XIV

Confieso que recibí una impresión considerable. Hasta entonces no había reparado nunca en el importante papel que una cara atrayente ejerce en la vida. Quiero hacer comprender que un Bertram Wooster con el rostro ligeramente atezado habría sido recibido, si llamase en la puerta de servicio de la casa de Chuffy, con respeto y deferencia. Y hasta no me hubiese extrañado que una muchacha perteneciente a la categoría social de las maritornes, me hubiera mostrado cortesía. No creo tampoco que las cosas hubiesen sido sustancialmente diversas si mi semblante presentara una interesante palidez o un conjunto de granos. En cambio, pura y sencillamente por ocurrírseme llevar en la cara una modesta capa de betún, la mujer se retorcía convulsivamente y huía sembrando de paroxismos un lado y otro del corredor.

Sólo cabía una cosa. Ya se oían voces en el pasillo haciendo preguntas y comprendí que de allí a breves momentos habría un regular concurso de domésticos en escena. Puse, pues, pies en polvorosa. Y, temiendo que las inmediaciones de la puerta posterior fuesen registradas, me embosqué en un grupo de arbustos no lejanos de la entrada principal.

En otras circunstancias —por ejemplo, si me hallara fumando un cigarrillo en una hamaca de la cubierta de un buque, y no en una selva feroz, asaltada por innúmeros escarabajos que se descolgaban a intervalos regulares sobre mi nuca—, probablemente habría encontrado muy placentera la perspectiva de lo que me rodeaba. Siempre he sido bastante partidario de gozar de la bucólica paz de un antiguo jardín inglés en el intervalo comprendido entre la cena y el acto de llenar el último vaso antes de acostarse. Desde mi escondrijo se veía la maciza mole del palacio recortarse sobre el cielo, y ello era, en verdad, impresionante espectáculo. Gorjeaban los pájaros en los árboles y juzgué que debía haber cerca un arríate de flores y acaso algunas plantas de tabaco, porque el aire estaba cargado de una grata fragancia. Añadan la perfecta quietud de la noche de verano, y, ¿qué más quieren?

No obstante, cosa de diez minutos después, la paz de la noche de verano sufrió una interrupción. De una de las ventanas salió un aullido. Reconocí la voz de Seabury y pensé con satisfacción que también él tenía sus contrariedades. Al cabo de un rato calló. Presumí que la querella había sobrevenido como secuela de su negativa a acostarse. El silencio se restableció.

Poco más tarde sonaron pisadas en el camino, hacia la puerta principal.

Mi primera idea fue que se trataba del sargento Voules. Chuffy, ¿comprenden?, es juez de paz del pueblo, y pensé que Voules acudía a dar cuenta del incendio a su superior. Me apelotoné, pues, entre los arbustos cuanto pude.

No era el sargento Voules. A la sazón la figura que advenía se perfilaba sobre un jirón de cielo, y cabíame ver que el hombre era más alto y menos rechoncho que Voules. Subió los peldaños de la puerta y comenzó a llamar.

En los intermedios, entre aldabonazo y aldabonazo, cantaba un himno con voz meditativa. Era, si recuerdo bien, aquel que empieza «Guíanos, bondadosa luz», y tal circunstancia me habilitó para reconocer la personalidad del recién llegado. Yo había oído antes aquella voz de tenor. Una de las primeras cosas a que yo había tenido que poner el veto en mi casa de Chuffnell Regis era la costumbre de Brinkley de cantar himnos en la cocina mientras yo ejecutaba fox-trots en el banjo. Dos voces como aquélla no podían existir en el pueblo. El visitante nocturno no era otro sino mi sirviente, aunque la causa de su presencia en el palacio fuese más de lo que yo pudiera comprender.

Moviéronse luces en la casa y la puerta se abrió. Oí una voz algo irritada, y aquella voz era la de Chuffy. Habitualmente, el señor de Chuffnell Regis solía descargar en la servidumbre el cuidado de abrir, pero una llamada tan tremebunda como aquélla merecía al parecer atención especial. En todo caso, allí estaba Chuffy y de cierto no parecía muy satisfecho.

—¿Por qué diablos hace usted ese ruido?

—Buenas noches, señor.

—¿Qué demonios quiere usted? ¿Qué…?

Opiné que iba a entregarse a mayores excesos verbales, pero en esta sazón Brinkley interrumpióle:

—¿Está el diablo aquí?

Era una pregunta sencilla, fácil de responder con un sí o un no; más Chuffy quedó desconcertado por ella.

—¿Si está… quién?

—El diablo, señor.

Confieso que nunca había juzgado yo a Chuffy como un ciudadano de muy rápida mentalidad, creyéndole más poderoso en materia de músculos y tendones que en asunto de sustancia gris; pero he de reconocer que en la presente coyuntura exhibió una aguda intuición que le honraba mucho.

—¿Está usted borracho?

—Sí, señor.

Chuffy pareció explotar como un cartucho de papel lleno de aire. Seguí su proceso mental —¿me entienden?— con mucha prontitud. Desde su desgraciada riña con la joven, en cuyo curso ella le diera la boleta y lanzándole fuera de su vida, Chuffy había estado sin duda meditando y rumiando y todo lo demás que hace un alma atormentada, sí que también anhelando la presencia de un objeto exterior en que desfogar sus reprimidas emociones. Y ahora encontraba uno. Desde la lamentable escena de la noche anterior, esperaba la ocasión de arrojar de sí el veneno que le emponzoñaba, y por Júpiter que el cielo le enviaba ahora aquel borracho agitador de aldabones.

Echar a Brinkley de los escalones y perseguirle por el camino, asestándole un puntapié aproximadamente a cada yarda que recorrían, fue cosa de un momento para el quinto barón Chuffnell. Pasaron ante mi refugio a cosa de unas cuarenta millas p. h. y desaparecieron en la distancia. A poco oí pasos y Chuffy regresó, silbando, satisfecho, como quien se ha descargado de parte del peso que abrumaba su alma.

Se detuvo junto a mi parapeto para encender un cigarrillo, y juzgué llegado el momento de tomar contacto.

Adviertan que yo no sentía unos deseos frenéticos de charlar con Chuffy —ya que su actitud al separarse de mí la noche antes había estado muy lejos de ser benévola—, y si mis horizontes hubiesen sido un tanto más rosados, es bien cierto que habría dejado escapar aquella oportunidad de un coloquio amable. Pero Chuffy constituía mi última esperanza. Con aquellas manadas de fregonas sufriendo accesos de histeria cada vez que yo apareciese en las puertas, parecíame imposible comunicar con Jeeves aquella noche. No menos imposible era recorrer las casas de la vecindad, pidiendo manteca a gentes desconocidas en absoluto. Ya saben lo que pasa, ¿no? Sí un tipo con la cara cubierta de betún aparece a la puerta de uno dándole un sablazo de manteca, no se siente por él la menor simpatía. Y si no se le ha visto jamás, con mayor motivo.

Todo señalaba a Chuffy como el lógicamente llamado a resolver la situación. Era un hombre que tenía manteca a su alcance y, ahora que, a expensas de Brinkley, había aligerado un tanto la carga de su ánimo, era fácil que se sintiese propicio a socorrer a un antiguo amigo con un cuarto de libra, o cosa así, del lácteo producto. Me deslicé, pues, fuera del matorral y me situé a retaguardia de mi camarada.

—¡Chuffy! —dije.

Comprendí que me hubiese convenido hacerle una advertencia más explícita sobre mi personalidad. A nadie le agrada oír voces sonando repentinamente en su misma nuca, y así lo hubiera reconocido yo de hallarme en un estado mental más sereno. No diré que hubo una repetición exacta del lance de la maritornes; pero por un instante las cosas se inclinaron mucho a reproducirlo. El pobre muchacho dio un salto, literalmente. El cigarrillo cayó de su mano, sus dientes entrechocaron y todo su cuerpo se estremeció. Dijérase que yo acababa de pincharle allende los fondillos del pantalón con una barrena o taladro. He visto salmones que se comportaban análogamente al ser arponeados.

Hice cuanto pude para calmar la tempestad con palabras conciliadoras.

—Soy yo, Chuffy.

—¿Quién?

—Bertie.

—¿Bertie?

—Bertie.

—¡Oh!

No me complugo mucho el tono de aquel «¡Oh!». No sonaba muy hospitalario. Uno ha aprendido a saber cuándo es un personaje popular y cuándo no. Resultaba muy notorio, que en aquella ocasión yo no lo era y me pareció prudente, antes de pasar al tema esencial, exteriorizar algún trascendente cumplido.

—Has tratado admirablemente a ese sujeto, Chuffy —dije—. Me ha gustado tu faena. Me fue particularmente agradable ver cómo le recibías, porque también yo le hubiese dado de puntapiés con placer, de haber tenido ánimos para ello.

—¿Quién era?

—Mi criado Brinkley.

—¿Qué hacía aquí?

—Supongo que buscarme.

—¿Y por qué no te buscaba en tu casa?

Yo había esperado una oportunidad idónea para transmitirle las oportunas noticias.

—Lamento decirte, Chuffy, que tienes una casa menos. Brinkley acaba de incendiarla.

—¡Cómo!

—Estaría asegurada, ¿verdad?

—¿Que ha quemado la casa? ¿Cómo? ¿Por qué?

—Un capricho. Debió parecerle, de pronto, Una buena idea.

Chuffy tomó la cosa un poco mal. Vi que reflexionaba y por mi parte le hubiese dejado reflexionar a sus anchas, de no urgirme alcanzar el tren de las 10,21.

—Tengo que molestarte, muchacho…

—¿Por qué ha quemado la casa?

—Es inútil tratar de desentrañar la psicología de individuos como Brinkley. Ejecutan sus actos a impulsos de una fuerza misteriosa. Bástate saber que la ha quemado.

—¿No habrás sido tú?

—¡Muchacho!

—Porque parece una de esas estupideces, propias de un cabezota como tú, que sueles hacer —dijo Chuffy, disgustándome no poco al hacer notar el tono de rencor que latía en su voz—. Y, eso aparte, ¿qué haces aquí? ¿Quién te ha llamado? Si crees que, después de lo sucedido, puedes andar yendo y viniendo a mi casa tranquilamente…

—Ya, ya… Comprendo… Hay un doloroso equívoco. Y frialdad. Y tendencia a juzgar mal a Bertram. Pero…

—Además, ¿de dónde has salido? Ni siquiera te había visto.

—Estaba escondido entre unos arbustos.

—¿Entre unos arbustos?

Por su acento juzgué que aquel hombre, siempre predispuesto a pensar mal de sus amigos, había vuelto a juzgar erróneamente el caso. Oí el chasquido de una cerilla al encenderse, y un momento después el quinto barón empezó a examinarme a favor de la llamita. Apagóse la luz y oí a Chuffy respirar profundamente, en las tinieblas.

Comprendí lo que ocurría en su mente. Sin duda pugnaban en él antagónicos sentimientos. Su inclinación a no tratar más conmigo después del incidente de la última noche forcejeaba con la reflexión de que, al cabo, habíamos sido durante largos años buenos compañeros. Un fulano, se decía Chuffy, de cierto puede dejar de mantener relaciones cordiales con un antiguo condiscípulo, pero no abandonarle a su suerte, permitiéndole errar por el mundo, sin norte, en el estado en que él me suponía.

—Más te vale dormir la mona —dijo con cierto hastío—. ¿Puedes sostenerte en pie?

—No es lo que piensas —me apresuré a manifestarle—. Escucha.

Y, con persuasiva facilidad, silbé los aires de Constitución Británica, Concha vende conchas marinas y Él estaba en la puerta de la tienda de salsas de pescado propiedad del honrado mercader que le acogía con calor.

La demostración surtió efecto.

—¿No estás borracho?

—Ni en lo más mínimo.

—Pues te habías escondido entre los arbustos.

—Sí, pero…

—Y tienes negra toda la cara.

—Ya lo sé. Ahora atiende, y lo comprenderás todo.

Supongo que a ustedes les ha sucedido tener que relatar una historia relativamente larga y notar, a mitad de ella, que no gozan ustedes de las simpatías del auditorio. Y yo lo noté entonces. Desagradable sensación, ¿eh? No porque Chuffy dijera nada. Sólo que parecía desprenderse de él una especie de magnetismo animal a medida que yo pasaba de un punto a otro. Y cada vez me sentía más convencido de que estaba dando en hueso, si es que ustedes se hacen cargo de lo que con esta metáfora quiero decir.

No obstante, continué, imperturbable, y, habiendo referido los hechos más salientes, concluí haciendo una conmovedora impetración de la necesaria materia sebosa.

—Manteca, Chuffy, muchacho —expliqué—. Mundos de manteca. Si tienes manteca, prepárate a facilitármela. Yo navegaré un rato por aquí mientras te vas a la cocina a por el lácteo elemento. ¿Te das cuenta de que urge el tiempo? Necesito coger ese tren, y…

Chuffy calló durante un par de momentos. Y cuando habló al fin, palpitaba en sus palabras un acento tan torvo, que mi corazón, oyéndole, se hundió en profundos abismos.

—Aclaremos esto —expuso—. ¿Tú quieres que yo te proporcione manteca?

—Ésa es mi idea.

—¿Para limpiarte con ella la cara y luego poder tomar el tren de Londres?

—Sí.

—¿Librándote así de Stoker?

—Justo. Es maravilloso lo bien que lo entiendes todo —respondí con tono satisfecho, pensando que convenía suavizarle un poco (aplicarle algo de jabón, ¿saben?)—. Creo que no hay seis ciudadanos en el mundo capaces de haberme comprendido tan prontamente. Siempre he creído muy grande tu inteligencia, chico, mucho…

Pero el corazón se me sumió en mayores profundidades al oír a Chuffy respirar emocionalmente en la sombra.

—En otras palabras —dijo—, deseas que te ayude a descargarte de la obligación de honor que has contraído.

—¿Eh?

—¿A qué vienen esos «Eh»? —exclamó Chuffy.

Me pareció que temblaba de pies a cabeza, pero no pude precisarlo, por la oscuridad.

—No te interrumpí mientras me contabas tu degradante historia, porque deseaba saberlo todo con precisión. Pero ahora permíteme decirte unas cuantas cosas.

Y emitió una insinuación de rugido.

—¿Quieres coger el tren de Londres, eh? No sé lo que te juzgarás a ti mismo, Wooster, pero si quieres conocer la opinión que mereces a un espectador imparcial, te diré que te comportas como un cerdo, un bandido, un gusano, un perro, un borracho y un maldito indecente. ¡Dios mío! Esa bellísima joven te ama. Su padre tiene la nobleza de consentir en vuestra boda. Y en vez de sentirte complacido, y encantado, y loco de alegría como… ¡Hum, como cualquiera! En vez de eso proyectas tomar el portante.

—Pero, Chuffy…

—¡Tomar el portante! Te propones, brutalmente, implacablemente, limpiarte la cara, dejar sola a esa muchacha, desgarrando su tierno corazón, abandonándola, huyendo, arrojándola lejos de ti, como si fuese un… un… un… ¡Que me maten si no voy a acabar olvidándome hasta de mi nombre! Como un guante inservible.

—Pero, Chuff…

—No trates de negarlo.

—¡Pero, maldita sea, si ella no está enamorada de mí…!

—¡Ah! ¿No lo está y es capaz de huir de su yate a nado, para reunirse contigo?

—Te ama a ti.

—¡Bah!

—Te digo que sí. Vino a nado anoche para reunirse contigo. Y si está dispuesta a que nos casemos, es para vengarse de lo mal que la has juzgado.

—¡Bah!

—Sé razonable, muchacho, y tráeme manteca.

—¡Bah!

—¿Por qué no prescindes de tus «¡bahs!»? No nos llevan a nada concreto y son bastante tontos. Necesito manteca, Chuffy. Es esencial. Aunque sólo haya un poquito, tráela. Te habla Wooster, muchacho, tu antiguo condiscípulo, el hombre que te conoce desde que era así de pequeño.

Me detuve. Por un momento pensé haberle tocado la cuerda sensible. Su mano cayó sobre mi hombro. En aquel momento me hubiese apostado la camisa a que se había suavizado.

Y así era, pero no en el sentido conveniente.

—Voy a decirte mi sincera opinión, Bertie —declaró con una especie de feroz bondad—. No pretenderé afirmar que no amo a esa muchacha. A pesar de lo ocurrido, sigo queriéndola. Y la querré siempre. La quise desde que la conocí. Fue en la parrilla del «Savoy». Estaba sentada hacia el centro de ese elegante lugar, bebiendo medio «Martini» seco, porque Sir Roderick y yo llegábamos con cierto retraso y el padre de la joven había pensado que, en vez de esperarnos a palo seco, nada les impedía tomar una copa. Nuestras miradas se cruzaron y adiviné en el acto que ella era la mujer que me deparaba el destino, ya que me hallaba en tinieblas respecto a esa loca pasión que siente por ti.

—¡No es verdad!

—Ahora lo comprendo bien y sé que nunca conseguiré a esa mujer para mí. Pero está en mi mano procurar, Bertie, que, puesto que tiene por ti esa pasión, no le sea arrebatada su felicidad. Con tal de que sea dichosa, me sentiré satisfecho. No sé por qué motivos, su amia la inclina a ser tu esposa. Es incomprensible semejante ocurrencia. No entremos, pues, en discusión del caso. La cuestión es que, por razones inexplicables, Paulina está loca por ti. Y es curioso que precisamente hayas venido a mí, y no a otra persona, en petición de ayuda. ¿Ayudarte yo a disipar sus sueños juveniles y a despojarla de su dulce confianza infantil en la bondad de la naturaleza humana? ¿Crees que colaboraré en tu sucio proyecto? ¡Narices! No cuentes con mi manteca, muchacho. Te quedarás exactamente en el estado en que te hallas y me siento seguro de que, pensándolo mejor, acabarás resolviendo volver al yate y cumplir tus obligaciones como un caballero inglés.

—Pero, Chuffy…

—Y, si quieres, seré tu padrino de boda. Una tortura para mí, por supuesto, pero si lo deseas, la arrostraré.

Aferré su mano.

—¡Manteca, Chuffy!

Movió la cabeza.

—Nada de manteca, Wooster. Es mejor para ti.

Y apartando mi mano como si fuera un guante inservible, se alejó en la noche.

No sé cuánto tiempo permanecí allí, clavado en el suelo. Pudo ser poco tiempo. Pudo ser infinito. La desesperación me atenazaba y cuando esa circunstancia se produce, uno no suele mirar el reloj.

Digamos, pues, que en un momento dado —cinco, diez, quince o acaso veinte minutos más tarde— advertí que alguien tosía a mi lado, como una respetuosa oveja tratando de atraer la atención de su pastor, y entonces, con lo que puedo describir como asombro o inmenso alivio, reconocí a Jeeves.