XVII

No sé si han pasado ustedes alguna noche en un invernadero. Si no, les recomiendo que no lo prueben. No lo aconsejaría a un amigo. Quiero hablar sin ambages de lo que significa dormir en un invernadero. Es cosa que no presenta un solo detalle seductor. A parte de las inevitables molestias corporales, está el frío, y además del frío está la angustia de ánimo. Todas las historias de terror que se han leído en la vida afluyen a la mente, y en particular aquellas en que los individuos aparecen a la siguiente mañana totalmente muertos, sin herida alguna encima, sino sólo con una expresión de horror y miedo en los ojos, expresión tan especialmente intensa que los descubridores contienen un tanto el aliento y se miran unos a otros, meditando: «¡Caramba!». Todo chirría. Se imagina percibir misteriosos pasos. Se recibe la impresión de que una cantidad considerable de descarnadas manos buscan el cuerpo de uno en la oscuridad. Y, como dije, el frío es extremo y se siente mucha molestia en las partes carnosas. En conjunto, dormir así constituye una aventura estremecedora y que debe evitarse por todos los medios conocidos.

Y lo que hacía mi caso más tétrico era recordar que, de haber tenido el valor de acompañar a Glossop a mi garaje, no me hubiese sido preciso permanecer en aquel pabellón lleno de mezclados olores, oyendo aullar el viento a través de los intersticios de la armazón, mientras que, de hallarme en el garaje, no sólo hubiese podido limpiarme la cara con ayuda de la gasolina, sino embotellarme en el coche y tornar a Londres por carretera, con una alegre canción gitana en los labios.

Pero me había faltado el valor, y con justos motivos. El garaje se hallaba en la zona peligrosa, muy al alcance de Voules y de Dobson, y era imposible afrontar de nuevo el verme interrogado por Voules. Las aventuras de la noche anterior habían quebrantado un poco mi moral y llevádome a mirar a semejante sabueso de la ley como un husmeador nunca proclive al sueño y siempre dispuesto a presentarse en lugares donde su aparición era indeseable en absoluto.

Así que me quedé donde estaba, oscilando entre el «No me atrevo» y el «Yo debería», como el infeliz gato del cuento. La comparación no es mía, sino de Jeeves. Lo hizo una vez a propósito del joven Pongo Twistleton. Twistleton, de «Los Zánganos», y quedó muy grabada en mi memoria. Pongo había sido invitado a pasar el fin de semana en casa de su tío, en el Hampshire, y no acertaba a decidir si debía ir o no. Por un lado, estaba la presencia allí de su primo Wilfredo lo que significaba la seguridad de echarse un par de libras al bolsillo, según un cálculo moderado, dada la errónea creencia de Wilfredo de poder batir a Pongo jugando al billar. Por otra parte, había la certeza de tener que ir dos veces a la iglesia el domingo, y un poderoso riesgo de haber de participar en las plegarias familiares del lunes.

Cuando yo hablé a Jeeves de la situación del pobre Pongo, me dijo que éste fluctuaba entre el «No me atrevo» y el «Yo debería», como el infeliz gato del cuento. Y me acuerdo de haber pensado entonces, como muy a menudo, en lo bien que Jeeves sabía definir las cosas.

El mismo caso sucedía ahora. El impulso de mi natural audacia me aconsejaba correr al garaje, y mi lado prudente me decía que permaneciese, tranquilo y en seguridad, en el invernadero. Y al fin esto fue lo que decidí hacer, luego de instalarme en la postura número 46, en la estéril esperanza de que fuese más cómoda que la número 45.

Una cosa que me maravilla es que siempre concluya uno durmiéndose en esas ocasiones. Personalmente, había abandonado, en la etapa inicial de la noche, toda idea de cerrar los ojos, y de aquí que nadie hubiera podido sorprenderse más que yo cuando, mientras me esforzaba en esquivar a un leopardo que me mordía un tanto agudamente en un punto coincidente con la trasera de los pantalones, desperté y vine a hallar que el sol había salido y otro día empezado, y que no existía leopardo alguno, y que los pájaros matinales se dedicaban a almorzar en los contornos y hacían de paso un endiablado tumulto.

Me acerqué a la puerta y miré. Parecía mentira que hubiese llegado la mañana. Pero había llegado, y por cierto que era condenadamente buena. El aire soplaba vivo y fresco, largas sombras se extendían sobre el prado, y todo se combinaba para estimular el ánimo de modo tal, que sin duda muchos sujetos en mi situación se hubieran quitado los calcetines y emprendido una serie de danzas rítmicas en el césped besado por el rocío. No hice tal cosa, mas sí me sentí poderosamente animado, y les aseguro que todo era en mí mucho más alma que carne, si puedo expresarme así.

De pronto, fui llamado a la realidad por un aldabonazo de mi estómago. Y entonces comprendí que nada en este mundo ni en el venidero importaba tanto como una buena taza de café y tantos huevos con jamón como pudiesen caber en un plato.

Pasa una cosa rara con el desayuno. Cuando a uno le basta tocar el timbre para que comparezca un criado portador de una bandeja que contiene todo lo deseable, desde los bollos de avena al jamón y de la mermelada a los h., entonces uno no parece sentir necesidad de otra cosa que de un vaso de agua de seltz y un bizcocho. Y cuando no se puede llamar al criado y conseguir todo eso, entonces se nota uno como una serpiente pitón al oír tocar la campana del desayuno a los funcionarios del Parque Zoológico. Por lo que me afecta, no suelo ser consciente del desayuno hasta que veo mi té matutino y demás ingredientes en la mesilla de noche. Por lo cual no puedo dar mejor indicación del extraordinario cambio acontecido en mí sino diciendo que, al divisar a un pollo deglutiendo un largo gusano rosado, le hubiese acompañado con placer a su mesa. En verdad, yo, en la presente coyuntura, habría compartido su condumio hasta con un tábano.

Mi reloj se había parado. Yo desconocía la hora que era y no me constaba, además, cuándo se proponía Jeeves aparecer en la casa de Lady Chuffnell llevando lo convenido. Pensé que podía haber acudido ya. En ese caso, al no encontrarme, habría indagado mi paradero por los contornos, y al fin, prescindiendo de la vana búsqueda como de un mal asunto, seguramente se habría retirado a cualquier inexpugnable rincón del palacio. Esta idea me hizo sentirme más que medianamente abatido. Salí del invernadero y, al amparo de los arbustos, comencé a caminar como un pielroja siguiendo una pista, siempre procurando mantenerme a cubierto.

Navegaba rodeando un ángulo de la casa y me disponía a precipitarme hacia el campo abierto, cuando a través de una puerta vidriera del piso bajo divisé una escena que me afectó profundamente. De hecho podía decirse que me llegó hasta los más recónditos ámbitos del alma.

Dentro de la habitación, una criada colocaba sobre una mesa una vasta bandeja.

El sol iluminaba la cabeza de la doncella y, notando el matiz rojizo-castaño de su cabello, deduje que la mujer debía ser María, la prometida del guardia Dobson. En otra ocasión, el descubrimiento hubiera sido interesante y llevádome a escrutar bien a la muchacha para juzgar si el guardia Dobson había elegido bien o no. Pero en la presente coyuntura toda mi atención estaba monopolizada por la bandeja.

Era una bandeja abundosa. Contenía una cafetera, tostadas en cantidad considerable y un plato tapado. Esto último fue lo que me conmovió. Allí dentro podía haber huevos y podía haber jamón, y podía haber salchichas, y podía haber riñones, y podía haber chuletas, y podía haber arenques. Imposible precisarlo, pero cualquier cosa que hubiese era buena para Bertram.

Porque había formulado mis planes. O propósitos. La muchacha se alejaba y calculé que me hacían falta unos cincuenta segundos para la ejecución de la difícil tarea que se brindaba ante mí. Unos veinte para llegar a la puerta vidriera, tres para adueñarme de las provisiones y cosa de veinticinco más para tornar a salvo a los arbustos, cumplida mi fructífera empresa.

A la sazón no hubo en mí nada de la vacilación del gato del cuento. Tan pronto como se cerró la puerta tras la criada, me lancé a la carrera. No me cuidé de que pudiesen verme, y hasta creo que, de haber testigos, no hubieran podido avistar gran cosa fuera de una masa confusa en movimiento. Realicé la primera etapa del viaje en el tiempo calculado, y ya había puesto mano a la bandeja y me disponía a desaparecer en lontananza, cuando oí pasos en los peldaños que conducían a la puerta de acceso.

Era un momento de los que exigen decisiones rápidas, y puedo asegurar que en tales casos Bertram Wooster sabe dar su máximo rendimiento.

Para que el ávido lector no tenga dudas sobre el lugar en que me hallaba, diré que era una especie de despacho donde Chuffy, por la mañana, atendía a los asuntos de sus propiedades, examinaba sus facturas, meditaba sobre el creciente precio de los aperos agrícolas, y mandaba a paseo a los arrendatarios cuando éstos comparecían en petición de que les rebajase algo la renta. Y como uno no puede cumplir esas graves actividades sin disponer de un pupitre de buenas dimensiones, Chuffy, afortunadamente, tenía uno allí. El mueble ocupaba casi todo un entrepaño de la habitación y parecía llamarme en aquel crítico momento.

Dos segundos y medio después, me hallaba agazapado tras el pupitre, procurando respirar tan sólo por los poros.

La puerta se abrió y alguien penetró en la estancia. Unos pies cruzaron el pavimento, camino del pupitre, y enseguida escuché el ligero chasquido del receptor de un teléfono al ser descolgado de su soporte.

—Chuffnell Regis, dos, nueve, cuatro —dijo una voz que, con gran alivio mío, reconocí como la de alguien con quien repetidamente cambiara cordiales apretones de manos en el pasado. La voz, en suma, de un amigo a quien cabía apelar en caso de necesidad.

—¡Oh, Jeeves! —dije saliendo de mi escondite.

No era fácil turbar a Jeeves. En un caso en que las maritornes sufrían ataques y los pares daban saltos bruscos o se estremecían de pies a cabeza, él se limitó a mirarme con respetuosa serenidad y, tras darme los buenos días, a continuar el asunto que traía entre manos. Es un hombre que gusta de hacer las cosas por su debido orden.

—¿Chuffnell Regis, dos, nueve, cuatro? ¿«Hotel Miramar»? ¿Quieren decirme si Sir Roderick Glossop está en su cuarto? ¿No ha vuelto todavía? Gracias…

Colgó el auricular y quedó en libertad de dedicar alguna atención a su antiguo patrón.

—Buenos días —dijo de nuevo—. No esperaba hallarle aquí, señor.

—Ya, pero…

—Creí haber convenido vernos en la casa del parque.

Me estremecí.

—Dos palabras sobre esa casa, Jeeves —dije—, y después preferiría que enterrásemos el asunto indefinidamente. Yo sé que la intención de usted era buena. Me consta que cuando me envió allí lo hizo con la máxima pureza de propósitos. Pero no por ello persiste menos el hecho de que me lanzó usted entre las patas de los caballos. ¿Sabe quién erraba dentro de esa horripilante casa, Jeeves? Brinkley. Y provisto de una cuchilla de carnicero.

—Lamento oírlo, señor. ¿Debo entender que no ha podido usted dormir?

—No, Jeeves. He dormido, si a eso puede llamarse dormir, en el invernadero. Y me deslizaba entre los arbustos para ir en busca de usted, cuando vi a una doncella poniendo en la mesa esa bandeja.

—Es el desayuno de Su Señoría, señor.

—¿Dónde está?

—No tardará en venir, señor. Es una afortunada coincidencia que Lady Chuffnell me haya encargado telefonear al «Hotel Miramar». Si no, podríamos haber encontrado usted y yo cierta dificultad para comunicarnos.

—Sí. Y, a propósito, ¿por qué llama al «Hotel Miramar»?

—Imagino, señor, que Lady Chuffnell, reflexionando, debe haber llegado a la conclusión de que no se portó bien anoche con Sir Roderick.

—¿El amor materno no se muestra tan ardoroso ahora?

—No, señor.

—¿O sea que se trata de un «Vuelve y olvidémoslo todo»?

—Precisamente, señor. Pero se da la lamentable circunstancia de que Sir Roderick no se encuentra en el hotel y no nos es posible hallar informes acerca de su paradero.

—Debe estar sin novedad. Después de una estimulante sesión con Brinkley, se fue a mi garaje a por gasolina. ¿Acierta Glossop suponiendo que la gasolina limpia tan bien como la manteca?

—Sí, señor.

—Entonces juzgo que debe estar camino de Londres.

—Voy a notificarlo a Lady Chuffnell, señor. Seguramente esa noticia mitigará apreciablemente su inquietud.

—¿Cree usted realmente que ella quiere todavía y desea ofrecerle una rectificación honrosa?

—¿O rama de olivo? Sí, señor, o al menos tal me ha parecido por su continente. Me he separado de ella con la impresión de que el antiguo cariño y estima volvían a ser operantes una vez más.

—Celebro oírlo, Jeeves —dije cordialmente—. Porque debo declararle que desde nuestra última entrevista he cambiado por completo de opinión respecto a Glossop. Ahora comprendo que tiene muy buenas cualidades. Bajo la silente mirada de la noche, hemos entablado una sincera amistad. Uno y otro hemos descubierto nuestros respectivos méritos, y él, al separarse de mí, me abrumó con invitaciones a comer.

—¿Sí, señor?

—En absoluto. De hoy en adelante siempre habrá un tenedor y un cuchillo para Bertram en la mesa de Glossop, y lo mismo para Roddy chez Bertram.

—Muy satisfactorio, señor.

—Muchísimo. De modo que si habla usted con Lady Chuffnell en un porvenir inmediato, puede decirle que su enlace merece plena aprobación y sanción por mi parte. Pero todo esto, Jeeves —añadí, tocando la tecla práctica—, es secundario respecto al punto central. El punto central es que tengo un hambre feroz y deseo llevarme esta bandeja. Así, voy a echar mano a ella y a desaparecer en la lejanía.

—¿Se propone comerse el desayuno de Lord Chuffnell, señor?

—Jeeves… —empecé, emocionado.

Y cuando me preparaba a insinuarle que, de tener algunas dudas sobre mis intenciones, podía contemplarme mientras las ponía en práctica, de nuevo sonaron pasos en el acceso de la habitación.

En vez, pues, de proseguir mi discurso, palidecí tanto como puede palidecer una persona con la faz embetunada, y me interrumpí, exhalando un sofocado grito, que brotaba de mi corazón. Una vez más se tornaba imperativa mi desaparición de la escena.

Procede asentar el hecho de que las pisadas oídas correspondían sin duda al recio caminar de un tipo calzado con zapatos del número 43. Era, pues, natural esperar la presencia de Chuffy. Y sobra decir que un encuentro con Chuffy era totalmente ajeno a mi estrategia. Ya he indicado, con la que juzgo suficiente claridad, que Chuffy no simpatizaba con mis planes y objetivos. Nuestra entrevista de la noche antes me había indicado palmariamente que Chuffy se alineaba al lado de la oposición y constituía para mí un elemento hostil y una amenaza. De descubrirme allí, su primer impulso de caballeresco celo sería encerrarme y enviar emisarios a Stoker para que acudiese a recogerme.

Por tanto, antes de que se moviese la puerta, ya yo me sumergía en las profundidades como un pato en el agua.

Se abrió la vidriera y una voz correspondiente, sin duda, a la futura esposa del guardia Dobson, anunció:

—El señor Stoker.

Unos pies grandes y planos hollaron el pavimento.