ni aun las más enérgicas medidas de su padre la impelerían a tocarse con el velo nupcial y entrar a mi lado en el templo. Magnífico, magnífico…

Pero ¿habría reflexionado bien en las capacidades persuasorias de su padre? Tal me preguntaba yo. ¿Sabría ella de lo que su progenitor era capaz estando en buena forma? En una palabra, ¿se daba cuenta de que contrariar a J. Washburn Stoker, venía a ser como entrar en una selva y llegar a las manos con los dos primeros gatos monteses que pudiera uno encontrar allí?

Este pensamiento impedía a mi entusiasmo ser absoluto. Parecíame que, al intentar oponerse a aquel maldito pirata retirado que era su padre, la frágil joven se salía de su correspondiente tiesto y entablaba contra los proyectos matrimoniales del susodicho ciudadano una resistencia inútil.

En esto meditaba cuando oí verter café en una taza y, un momento después, lo que Drexdale Yeats hubiese llamado un ruido metálico. Con profunda emoción adiviné que Paulina, incapaz de resistir por más tiempo al espectáculo de aquella bandeja, se había servido una taza de humeante líquido negro y se preparaba a embestir los arenques. Porque respecto a éstos no había la menor duda sobre lo exacto de los informes de Jeeves. Era el perfume de arenques asados el que ahora acariciaba mi olfato como una bendición. Crispé tanto los puños, que los nudillos se me tomaron blancos. Percibía claramente cada bocado y cada uno me desgarraba el alma como un cuchillo.

Es curioso el efecto que el hambre causa sobre uno. No es posible decir de lo que uno es capaz bajo su apremio. Dejad realmente famélico al tipo más cauto, y echará toda prudencia a los cuatro vientos. Así lo hice yo entonces. Obviamente, el plan más aconsejable era permanecer oculto hasta que los Stoker desapareciesen de las cercanías, y a tal sistema, en un estado de ánimo sereno, me hubiese atenido. Pero el olor de aquellos arenques, y la convicción de que a cada momento que transcurría iban fundiéndose como la nieve en lo alto de la montaña y pronto no quedaría ni su perfume, fue irresistible para mí. Surgí, pues, de detrás del pupitre, como un pez prendido en un anzuelo.

—¡Eh! ¡Eh! —dije procurando poner en mi voz un acento de queja. ¡Cuán raro es que la experiencia no nos enseñe nunca! Yo había visto la reacción de la criada ante mi aparición repentina. Y notado su efecto en el buen Chuffy. Y observado a Sir Roderick en el momento del impacto. Y he aquí que otra vez sobrevenía del mismo modo inesperado que anteriormente.

Y otra vez sucedió lo mismo. Si acaso, algo más acentuado. En aquel momento, Paulina tenía la boca ocupada con un arenque y ello dificultó sus medios de expresión, limitándose a fijar en mí sus ojos horrorizados y muy abiertos. Luego la obstrucción arenquística desapareció en su garganta y de ésta brotó uno de los alaridos de terror más descompasados que he oído en mi vida.

El cual coincidió con la apertura de la puerta y la aparición en el umbral del quinto barón Chuffnell. Un momento después él se lanzaba hacia ella y la recibía en sus brazos, y ella se lanzaba hacia él y era recibida en los ídem.

No lo hubieran hecho más perfectamente si llevasen semanas ensayándolo.