Todo ello me pareció de momento un tremebundo milagro; pero tenía explicación.
—Supuse, señor —dijo Jeeves—, que no había usted abandonado los contornos y me hallaba explorándolos. Al informarme de que la criada había sufrido un acceso histérico en el acto de abrir la puerta y descubrir a un ser de negro rostro, deduje que era usted, proponiéndose sin duda hablar conmigo. ¿Ha pasado algo desfavorable, señor?
Me enjugué la frente.
—Jeeves —repuse—, me siento como un niño perdido cuando encuentra a su madre.
—¿De verdad, señor?
—Suponiendo que no le ofenda oírse llamar madre.
—De ningún modo, señor.
—Gracias, Jeeves.
—¿Ha pasado algo enojoso, señor?
—¡Enojoso! Usted lo ha dicho. ¿Cómo se llama eso tan complicado en que se encuentra la gente a veces?
—Un aprieto, señor.
—Pues yo me hallo en el más extremo aprieto, Jeeves. Para empezar le diré que descubrí que el agua y jabón no bastaban para quitarme el betún.
—No, señor. Debí haberle informado de que la manteca es elemento sine qua non.
—Estaba a punto de buscar manteca cuando llegó Brinkley (mi criado, ¿sabe?), y fue y quemó la casa.
—Lamentable, señor.
—La expresión «lamentable» define la situación insuficientemente, Jeeves. Diga más bien que ello me hundió en un abismo de mil demonios. Vine aquí para pedirle a usted manteca. Pero esa fregona desbarató mi proyecto.
—Es una muchacha nerviosa, señor. Y, por infortunada coincidencia, ella y la cocinera estaban ocupadas en aquel momento en hacer un experimento psíquico con un velador. Le tomó, señor, por un espíritu materializado.
Me amosqué un poco.
—Si las cocineras atendiesen a la lumbre y a los asados en vez de consagrarse a experimentos psíquicos, la vida sería diferente —dije.
—Muy cierto, señor.
—Entonces hablé con Chuffy. Y él se negó en redondo a proporcionarme manteca.
—¿Es posible, señor?
—Sí. Se puso muy antipático.
—En el presente instante, Su Señoría se halla bajo una gran congoja de ánimo, señor.
—Eso me ha parecido. Creo que me abandonó para emprender un paseo por el campo. ¡A esta hora de la noche!
—El ejercicio físico es un paliativo eficaz de la angustia espiritual, señor.
—De todos modos, no quiero mirar con rencor a Chuffy, ya que al menos pateó a Brinkley muy inteligentemente. El verlo me satisfizo mucho. Y ahora que usted llega, nos acercamos a un desenlace feliz, ¿verdad?
—Precisamente, señor. Me encantará proporcionarle manteca.
—¿Y alcanzaré el tren de las 10,21?
—Temo que no, señor. Pero hay otro a las 11,50.
—Entonces, todo irá como una seda.
—Sí, señor.
Respiré profundamente, sintiéndome muy tranquilizado.
—¿Y no podría usted darme unos cuantos bocadillos para el viaje, además?
—Ciertamente, señor.
—¿Y un trago de algo?
—Indudablemente, señor.
—Y si sucediese que llevara usted encima un objeto parecido a un cigarrillo, la cosa resultaría perfecta.
—¿Turcos o de Virginia, señor?
—Déme de las dos clases.
No hay nada como un cigarrillo para calmar el sistema nervioso. Fumé voluptuosamente durante un breve rato, y mis nervios, que me sobresalían del cuerpo lo menos una pulgada y se retorcían con angustia, recuperaron su forma y lugar acostumbrados. Me sentí restaurado, fortalecido y en disposición de hablar.
—¿Qué eran esos gritos, Jeeves?
—¿Cuáles, señor?
—Momentos antes de salir Chuffy de la casa, sonaron gritos animales de ella. Parecían proceder de Seabury.
—Él era, en efecto, señor. Está algo intratable esta noche.
—¿Por qué?
—Por no haber podido asistir al concierto de los negros, señor.
—Pues toda la culpa es suya. ¡Grandísimo bestia! Si quería ir a la fiesta del cumpleaños de Dwight, no debía iniciar una pendencia con él.
—Exacto, señor.
—Intentar extraer a un invitado una ayuda de un chelín y seis peniques en vísperas de la fiesta que da el susodicho invitado, es un acto propio de un calabaza.
—Muy cierto, señor.
—¿Y qué han hecho para acallar a Seabury? ¿Le han cloroformizado?
—No, señor. Según mis informes, se han tomado medidas para sustituir la diversión de los negros por otra, en obsequio del niño, señor.
—¿Cómo, Jeeves? ¿Se proponen que toque aquí la orquesta negra?
—No, señor. El gasto que ello originaría sitúa ese proyecto fuera de la esfera práctica. Pero creo que Lady Chuffnell ha inducido a Sir Roderick Glossop para que éste ofreciese sus servicios.
No comprendí.
—¿El viejo Glossop?
—Sí, señor.
—¿Y qué va a hacer?
—Parece, señor, que tiene muy buena voz de barítono y que, en sus tiempos de estudiante, solía cantar en reuniones y otros lugares semejantes.
—¡El viejo Glossop!
—Sí, señor. Así he oído decirlo a Lady Chuffnell.
—Nunca hubiera pensado yo semejante cosa.
—Convengo en que nadie lo pensaría juzgando por la apariencia actual de Sir Roderick, señor. Tempora mutantor, nos et matamur in illis.
—¿De modo que se propone calmar a Seabury cantando para él?
—Sí, señor. Y Lady Chuffnell le acompañará al piano.
—No resultará bien, Jeeves. Saque usted mismo las consecuencias…
—¿Señor…?
—Tenemos un rapaz que esperaba ver tocar a una orquesta de negros. ¿Es de creer que acepte con gusto a un médico psiquiatra, blanco de tez y acompañado al piano por esa señora?
—Sir Roderick no se presentará con la tez blanca, señor.
—¿Cómo?
—No, señor. La cuestión se ha debatido minuciosamente, y Lady Chuffnell ha entendido que era indispensable algo semejante a una orquesta negra. Cuando el joven Seabury tiene estos arrebatos, es muy exigente.
En mi emoción, tragué por mal camino una bocanada de humo.
—¿Y va a pintarse de negro el viejo Glossop?
—Sí, señor.
—Seamos sensatos, Jeeves. ¡No es posible! ¿Va a ennegrecerse la cara Sir Roderick?
—Sí, señor.
—No puede ser.
—Recuerde, señor, que en este momento Sir Roderick está muy dispuesto a consentir en cualquier sugestión de Lady Chuffnell.
—¿Quiere usted indicar que está enamorado?
—Sí, señor.
—¿Y que el amor lo vence todo?
—Sí, señor.
—Mas, aun así… Si usted estuviese enamorado, Jeeves, ¿se ennegrecería la cara por complacer al hijo del ser adorado?
—No, señor. Pero todos no somos iguales.
—Es verdad.
—Sir Roderick quiso protestar, pero Lady Chuffnell contradijo sus objeciones. Y, de hecho, creo que será una cosa conveniente y que contribuirá a cerrar el abismo existente entre Sir Roderick y su futuro hijastro. Precisamente me consta que el joven Seabury ha intentado infructuosamente obtener ayudas pecuniarias de Sir Roderick, y se halla muy resentido contra él por esa causa.
—¿De manera que ha querido sablear al viejo?
—Sí, señor. Por una suma de diez chelines. El joven Seabury me ha suministrado esta información.
—Todos confían en usted, Jeeves.
—Sí, señor.
—¿Y Glossop no dio de puntapiés al mocoso?
—No, señor. Pero sometió al joven a una especie de exhortación moral. El muchacho lo define como una lata. Como consecuencia, existe cierta molestia por parte de Seabury contra Sir Roderick. Incluso tengo la impresión de que el joven planeaba alguna medida en concepto de represalia.
—¿Es posible que tenga el valor de jugar una mala pasada a su futuro padrastro?
—Los muchachos suelen ser muy audaces, señor.
—Cierto. Baste recordar el caso de Tomás, el hijo de mi tía Ágata, y del ministro.
—Si, señor.
—Impulsado por su malevolencia, Tomás dejó abandonado al muy honorable en una isla sita en el centro de un lago, y a merced de un cisne enfurecido.
—Sí, señor.
—¿Qué tal andamos de cisnes en esta región? Me gustaría, lo confieso, ver a Glossop enfrentarse con una de esas aves.
—Creo que las ideas del joven Seabury se inclinan más bien a tenderle alguna trampa o lazo, señor.
—Seguro. Ese niño no tiene imaginación. Ni visión. Lo he notado a menudo. Su mentalidad es… ¿Qué es, Jeeves?
—¿Pedestre, señor?
—Exacto. Disponiendo de las ilimitadas posibilidades que ofrece una casa de campo, se contenta con cosas como poner agua y hollín en lo alto de una puerta, treta que cabe hacer en cualquier hotelito de suburbio. Nunca he juzgado bien a Seabury, y esto confirma el acierto de mi opinión.
—No se trata de agua y hollín, señor. Tengo entendido que el joven se propone recurrir a la vieja artimaña de extender manteca en el suelo para que Sir Roderick resbale en ella. Ayer me preguntó dónde guardábamos la manteca e hizo alusión a una película cómica que había visto en Bristol, y donde sucedía algo de esa naturaleza.
Me sentí disgustado. Bien sabe Dios que cualquier injuria infligida a un pajarraco como Sir Roderick Glossop hace vibrar una cuerda sensible en el corazón de Wooster; pero ¡un resbalón en manteca! ¡Descender tan bajo! En «Los Zánganos» no hay un solo individuo capaz de una treta tan ruin.
Emití una risa de desdén y luego me interrumpí en seco. La palabra «manteca» acababa de recordarme que la vida es dura y áspera y que el tiempo corría de prisa.
—¡Manteca, Jeeves! ¡Yo aquí, hablando inútilmente de la manteca, cuando ya debía usted estar en la despensa, buscándola!
—Voy a por ella en el acto, señor.
—¿Sabe dónde la guardan, Jeeves?
—Sí, señor.
—¿Y está seguro de que surtirá efecto?
—Completamente seguro, señor.
—Pues entonces vaya y dése prisa, Jeeves.
Me senté en un tiesto puesto boca abajo y reanudé mi vigilancia. Mis emociones eran diversas a las que sintiera cuando entré, poco antes, en aquella codiciable propiedad. Entonces yo era, por así decirlo, un desheredado, un ser sin un penique, con un sombrío horizonte ante mí. Ahora alboreaba la luz. No tardaría Jeeves en regresar con los elementos necesarios. Y, a poco, yo volvería a ser un hombre distinguido, de mejillas rosadas, y, a su debido tiempo, me hallaría en el tren que pasaba a las 11,50, camino de Londres y de la salvación.
Me notaba muy animado. Absorbía el aire nocturno con extremo contento. Ningún peso oprimía mi ánimo. Y mientras seguía absorbiendo el indicado aire estalló un tumulto en la casa.
Seabury parecía participar considerablemente en él. Aullaba con toda la fuerza de sus pulmones. De vez en cuando se advertía el acento más débil, pero penetrante sin embargo, de Lady Chuffnell, quien, al parecer, dirigía reproches a alguien. Mezclada con ambas voces, se elevaba una muy profunda, la inconfundible voz de barítono de Sir Roderick Glossop. Todo ello provenía, según los indicios, del salón. Nunca había asistido yo a tal estrépito, salvo una vez que, en Hyde Park, me hallé, sin darme cuenta, rodeado de una de esas confundidas masas corales que andan por el planeta.
No había transcurrido mucho tiempo, cuando la entrada se abrió, cerróse de nuevo el batiente con un portazo, y una persona salió de la casa. En el acto, emprendió una rápida marcha hacia la salida del jardín.
Por un momento, al abrirse la puerta, la luz del zaguán iluminó al personaje. Y ello me bastó para poder identificarlo.
Aquel individuo que se alejaba en la oscuridad con todos los indicios de ir rabioso hasta la raíz de los dientes, era Sir Roderick Glossop. Y noté que tenía la cara tan negra como el betún.
Momentos después, mientras reflexionaba en los sucesos generales, Jeeves avanzó por el flanco derecho.
Celebré verle. Deseaba noticias.
—¿Qué era eso, Jeeves?
—¿El tumulto, señor?
—Sí. Creía que estaban asesinando a Seabury. ¿No se habrá dado esa feliz circunstancia, eh?
—El joven ha sido víctima de un ataque personal, señor. Y el atacante fue Sir Roderick. No he sido testigo presencial de los hechos, pero he recibido informes de María, la doncella, que se encontraba en el lugar donde se desarrollaron.
—¿Se encontraba allí?
—Mirando por el ojo de la cerradura, señor. El aspecto de Sir Roderick, al hallarle ella, momentos antes en las escaleras, la sorprendió de tal modo, que se sintió inducida a seguirle. Creo que su rostro ennegrecido debió fascinar a la doncella, señor. Las jóvenes suelen inclinarse a mirar las cosas desde un punto de vista frívolo.
—¿Y qué pasó después?
—Puede decirse que el asunto tuvo su origen, señor, cuando Sir Roderick, al cruzar el zaguán, resbaló en la manteca que allí había esparcido el joven Seabury.
—De forma que el chico ejecutó el proyecto, ¿eh?
—Sí, señor.
—¿Y Sir Roderick se dio un testarazo?
—Parece haber caído con cierta violencia, señor. La joven hablaba de ello con mucho brío. Comparó la caída a la de una tonelada de carbón. Confieso que la imagen me sorprendió, porque esa muchacha no es muy imaginativa.
Sonreí animado. La noche había empezado siendo dificultosa, pero terminaba bien.
—Sir Roderick, muy acalorado, se dirigió al salón, donde sometió al joven Seabury a un severo castigo. Lady Chuffnell se esforzó en hacerle desistir de sus propósitos, pero Sir Roderick se mantuvo firme. El desenlace fue una riña definitiva entre Lady Chuffnell y Sir Roderick. La primera aseguró que no deseaba volver a verle en su existencia, y el segundo afirmó que, si lograba salir alguna vez de aquella abominable casa, no volvería a pisar sus umbrales de nuevo.
—Una buena refriega, ¿eh?
—Sí, señor.
—¿Y el noviazgo deshecho?
—Sí, señor. El afecto que Lady Chuffnell consagraba a Sir Roderick fue instantáneamente ahogado por una ola de ofendido amor maternal.
—¡Bien descrito, Jeeves!
—Gracias, señor.
—¿Así que Sir Roderick se ha desvanecido para siempre?
—Tal parece, señor.
—¿Sabe que la casa de los Chuffnell lleva unos días muy agitados? Se diría que pesa una maldición sobre ella.
—Si uno fuese supersticioso, podría ciertamente suponerlo, señor.
—En todo caso, si no pesaba sobre ella maldición alguna, ahora pesan lo menos cincuenta y siete. Le oí proferirlas a Glossop mientras se marchaba.
—Eso indica que iba muy afectado, ¿verdad, señor?
—Mucho, Jeeves.
—Lo presumo, señor. Si no, no hubiese abandonado la casa en tales circunstancias.
—¿Cómo?
—Comprenda, señor, que no es muy hacedero para Sir Roderick regresar a su fonda, u hotel, en las presentes condiciones. El aspecto de su rostro despertaría comentarios. No, no creo que vuelva al hotel. Comprendí su insinuación.
—¡Dios mío, Jeeves! Eso abre ante mí un nuevo horizonte. Déjeme examinarlo. Glossop no puede volver a la fonda, es evidente, ni tampoco pedir albergue en la de Lady C. De modo que no se me ocurre qué demonios hará.
—Es muy problemático, señor.
Quedé silencioso por un momento. Pensativo. Y, de extraña manera —puesto que en realidad debiera sentirme jubiloso—, notaba cierta angustia en el corazón.
—Realmente, Jeeves, a pesar de lo mal que ese sujeto me ha tratado antaño, lamento su situación. En absoluto. Si malo era para mí andar por el mundo con la cara embadurnada de betún, será peor para él, que tiene una posición que conservar. Porque el mundo, a mi entender, viéndome con el rostro ennegrecido, acaso se limitara a encogerse de hombros y decir: «¡Lo que es la juventud!», o algo semejante.
—Sí, señor.
—Pero no haría igual con un ciudadano como Glossop.
—Muy cierto, señor.
—¡Bueno, bueno, bueno! ¡Vaya, vaya, vaya! En fin, ésta es una venganza del cielo.
—Posiblemente, señor.
No suelo dedicarme a sacar moralejas de las cosas; pero en tal ocasión lo hice.
—Ello prueba que debemos ser buenos incluso con los humildes, Jeeves. Ese Glossop ha pasado años pisoteando mi rostro con sus ferradas botas, e inclinándose luego para ver dónde me había dejado señal. ¿Y qué habría pasado si ahora estuviésemos en relaciones de camaradería? Todo hubiera marchado como sobre ruedas. Viéndole alejarse de esa forma, le hubiese dicho: «Sir Roderick, un segundo. No ande por el planeta con el rostro enhollinado. Aguarde unos instantes a que venga Jeeves con la manteca, y todo, se arreglará». ¿No habría yo dicho esto, Jeeves?
—Una cosa parecida, señor.
—Y él se habría salvado de su temible situación, de ese lamentable aprieto en que se halla ahora. Presumo que el pobre hombre no podrá encontrar manteca hasta por la mañana. Y quizás entonces tampoco, si no lleva dinero encima. Y todo por no haberme tratado bien en el ayer. ¿Lo comprende, Jeeves?
—Sí, señor.
—Pero es inútil hablar de ello. Lo que ha de ser, será.
—Muy real, señor. Lo que los dedos escriben y, una vez escrito, se envía, no puede ser borrado ni en media línea por mucha prudencia y ahínco que se ponga, y todas las lágrimas no pueden suprimir una sola palabra de ello.
—Eso. Y ahora, Jeeves, déme la manteca. Vamos a lo mío.
Suspiró respetuosamente.
—Deploro decirle, señor, que, habiéndola empleado toda el joven Seabury para preparar su trampa, no queda en el palacio una gota de manteca.