XVI

Permanecí con la mano extendida, pegado a tierra. Mis facultades se habían paralizado. Recuerdo que una vez, en Nueva York, uno de esos niños italianos, de tristes ojos, que suelen patinar sobre ruedas en Washington Square, salió proyectado hacia mi chaleco, con extraordinaria violencia, mientras yo daba un paseíto por el lugar. Finalizó su viaje en el tercer botón a contar desde arriba, y yo experimenté una sensación como la que ahora experimentaba. Una especie de atonía. De hundimiento. De falta de respiración. Cual si alguien me hubiese golpeado el alma con un saco terrero.

—¿Cómo?

—Sí, señor.

—¿No hay manteca?

—No hay manteca, señor.

—¡Es horrible, Jeeves!

—Muy enojoso, señor.

Si Jeeves tiene algún defecto es el de mostrarse en semejantes crisis más sereno e impertérrito de lo que uno deseara. Generalmente uno no exterioriza protesta alguna, porque sabe que Jeeves es dueño de la situación y no perderá tiempo en comparecer con un plan bien madurado. Pero he creído a menudo que bien podía Jeeves empezar por mirarle a uno con los ojos desorbitados, y así lo opiné en tal coyuntura. A mi parecer, el adjetivo «enojoso» distaba muchas toesas de precisar los hechos.

—¿Y qué voy a hacer?

—Temo que sea necesario aplazar la limpieza de su rostro hasta un momento posterior, señor. Mañana podré proporcionarle manteca.

—¿Y esta noche?

—Esta noche, señor, presumo que habrán de dejarse las cosas in statu quo.

—¿Eh?

—Es una expresión latina, señor.

—¿Quiere usted sugerir que no podemos hacer nada hasta mañana?

—Lo sospecho, señor. Es lamentable.

—¿No puede definirlo de otro modo?

—Sí, señor. Como muy lamentable.

Exhalé un sonido algo irritado.

—Bien, Jeeves. Como quiera. ¿Y qué hago entretanto?

—Habiendo atravesado usted una noche de prueba, señor, creo oportuno que procure dormir lo más posible.

—¿En la hierba?

—Si me permite la indicación, señor, le diré que se sentiría más cómodo en la casa del parque donde vivía anteriormente Lady Chuffnell. Está a poca distancia y se halla desocupada.

—No puede ser. ¿Iban a dejarla vacía?

—Uno de los jardineros está encargado de cuidarla mientras Lady Chuffnell y su hijo permanezcan en el palacio; pero a esta hora el jardinero se encuentra siempre en «Las Armas de Chuffnell», la taberna del pueblo. Podría usted con toda facilidad entrar en la casa y ocupar uno de los cuartos del piso alto sin que dicho encargado lo supiera. Mañana por la mañana yo me reuniría a usted llevando los necesarios elementos.

Confieso que aquél no era mi modo ideal de pasar una noche tremendamente larga.

—¿No se le ocurre nada mejor?

—No, señor.

—¿Y dejarme, por ejemplo, su propia cama para pasar la noche?

—No, señor.

—Entonces tendré que ir ahí.

—Sí, señor.

—Buenas noches, Jeeves —murmuré sombrío.

—Buenas noches, señor.

No me llevó mucho tiempo llegar a la casa buscada, no sólo porque estaba bastante cerca, sino porque, además, mi mente se ocupaba por completo en entonar himnos de odio dirigidos a las diversas individualidades que habían contribuido a situarme en lo que Jeeves llamaba una situación lamentable. Y quien más figuraba en aquellos cantos de aborrecimiento, era el maldito Seabury.

Cuanto más pensaba en aquel malvado, más profundamente se hundía el acero en mi alma. Y un resultado de la meditación concerniente a él fue engendrar —¿no se dice engendrar?—, fue, digo, engendrar en mi ánimo un sentimiento nuevo hacia Sir Roderick, un sentimiento que casi lindaba en simpatía.

Ya saben lo que sucede. Uno se pasa años considerando a un fulano como una maldición y una amenaza pública, y un día de pronto se informa de un acto noble ejecutado por el individuo, y entonces comprende que en él, al fin y al cabo, hay un elemento bueno. Así sucedía con Glossop. Yo había sufrido mucho a sus manos desde que nuestros senderos se cruzaron por primera vez. En la colección de seres fieros que el Destino había situado en torno a Bertram, Glossop figuraba desde el principio como uno de los más aviesos ejemplares, hasta el punto de que muchos y muy buenos jueces le consideraban en competencia para la obtención de la cinta azul con ese gran azote de los tiempos modernos que atiende por el nombre de tía Ágata. Pero a la sazón, examinando la reciente conducta de Glossop, me sentía definidamente suavizado respecto a él.

Era, de cierto, imposible que una persona que había puesto en su lugar de tal modo al joven Seabury no tuviese mucho de bueno. Entre la tosca masa debía de haber partículas de metal fino. A tal extremo me condujo mi emoción que me dije que, caso de ponerse las cosas de modo que me permitiese volver de nuevo a la sociedad humana, me esforzaría en confraternizar con Glossop. Y alcanzaba la etapa mental en que me proponía iniciar la reconciliación ante una buena comida, regada de vino añejo, conversando él yo como antiguos amigos, cuando me hallé en las inmediaciones de la casa que buscaba.

Aquel edificio destinado a morada de las viudas de los Lores que subían al cielo en el palacio de los Chuffnell, era un caserón de mediano tamaño, del estilo de esos que los anuncios de la Prensa definen como lugares contenedores de cuartos cómodos y espaciosos. Se entraba por un portillo que, abriéndose en un seto, iniciaba un camino, a menos de que, con el propósito de entrar por una ventana posterior, se deslizase uno de árbol en árbol y cruzase luego sigilosamente una pradera.

Esto hice yo, aunque una mirada al lugar me hiciese ver que no era necesario. El lugar parecía desierto. Sin embargo, sólo se extendía ante mis ojos la fachada, y por tanto, si el jardinero, cambiando su costumbre de ir a tomar un vaso en la taberna local, se hallaba en la casa, debía estar a la sazón en la parte trasera. Allí, pues, encaminé mis pasos, haciéndolos tan cautelosos como pude.

No puedo decir que me agradase la perspectiva que me esperaba. Jeeves podía haber hablado despreocupadamente, o como quien tiene los triunfos en la mano, de que yo irrumpiese en la casa para pasar en ella la noche; pero mi experiencia me decía que, siempre que yo había tratado de realizar una irrupción de tal género, la había ejecutado mal. Todavía perduraba en mi memoria la ocasión en que Bingo Little me persuadió de que penetrase subrepticiamente en su casa y me adueñase de la reproducción dictafónica del artículo que su mujer (nacida Rosa M. Banks), la conocida novelista, había escrito para el periódico de mi tía Dalia llamado Milady’s Boudoir. Pequineses, doncellas y policías tuvieron intervención en aquel asunto, causándome el disgusto y alarma que recordarán ustedes, y no deseaba ver repetida una cosa semejante.

Así, me deslicé con inteligente sigilo, y cuando divisé entornada la puerta de la cocina no me precipité hacia ella con el vigoroso ímpetu que hubiera desplegado hacía un año, cuando la vida no había hecho aún de mí el hombre desconfiado y escéptico que soy ahora, sino que la miré con ojo inquisitivo. Podía no haber novedad. Pero podía haberla. Sólo el tiempo lo diría.

Un momento después, celebré mi prudencia, al oír silbar dentro de la casa, lo cual probaba que el jardinero, en vez de acudir a la taberna, pasaba una quieta velada rodeado de sus libros predilectos. Ello, como se ve, no honraba la exactitud de los informes de Jeeves.

Me embosqué en las sombras, cual un leopardo, sintiéndome no poco mohíno. Jeeves no tenía derecho a decir que el prójimo iba a tomar unas copas en la taberna cuando la realidad era distinta.

Y luego ocurrió una cosa que iluminó con nueva claridad la situación de las cosas, haciéndome comprender que yo había juzgado mal a Jeeves. Porque el silbido cesó, escuchóse un hipo y en seguida alguien comenzó a cantar Guíanos, bondadosa luz.

El ocupante de la casa no era el jardinero, sino el orgullo de Moscú, el inapreciable Brinkley.

Tal novedad me pareció requerir minucioso examen.

Lo malo en sujetos como Brinkley es que no se puede adoptar ante ellos una actitud definida, porque siempre están saltando de una modalidad a otra. Aquella noche, por ejemplo, en menos de una hora, yo había visto a Brinkley pasar de esgrimir un trinchante a someterse dócilmente a ser pateado por Chuffy, en toda la extensión de la avenida del jardín. Convenía, pues, saber en qué estado de ánimo se hallaba al presente. Porque, si yo entraba directamente en la casa, ¿qué manifestación de aquel hombre multilateral podría acogerme? ¿Sería un deferente amante de la paz con quien no procedería sino asirle por el fondillo de los pantalones y echarle fuera? ¿O me cabría en suerte andar toda la noche corriendo escaleras arriba y escaleras abajo, con él a una cabeza de distancia de mis hombros?

Fuera de esto, ¿qué había sido de su trinchante? A cuanto pude ver, no lo llevaba consigo durante su entrevista con Chuffy. Pero, a la vez, podía haberlo dejado en algún sitio y recogídolo ahora.

Ponderando la situación en todos los sentidos, resolví permanecer donde estaba. Un momento después, el sesgo de los acontecimientos probó la prudencia de mi decisión. Había empezado Brinkley a cantar La noche es oscura, con voz fuerte, aunque algo incierta en las notas bajas, cuando se interrumpió repentinamente. Y en seguida estalló un amedrentador conjunto de gritos, tropezones y caídas. Aun cuando no fuese conocido el motivo, era notorio que Brinkley se hallaba otra vez en la fase del trinchante.

Una de las grandes ventajas de vivir en el campo, si uno pertenece al tipo de loco agresivo que caracterizaba a Brinkley, es que se posee gran libertad de movimientos. Si el escándalo que promovía a la sazón lo hubiese provocado, digamos, en Grosvenor Square o Cadogan Terrace, hubiese producido infaliblemente la presencia de una multitud de policías antes de dos minutos. Habríanse abierto ventanas, sonado silbatos… Pero en el pacífico retiro de los dominios de Chuffnell, Brinkley gozaba de considerable amplitud para la ejecución de sus fines. Fuera del palacio, no había más casas en una milla a la redonda, y hasta el palacio se hallaba lo bastante lejos para que el alboroto a que yo asistía no se oyera sino como un débil murmullo.

Respecto a quién era objeto de la persecución de Brinkley, no cabía pronunciarse con certidumbre. Podía ser el jardinero, que acaso no hubiese ido a la taberna y ahora estuviera lamentándolo. Pero podía ser igualmente que un sujeto en el estado de Brinkley se limitase a correr tras de fantasmas, por decirlo así, meramente por amor del ejercicio.

Me inclinaba a esta solución y preguntábame si no habría alguna posibilidad de que mi bendito sirviente rodase por la escalera y se partiese la nuca, cuando descubrí que me había equivocado. Durante unos minutos el ruido se aminoró, como si las actividades se trasladaran a un lugar más apartado dentro del edificio, y de pronto recobraran su cercanía y vigor. Oí pisadas presurosas en la escalera y luego un estruendo terrorífico. Casi en seguida se abrió la puerta trasera y brotó de ella una forma humana. Lanzóse precipitadamente en mi dirección, tropezó con no sé qué cosa y fue a rodar a mis pies. Ya empezaba yo a encomendar mi alma a Dios, y a poner mis esperanzas exclusivamente en él, cuando los comentarios que formulaba el caído me parecieron, por su calidad de palabrotas relativamente educadas, pertenecer a alguien de mejor cultura que Brinkley. Me detuve y me incliné. Mi diagnóstico resultaba justo. La forma humana era Sir Roderick Glossop.

Ya iba a presentarme a él e iniciar investigaciones, cuando se abrió la puerta otra vez y sobrevino una nueva figura.

—¡Y mucho cuidado con aparecer por aquí! —dijo, con notable acritud, el hombre de la puerta.

Era la voz de Brinkley. En aquella nada festiva circunstancia, fue, empero, una pequeña satisfacción para mí ver que se frotaba la espinilla izquierda.

Sonó un portazo y luego un correr de cerrojos. Poco después una voz de tenor principió a entonar Piedra sacrosanta, mostrando que, por lo concerniente a Brinkley, el episodio estaba concluido.

Sir Roderick, incorporándose, respiraba con dificultad, como si tuviese malparados los pulmones. No me extrañó, porque su salida había sido harto brusca.

Creí el momento oportuno para iniciar un diálogo.

—¿Qué, hay, qué hay? —dije.

Parecía ser mi sino en aquella noche concreta sobresaltar a mis semejantes, aun sin incluir a la fregona. Pero, juzgando por los resultados, la magnética fuerza de mi personalidad, se inclinaba un poco a desvanecerse de modo paulatino. Porque mientras la criada había sufrido un ataque histérico y Chuffy dado un salto, Sir Roderick se limitó a temblar como una taza sobre una bandeja al sufrir la última un tropezón. Mas esto podía deberse a incapacidad física de hacer otra cosa por el momento. Una entrevista con Brinkley bastaba para quitar el resuello del cuerpo a cualquiera.

—No se asuste —proseguí, a fin de disipar de su ánimo el temor de que quien le interpelaba fuese algún temeroso ser de las tinieblas—. Soy Wooster.

—¿Wooster?

—En absoluto.

—¡Dios mío! —exclamó, algo tranquilizado, aunque distando mucho todavía de ser un prodigio de animación—. ¡Uf!

Y así quedaron por el instante las cosas, porque, mientras él aspiraba una profunda bocanada de aire, yo permanecí silencioso. Los Wooster sabemos no ser inoportunos en tales ocasiones.

El jadeo de Sir Roderick se convirtió en un murmullo más suave. Al cabo de un minuto y medio, empezó a hablar, y había en su voz un tono sumiso, casi tembloroso, al punto de que estuve a dos dedos de pasarle amistosamente el brazo por el hombro y aconsejarle que se calmara.

—Sin duda, Wooster, te preguntarás cuál es la explicación de todo esto.

No le pasé el brazo por los hombros, pero sí le di una especie de alentadora palmada.

—Nada, nada —dije—. Lo sé todo. Estoy al corriente de la situación. Conozco lo que sucedió en casa de Chuffy y le vi salir a usted de allí. Se proponía pasar la noche en este edificio, ¿no es cierto?

—Sí. Si conocieses lo sucedido en casa de Chuffnell, comprenderías que me hallo en una situación penosa, y…

—Ya sé que tiene usted la cara ennegrecida. También yo.

—¡Tú!

—Sí. Es un poco largo de contar. No se lo explico por eso y porque pertenece a la historia íntima, pero puede creerme que los dos nos hallamos en las mismas condiciones.

—¡Es asombroso!

—Usted no puede volver al hotel ni yo tomar el tren de Londres hasta quitarnos esto de la cara.

—¡Dios mío!

—Ello nos aproxima mutuamente mucho, ¿verdad?

Respiró con fuerza.

—Mira, Wooster, hemos tenido diferencias en el pasado. Acaso la culpa haya sido mía. No lo sé. Pero en esta grave crisis debemos olvidarlo todo y…

—¿Unirnos?

—Precisamente.

—Hagámoslo —dije con cordialidad—. Por lo que me afecta, le aseguro que el pasado se extinguió en mi interior tan pronto como supe que había dado unos cuantos pujos de los buenos a Seabury, en el más indicado lugar de su físico.

Le oí rezongar.

—¿Sabes lo que me ha hecho ese abominable rapaz, Wooster?

—Sí. Y lo que usted le hizo a él. Me hallaba en las cercanías cuando salió usted de la casa. ¿Qué sucedió después?

—Casi inmediatamente de salir, me di cuenta de mi terrible situación.

—Mala cosa, ¿verdad?

—Recibí una impresión intensa. Me sentí completamente desconcertado. La única cosa posible era refugiarme en algún lugar durante la noche. Y sabiendo que este edificio estaba vacío, resolví instalarme en él. Pero —y se sobrecogió— te aseguro con toda seriedad, Wooster, que esa casa es un infierno.

Respiró profundamente.

—No aludo a la presencia en ella de ese individuo que parece ser un loco peligroso. Quiero decir que todo el lugar está infestado de seres vivientes. ¡Ratones, Wooster! ¡Y perrillos! Y hasta creo haber visto un mono.

—¿Eh?

Recordé entonces que Lady Chuffnell me había hablado de que su hijo había montado un criadero de tales animales, pero como la noticia se había disipado de mi memoria, recibí la sensación sin estar preparado para ella.

—Sí, Seabury cría animales. Me acuerdo de que él mismo me lo dijo. ¿Y le ha dificultado la vida ese parque zoológico?

Le sentí estremecerse, en las tinieblas. Adiviné que estaba enjugándose la frente.

—¿Te cuento mis aventuras bajo ese techo, Wooster?

—Hágalo —dije cordialmente—. Tenemos toda la noche ante nosotros.

Se secó la frente una vez más.

—Fue una pesadilla. Apenas hube entrado, una voz me interpeló desde el más oscuro rincón de la cocina, que era la estancia donde primero me hallé. «Te veo, borracho», fue la frase que empleó.

—Endiabladamente incorrecto, ¿eh?

—Excuso decirte la consternación en que me sentí sumido. Hasta me mordí malamente la lengua. Luego, comprendiendo que se trataba de un loro, salí a toda prisa de allí. Cuando alcancé las escaleras sobrevino una figura abominable, un ser bajo, rechoncho, de largos brazos y faz oscura. Llevaba unas ropas muy extrañas y andaba rápidamente, contoneándose y haciendo ademanes raros. Ahora, completamente sereno, comprendo que era un mono, pero en el primer instante…

—¡Qué casa! —comenté con simpatía—. Y si se añade a Seabury, ¡qué casa! ¿Y los ratones?

—Llegaron luego. Te ruego que me dejes relatar mis malaventuras por su orden cronológico, porque, si no, no podré exponerlas de forma coherente. El cuarto en que entré después resultó estar completamente lleno de perrillos, que me rodearon ladrando y mordiéndome. Pude escapar y ganar otra habitación, pensando que en aquella siniestra y malhadada casa encontraría refugio al fin en alguna parte. Apenas había formulado tal pensamiento cuando sentí correr una cosa por mi pierna derecha. Di un salto de lado y al hacerlo así volqué lo que debía ser una caja o jaula. Y me hallé entre un mar de ratones. Yo, que los aborrezco, me esforcé en librarme de ellos. Pero me asediaron más. Huí de la habitación y apenas llegué a la escalera, apareció ese loco y empezó a perseguirme. ¡Me persiguió escaleras arriba y escaleras abajo, Wooster!

Asentí, comprensivo.

—Los dos estamos iguales —declaré—. He pasado por lo mismo.

—¿Tú?

—Sí. A mí me persiguió con un trinchante.

—El arma que esgrimió contra mí era, según me parece haber discernido, una inmensa cuchilla de carnicero.

—Varía —expliqué—. Ora usa un trinchante, ora un cuchillo de carnicero. Es un mozo versátil. Debe tener un temperamento artístico.

—Hablas como si le conocieses.

—No sólo le conozco, sino que me sirve. Es mi criado.

—¿Tu criado?

—Un fulano llamado Brinkley. Claro que no seguiré reteniéndole a mi servicio. Sólo espero que se me acerque lo suficiente, y en condiciones de seguridad, para notificarle el despido. ¿No es irónico —dije, sintiéndome filósofo— el hecho de que en todo este intervalo le esté corriendo el sueldo? O sea que cobra por perseguirme trinchante en mano. Si esto no es la vida —agregué, pensativo—, ¿qué diablos es?

El viejo Glossop pareció invertir algunos instantes en digerir aquello.

—¿Tu criado? ¿Y qué hace ahí?

—Es un individuo mudable, ¿sabe? Unas veces está en un sitio, otras en otro… Hace poco, se hallaba ante el palacio. Flota…

—No he oído nunca cosa semejante.

—Confieso que también es nuevo para mí. En fin, está usted pasando una noche animada, ¿eh? Supongo que transcurrirán muchos meses antes de que considere usted necesaria otra aventura.

—Anhelo, Wooster, que todo el resto de mi existencia sea de una plena monotonía. Esta noche me ha parecido experimentar el horror que circula subterráneamente bajo la vida. ¿No podrá ser que yo lleve aún algunos ratones entre las ropas?

—Sin duda se los sacudiría usted. Presumo que debió obrar con mucha actividad. Sólo he podido oírle, pero me pareció que saltaba usted con loable energía.

—No ahorré, desde luego, esfuerzo alguno para eludir la persecución del tal Brinkley. He dicho eso sólo porque me pareció notar no sé qué desazón en el hombro izquierdo.

—Ha sido una noche tremenda, ¿eh?

—Una noche realmente terrible. Todavía no he recobrado la tranquilidad. Tengo muchas pulsaciones y el corazón me late de un modo que no me gusta nada. Pero, por fortuna, todo ha concluido bien. Tú podrás darme en tu casa el cobijo que necesito tanto. Y con ayuda de un poco de agua y jabón podré quitarme de encima esta desagradable máscara.

Comprendí la necesidad de explicarle poco a poco el lamentable estado de la situación.

—Con jabón y agua no le basta para quitarse eso. Necesita manteca.

—Ello no me parece cosa grave. Tú tendrás manteca.

—Siento carecer de tal producto.

—¿No tienes manteca en tu casa?

—No tengo manteca en casa. ¿Y por qué no tengo manteca en casa? Porque no tengo casa.

—No te entiendo.

—Mi casa se ha incendiado.

—¿Eh?

—Sí. La incendió Brinkley.

—¡Dios mío!

—Confieso que es una cosa lamentable en ciertos sentidos.

Glossop enmudeció por unos instantes. Sin duda ponderaba la cosa, examinándola desde todos los puntos de vista.

—¿Se ha quemado tu casa en realidad?

—Es un montón de cenizas.

—¿Y qué hacemos?

Creí conveniente poner en juego un poco de optimismo.

—Anímese —dije—. Nada podemos hacer respecto a casas; pero en lo que atañe a manteca las perspectivas son brillantes. No podemos conseguirla esta noche, mas celebro decir que dispondremos de ella al despuntar el día. Jeeves me la traerá tan pronto como la lleve el lechero.

—No quiero permanecer en este estado toda la noche.

—Temo que no haya otro remedio.

Meditó. Aunque no se le veía en las tinieblas, era notorio que la meditación sumía en grave descontento a su altivo espíritu. Pero debió pensar con mucha escrupulosidad y eficacia, porque volvió de pronto a la vida con una idea.

—¿Tiene garaje tu casa?

—Sí.

—¿Ha ardido también?

—No. Creo que se libró del holocausto. Estaba lejos del escenario del incendio.

—¿Y hay gasolina allí?

—Sí. En abundancia.

—Pues presumo que la gasolina será un agente desembadurnante tan eficaz como la manteca.

—Sí, ¡maldita sea!, pero yo no pienso ir al garaje.

—¿Por qué no?

—Usted puede ir, si le parece bien. Mas yo, por razones que no me siento dispuesto a divulgar, me propongo pasar el resto de la noche en el invernadero que hay en el jardín del palacio.

—¿No me acompañas?

—No. Lo siento, pero…

—Entonces buenas noches, Wooster. No quiero privarte de descanso por más tiempo. Te agradezco sinceramente la ayuda que me has prestado en mi difícil situación. Uno de estos días te avisaré para comer juntos. ¿Cómo puedo entrar en tu garaje?

—Tendrá usted que romper una ventana.

—La romperé.

Se alejó, lleno de resuelto ímpetu, y yo, meneando, dubitativo, la cebolleta, fui en busca del invernadero.